Tal vez, durante el año, no nos
reuniésemos ni un par de noches los cuatro antiguos amigos; pero guardábamos
religiosamente la costumbre de cenar juntos al toque del reloj, que anuncia la
expiración de un año y el nacimiento de otro -al cual, materializando una
idea, creíamos ver tiritando y quejándose, con trémulos vagidos de criatura
arrecida y desamparada. Porque, en efecto, se habla del año recién nacido,
pero no de su ama de cría, y el chiquitín no encuentra, al venir al mundo,
regazo que le cobije, ni seno repleto donde calentar la nariz y hartar la boca.
La cena, opípara y alegre, se
pagaba por riguroso turno, y aquel año de 189... me tocaba a mí ser el
anfitrión. Lugar señalado para el ágape, el restaurante Británico, en que era
famoso el cocinero. Acudí puntualmente, pues debíamos sentarnos a la mesa
cuando la última argentina campanada nos diese la mala noticia de que éramos
doce meses más viejos... Un sentimiento de melancolía, la impresión de lo
deleznable, del curso del tiempo que al llevárselo todo se nos lleva a nosotros
también, era el oculto amargor de tal momento, y lo disimulábamos con
forzadas risas, aparentendo expansión y alborozo. Momentos después, el
champaña y los sabores fuertes de los manjares nos animaban, con animación
puramente animal, mientras allá dentro de sí rumiaba cada uno, secretamente,
como si le avergonzasen, los cuidados y los dolores...
Al mirarnos, a la luz cruda y
azulosa de los focos eléctricos, la primera contrariedad consistía en
hallarnos estropeados, con los crueles estigmas de la vida impresos en cuerpo
y cara. De nosotros, el buen mozo y dandi era Luis Fontana, y ya, aquella
noche, cuando me dió la palmadita en los hombros, la bienvenida irónica al «pagano»,
medio retrocedí viendo sus ojeras abolsadas, la insolente redondez de su
tripa, las ráfagas plomizas que deshonraban la graciosa cabellera, de un rubio
mate... De nosotros, el activo, el emprendedor, el negociador prestigioso, era
Nicolás Morla -y la arruga cavilosa de su frente y lo marchito de su sien
deprimida confirmaban para mí el rumor que corría de que estaba comprometido
en una quiebra de Londres, y por consiguiente, agua al cuello. De nosotros, el
artista, el intelectual, el que podía preciarse de que le visitaba la gloria,
era Fausto Deimonte-, y su palidez amarillenta, la botella de agua mineral que
colocó al lado de su cubierto el mozo, y el frasquito de medicamento
extranjero que él mismo puso cuidadosamente al otro lado, me delataron al hombre
mordido por padecimiento incurable, herido en las hondas raíces de la energía
orgánica y a quien los ramos de laurel no compensan el desastre físico. Y por
fin, de nosotros, el modesto, el «sabio», el que había limitado sus
aspiraciones para limitar sus decepciones, era yo... Por mucho que las hubiese
limitado, en mi única, humilde, natural, inmensa ventura venía castigado
terriblemente: el niño, mi pequeñuelo, el rayo de sol de mí hogar, acababa de
rendirse al verdugo de las criaturas inteligentes, a la meningitis... Digo que
acababa, porque a mí me parecía siempre estar oyendo el espantoso grito, aquel
alarido meníngeo que enloquece a las madres; en realidad, la muerte de mi bien
contaba ya ocho meses de fecha. Mis amigos no lo sabían. ¡Hace tan poco ruido
un niño al morir! O si hace ruido, es dentro del corazón de sus padres: allí
resuena el gemido, allí se cantan los salmos de agonía... Fuera, nada. Yo no
pensaba hablar del caso a los comensales. ¿Para qué? ¡Se trataba de festejar
gratamente la entrada del año nuevo!...
