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miércoles, 7 de mayo de 2014

Primaveral moderna

Obligado a trasladarme a una capi­tal de provincia, al noroeste de España (de esta España que los extranjeros se imaginan siempre achicharrada por un sol de justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque lo que refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el de­partamento de «no fumadores», espe­rando poder fumar en él a todo mi ta­lante, sin que me incomodase el humo de los cigarros ajenos, pues ese depar­tamento suele ir completamente vacío.
En efecto, hasta el amanecer, hora en que nos cruzamos con el expreso de Francia, nadie vino a turbar mi sole­dad. Dormía yo profundamente, envuel­to en mi manta, cuando se realizó el cruce. No sé si a los demás les sucede lo que a mí; si también notan, dormi­dos y todo, la sensación extraña y os­cura de no estar ya solos; de la presen­cia de «alguien». Yo percibí esa sensa­ción durante mi sueño, y poco a poco me desperté. A la luz blanquecina del amanecer vi en el asiento fronterizo a un viajero. Era un mozo de unos dieci­nueve a veinte años, de cara fina e im­berbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida a la prolongada toca con que representan a Luis XI, acentuaba la expresión indiferente y cansada de su fisonomía y la languidez febril de sus ojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manos enflaquecidas se cruzaban sobre el velludo plaid, que le abrigaba las rodillas y le tapaba los pies; caído sobre el plaid había un volumen de amarilla cubierta.
Mi imaginación, activa, tejedora, so­breexcitada además por el movimiento del tren, se dedicó al punto a girar en torno del viajerito enfermo. Discurrí manera de entrar en conversación con él, y la encontré en el socorrido tema del cigarro.
-Sin duda le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este de­partamento -pregunté, haciendo ade­mán de embolsar la petaca después de haberla sacado- como por inadverten­cia.
-No, señor -contestó el mozo con voz opaca y mate, cual si realizase un esfuerzo penoso-. Puede usted fumar. Yo también fumaría, si no me lo hu­biesen prohibido.
-¿Está usted... indispuesto? -pre­gunté, demostrando interés; y la res­puesta afirmativa me dió hecha la plá­tica que deseaba entablar.
Nadie se resiste a hablar de sus pa­decimientos, sean reales o imaginarios. Mi compañero, dengosamente al princi­pio, animándose gradualmente después, me enteró de cuanto quería: era vene­zolano, hijo de español; venía de Pa­rís, adonde le había enviado su familia para que se instruyese y formase; y, atacado de un mal indefinible, tal vez neurosis complicada con anemia pro­funda, se dirigía, por consejo de los médicos, a pasar el verano en el nor­oeste de España, en casa de un herma­no de su padre, rico propietario, dueño de una quinta en el valle de la Rosa.
AL oír este nombre, tan dulce y suges­tivo, batí palmas: el valle de la Rosa estaba cerca de la ciudad a que me en­caminaba yo.
-¿Conoce ese sitio? -preguntóme con el peculiar acento de su país mi compañero de viaje, que se enderezó, echando a un lado la manta.
-¡Si lo conozco! -respondí-. He vi­vido más de tres años en Urbigena, adonde voy ahora otra vez, y el valle de la Rosa, en que veraneábamos, lo tengo tan presente como si lo eátuvié­semos viendo, como lo veremos a me­diodía desde esa ventanilla. ¡Qué valle! No cabe soñar nada más divino. Vamos a pasar una serie de montañas abrup­tas, y hasta áridas y peladas, por lo menos en esta estación, pues en junio se cubren de terciopelo verde; pero el valle, que recoge todo el sol y toda el agua de las arroyadas del invierno, ¡es un vergel, un paraíso! Le sorprenderá a usted el cuadro que presenta, y sor­prende a cuantos lo ven por primera vez. En este tiempo del año, los árbo­les están igual que si hubiese nevado copiosamente, de tanta flor como los reviste; los albaricoqueros y los pavíos son plumaje rosa pálido; las fresas ro­jean y huelen a gloria; los senderos están llenos de violetas tardías, y las camelias, que allí son árboles corpu­lentos, tienen al pie una alfombra de hojas encarnadas de una cuarta de es­pesor. Verá usted qué verde tan deli­cado el de los praditos, qué de agua cristalina en las fuentes; y por los se­tos, cuánta rosa silvestre: han dado nombre al valle. Y no es sólo la flora: hay la poesía de la Humanidad tam­bién. ¡Las aldeanitas! ¡El día que se cuelgan los aretes de filigrana y se atan el «dengue» con las cintas de se­da! No sé si ellas son realmente tan guapas, o es que las hermosea la Na­turaleza, que lo embellece todo.
