Impia tortorum longos hic turba furores,
sanguinis innocui, non satiata, aluit.
Sospite nunc patriá fracto nunc funeris antro,
mors ubi dira fuit vita salusque patent.
(Cuarteta compuesta para las puertas de un mercado
que debía construirse en el sitio donde se hallaba el
Club de los Jacobinos en París.)[i]
Estaba quebrantado, casi
Moribundo por aquella larga agonía, y cuando al fin me desataron y me fue
permitido sentarme me pareció que los sentidos me abandonaban. La sentencia,
la terrible sentencia de muerte, fue la última frase claramente pronunciada que
hirió mis oídos; después de esto, el murmullo de las voces de los inquisidores
pareció perderse entre las confusas imágenes de un sueño; aquel murmullo
producía en mi espíritu el efecto de una rotación, tal vez porque en el
pensamiento lo asociaba con una rueda de molino, pero esto duró poco, pues de
repente no oí ya nada.
Sin embargo, durante
algún tiempo pude ver (¡con qué terrible exageración!) los labios de los
jueces, que me parecieron blancos, tanto como la hoja de papel en que escribo
estas palabras, y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de
su expresión de dureza, de inmutable resolución, de soberbio desdén ante el
dolor humano.
Veía que los decretos de
lo que para mí representaba el destino se pronunciaban aún por aquellos labios;
observé su contracción al expresar la terrible sentencia; los vi indicar las
sílabas de mi nombre y me estremecí de espanto al reconocer que el sonido no
seguía al movimiento. También observé durante algunos minutos de horror
delirante la suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que
cubrían las paredes de la sala, y entonces mi vista se fijó en los siete
grandes candelabros colocados en la mesa.
Al pronto creí reconocer
en ellos la imagen de la
Caridad , pareciéndome ángeles blancos y esbeltos que debían
salvarme, pero de repente una náusea mortal invadió mi alma y cada una de las
fibras de todo mi ser se estremeció como si hubiese tocado el conductor de una
pila voltaica; las formas angélicas se convirtieron en insignificantes
espectros; sus cabezas, en llamas, y comprendí bien que no se debía esperar
ningún auxilio de ellos.
Entonces se deslizó en mi
imaginación, como melodiosa nota musical, la idea del tranquilo reposo que nos
espera en la tumba; esta idea penetró suave y furtivamente, y se me figuró que
necesitaba mucho tiempo para apreciarla bien, pero en el momento mismo en que
comenzaba al fin a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como
por encanto, los candelabros se redujeron a la nada, sus llamas se apagaron del
todo, se sucedieron las tinieblas, todas las sensaciones se disiparon al
parecer y el universo no fue ya más que noche, silencio, inmovilidad.
Estaba sin conocimiento,
pero no diré que lo hubiese perdido del todo, aunque no podría definir qué
parte conservaba. ¿Era aquello un sueño profundo? No. ¿Era el delirio? No. ¿Era
un desvanecimiento? No. ¿La muerte? Tampoco, pues ni aun en la tumba se ha
perdido todo, porque de lo contrario no habría inmortalidad para el hombre. Al
despertar de un profundo sueño rasgamos el velo a través del cual veíamos las
imágenes, pero un segundo después, tan frágil era el tejido, no nos acordamos
ya de haber soñado.
Cuando se recobra el
conocimiento después de un desmayo hay dos grados: el primero es el sentimiento
de la existencia moral o espiritual, y el segundo, el de la existencia física.
Parece probable que, si al llegar al segundo grado pudiéramos evocar las
impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los elocuentes
recuerdos del abismo del otro mundo.
¿Y qué es este abismo?
¿Cómo distinguiríamos, por lo menos, sus sombras de las de la tumba? Si las
impresiones de lo que yo considero como el primer grado no vuelven al ser
llamadas por la voluntad, ¿no se manifiestan, sin embargo, al cabo de algún
tiempo, sin ser invitadas, causándonos admiración, porque no sabemos de dónde
pueden salir? Aquel que no ha perdido nunca el conocimiento no descubre extraños
palacios y rostros singularmente familiares entre las llamas ardientes; no ve
flotar en medio del aire las melancólicas visiones que al vulgo no le es dado
percibir; no es el que medita sobre el perfume de alguna flor desconocida; no
es aquel cuyo cerebro se puede extraviar en el misterio de alguna melodía que
hasta entonces no llamó nunca su atención.
