Habiendo dejado el coche como a un kilómetro de la casa de campo, el
doctor siguió su camino, a pie, casi satisfecho de que no llegase la carretera
hasta el domicilio del cliente. La mañana de otoño era tan primorosa; el sol
brillaba con tal dulzura, con el relucir pálido de un disco de oro acabado de
bruñir; el aire tenía una elasticidad tan suave, y los matorrales estaban de
tal modo engalanados con la maraña carmesí de las barbas de capuchino, que el paseíllo, lejos de molestar, era un
tónico.
«Don Agustín tendrá lo de costumbre -pensaba el médico. Su ataque de
reúma, con las primeras humedades... ¡Pchs!...».
Al meterse en la senda, donde revuelve y se alza el crucero, todo
recubierto de viejo liquen de oro, una mocita aldeana, muy joven, salió de una
casucha, llevando en la cabeza, en equilibrio, un cesto. El chillido que exhaló
al ver al doctor y el esguince de espanto fueron como de acosada alimaña que se
ve ya en poder de sus enemigos, y el cesto cayó al suelo aparatosamente. Y como
el doctor tratase de socorrer a la chiquilla, la vio, trémula, arrodillarse,
alzando las manos.
-Pero ¿qué te pasa, rapaciña? ¡Y es bonita la condenada! ¡Arriba, que no
te hago daño, tonta! ¡Válgame Dios, mujer! ¡El cesto era de huevos!
La inmensa tortilla extendíase por el sendero, tiñéndolo, mitad de oro
vivo y mitad de mucosidades transparentes. Y, al perder el miedo, la moza se
dio a llorar la pérdida.
-¡Ay, ay, ay! ¡Desdichadiña de mí!
-¡Ea -ordenó el doctor, entre divertido e impaciente, a recoger los que
quedaron sanos, y a consolarse!... ¿Adónde ibas tú con esos huevos, mujer?
-Perto de don Agustín...
Encargómelos la cocinera aiernoche...
-Yo también voy a casa de don Agustín. Soy el médico, que no soy ningún
ladrón ni un pillo, ¿entiendes? Y te acompaño. Toma para la pérdida.
Sacó del bolsillo dos pesetas y las puso en la mano pequeña y dura. La
rapaza se desató en bendiciones.
-Dios le regale... Viva mil años... De aquí en cien años me dé otras...
Remediado ya el desastre, en salvo los huevos no hechos cisco, en
equilibrio el aligerado cesto en la cabeza rubia, el doctor preguntó, chancero:
-¿Y por qué me tenías tanto miedo tú, rapaza?
Tardó bastante la respuesta. Al fin, ante la insistencia del médico, la
rapaza confesó:
-Cuidé que era el Rabeno.
-¿El Rabeno? ¿Y eso qué
es?, sepamos.
-¡Asús! Es un hombre muy malo, que mata a la gente y le saca los untos.
Una carcajada del doctor no desconcertó a la chiquilla. Ella sabía lo
que sabía, y los señores del pueblo no saben nada.
-El Rabeno, sí, señor,
el Rabeno... ¡Dios nos ampare!
Aún es mejor encontrar la
Compaña ; porque quien ve la Compaña muere en el año,
pero no lo destripan, con perdón; no le abren la barriga, que es una vergüenza
para las mociñas nuevas, señor...
Camino adelante, continuó el médico su indagatoria, entre bromas y
veras. La rapaza, ahora, había tomado confianza, y se explicaba, en la
expansión feliz que sigue al miedo violento, cuando nos convencemos de que es
infundado.
-Al Rabeno, señor, lo
que es verlo, lo vieron muchas familias,
y hasta la pareja de la
Guardia , que anda tras él para cogerlo. ¡Ay mi madre! ¿Dice
vusté que no tendrá cuerpo el Rabeno?
Cuerpo y más alma, como vusté y como yo, dispensando... Y la semana pasada, en
Gundariz, perto de Armellas,
anduvieron con él a pedradas los chiquillos, que por poco lo matan... De los
mozos escapa; pero si encuentra sola a una rapariga..., ¡nos asista San
Martiño!
Ya tocado de curiosidad el doctor, amplió en casa de don Agustín
aquellas noticias fantásticas.
-¡Pchs! ¿Qué quiere usted que sea el Rabeno? Un pobre loco, que le da por acercarse, con cierto aire
conquistador, a las mocitas. Como es tan antigua esa creencia en el maléfico Rabeno, necesitan encarnarla en
alguien, y sale un Rabeno cada
diez o veinte años.
