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martes, 17 de diciembre de 2013

El pozo y el pendulo

Impia tortorum longos hic turba furores,
sanguinis innocui, non satiata, aluit.

Sospite nunc patriá fracto nunc funeris antro,
mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteta compuesta para las puertas de un merca­do
que debía construirse en el sitio donde se hallaba el
Club de los Jacobinos en París.)[i]

Estaba quebrantado, casi Moribundo por aquella larga agonía, y cuando al fin me desataron y me fue permitido sentarme me pareció que los sen­tidos me abandonaban. La sentencia, la terrible sentencia de muerte, fue la última frase claramente pronunciada que hirió mis oídos; después de esto, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció perderse entre las confusas imágenes de un sueño; aquel murmullo producía en mi espí­ritu el efecto de una rotación, tal vez porque en el pensamiento lo aso­ciaba con una rueda de molino, pero esto duró poco, pues de repente no oí ya nada.
Sin embargo, durante algún tiempo pude ver (¡con qué terrible exa­geración!) los labios de los jueces, que me parecieron blancos, tanto como la hoja de papel en que escribo estas palabras, y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su expresión de dureza, de inmu­table resolución, de soberbio desdén ante el dolor humano.
Veía que los decretos de lo que para mí representaba el destino se pronunciaban aún por aquellos labios; observé su contracción al expre­sar la terrible sentencia; los vi indicar las sílabas de mi nombre y me estremecí de espanto al reconocer que el sonido no seguía al movimien­to. También observé durante algunos minutos de horror delirante la suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que cubrían las paredes de la sala, y entonces mi vista se fijó en los siete grandes can­delabros colocados en la mesa.
Al pronto creí reconocer en ellos la imagen de la Caridad, parecién­dome ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme, pero de repente una náusea mortal invadió mi alma y cada una de las fibras de todo mi ser se estremeció como si hubiese tocado el conductor de una pila vol­taica; las formas angélicas se convirtieron en insignificantes espectros; sus cabezas, en llamas, y comprendí bien que no se debía esperar ningún auxilio de ellos.
Entonces se deslizó en mi imaginación, como melodiosa nota musical, la idea del tranquilo reposo que nos espera en la tumba; esta idea pene­tró suave y furtivamente, y se me figuró que necesitaba mucho tiempo para apreciarla bien, pero en el momento mismo en que comenzaba al fin a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por encanto, los candelabros se redujeron a la nada, sus llamas se apagaron del todo, se sucedieron las tinieblas, todas las sensaciones se disiparon al parecer y el universo no fue ya más que noche, silencio, inmovilidad.
Estaba sin conocimiento, pero no diré que lo hubiese perdido del todo, aunque no podría definir qué parte conservaba. ¿Era aquello un sueño profundo? No. ¿Era el delirio? No. ¿Era un desvanecimiento? No. ¿La muerte? Tampoco, pues ni aun en la tumba se ha perdido todo, por­que de lo contrario no habría inmortalidad para el hombre. Al despertar de un profundo sueño rasgamos el velo a través del cual veíamos las imá­genes, pero un segundo después, tan frágil era el tejido, no nos acorda­mos ya de haber soñado.
Cuando se recobra el conocimiento después de un desmayo hay dos grados: el primero es el sentimiento de la existencia moral o espiritual, y el segundo, el de la existencia física. Parece probable que, si al llegar al segundo grado pudiéramos evocar las impresiones del primero, volvería­mos a encontrar todos los elocuentes recuerdos del abismo del otro mundo.
¿Y qué es este abismo? ¿Cómo distinguiríamos, por lo menos, sus sombras de las de la tumba? Si las impresiones de lo que yo considero como el primer grado no vuelven al ser llamadas por la voluntad, ¿no se manifiestan, sin embargo, al cabo de algún tiempo, sin ser invitadas, cau­sándonos admiración, porque no sabemos de dónde pueden salir? Aquel que no ha perdido nunca el conocimiento no descubre extraños palacios y rostros singularmente familiares entre las llamas ardientes; no ve flotar en medio del aire las melancólicas visiones que al vulgo no le es dado percibir; no es el que medita sobre el perfume de alguna flor desconoci­da; no es aquel cuyo cerebro se puede extraviar en el misterio de alguna melodía que hasta entonces no llamó nunca su atención.
En medio de mis repetidos esfuerzos, y a pesar de mi energía para recoger algún vestigio de aquel estado en que mi alma acababa de desli­zarse, muy semejante a la nada, hubo momentos en que soñaba un triun­fo; hubo cortos instantes, muy breves, en que provoqué recuerdos que, según me había demostrado mi razón lúcida en época posterior, no podían relacionarse sino con ese estado en que la conciencia parece aniquilada.