En medio de mis repetidos
esfuerzos, y a pesar de mi energía para recoger algún vestigio de aquel estado
en que mi alma acababa de deslizarse, muy semejante a la nada, hubo momentos
en que soñaba un triunfo; hubo cortos instantes, muy breves, en que provoqué
recuerdos que, según me había demostrado mi razón lúcida en época posterior, no
podían relacionarse sino con ese estado en que la conciencia parece aniquilada.
Con estas sombras de
recuerdos se presentaban indistintamente grandes figuras que me arrebataban y
me llevaban en silencio hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que la sola idea
de la eternidad del descenso me oprimía y me causaba un horrible mareo.
Después vino la impresión de una inmovilidad repentina en todos los seres que
estaban alrededor, como si aquellos que me conducían -cortejo de espectroshubieran
traspasado en su descenso los límites de lo ilimitado y se detenían al fin,
vencidos por el infinito enojo de su tarea. Después mi alma experimentó una
sensación de insipidez y humedad, y luego la locura de una memoria que se agita
en lo prohibido.
De pronto volvieron a mi
alma sonido y movimiento, el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de
sus latidos; después, una pausa en la que todo desaparecía; más tarde, otra vez
el sonido, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante que penetrara
en mi ser, y al fin la simple conciencia de que existía, sin pensamiento,
estado que duró mucho. De pronto se manifestó el pensamiento, con un terror que
me estremecía, y el ardiente deseo de com-prender mi verdadera situación.
Después ansié vivamente
volver a la insensibilidad, pero el alma renació de improviso, e intenté, con
buen resultado, el movimiento. Entonces recordé del todo el proceso, las
colgaduras negras, la sentencia, mi debilidad y mi desvanecimiento, pero olvidé
completamente lo que siguió, y sólo más tarde, por un esfuerzo de energía,
conseguí recordarlo de una manera vaga.
Hasta entonces no había
abierto los ojos, pero comprendía que me hallaba tendido de espaldas y sin
ligaduras; extendí el brazo y mi mano cayó pesadamente sobre alguna cosa húmeda
y dura; no la retiré durante algunos minutos y me esforcé por adivinar dónde
podía hallarme y "qué era" de mí; estaba impaciente por servirme de
mis ojos, pero no me atrevía a ello, temiendo dirigir la primera mirada sobre
los objetos que tenía alrededor. No era porque me arredrase ver cosas
horribles, sino porque me espantaba la idea de no ver cosa alguna.
Al fin, poseído de
indecible angustia, abrí los ojos vivamente: mi horrible idea se confirmaba: me
rodeaban las tinieblas de la noche eterna; hice un esfuerzo para respirar y me
parecía que la oscuridad me oprimía y sofocaba.
La pesadez de la
atmósfera era intolerable; permanecí echado tranquilamente y me esforcé para
reflexionar. De pronto recordé los procedimientos de la Inquisición y,
partiendo de aquí, procuré darme cuenta de mi estado en aquel momento.
Me parecía que después de
dictada la sentencia había transcurrido mucho tiempo, pero no imaginé un solo
instante que pudiera estar verdaderamente muerto. Semejante idea, a pesar de
todas las ficciones literarias, es de todo punto incompatible con la
existencia real, pero ¿dónde estaba y en qué situación?
Yo sabía que los
condenados a muerte solían sufrir la pena en los autos de fe y precisamente se
había celebrado una solemnidad de este género el mismo día en que se me juzgó.
¿Me habrían conducido de nuevo al calabozo para esperar allí el próximo
sacrificio, que no debía efectuarse hasta dentro de algunos meses? Desde luego
vi que esto no podía ser, pues se había reunido el contingente de las víctimas.
Por otra parte, mi primer calabozo, así como las celdas de todos los condenados
en Toledo, tenía el pavimento de piedra y no faltaba completamente la luz.
De pronto, una idea
horrible hizo afluir la sangre a mi corazón y durante algunos minutos volví a
quedar en estado de insensibilidad. Al volver en mí me puse en pie, temblando convulsivamente; extendí con ansiedad
los brazos hacia adelante y no toqué nada, pero temía dar un solo paso,
figurándome que iba a tropezar contra las paredes de mi tumba.
El sudor inundaba mi
cuerpo y formando gruesas gotas se acumulaba en mi frente; la angustia de la
incertidumbre llegó a ser intolerable, y al fin avancé poco a poco con los
brazos extendidos y los ojos desencajados, esperando sorprender un débil rayo
de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba negro y vacío; entonces respiré más
libremente y me pareció indudable que no se me había reservado la muerte más
espantosa.