-¿Y el origen?...
-Para contestarle a usted tendría yo que consultar a mi vez a los
demógrafos... Sin datos algunos, pero fijándome en el nombre que le da la
credulidad atávica, me figuro que el Rabeno
es una nueva encarnación del sátiro pagano, del cual huían las ninfas y las
dríadas.
Obligado a almorzar en casa de su cliente, y seducido por un día tan
hermoso, quedose el doctor hasta las tres. Bien pasadas, emprendió el regreso
hacia la taberna, donde, bajo un alpende, le aguardaba su cochero. Mientras
enganchaban, sentose el doctor en un poyo; yo, a la trasera de la taberna,
mirando hacia la costa. El mar era extendida tela de un azul puro, refulgente;
allá a lo lejos, los montes adquirían tonos de amatista, y los escollos, que
otros días tenían un negror sombrío y tétrico, eran, bajo las últimas caricias
del sol, de un rojo de caoba, veteado del verde de las vegetaciones marinas. El
médico, algo pensador a su modo, se embelesaba con aquel cuadro dulce y
apacible, en que la vieja Naturaleza parecía sonreír con bondad a su pobre hijo
torturado -el hombre. Pensaba en la leyenda del Rabeno, en el miedo infantil de la rapaciña. El Rabeno sería de fijo un desdichado
que había perdido la razón y vagaba por las aldeas, objeto de burla, de ludibrio,
de odio. No tendría casa ni hogar; no encontraría donde dormir, donde tomar en
paz una taza de caldo. Sus antecesores, los sátiros, corriendo ágiles con sus
patas nervudas, de dura pezuña y brioso jarrete; descansando en frescas grutas
y repuestos boscajes, bebiendo de los cristalinos arroyos y tumbándose para la
siesta con el vientre bombeado por el hartazgo de bellotas, eran felices; pero
hoy el fauno y el semicapro han de poseer su cabaña, cubrirse con ropas nuevas
o haraposas, encender su fuego, no cortejar a la hembra sino cuando ella lo
permite... Se acabó la vida natural, la violencia del más fuerte, la libre
vagancia por la superficie de la tierra madre... Y sentía el médico piedad del Rabeno, piedad inmensa. Su primer
cuidado, al otro día, avisar al gobernador, al presidente de la Diputación , para que se
recogiese al mísero en una buena celda del asilo, mientras no hubiese lugar en
el manicomio provincial, siempre atestado, y para el cual era necesario hacer
memoriales. Y se regocijaba de antemano pensando en la buena obra. ¿Cómo
tardaba tanto Juan en enganchar aquel dichoso cochecillo?
Comprobó con sorpresa que el cochero no estaba allí ya. Tampoco vio al
tabernero ni a su mujer. La taberna, vacía; la puerta de la especie de
cobertizo que servía de cuadra, de par en par igualmente. Llamó el doctor, y no
respondió nadie. Salió al campo, atónito, por si veía a alguien de los que
buscaba. Una especie de clamor confuso le guió en dirección a la costa.
Bordeando la escollera, siguió hacia donde se oían las voces, cada vez más
distintas. A una curva de la línea de peñascos apareció el grupo de gente.
Serían hasta treinta, y sus exclamaciones y maldiciones sonaban horribles,
profanando con brutalidad la paz sublime de la tarde hermosísima. Acercándose más,
pudo ver el doctor que arrastraban algo, un cuerpo humano, tal vez inerte,
semivivo tal vez. Allí estaba el cochero como espectador; allí, el tabernero y
su mujer..., no como espectadores, sino como actores furiosos, excitados por su
hija, la mozallona, que repetía a todo gritar:
-¡Quísome coger! ¡Agarrome del pelo!
Y los golpes, los denuestos, las injurias, los roncos aullidos de los
mozos, que venían siguiendo al Rabeno
desde otra parroquia, yéndole a los alcances, como alanos tras de la res,
arreciaban; y en vano el doctor, suplicando, mandando, quería intervenir,
interponerse para salvar al que acaso no era ya sino un cadáver... ¡En aquel
mismo momento, con redoble fiereza, lo lanzaban, desgarrado en los escollos, al
mar, tan azul, tan tranquilo!
Y la hija del tabernero, con una especie de histérico chillido,
insistía:
-¡Quísome coger ese condenado! ¡Agarrome del pelo!
La
ilustración española y americana,
núm. 10, 1910
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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