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miércoles, 7 de mayo de 2014

Otro añito

Tal vez, durante el año, no nos re­uniésemos ni un par de noches los cuatro antiguos amigos; pero guardá­bamos religiosamente la costumbre de cenar juntos al toque del reloj, que anuncia la expiración de un año y el nacimiento de otro -al cual, materiali­zando una idea, creíamos ver tiritando y quejándose, con trémulos vagidos de criatura arrecida y desamparada. Por­que, en efecto, se habla del año recién nacido, pero no de su ama de cría, y el chiquitín no encuentra, al venir al mundo, regazo que le cobije, ni seno repleto donde calentar la nariz y hartar la boca.
La cena, opípara y alegre, se pagaba por riguroso turno, y aquel año de 189... me tocaba a mí ser el anfitrión. Lugar señalado para el ágape, el restaurante Británico, en que era famoso el cocine­ro. Acudí puntualmente, pues debíamos sentarnos a la mesa cuando la última argentina campanada nos diese la mala noticia de que éramos doce meses más viejos... Un sentimiento de melancolía, la impresión de lo deleznable, del curso del tiempo que al llevárselo todo se nos lleva a nosotros también, era el ocul­to amargor de tal momento, y lo disi­mulábamos con forzadas risas, aparen­tendo expansión y alborozo. Momentos después, el champaña y los sabores fuertes de los manjares nos animaban, con animación puramente animal, mien­tras allá dentro de sí rumiaba cada uno, secretamente, como si le avergonzasen, los cuidados y los dolores...
Al mirarnos, a la luz cruda y azulosa de los focos eléctricos, la primera con­trariedad consistía en hallarnos estro­peados, con los crueles estigmas de la vida impresos en cuerpo y cara. De nosotros, el buen mozo y dandi era Luis Fontana, y ya, aquella noche, cuando me dió la palmadita en los hombros, la bienvenida irónica al «pa­gano», medio retrocedí viendo sus oje­ras abolsadas, la insolente redondez de su tripa, las ráfagas plomizas que des­honraban la graciosa cabellera, de un rubio mate... De nosotros, el activo, el emprendedor, el negociador prestigioso, era Nicolás Morla -y la arruga cavilosa de su frente y lo marchito de su sien deprimida confirmaban para mí el ru­mor que corría de que estaba compro­metido en una quiebra de Londres, y por consiguiente, agua al cuello. De nosotros, el artista, el intelectual, el que podía preciarse de que le visitaba la gloria, era Fausto Deimonte-, y su palidez amarillenta, la botella de agua mineral que colocó al lado de su cubier­to el mozo, y el frasquito de medica­mento extranjero que él mismo puso cuidadosamente al otro lado, me dela­taron al hombre mordido por padeci­miento incurable, herido en las hondas raíces de la energía orgánica y a quien los ramos de laurel no compensan el desastre físico. Y por fin, de nosotros, el modesto, el «sabio», el que había limitado sus aspiraciones para limitar sus decepciones, era yo... Por mucho que las hubiese limitado, en mi única, humilde, natural, inmensa ventura ve­nía castigado terriblemente: el niño, mi pequeñuelo, el rayo de sol de mí hogar, acababa de rendirse al verdugo de las criaturas inteligentes, a la me­ningitis... Digo que acababa, porque a mí me parecía siempre estar oyendo el espantoso grito, aquel alarido meníngeo que enloquece a las madres; en reali­dad, la muerte de mi bien contaba ya ocho meses de fecha. Mis amigos no lo sabían. ¡Hace tan poco ruido un niño al morir! O si hace ruido, es dentro del corazón de sus padres: allí resuena el gemido, allí se cantan los salmos de agonía... Fuera, nada. Yo no pensaba hablar del caso a los comensales. ¿Para qué? ¡Se trataba de festejar gratamen­te la entrada del año nuevo!...