Y mientras seguía
avanzando con precaución, asaltaron mi pensamiento los mil vagos rumores que
habían circulado sobre los horribles hechos ocurridos en Toledo. Se referían
cosas muy extrañas sobre aquellos calabozos y yo las había considerado siempre
como fábulas, pues eran tan espantosas que sólo se podían repetir en voz baja.
¿Debería yo morir de hambre en aquel mundo subterráneo de las tinieblas o qué
destino aún más terrible me esperaba? Conocía demasiado bien el carácter de
mis jueces para poner en duda que el resultado sería mi muerte, y alguna muerte
elegida con cruel refinamiento, y por eso me preocupaba sólo sobre el día y la
hora.
Mis manos extendidas
encontraron al fin un obstáculo sólido: era una pared, al parecer de piedra
lisa, húmeda y fría; la seguí de cerca, avanzando con la recelosa desconfianza
que me habían infundido ciertas antiguas historias, pero esta maniobra no me
facilitó el medio de reconocer las dimensiones de mi calabozo, pues podía dar
la vuelta y regresar al punto de partida sin echarlo de ver: tan uniforme
parecía el muro. Entonces busqué el cuchillo que llevaba en la faltriquera
cuando me condujeron al tribunal, pero había desaparecido, pues se me despojó
de la ropa para ponerme una especie de sayón de estameña; mi objeto era
introducir la hoja en alguna grieta de la pared para reconocer el punto de que
había partido.
La dificultad me hubiera
parecido vulgar en cualquier otro caso, pero en aquel momento, atendido el
desorden de mis ideas, la consideré invencible. Arranqué un pedazo del
dobladillo del sayón y lo puse en el suelo de modo que formase ángulo recto
contra la pared, pues, siguiendo mi camino a tientas alrededor del calabozo, no
podía menos que encontrar aquella señal cuando hubiese recorrido todo el
circuito.
Yo lo creía así, por lo
menos, mas no tuve en cuenta la extensión del calabozo ni mi debilidad. El
terreno era húmedo y resbaladizo; avancé tambaleándome durante algún tiempo, y
después tropecé y caí. Mi extremada fatiga me indujo a permanecer inmóvil, sin
levantarme, y el sueño me sorprendió muy pronto en aquel estado.
Al despertar y cuando
extendí los brazos, encontré a mi lado un pan y un jarro de agua: estaba
demasiado desfallecido para reflexionar sobre aquella circunstancia, pero bebí
y comí ávidamente. Poco tiempo después continué mi exploración alrededor del
calabozo y con mucho trabajo llegué a la señal; es decir, al pedazo de
estameña.
Había contado ya
cincuenta y dos pasos cuando caí y al continuar el recorrido conté cuarenta y
ocho hasta el sitio de la señal, de lo que resultaba, pues, un total de ciento,
y, suponiendo que dos pasos compusieran una vara, presumí que el calabozo
tenía cincuenta de circuito.
Sin embargo, había
reconocido muchos ángulos en la pared y, por lo tanto, no había medio de
conjeturar la forma del calabozo o, mejor dicho la cueva, pues en mi concepto
no podía ser otra cosa.
No me interesaba mucho
aquella investigación, pues no tenía esperanza alguna, pero una vaga
curiosidad me impulsó a continuarla. Separándome de la pared, resolví
atravesar la superficie circunscrita y al principio avancé con suma precaución,
pues aunque el suelo parecía de una materia dura era muy resbaladizo, pero al
fin, armándome de valor, me adelanté con paso seguro, procurando seguir en lo
posible la línea recta. Había avanzado ya diez o doce pasos, cuando de pronto
se me enredó entre las piernas el sayón por donde lo había rasgado y al pisarlo
caí de bruces.
Aturdido por el golpe, no
observé de pronto una circunstancia algo sorprendente, y en la cual fijé mi
atención, sin embargo, algunos minutos después, cuando aún estaba tendido. Era
esto: mi barba se apoyaba en el suelo, pero mis labios y la parte superior de la
cabeza no tocaban en nada; al mismo tiempo me pareció que la frente estaba
bañada en un vapor viscoso y percibí un olor particular como de setas pasadas;
extendí los brazos y no pude menos de estremecerme al reconocer que había
caído sobre el borde de un pozo circular, cuya profundidad no podía medir en
aquel momento.
Al tocar la pared del
brocal pude extraer un fragmento y lo arrojé al abismo. Por espacio de algunos
segundos escuché atentamente; en su caída chocaba con las paredes del pozo, y
al fin se hundió en el agua, produciendo un sonido sordo y lúgubre, seguido de
ruidosos ecos. En el mismo instante se produjo sobre mi cabeza un rumor, como
si cerrasen y abriesen una puerta, un débil rayo de luz atravesó pronto la
oscuridad y se extinguió al punto.