Con estas sombras de recuerdos se presentaban indistintamente grandes figuras que me arrebataban y me llevaban en silencio hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que la sola idea de la eternidad del des­censo me oprimía y me causaba un horrible mareo. Después vino la impresión de una inmovilidad repentina en todos los seres que estaban alrededor, como si aquellos que me conducían -cortejo de espectros­hubieran traspasado en su descenso los límites de lo ilimitado y se dete­nían al fin, vencidos por el infinito enojo de su tarea. Después mi alma experimentó una sensación de insipidez y humedad, y luego la locura de una memoria que se agita en lo prohibido.
De pronto volvieron a mi alma sonido y movimiento, el movimien­to tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos; después, una pausa en la que todo desaparecía; más tarde, otra vez el sonido, el movimien­to y el tacto, como una sensación vibrante que penetrara en mi ser, y al fin la simple conciencia de que existía, sin pensamiento, estado que duró mucho. De pronto se manifestó el pensamiento, con un terror que me estremecía, y el ardiente deseo de com-prender mi verdadera situación.
Después ansié vivamente volver a la insensibilidad, pero el alma renació de improviso, e intenté, con buen resultado, el movimiento. Entonces recordé del todo el proceso, las colgaduras negras, la sentencia, mi debilidad y mi desvanecimiento, pero olvidé completamente lo que siguió, y sólo más tarde, por un esfuerzo de energía, conseguí recor­darlo de una manera vaga.
Hasta entonces no había abierto los ojos, pero comprendía que me hallaba tendido de espaldas y sin ligaduras; extendí el brazo y mi mano cayó pesadamente sobre alguna cosa húmeda y dura; no la retiré durante algunos minutos y me esforcé por adivinar dónde podía hallarme y "qué era" de mí; estaba impaciente por servirme de mis ojos, pero no me atre­vía a ello, temiendo dirigir la primera mirada sobre los objetos que tenía alrededor. No era porque me arredrase ver cosas horribles, sino porque me espantaba la idea de no ver cosa alguna.
Al fin, poseído de indecible angustia, abrí los ojos vivamente: mi horrible idea se confirmaba: me rodeaban las tinieblas de la noche eter­na; hice un esfuerzo para respirar y me parecía que la oscuridad me oprimía y sofocaba.
La pesadez de la atmósfera era intolerable; permanecí echado tran­quilamente y me esforcé para reflexionar. De pronto recordé los proce­dimientos de la Inquisición y, partiendo de aquí, procuré darme cuenta de mi estado en aquel momento.
Me parecía que después de dictada la sentencia había transcurrido mucho tiempo, pero no imaginé un solo instante que pudiera estar ver­daderamente muerto. Semejante idea, a pesar de todas las ficciones lite­rarias, es de todo punto incompatible con la existencia real, pero ¿dónde estaba y en qué situación?
Yo sabía que los condenados a muerte solían sufrir la pena en los autos de fe y precisamente se había celebrado una solemnidad de este género el mismo día en que se me juzgó. ¿Me habrían conducido de nuevo al calabozo para esperar allí el próximo sacrificio, que no debía efectuarse hasta dentro de algunos meses? Desde luego vi que esto no podía ser, pues se había reunido el contingente de las víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, así como las celdas de todos los condenados en Toledo, tenía el pavimento de piedra y no faltaba completamente la luz.
De pronto, una idea horrible hizo afluir la sangre a mi corazón y durante algunos minutos volví a quedar en estado de insensibilidad. Al volver en mí me puse en pie, temblando convulsivamente; extendí con ansiedad los brazos hacia adelante y no toqué nada, pero temía dar un solo paso, figurándome que iba a tropezar contra las paredes de mi tumba.
El sudor inundaba mi cuerpo y formando gruesas gotas se acumula­ba en mi frente; la angustia de la incertidumbre llegó a ser intolerable, y al fin avancé poco a poco con los brazos extendidos y los ojos desenca­jados, esperando sorprender un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba negro y vacío; entonces respiré más libremente y me pareció indudable que no se me había reservado la muerte más espantosa.
Y mientras seguía avanzando con precaución, asaltaron mi pensa­miento los mil vagos rumores que habían circulado sobre los horribles hechos ocurridos en Toledo. Se referían cosas muy extrañas sobre aque­llos calabozos y yo las había considerado siempre como fábulas, pues eran tan espantosas que sólo se podían repetir en voz baja. ¿Debería yo morir de hambre en aquel mundo subterráneo de las tinieblas o qué des­tino aún más terrible me esperaba? Conocía demasiado bien el carácter de mis jueces para poner en duda que el resultado sería mi muerte, y alguna muerte elegida con cruel refinamiento, y por eso me preocupaba sólo sobre el día y la hora.