La campana... Nos sentamos entre
frases de cordialidad: Y también la cordialidad mentía. En otras épocas empezaríamos
por contarnos mutua-mente nuestras preocupaciones, nuestros cuidados, la
espina o el puñal que nos clavaba la hora presente. No lo hicimos, porque a
despecho de la identidad de personas, las almas no eran las mismas; así los
años transcurridos, iguales en dimensiones, no lo fueron en nuestro espíritu,
donde unos dejaron rastros de luz, y los más, negruras y nieblas. Todo lo
sucedido nos distanciaba: el universo de cada cual se interponía, como pared de
bronce, entre espíritu y espíritu. Charlábamos, cifrando nuestro amor propio en
decir donaires y en aparecer superiores al Destino, y bajo esta máscara, a pesar
nuestro, abríase paso el pesimismo y el afán de que la existencia hubiese sido
completamente distinta de lo que fué. ¡Ah! En eso andábamos todos conformes: si
se pudiese, borraríamos la huella de nuestros propios pasos, como el
condenado de la leyenda: evitaríamos los peligros arrostrados, las trampas y
redes en que se nos prendieron los pies, las «fatas morganas» y los espejismos
que deslumbraron nuestros ojos, y entonces..., entonces ¡qué éxito, qué ganga
nuestra vida!
-He hecho un solemne juramento -declaró
Luis Fontana, saboreando el zambaglione
helado-. Tengo cuarenta cumplidos, a vosotros sería inútil negároslo, y lo que
es este año que empieza no se termina sin que os haya dado parte de boda,
Estoy harto de intrigas amorosas; estoy de mujerío hasta aquí; y además,
.ahora el amor no se lleva, no viste.
-No se lleva -objetó Fausto
Delmonte, el literato- para los que hemos doblado el cabo. Que nos vuelvan a
nuestros veinte, y ya te diría yo si se lleva. ¡La juventud! Tú quisieras
recobrarla para coquetear o flirtear,
como ahora dicen, y yo para digerir bien y no acordarme de que ha existido a
cochina letra impresa, ni aprender siquiera a deletrear.
-Pues por mi parte -declaró
Nicolás Morla, el, especulador, como naciese de nuevo, ¡qué meterme en
negocios de alto vuelo, ni qué...! Una rentita pequeña, cortar el cupón,
zapatillas, chimenea y santas pascuas...
El champaña, no probado en mi
largo período de duelo y retraimiento, empe zaba a subírseme a la cabeza un
poco; y a pesar de mi propósito de reserva, murmuré involuntariamente:
-Juntaos conmigo... Aquí tenéis a
uno que variaría radicalmente de modo de ser... Egoísmo, soltería; mi familia,
mi cariño. Quien dijo cariño, dijo sufri miento... Por mí, que se acabase la especie
humana. ¿Yo un hijo? Antes preferiría...
-¿Tú, tan padrazo, dices eso?
-preguntó el observador Fausto, mirándome fijamente a las pupilas, donde
temblaba el roto cristal sutilísimo de un llanto ahogado por la voluntad.
-Yo -contesté.
Se me quedaba en la garganta la
voz. Ellos reían, bromeaban, empezaban a fumar. Media hora después salíamos
del Británico, haciendo votos para el año siguiente. ¡Otro añito! ¡Venga otro
añito, y adelante!
-¿Me perdonáis? -exclamó. Va allí
Matilde...
Ni Fausto ni Nicolás hicieron
gran caso de la desaparición: se limitaron a sonreír. Nicolás acababa de
comprar un periódico y leía afanoso la cotización de la Bolsa de París a la luz de
la farola; Fausto, en otro diario, buscaba con mano febril un artículo sobre
su último libro.
Me aparté y rodé en un alquilón
hacia mi casa. Al hallarme solo me abru-mó la carga de mi tribulación moral, y
sollocé contra el rincón del coche. Tal vez me exaltaba el festivo vino, que
acrece el sentir. Al apearme, vi que una mujer de pañolón se alejaba rápida y
me pareció que había depositado algo en la esquina. Corrimos el sereno y yo.
Era un envoltorio de trapos, y, dentro de él, una criatura de pocos meses. Alcé
el paquete, me acerqué a la farola... La criatura, despertándose, sonreía. Se
me abrió la llaga de amor, y creí que el muertecillo volvía a mis brazos...
-No diga usted nada a nadie de
este mundo -ordené al sereno, dándole un billete de a cinco. El niño es
mío..., yo le recojo. Que no lo sepa la vecindad. ¡Silencio!
Y agasajando al abandonado bajo
mi abrigo, subí dos a dos las escaleras. ¡Año nuevo! ¡No más ternura, no más
cariño, no más familia!
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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