Comprendí entonces
claramente la muerte que me deparaban y me felicité del oportuno incidente que
me había salvado. Este género de muerte, evitada tan a tiempo, tenía ese
carácter que yo consideraba hasta entonces como fabuloso y absurdo en los
muchos cuentos que circulaban sobre la Inquisición.
Las víctimas de su
tiranía no tenían más alternativa que la muerte con sus más crueles agonías
físicas o con sus más abominables tormentos morales; a mí se me había
reservado para esta última. Mis nervios estaban tensos a causa de tan largo
padecimiento, tanto que temblaba al oír mi propia voz, y por todos conceptos
era yo entonces la mejor presa para la especie de martirio que me esperaba.
Temblando como un
azogado, retrocedí al punto a tientas hacia la pared, resuelto a morir antes
que arrostrar los horrores del pozo, multiplicados entonces por mi espíritu en
las tinieblas de la prisión. En otra situación de ánimo hubiera tenido valor
para acabar de una vez con tantas miserias precipitándome en el abismo, pero
en aquel momento era el mayor de los cobardes y por otra parte no podía olvidar
lo que había leído sobre aquellos pozos, es decir que la extinción repentina de
la vida era una posibilidad cuidadosamente evitada por el genio infernal que
había concebido el plan.
La agitación de mi
espíritu me tuvo despierto durante largas horas, pero al fin me aletargué de
nuevo. Al despertar hallé junto a mí, como la primera vez, un pan y un jarro de
agua; la sed más abrasadora me devoraba y apuré todo el contenido. Preciso era
que aquella agua tuvie
se alguna droga, pues apenas la bebí me sobrecogió un sopor irresistible; un sueño profundo se apoderó de mí, sueño semejante al de la muerte.
se alguna droga, pues apenas la bebí me sobrecogió un sopor irresistible; un sueño profundo se apoderó de mí, sueño semejante al de la muerte.
Ignoro cuánto tiempo
duró, pero cuando abrí los ojos, los objetos que había a mi alrededor eran
visibles; gracias a un resplandor singular, sulfuroso, cuyo origen no pude
descubrir al principio, me fue dado ver la extensión y el aspecto de mi
calabozo.
Me había equivocado de
medio a medio sobre sus dimensiones; las paredes no medían más de veinticinco
varas de circuito, detalle que por espacio de algunos minutos me ocasionó
profunda turbación, enteramente pueril en verdad, pues, en medio de las
terribles circunstancias que me rodeaban, nada podían importarme las
dimensiones de mi prisión, pero mi espíritu se interesaba singularmente en
aquellas nimiedades y me afané en explicarme el error cometido en mis medidas.
Al fin se me representó
la verdad como un rayo de luz: en mi primera tentativa de exploración había
contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer; debía hallarme entonces
a uno o dos de mi señal y de hecho había recorrido casi el circuito del
calabozo cuando me dormí, pero, al despertar, sin duda hube de retroceder,
creando así una circunferencia casi doble. La confusión de mi cerebro me
impidió seguramente observar que había comenzado la vuelta con la pared de la
izquierda y la terminaba teniéndola a mi derecha.
También me engañé
relativamente a la forma de mi prisión: tanteando el camino, había encontrado
muchos ángulos, y deduje de esto que el conjunto era muy irregular: tan
poderoso es el efecto de una oscuridad completa en todo aquel que despierta de
un letargo o de un sueño.
Aquellos ángulos se
producían simplemente por algunas ligeras depre-siones a intervalos desiguales;
la forma general del calabozo era un cuadrado y lo que yo había tomado por
mampostería asemejábase ahora al hierro, o cualquier otro metal, en forma de
grandes planchas, cuyas suturas producían las depresiones. Toda la superficie
de aquella construcción metálica estaba toscamente pintarrajeada con todos los
hediondos y repulsivos emblemas a que dio nacimiento la superstición sepulcral
de los frailes; varias figuras de diablos con aspecto amenazador, formas de
esqueletos y otras imágenes horribles manchaban aquellas paredes en toda su
extensión.
Observé que los contornos
de estas monstruosidades se marcaban bastante bien, pero que los colores
estaban marchitos y alterados, como por efecto de una atmósfera húmeda, y
también noté entonces que el suelo era de piedra. En el centro veía la boca
circular del pozo del que había escapado y que era el único.