El mozo guardaba silencio, con el ceño fruncido y una chispa de descon­tento en las negras pupilas; y de pron­to, mirándome fríamente, murmuró:
La Naturaleza! Para mí no hay cosa más antipática.
La extrañeza me impidió hasta. con­testar. Me quedé turulato, como sole­mos cuando oímos una herejía muy gorda, algo que echa por tierra afirma­ciones que creemos indiscutibles y evi­dentes. El enfermo, sonriendo con sar­casmo, continúó:
-Ya ve usted si he nacido en un continente de Naturaleza espléndida... Supongo que por lo mismo la detesto doble. Todo lo natural me parece estú­pido, bueno sólo para la gente rutinaria y mansa...: para los especieros, como decimos en París. ¡El agua, los bos­ques, los prados, las florecitas del cam­po! ¡Beeee! -e imitó el balido de la oveja-. ¿Qué sentido puede encontrar­se en nada de eso? ¿Dónde existe fun­ción más mecánica, menos intelectual que la de la Naturaleza? Llueve, brota la vegetación; hace sol, se agosta; lle­ga el otoño, las hojas caen; viene la primavera, vuelta a salir... Es pura­mente mente animal; ruin fisiología. Noo se por qué la manía de conservar la vida ha de hacernos transigir con las cosas más opuestas a nuestros gustos y nues­tras convicciones... Yo preferiría morir en París, en el bulevar, con su asfalto, que vivir en ese valle de la Rosa, que, por su descripción de usted, debe de ser el arquetipo de la vulgaridad, el oasis de un paisajista cursi. Diré a us­ted más: no existe tal Naturaleza. La hacemos nosotros; la creamos, y sólo cuando la creamos vale algo y tiene sentido. ¡La Naturaleza! Es la enemi­ga del arte y de la ficción, lo único her­moso ; la ficción encantadora... Al lle­gar al valle escupiré sobre la primera rosa que me salga al paso..., sea vege­tal o sea de carne...
Al decir estas amenidades, matices de carmín tiñeron las mejillas demacra­das del joven enfermo, y sus labios, que apenas sombreaba una dedada de bozo oscuro, se contrajeron irónicamente.
-La belleza -prosiguió, notando que yo me escandalizaba, y encantado de ello-, la belleza no es lo natural, sino al contrario, lo artificial, obra del hom­bre, creación de su inteligencia eman­cipada del ciego instinto. No me dé us­ted el racimo, sino el licor; no la tez virginal y lavada en agua, pura, sino la que ha curtido e impregnado el amor y adobado la perfumería; no el bloque de mármol, sino la estatua de Capeaux; no la rosa rústica de los setos, sino la orquídea monstruosa criada en estufa; no el animal viviente, sino la sierpe de esmalte y pedrería o el pájaro que can­ta por mecanismo. La obra del hombre civilizado va en sentido contrario a la Naturaleza. La Naturaleza se acuesta temprano, y nosotros, tarde, haciendo de la noche día; la Naturaleza es sen­cilla, y nosotros somos complicados; la Naturaleza no aspira sino a perpetuar la especie, y nosotros..., ¡qué diablo!, ¡si la pudiésemos su-primir...!
Estas y otras teorías análogas des­arrolló exaltadamente mi interlocutor, mientras nos acercábamos al valle, que por fin avistamos cuando el sol ascen­día a su cenit. Viva fragancia de ma­dreselvas, en ráfagas de esencia arran­cadas por al airecillo juguetón, pene­traba en el departamento; y en un prado de un verdegay ideal, una gran vaca roja, acostada, parecía inmóvil es finge de, cobre. Allá abajo se posaban, como grupos de palomas torcaces, las casitas, y cerca de nosotros una fuente, sombreada por sauces pálidos, se des­ataba murmuradora, dándome envidia de beber un trago en el hueco de la mano, a la manera primitiva. Confieso que olvidé enteramente a mi compa­ñero de viaje para recrearme en aque­llos pormenores, y sólo recordé al no­tar que el tren se detenía en la esta­ción y escuchar que el artificialista me decía:
-Feliz viaje, adiós; he tenido gusto en conocerle. ¡A su servicio!
Saludé y tendí la máno, declarando mi nombre y profesión: Félix Llaguno, magistrado...
-Aristeo Abigail Fierro, poeta -res­pondió, no sin algo de sequedad alta­nera, el enfermo, volviéndose para recoger su pulcro maletín de cuero inglés y su sombrerera, que entregó al criado que le esperaba con un birlocho.
Y como yo hiciese un involuntario movimiento al oír lo de «poeta», aña­dió:
-Poeta decadente.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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