Obligado
a trasladarme a una capital de provincia, al noroeste de España (de esta
España que los extranjeros se imaginan siempre achicharrada por un sol de
justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque lo que
refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el departamento
de «no fumadores», esperando poder fumar en él a todo mi talante, sin que me
incomodase el humo de los cigarros ajenos, pues ese departamento suele ir
completamente vacío.
En
efecto, hasta el amanecer, hora en que nos cruzamos con el expreso de Francia,
nadie vino a turbar mi soledad. Dormía yo profundamente, envuelto en mi
manta, cuando se realizó el cruce. No sé si a los demás les sucede lo que a mí;
si también notan, dormidos y todo, la sensación extraña y oscura de no estar
ya solos; de la presencia de «alguien». Yo percibí esa sensación durante mi
sueño, y poco a poco me desperté. A la luz blanquecina del amanecer vi en el
asiento fronterizo a un viajero. Era un mozo de unos diecinueve a veinte años,
de cara fina e imberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida a la prolongada
toca con que representan a Luis XI, acentuaba la expresión indiferente y
cansada de su fisonomía y la languidez febril de sus ojos, rodeados de ojeras
profundas. Sus manos enflaquecidas se cruzaban sobre el velludo plaid, que le abrigaba las rodillas y le
tapaba los pies; caído sobre el plaid había
un volumen de amarilla cubierta.
Mi
imaginación, activa, tejedora, sobreexcitada además por el movimiento del
tren, se dedicó al punto a girar en torno del viajerito enfermo. Discurrí
manera de entrar en conversación con él, y la encontré en el socorrido tema del
cigarro.
-Sin duda
le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este departamento -pregunté,
haciendo ademán de embolsar la petaca después de haberla sacado- como por
inadvertencia.
-No,
señor -contestó el mozo con voz opaca y mate, cual si realizase un esfuerzo
penoso-. Puede usted fumar. Yo también fumaría, si no me lo hubiesen
prohibido.
-¿Está
usted... indispuesto? -pregunté, demostrando interés; y la respuesta
afirmativa me dió hecha la plática que deseaba entablar.
Nadie se
resiste a hablar de sus padecimientos, sean reales o imaginarios. Mi compañero,
dengosamente al principio, animándose gradualmente después, me enteró de
cuanto quería: era venezolano, hijo de español; venía de París, adonde le
había enviado su familia para que se instruyese y formase; y, atacado de un mal
indefinible, tal vez neurosis complicada con anemia profunda, se dirigía, por
consejo de los médicos, a pasar el verano en el noroeste de España, en casa de
un hermano de su padre, rico propietario, dueño de una quinta en el valle de la Rosa.
AL oír
este nombre, tan dulce y sugestivo, batí palmas: el valle de la Rosa estaba cerca de la
ciudad a que me encaminaba yo.
-¿Conoce
ese sitio? -preguntóme con el peculiar acento de su país mi compañero de viaje,
que se enderezó, echando a un lado la manta.
-¡Si lo
conozco! -respondí-. He vivido más de tres años en Urbigena, adonde voy ahora
otra vez, y el valle de la Rosa ,
en que veraneábamos, lo tengo tan presente como si lo eátuviésemos viendo,
como lo veremos a mediodía desde esa ventanilla. ¡Qué valle! No cabe soñar
nada más divino. Vamos a pasar una serie de montañas abruptas, y hasta áridas
y peladas, por lo menos en esta estación, pues en junio se cubren de terciopelo
verde; pero el valle, que recoge todo el sol y toda el agua de las arroyadas
del invierno, ¡es un vergel, un paraíso! Le sorprenderá a usted el cuadro que
presenta, y sorprende a cuantos lo ven por primera vez. En este tiempo del
año, los árboles están igual que si hubiese nevado copiosamente, de tanta flor
como los reviste; los albaricoqueros y los pavíos son plumaje rosa pálido; las
fresas rojean y huelen a gloria; los senderos están llenos de violetas
tardías, y las camelias, que allí son árboles corpulentos, tienen al pie una
alfombra de hojas encarnadas de una cuarta de espesor. Verá usted qué verde
tan delicado el de los praditos, qué de agua cristalina en las fuentes; y por
los setos, cuánta rosa silvestre: han dado nombre al valle. Y no es sólo la
flora: hay la poesía de la
Humanidad también. ¡Las aldeanitas! ¡El día que se cuelgan
los aretes de filigrana y se atan el «dengue» con las cintas de seda! No sé si
ellas son realmente tan guapas, o es que las hermosea la Na turaleza, que lo embellece
todo.