Vi todo esto
confusamente, no sin algún esfuerzo, pues mi posición física había cambiado
singularmente durante mi sueño: estaba tendido de espaldas en una especie de
tablado de madera muy bajo y atado fuertemente por una cosa que me pareció una
correa, la cual se arrollaba varias veces alrededor de mis miembros y del
cuerpo, dejando sólo libres la cabeza y el brazo izquierdo, mas para mover este
último, a fin de tomar el alimento de una especie de escudilla puesta junto a
mí en el suelo, era preciso esforzarme penosamente. Con terror eché de ver que
se habían llevado la jarra, y digo con terror porque me devoraba una sed
intolerable. Me pareció entonces que el plan de mis verdugos era exasperar mi
sed, pues el alimento contenido en la escudilla estaba cargado de especias.
Alcé la vista para
examinar el techo de mi prisión; estaba a una altura de treinta a cuarenta
pies y por su aspecto asemejábase mucho a las paredes laterales. En una de sus
divisiones me llamó la atención una de las figuras, la más extraña; era la del
Tiempo, según se lo suele representar, sólo que en vez de la hoz tenía un
objeto que a primera vista tomé por la imagen pintada de un enorme péndulo,
como los que vemos en los relojes antiguos. Sin embargo, en el aspecto de
aquella máquina noté alguna cosa que me indujo a mirar más atentamente, y
cuando la miraba, con la vista fija, pues se hallaba precisamente sobre mí, me
pareció que se movía.
Un instante después mi
idea se confirmó: su balanceo era corto y naturalmente muy lento; lo observé
durante algunos minutos, no sin cierta desconfianza, pero particularmente con
asombro, y, cansado al fin de su monótono movimiento, fijé la vista en los
demás objetos del calabozo.
Un ligero ruido me llamó
la atención y, mirando el suelo, vi varias ratas enormes que iban de un lado a
otro; habían salido del pozo, que estaba a mi derecha, y muy pronto aparecieron
otras muchas, las cuales avanzaban presurosas, con ojos voraces y atraídas, sin
duda, por el olor de la carne: hube de hacer muchos esfuerzos para que no se
acercasen.
Habría transcurrido media
hora, o tal vez una, pues no podía medir bien el tiempo, cuando, al levantar de
nuevo la vista, observé una cosa
que me confundió y asombró. El péndulo estaba una vara más abajo y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor, pero lo que me turbó sobre todo fue la circuns-tancia de que había "bajado" visiblemente.
que me confundió y asombró. El péndulo estaba una vara más abajo y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor, pero lo que me turbó sobre todo fue la circuns-tancia de que había "bajado" visiblemente.
Entonces observé, e
inútil es decir con qué espanto, que su extremidad inferior tenía la forma de
una brillante media luna de acero, de un pie de longitud de un cuerno a otro,
siendo el filo inferior tan cortante como el de una navaja de afeitar; esta
especie de cuchillo, pesada y maciza, estaba sujeta a una gruesa varilla de
cobre y el todo silbaba balanceándose en el espacio.
Apenas podía dudar ya de
la muerte que me preparaba el horrible ingenio monacal. Los agentes de la Inquisición habían
adivinado, sin duda, que ya conocía yo la existencia del pozo, el pozo, cuyos horrores estaban reserva-dos
para un hereje tan temerario como yo; el pozo,
figura del infierno y considerado por la opinión pública como la última Thule de todos sus castigos.
Yo había evitado la caída
por la más rara de las casualidades y sabía que la sorpresa, o la sujeción en
un tormento, tenía gran importancia en todo aquel sistema de ejecuciones
secretas. Ahora bien, habiendo escapado yo del abismo, no era ya el plan
diabólico de mis verdugos precipitarme en él; se me reservaba, y esta vez sin
alternativa posible, una muerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! Casi sonreí
en medio de mi agonía al pensar en la singular aplicación que hacía de esta
palabra.
¿A qué referir las largas
horas de horror, más que mortales, en las que conté las oscilaciones vibrantes
del acero? Pulgada por pulgada, línea por línea, se efectuaba el descenso
gradual, sólo apreciable a intervalos que me parecían siglos, pero siempre
descendía, siempre más y más. Transcurrieron varios días, tal vez muchos, antes
que la brillante medialuna se balanceara lo bastante cerca de mí para darme
aire con su acre soplo. Mis fosas nasales percibían la sensación del afilado
acero. Rogué al cielo, y hasta lo cansé con mis súplicas, para que la cuchilla
bajara más rápidamente; me parecía que me volvía loco estaba frenético, y me
esforcé para levantarme a fin de ir al encuentro de la espantosa cimitarra
movible, pero después permanecí tranquilo, sonriendo ante aquella muerte
brillante, como un niño cuando contempla algún precioso juguete.