Mis manos extendidas encontraron al fin un obstáculo sólido: era una pared, al parecer de piedra lisa, húmeda y fría; la seguí de cerca, avanzando con la recelosa desconfianza que me habían infundido cier­tas antiguas historias, pero esta maniobra no me facilitó el medio de reconocer las dimensiones de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y regresar al punto de partida sin echarlo de ver: tan uniforme parecía el muro. Entonces busqué el cuchillo que llevaba en la faltriquera cuando me condujeron al tribunal, pero había desaparecido, pues se me despojó de la ropa para ponerme una especie de sayón de estameña; mi objeto era introducir la hoja en alguna grieta de la pared para reconocer el punto de que había partido.
La dificultad me hubiera parecido vulgar en cualquier otro caso, pero en aquel momento, atendido el desorden de mis ideas, la consideré invencible. Arranqué un pedazo del dobladillo del sayón y lo puse en el suelo de modo que formase ángulo recto contra la pared, pues, siguiendo mi camino a tientas alrededor del calabozo, no podía menos que encon­trar aquella señal cuando hubiese recorrido todo el circuito.
Yo lo creía así, por lo menos, mas no tuve en cuenta la extensión del calabozo ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo; avancé tambaleándome durante algún tiempo, y después tropecé y caí. Mi extremada fatiga me indujo a permanecer inmóvil, sin levantarme, y el sueño me sorprendió muy pronto en aquel estado.
Al despertar y cuando extendí los brazos, encontré a mi lado un pan y un jarro de agua: estaba demasiado desfallecido para reflexionar sobre aquella circunstancia, pero bebí y comí ávidamente. Poco tiempo des­pués continué mi exploración alrededor del calabozo y con mucho tra­bajo llegué a la señal; es decir, al pedazo de estameña.
Había contado ya cincuenta y dos pasos cuando caí y al continuar el recorrido conté cuarenta y ocho hasta el sitio de la señal, de lo que resultaba, pues, un total de ciento, y, suponiendo que dos pasos compu­sieran una vara, presumí que el calabozo tenía cincuenta de circuito.
Sin embargo, había reconocido muchos ángulos en la pared y, por lo tanto, no había medio de conjeturar la forma del calabozo o, mejor dicho la cueva, pues en mi concepto no podía ser otra cosa.
No me interesaba mucho aquella investigación, pues no tenía espe­ranza alguna, pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarla. Sepa­rándome de la pared, resolví atravesar la superficie circunscrita y al principio avancé con suma precaución, pues aunque el suelo parecía de una materia dura era muy resbaladizo, pero al fin, armándome de valor, me adelanté con paso seguro, procurando seguir en lo posible la línea recta. Había avanzado ya diez o doce pasos, cuando de pronto se me enredó entre las piernas el sayón por donde lo había rasgado y al pisarlo caí de bruces.
Aturdido por el golpe, no observé de pronto una circunstancia algo sorprendente, y en la cual fijé mi atención, sin embargo, algunos minu­tos después, cuando aún estaba tendido. Era esto: mi barba se apoyaba en el suelo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza no tocaban en nada; al mismo tiempo me pareció que la frente estaba bañada en un vapor viscoso y percibí un olor particular como de setas pasadas; exten­dí los brazos y no pude menos de estremecerme al reconocer que había caído sobre el borde de un pozo circular, cuya profundidad no podía medir en aquel momento.
Al tocar la pared del brocal pude extraer un fragmento y lo arrojé al abismo. Por espacio de algunos segundos escuché atentamente; en su caída chocaba con las paredes del pozo, y al fin se hundió en el agua, produciendo un sonido sordo y lúgubre, seguido de ruidosos ecos. En el mismo instante se produjo sobre mi cabeza un rumor, como si cerrasen y abriesen una puerta, un débil rayo de luz atravesó pronto la oscuridad y se extinguió al punto.
Comprendí entonces claramente la muerte que me deparaban y me felicité del oportuno incidente que me había salvado. Este género de muerte, evitada tan a tiempo, tenía ese carácter que yo consideraba hasta entonces como fabuloso y absurdo en los muchos cuentos que cir­culaban sobre la Inquisición.
Las víctimas de su tiranía no tenían más alternativa que la muerte con sus más crueles agonías físicas o con sus más abominables tormen­tos morales; a mí se me había reservado para esta última. Mis nervios estaban tensos a causa de tan largo padecimiento, tanto que temblaba al oír mi propia voz, y por todos conceptos era yo entonces la mejor presa para la especie de martirio que me esperaba.