La campana... Nos sentamos entre frases de cordialidad: Y también la cor­dialidad mentía. En otras épocas empe­zaríamos por contarnos mutua-mente nuestras preocupaciones, nuestros cui­dados, la espina o el puñal que nos cla­vaba la hora presente. No lo hicimos, porque a despecho de la identidad de personas, las almas no eran las mis­mas; así los años transcurridos, iguales en dimensiones, no lo fueron en nues­tro espíritu, donde unos dejaron rastros de luz, y los más, negruras y nieblas. Todo lo sucedido nos distanciaba: el universo de cada cual se interponía, como pared de bronce, entre espíritu y espíritu. Charlábamos, cifrando nuestro amor propio en decir donaires y en aparecer superiores al Destino, y bajo esta máscara, a pesar nuestro, abríase paso el pesimismo y el afán de que la existencia hubiese sido completamente distinta de lo que fué. ¡Ah! En eso andábamos todos conformes: si se pu­diese, borraríamos la huella de nues­tros propios pasos, como el condenado de la leyenda: evitaríamos los peligros arrostrados, las trampas y redes en que se nos prendieron los pies, las «fatas morganas» y los espejismos que des­lumbraron nuestros ojos, y entonces..., entonces ¡qué éxito, qué ganga nuestra vida!
-He hecho un solemne juramento -declaró Luis Fontana, saboreando el zambaglione helado-. Tengo cuarenta cumplidos, a vosotros sería inútil ne­gároslo, y lo que es este año que em­pieza no se termina sin que os haya dado parte de boda, Estoy harto de in­trigas amorosas; estoy de mujerío has­ta aquí; y además, .ahora el amor no se lleva, no viste.
-No se lleva -objetó Fausto Delmon­te, el literato- para los que hemos do­blado el cabo. Que nos vuelvan a nues­tros veinte, y ya te diría yo si se lleva. ¡La juventud! Tú quisieras recobrarla para coquetear o flirtear, como ahora dicen, y yo para digerir bien y no acor­darme de que ha existido a cochina letra impresa, ni aprender siquiera a deletrear.
-Pues por mi parte -declaró Nicolás Morla, el, especulador, como naciese de nuevo, ¡qué meterme en negocios de alto vuelo, ni qué...! Una rentita pequeña, cortar el cupón, zapatillas, chi­menea y santas pascuas...
El champaña, no probado en mi largo período de duelo y retraimiento, empe zaba a subírseme a la cabeza un poco; y a pesar de mi propósito de reserva, murmuré involuntariamente:
-Juntaos conmigo... Aquí tenéis a uno que variaría radicalmente de modo de ser... Egoísmo, soltería; mi familia, mi cariño. Quien dijo cariño, dijo sufri miento... Por mí, que se acabase la es­pecie humana. ¿Yo un hijo? Antes pre­feriría...
-¿Tú, tan padrazo, dices eso? -preguntó el observador Fausto, mirándome fijamente a las pupilas, donde temblaba el roto cristal sutilísimo de un llanto ahogado por la voluntad.
-Yo -contesté.
Se me quedaba en la garganta la voz. Ellos reían, bromeaban, empezaban a fumar. Media hora después salíamos del Británico, haciendo votos para el año siguiente. ¡Otro añito! ¡Venga otro añi­to, y adelante!
La Puerta del Sol estaba glacial y desierta. Al cruzarla, Luis sintió rodar un coche, lo conoció, conoció la librea, los caballos...
-¿Me perdonáis? -exclamó. Va allí Matilde...
Ni Fausto ni Nicolás hicieron gran caso de la desaparición: se limitaron a sonreír. Nicolás acababa de comprar un periódico y leía afanoso la cotización de la Bolsa de París a la luz de la fa­rola; Fausto, en otro diario, buscaba con mano febril un artículo sobre su último libro.
Me aparté y rodé en un alquilón ha­cia mi casa. Al hallarme solo me abru-mó la carga de mi tribulación moral, y sollocé contra el rincón del coche. Tal vez me exaltaba el festivo vino, que acrece el sentir. Al apearme, vi que una mujer de pañolón se alejaba rápida y me pareció que había depositado algo en la esquina. Corrimos el sereno y yo. Era un envoltorio de trapos, y, dentro de él, una criatura de pocos meses. Alcé el paquete, me acerqué a la farola... La criatura, despertándose, sonreía. Se me abrió la llaga de amor, y creí que el muertecillo volvía a mis brazos...
-No diga usted nada a nadie de este mundo -ordené al sereno, dándole un billete de a cinco. El niño es mío..., yo le recojo. Que no lo sepa la vecin­dad. ¡Silencio!
Y agasajando al abandonado bajo mi abrigo, subí dos a dos las escaleras. ¡Año nuevo! ¡No más ternura, no más cariño, no más familia!

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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