Siguió un nuevo intervalo
de perfecta insensibilidad, intervalo corto, pues al volver en mí observé que
el péndulo no había bajado de una manera apreciable, pero tal vez aquel tiempo
fuera largo, pues no se me ocultaba que los agentes diabólicos, al observar mi
desvaneci-miento, pudieron detener la vibración a su antojo.
Al recobrar el uso de los
sentidos experimenté un malestar y una debilidad indecibles, como por efecto de
una larga inanición, pero aun en medio de aquellas angustias la naturaleza
humana imploraba su alimento. Con penosos esfuerzos extendí mi brazo izquierdo,
tanto como lo permitieron las ligaduras, y me apoderé del resto que las ratas
me habían dejado.
Al acercarme el alimento
a la boca, una idea halagüeña, un rayo de esperanza cruzó de pronto por mi
mente, pero ¿qué había ya de común entre la esperanza y yo? Me dije que aquello
era un pensamiento informe; el hombre concibe a menudo otros análogos que
nunca son completos; comprendí que era idea alegre, de esperanza, pero también
que moría al nacer. En vano traté de rehacerla, de no dejarla escapar; mis
largos padecimientos habían aniquilado casi las facultades ordinarias de mi
espíritu: era un imbécil, un idiota.
La vibración del péndulo
se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi longitud y observé que
la medialuna se había dispuesto de modo que atravesase la región del corazón.
A pesar de la espantosa dimensión de la curva recorrida (unos treinta pies o
tal vez más) y de la irresistible energía del descenso, que hubiera bastado
para cortar aquellas paredes de hierro, todo cuanto podía hacer dentro de
algunos minutos era rozarme la ropa; al pensar esto, no osé proseguir mi
reflexión; me fijé en la idea con tenacidad, como si esta insistencia pudiese
contener la bajada del acero.
Comencé a meditar sobre
el sonido que la medialuna produciría al pasar por mi ropa, sobre la sensación
particular y penetrante que el frotamiento de la tela ocasionaría en los
nervios. Pensé en todas estas nimiedades, hasta que mis dientes se
entrechocaron.
Se deslizaba más, cada
vez más, acercándose siempre, y yo me complacía, con una especie de frenesí,
en comparar su celeridad de arriba abajo con la de los lados. ¡A derecha, a
izquierda, y después se alejaba mucho, y volvía, produciendo un golpe, como un
espíritu condenado, y acercándose a mi corazón con el paso furtivo del tigre!
Yo reía y gritaba alternativamente, según me dominaba una u otra idea.
¡Más abajo,
invariablemente más abajo! Vibraba a tres pulgadas de mi pecho, e hice un
esfuerzo furioso para desasir mi brazo izquierdo, que sólo podía mover desde el
codo hasta la mano; era posible servirme de esta última sólo para llevar el
alimento desde el plato que estaba junto a mí hasta la boca, y aun esto con
mucho trabajo. Si hubiera podido romper las ligaduras más arriba del codo,
habría tomado el péndulo procurando detenerlo, pero esto hubiese sido tan
inútil como tratar de contener una avalancha.
¡Siempre más abajo, más
abajo! Respiré dolorosamente y me agitaba a cada vibración. Mis ojos lo
seguían en su movimiento de ascenso y descenso con desesperado frenesí, y se
cerraban con un estremecimiento espasmódico en el momento de la bajada, aunque
la muerte habría sido un alivio. Sin embargo, temblaba de pies a cabeza al
pensar que bastaba que la máquina bajase un poco para precipitar sobre mi
pecho aquella cuchilla afilada y brillante.
La esperanza era la que hacía temblar así mis nervios; era la esperanza,
que triunfa hasta en el tormento, que susurra al oído de los condenados a
muerte en los calabozos mismos de la Inquisición.
Observé que diez o doce
vibraciones pondrían el acero en contacto con mi ropa y este detalle produjo en
mi ánimo la calma de la desesperación; por primera vez, hacía muchas horas, y
tal vez días, pensé, y ocurrió que la ligadura que me sujetaba era de una sola
pieza; estaba atado por un lazo continuo: el primer corte de la hoja de acero
en una parte cualquiera de la correa debía desprenderla lo bastante para que mi
mano izquierda pudiera desarrollarla a mi alrededor, pero ¡cuán terrible llegaría
a ser en este caso la proximidad del acero!
El resultado de la más
ligera sacudida sería mortal.