El mozo
guardaba silencio, con el ceño fruncido y una chispa de descontento en las
negras pupilas; y de pronto, mirándome fríamente, murmuró:
-¡La Naturaleza ! Para mí no
hay cosa más antipática.
La
extrañeza me impidió hasta. contestar. Me quedé turulato, como solemos cuando
oímos una herejía muy gorda, algo que echa por tierra afirmaciones que creemos
indiscutibles y evidentes. El enfermo, sonriendo con sarcasmo, continúó:
-Ya ve
usted si he nacido en un continente de Naturaleza espléndida... Supongo que por
lo mismo la detesto doble. Todo lo natural me parece estúpido, bueno sólo para
la gente rutinaria y mansa...: para los especieros, como decimos en París. ¡El
agua, los bosques, los prados, las florecitas del campo! ¡Beeee! -e imitó el
balido de la oveja-. ¿Qué sentido puede encontrarse en nada de eso? ¿Dónde
existe función más mecánica, menos intelectual que la de la Naturaleza ? Llueve,
brota la vegetación; hace sol, se agosta; llega el otoño, las hojas caen;
viene la primavera, vuelta a salir... Es puramente mente animal; ruin
fisiología. Noo se por qué la manía de conservar la vida ha de hacernos
transigir con las cosas más opuestas a nuestros gustos y nuestras
convicciones... Yo preferiría morir en París, en el bulevar, con su asfalto,
que vivir en ese valle de la Rosa ,
que, por su descripción de usted, debe de ser el arquetipo de la vulgaridad, el
oasis de un paisajista cursi. Diré a usted más: no existe tal Naturaleza. La
hacemos nosotros; la creamos, y sólo cuando la creamos vale algo y tiene
sentido. ¡La Naturaleza !
Es la enemiga del arte y de la ficción, lo único hermoso ; la ficción
encantadora... Al llegar al valle escupiré sobre la primera rosa que me salga
al paso..., sea vegetal o sea de carne...
Al decir
estas amenidades, matices de carmín tiñeron las mejillas demacradas del joven
enfermo, y sus labios, que apenas sombreaba una dedada de bozo oscuro, se
contrajeron irónicamente.
-La
belleza -prosiguió, notando que yo me escandalizaba, y encantado de ello-, la
belleza no es lo natural, sino al contrario, lo artificial, obra del hombre,
creación de su inteligencia emancipada del ciego instinto. No me dé usted el
racimo, sino el licor; no la tez virginal y lavada en agua, pura, sino la que
ha curtido e impregnado el amor y adobado la perfumería; no el bloque de
mármol, sino la estatua de Capeaux; no la rosa rústica de los setos, sino la
orquídea monstruosa criada en estufa; no el animal viviente, sino la sierpe de
esmalte y pedrería o el pájaro que canta por mecanismo. La obra del hombre
civilizado va en sentido contrario a la Naturaleza. La
Naturaleza se acuesta temprano, y nosotros, tarde, haciendo de la noche día; la Naturaleza es sencilla,
y nosotros somos complicados; la
Naturaleza no aspira sino a perpetuar la especie, y
nosotros..., ¡qué diablo!, ¡si la pudiésemos su-primir...!
Estas y
otras teorías análogas desarrolló exaltadamente mi interlocutor, mientras nos
acercábamos al valle, que por fin avistamos cuando el sol ascendía a su cenit.
Viva fragancia de madreselvas, en ráfagas de esencia arrancadas por al
airecillo juguetón, penetraba en el departamento; y en un prado de un verdegay
ideal, una gran vaca roja, acostada, parecía inmóvil es finge de, cobre. Allá
abajo se posaban, como grupos de palomas torcaces, las casitas, y cerca de
nosotros una fuente, sombreada por sauces pálidos, se desataba murmuradora,
dándome envidia de beber un trago en el hueco de la mano, a la manera
primitiva. Confieso que olvidé enteramente a mi compañero de viaje para
recrearme en aquellos pormenores, y sólo recordé al notar que el tren se
detenía en la estación y escuchar que el artificialista me decía:
-Feliz
viaje, adiós; he tenido gusto en conocerle. ¡A su servicio!
Saludé y
tendí la máno, declarando mi nombre y profesión: Félix Llaguno, magistrado...
-Aristeo
Abigail Fierro, poeta -respondió, no sin algo de sequedad altanera, el
enfermo, volviéndose para recoger su pulcro maletín de cuero inglés y su
sombrerera, que entregó al criado que le esperaba con un birlocho.
Y como yo
hiciese un involuntario movimiento al oír lo de «poeta», añadió:
-Poeta
decadente.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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