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martes, 17 de diciembre de 2013

John

Aquel diván del Smart-Circulo, obra de Maple, empezaba a fatigarse de re­sortes, a consecuencia de haberlo elegi­do Federico Galluste y yo, dos amigo­tes, para nuestras confidenciales char­las, ondulatorias y policromas, como los cendales de Lole Fuller. Al diferenciarnos, nos completamos. Galluste, ti­po de clubman y de sportman, corregía mis frecuentes faltas de «elegancia su­prema»; un servidor de ustedes, algo más intelectual, le enmendaba la plana del pensar a menudo. Debo confesar; sin embargo (aun cuando finalmente hayamos reñido Galluste y yo, por mo­tivos que los caballeros no publican), que este muchacho tuvo siempre el don de no parecer ignorante, merced al tac­to exquisito con que evita discutir lo que no entiende, y el baño de conocimientos prácticos que le ha prestado su mundanismo. Huyendo como del fuego de la pedantería, cuando no sabe, pregunta discretamente, o guarda hábil silencio.
En la época a que me refiero ahora, Federico (le llamaré así, porque nos encontrábamos en ese período de la amistad en que el apellido no existe) andaba muy preocupado: le faltaba algo esencial, indispensable a un joven tan distinguido.
Ya se comprenderá que este «algo» no era novia ni... Eso se encuentra siempre, suponiendo que se busque, y a veces sin buscarlo. En este particu­lar nos hallábamos conformes los dos amigos, siendo asaz curioso que más adelante nos hayamos peleado..., cabal­mente por «eso» que se encuentra a puntapiés. Tampoco era dinero lo que echaba de menos Federico. Apenas si empezaba a morder en su saneada hacienda. Para decirlo pronto: faltábale un criado a la moderna, un ayuda de cámara «según su ideal». ¿Dónde anidaría tal fénix? El sirviente apetecido tenía que saber mucho: conocer a fondo los misterios de la perfecta tenue y del confort refinado y exasperado, sin el cual no se concibe la vida; entender a un volver de ojos, adivinar lo que no entienda, no importunar jamás, no poner en ridículo a su amo ni en caso de muerte; ser otro yo de su señor; desviarle de los pies las chinitas; aho­rrarle toda molestia y salvaguardar su amor propio y sus vanidades, tuétano del alma contemporánea...
-Me temo -susurraba con resignada melancolía Federico- que nada lograré hasta el otoño (estábamos en marzo), y eso si voy a las cacerías de Escocia con los Ambas Castillas y los Mor­daunt... Sólo en tierra británica se críaa esa casta de servidores. Entre tanto, bonito invierno me espera. ¿Tú habrás leído en algún verso que la felicidad consiste en el amor, o en la gloria, y en tratados muy doctos, que consiste en los millones? Ríete a carcajadas. La felicidad es un criado como el que yo sueño; ni honrado, ni adicto; pero... enterado. ¿Qué me robará? Me robará con uñas limpias; ahora me roban con manos puercas. La felicidad es el bien­estar de cada momento, y ese bienestar nos lo preparan los sirvientes. Mi bien­estar se compone de más menudencias que el de los otros mortales ; tengo mis manías; si, por ejemplo, mis pares de botas no están alineadas perfecta-men­te, soy desgraciado un minuto; y va­rios minutos de desgracia hacen un día infeliz... ¡Bien, paciencia!... Si no apa­rece lo que he soñado, soy capaz de casarme..., ¡supuesto que mi mujer re una condiciones para sustituir a mi en­sueño!
Y la cara de Federico, tostada y ro­jiza por el aire libre y los ejercicios de sus deportes, se nublaba de mal hu­mor.
Una tarde, a hora desacostumbrada, llegó mi amigo radiante de júbilo. Me precipité a su encuentro. Riendo cor­dialmente, nos desplomamos en el diván, tendiéndome él su petaca provista de deliciosos «Londres».
-¿Qué, ya tenemos en campaña a la hermosa Estrella? -fué mi pregunta de confidente bien informado.
-¿Estrella? ¡Bah! Ese alegrón no me saldría a la cara. Un día u otro ha de suceder... Se me figura que está es­crito en los demás astros... Mi dicha es mayor. ¡Ya tengo el ayuda de cámara! ¡Ya le tengo!
Y me abrazó, y le abracé, ¿Era posi­ble? ¿Aquella joya?
-Ni más ni menos... Hay Providen­cia; yo siempre dije que la hay. Ha si­do un milagro... Figúrate que le trajo de Inglaterra Casa-Morán, ahora, cuan­do formó parte de la misión extraor­dinaria...
-¿Y por qué le ha despedido tan pronto? -exclamé, obedeciendo a ese recelo instintivo siempre prevenido contra los servidores.
-¡No; si quien se ha largado es John! -declaró Federico, triunfante­. Tú conoces a Casa-Morán y las incon­gruencias que se permite. Un tío gro­sero, un andaluz de caja de pasas. A la primera incongruencia, John frunció el ceño; a la segunda, torció el gesto y se puso más serio que nunca; a la ter­cera..., ¡buenas noches! Lo que él di­ce: «¡Aaoooh!, el honorable sir Casa­Morán no es lo bastante gentleman para que yo le sirva.»