¿Era verosímil, por otra
parte, que los ayudantes del verdugo no hubiesen previsto y obviado esta
posibilidad? ¿Era probable que la ligadura cruzara por mi pecho en el trayecto
del péndulo? Temblaba al pensar que podría frustrarse aquella débil esperanza,
sin duda la última; levanté lo bastante la cabeza para mirar bien el pecho: la
ligadura rodeaba fuertemente mis miembros en todos sentidos, excepto en la parte que debía tocar la hoja
homicida.
Apenas volví a inclinar
la cabeza, dejándola tomar su primera posición, brilló en mi espíritu alguna
cosa que yo definiría como el complemento de esa idea de libertad de que ya he
hablado y de la cual sólo había concebido vagamente una parte cuando acerqué el
alimento a mis abrasados labios. Ahora tenía toda la idea, débil, apenas
definida, pero completa, e inmediata-mente intenté realizarla con la energía de
la desesperación.
Hacía algunas horas que
las ratas pululaban materialmente en la inmediación del tablado en que me
hallaba tendido; eran turbulentas, atrevidas, voraces; sus rojizos ojos tenían
la mirada fija en mí, como si sólo esperasen la inmovilidad para hacer presa de
mi cuerpo. ¿A qué alimento, pensé, se habrían acostumbrado en este pozo?
Ya habían devorado, a
pesar de mis esfuerzos para impedirlo, casi todo el contenido del plato; mi
mano estaba ya acostumbrada al movimiento de vaivén hacia aquél, y por efecto
de su uniformidad maquinal, había perdido toda la fuerza. A tal punto llegaba
la voracidad de los roedores que con frecuencia clavaban sus agudos dientes en
mis dedos. Con los pedacitos de carne aceitosa que aún quedaba froté la
ligadura allí donde podía alcanzar y, retirando después mi mano del suelo, permanecía
inmóvil sin respirar.
Los voraces animales se
atemorizaron al principio por el cambio, por la cesación del movimiento; se
alarmaron y emprendieron la retirada, volvien-do algunos de ellos al pozo, pero
esto sólo duró un instante y no en vano conté con su glotonería.
Al observar que
continuaba inmóvil, uno o dos de los más atrevidos saltaron al tablado y
olfatearon la ligadura, lo cual me pareció señal de que la invadirían muy
pronto todos los demás, y, en efecto, una numerosa legión salió del pozo;
todas se agarraron a la madera, la escalaron y saltaron a centenares sobre mi
cuerpo.
El movimiento regular del
péndulo no los inquietaba en manera alguna; evitaban su paso y roían
activamente la ligadura aceitosa; oprimiéndose cada vez más, se amontonaban
sin cesar sobre mí; enroscábanse sobre mi cuello, sus hocicos buscaban mis
labios, su multiplicado peso me sofocaba casi, y una repugnancia que no tiene
nombre en el mundo llenaba mi pecho y me helaba el corazón con su espesa
viscosidad. Comprendí, sin embargo, que dentro de un minuto habría terminado
ya la horrible operación, pues sentía que la ligadura se aflojaba y estaba
seguro de que los roedores la habían cortado en más de una parte. Con una
resolución sobrehumana permanecí inmóvil y pronto pude reconocer que no me
había engañado en los cálculos: mis padecimientos no resultaron inútiles.
Al fin observé que estaba
libre; los pedazos de la ligadura pendían alrededor de mi cuerpo, pero el
movimiento del péndulo llegaba a mi pecho; había cortado ya la tela de mi sayón
y la camiseta interior osciló dos veces más y la sensación de un dolor agudo
atravesó todos mis nervios, pero era llegado el momento de la salvación. Un ademán
instantáneo bastó para que mis salvadores emprendieran tumultuosamente la fuga
y entonces, practicando un movimiento resuelto y oblicuo, aunque con prudencia,
y aplanándome lentamente, me deslicé fuera de la ligadura y de los alcances de
la cilnitarra. Por lo pronto, cuando menos, estaba
libre.
¡Libre! ¡Y en las garras
de la Inquisición !
Apenas hube salido de aquel horrible lecho y dado algunos pasos por el
calabozo, el movimiento de la máquina infernal cesó y observé que la retiraba
por el techo alguna fuerza invisible. Este detalle me desesperó, pues comprendí
que se espiaban todos mis movimientos.
¡Libre! No había escapado
de la muerte en forma de agonía sino para sufrir alguna cosa peor por cualquier
otro medio; al hacer esta reflexión, fijé la mirada convulsivamente en las
paredes de hierro que me rodeaban y entonces eché de ver, ¡cosa singular!, un
cambio que se producía en la habitación, y que al principio no pude apreciar
claramente.
Al cabo de algunos
minutos de horrorosa meditación y cuando me perdía en vanas conjeturas, observé
por primera vez el origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía
de una grieta de media pulgada de anchura que se extendía alrededor del
calabozo por la base de las paredes, las cuales parecían así separadas del
suelo y lo estaban efectivamente. Traté de mirar por aquella abertura, pero ya
se entenderá que fue inútil.
Al levantarme,
completamente desanimado, comprendí el misterio de la alteración producida.
Había observado que, si bien los contornos de las figuras murales eran bastante
distintos, los colores parecían vagos e indecisos, pero, a cada momento,
adquirían un brillo más intenso, el cual comunicaba a aquellas fanáticas y
diabólicas imágenes un aspecto que hubiera hecho estremecer a personas de
nervios más sólidos que los míos. Ojos de demonio, de una viveza feroz y
siniestra, fijaban en mí su mirada desde numerosos sitios donde antes no se
veía cosa alguna, con el lúgubre brillo de un fuego que yo quería, aunque
inútilmente, considerar como imaginario.
¡Imaginario! Me
bastaba respirar para percibir el vapor del hierro calentado. Un olor sofocante
llenó mi calabozo; los ojos que me miraban para contemplar mi agonía brillaban
con más fuerza y en aquellas horribles pinturas de sangre noté un tinte más
rojizo.
Respiraba con dificultad,
pues era indudable el designio de mis verdugos. ¡Oh, eran los hombres más
despiadados y diabólicos! Me alejé cuanto pude del metal ardiente, dirigiéndome
al centro de mi prisión, y ante aquella muerte por el fuego, la idea de la
frescura del pozo me alivió como un bálsamo.
Entonces me precipité
hacia el terrible brocal y dirigí una mirada al fondo; el brillo de la bóveda
inflamada iluminó sus más recónditas cavidades, pero durante un momento de
extravío mi espíritu no pudo explicarse la significación de lo que veía. Al
fin lo comprendí, estremecido de espanto. ¡Oh, si pudiera expresarlo! ¡Oh, qué
horrores! ¡Todos menos los que veía serían preferibles! Profiriendo un grito me
retiré del brocal y, con el rostro oculto en las manos, lloré amargamente.
El calor aumentaba con
rapidez; de nuevo alcé los ojos estremeciéndome como en un acceso de fiebre.
En aquel momento se verificaba un segundo cambio en el calabozo y esta vez era
evidentemente en la forma.
Así como antes, no pude
al principio apreciar ni comprender lo que pasaba, pero no me dejaron mucho
tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición no se detenía; burlada dos veces por
mi escapatoria, no quería entretenerse ya más con el Rey de los Espantos.
La habitación era antes
cuadrada, y en aquel momento observé que dos de sus ángulos de hierro se habían
hecho agudos, de lo que resultaba, como ya se comprenderá, otros dos obtusos.
El terrible contraste aumentaba rápidamente con un crujido sordo y mi calabozo
tomó al punto la forma de un romboide, pero la transformación no cesó aquí; yo
no deseaba ni esperaba tampoco que cesase, y hubiera aplicado los rojos muros
contra mi pecho para disfrutar al fin de la eterna paz. "¡La muerte!",
me dije, icualquier género de muerte excepto la del pozo! ¡Insensato! ¡Cómo no
había comprendido yo que era necesario el
pozo, y que sólo aquel pozo era la razón del hierro candente que me
asediaba! ¿Podía yo resistir a su ardor? Y aunque así fuese, ¿me sería dado
rechazar su presión? Entre tanto, el romboide se aplanaba con una rapidez que
no me permitía reflexionar; su centro, colocado en la línea de su mayor anchura,
coincidía exactamente con la boca del abismo.
Traté de retroceder, pero
las paredes, estrechándose cada vez más, se oprimían irresistiblemente. Por
último, llegó el instante en que mi cuerpo, quemado y contraído, apenas halló
sitio, porque no había, ni para mi pie un espacio donde apoyarse. No luché más,
pero la agonía de mi alma se exhaló en un prolongado grito de desesperación;
sentía que vacilaba en el borde del abismo y aparté la vista...
Pero de pronto oí un
ruido discordante de voces humanas, seguido de una explosión, un huracán de
trompetas, y después un poderoso rugido, semejante al fragor de mil truenos. Las
paredes de fuego retrocedieron rápidamente; un brazo extendido agarró el mío
en el momento en que iba a caer en el pozo; era el brazo del general Lasalle:
el ejército francés había entrado en Toledo; la Inquisición estaba en
manos de sus enemigos.
1.011. Poe (Edgar Allan)
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