Celebramos mucho el digno rasgo de John, y quise conocer en seguida al ideal sirviente. Federico me invitó a al­morzar en su garzonera. ¡Qué primor de almuerzo! John no lo había guisado, pero había dirigido la lista, elegido y buscado los vinos, organizado el servi­cio, modernizado el comedor, arreglado toda la casa. Cuarentón, rasurado y grave; parecía presidir cuanto le rodea­ba, con autoridad infalible de hombre amamantado a los pechos de la supe­rioridad anglosajona. Me despedí de Federico muy tarde ya, felicitándole nuevamente. Aun cuando él y yo sen­tíamos un vago mareo explicable por el champaña brut, nos quedaba discernimiento suficiente para declarar que John era una perla muy rara.
Apenas hay hombre que no conozca, por largo o breve plazo, la dicha. Se­gún Federico preveía acertadamente, gracias a John la disfrutó completa. Es incalculable el postín que le dió entre los superelegantes de la corte la pose­sión de tal criado, al cual pagaba es­pléndidamente y no ponía cortapisa al­guna. Eso sí: el calzado, las camisas; en suma: la ropa de mi amigo, dijérase que era de otros cueros, lienzos y pa­ños que la del resto de los mortales. Y no sólo en el vestir: en cuanto hacía Federico notábase la huella del genial sirviente.
Un perfume de incomparable chic se desprendía de la persona y las mí­nimas acciones del amo de John. Se imponía Federico; subía; era árbitro y dictador, por virtud de su ayuda de cámara.
-¿Y John? ¿Estarás loco con él? -le dije cierto día.
La frente de mi amigo mostró el sur­co de una arruga.
-Te diré... Convenido: es el servidor único, sublime.., Solamente dudo si lla­marle servidor o llamármelo a mí pro­pio. Hemos llegado a que me dice: «Hay que hacer esto...», y lo hago can­tando o rabiando. No siempre está uno dispuesto a obedecer. Figúrate que, por ejemplo, cuando le encargo de.., car­tas... o cosa parecida..., no desempeña la comisión si no se trata, como él di­ce, de una first class lady... «Yo no puedo aceptar la responsa-bilidad de que se encanalle el señor...» Y extrava­gancias por el estilo. No me permite un devaneo con una cursi; aun dentro de la buena sociedad (la conoce ya al de­dillo; no sé cómo se las ha arreglado), no tolera sino a la media docena de señoras chic..., que, como sabes, ¡es­tán ya muy defraichies!
-Pues creo que eso honra a John, y que John vale más que el mujerío de segunda.
Transcurrieron algunos meses. Me fui de veraneo. A mi vuelta (al apoderar­me nuevamente del diván, obra de Ma­ple) cayó a mi lado el gallardo cuerpo de Federico, y oí su voz prodigándome bienvenidas. No nos habíamos escrito: Federico no escribe sino en casos es­peciales.
-¿Y John? -interrogué casi al mo­mento.
Un reniego y un suspiro fueron la respuesta. Castañeteó los dedos, y en­tendí.
Hice con el pulgar y el índice ese ademán que siempre significa «cues­tión de dinero»; mi amigo negó con el índice también, y pronunció a borboto­nes, en frase truncada, desahogándose en ; un arrebato de absoluta fran­queza:
-Verás...: lo inaudito en servir; un servicio mágico. Corriente. Dómine mío: maestro él y yo aprendiz... A cada mo­mento, lecciones de lo que es honora­ble, conveniente, bien, mal, correcto, incorrecto, de buen tono, de mal tono... Y lecciones mudas la mayor parte, con los ojos, con la expresión, que aún irri­ta más... Sentíame hecho un doctrino; sentíame inferior, inferior de nacimien­to, irremediablemente. ¡No esperar lle­gar nunca a gentleman; no pasar de hidalgo anticuado, falto de estilo! Al cabo, se me sube a las narices la sangre española... Reclamo el derecho de ser incorrecto, incivilizado, shocking; de hacer lo que me dé la gana, ¿estás?, o lo que llevo en las venas por atavis­mo... El derecho de mojar las galletas en el té, si me place; hasta de comer con el cuchillo..., o con los dedos, ¡qué demonio! Y lo echo todo a rodar..., y le pego cuatro empellones, y le planto en la calle... ¡Pues hombre! ¡Sólo fal­taba! ¡Viva la libertad! ¡Ole! ¡Cada uno es cada uno!
-¿Y... cómo te arreglas sin John? -murmuré así que Federico acabó de desfogar.
-¡Ah! Muy mal... -respondió pensa­tivo- Tan mal..., que ando en pasos para quitárselo a Manólo Lanzafuerte, que lo tiene ahora. Volveré a echarme la cadena... Los débiles no podemos ser libres mucho tiempo. ¡Imagínate que mi actual ayuda de cámara no se baña nunca! ¡John se bañaba diariamente y olía a jabones británicos! Los fuertes se imponen... Saber su obligación como se sabe una ciencia es un modo de ser fuerte.
-No tener necesidades complicadas es otro -contesté, echándolas de mora­lista.
-Soy de mi siglo... -y Federico, sus­pirando más hondo, me tendió un ci­garro de su lindísima petaca inglesa.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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