Temblando como un azogado, retrocedí al punto a tientas hacia la pared, resuelto a morir antes que arrostrar los horrores del pozo, multi­plicados entonces por mi espíritu en las tinieblas de la prisión. En otra situación de ánimo hubiera tenido valor para acabar de una vez con tan­tas miserias precipitándome en el abismo, pero en aquel momento era el mayor de los cobardes y por otra parte no podía olvidar lo que había leído sobre aquellos pozos, es decir que la extinción repentina de la vida era una posibilidad cuidadosamente evitada por el genio infernal que había concebido el plan.
La agitación de mi espíritu me tuvo despierto durante largas horas, pero al fin me aletargué de nuevo. Al despertar hallé junto a mí, como la primera vez, un pan y un jarro de agua; la sed más abrasadora me devoraba y apuré todo el contenido. Preciso era que aquella agua tuvie­
se alguna droga, pues apenas la bebí me sobrecogió un sopor irresistible; un sueño profundo se apoderó de mí, sueño semejante al de la muerte.
Ignoro cuánto tiempo duró, pero cuando abrí los ojos, los objetos que había a mi alrededor eran visibles; gracias a un resplandor singular, sulfuroso, cuyo origen no pude descubrir al principio, me fue dado ver la extensión y el aspecto de mi calabozo.
Me había equivocado de medio a medio sobre sus dimensiones; las paredes no medían más de veinticinco varas de circuito, detalle que por espacio de algunos minutos me ocasionó profunda turbación, entera­mente pueril en verdad, pues, en medio de las terribles circunstancias que me rodeaban, nada podían importarme las dimensiones de mi pri­sión, pero mi espíritu se interesaba singularmente en aquellas nimieda­des y me afané en explicarme el error cometido en mis medidas.
Al fin se me representó la verdad como un rayo de luz: en mi pri­mera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer; debía hallarme entonces a uno o dos de mi señal y de hecho había recorrido casi el circuito del calabozo cuando me dormí, pero, al despertar, sin duda hube de retroceder, creando así una circunferencia casi doble. La confusión de mi cerebro me impidió segu­ramente observar que había comenzado la vuelta con la pared de la izquierda y la terminaba teniéndola a mi derecha.
También me engañé relativamente a la forma de mi prisión: tante­ando el camino, había encontrado muchos ángulos, y deduje de esto que el conjunto era muy irregular: tan poderoso es el efecto de una oscuri­dad completa en todo aquel que despierta de un letargo o de un sueño.
Aquellos ángulos se producían simplemente por algunas ligeras depre-siones a intervalos desiguales; la forma general del calabozo era un cuadrado y lo que yo había tomado por mampostería asemejábase ahora al hierro, o cualquier otro metal, en forma de grandes planchas, cuyas suturas producían las depresiones. Toda la superficie de aquella cons­trucción metálica estaba toscamente pintarrajeada con todos los hediondos y repulsivos emblemas a que dio nacimiento la superstición sepulcral de los frailes; varias figuras de diablos con aspecto amenazador, formas de esqueletos y otras imágenes horribles manchaban aquellas paredes en toda su extensión.
Observé que los contornos de estas monstruosidades se marcaban bastante bien, pero que los colores estaban marchitos y alterados, como por efecto de una atmósfera húmeda, y también noté entonces que el suelo era de piedra. En el centro veía la boca circular del pozo del que había escapado y que era el único.
Vi todo esto confusamente, no sin algún esfuerzo, pues mi posición física había cambiado singularmente durante mi sueño: estaba tendido de espaldas en una especie de tablado de madera muy bajo y atado fuer­temente por una cosa que me pareció una correa, la cual se arrollaba varias veces alrededor de mis miembros y del cuerpo, dejando sólo libres la cabeza y el brazo izquierdo, mas para mover este último, a fin de tomar el alimento de una especie de escudilla puesta junto a mí en el suelo, era preciso esforzarme penosamente. Con terror eché de ver que se habían llevado la jarra, y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Me pareció entonces que el plan de mis verdugos era exasperar mi sed, pues el alimento contenido en la escudilla estaba cargado de especias.
Alcé la vista para examinar el techo de mi prisión; estaba a una altu­ra de treinta a cuarenta pies y por su aspecto asemejábase mucho a las paredes laterales. En una de sus divisiones me llamó la atención una de las figuras, la más extraña; era la del Tiempo, según se lo suele repre­sentar, sólo que en vez de la hoz tenía un objeto que a primera vista tomé por la imagen pintada de un enorme péndulo, como los que vemos en los relojes antiguos. Sin embargo, en el aspecto de aquella máquina noté alguna cosa que me indujo a mirar más atentamente, y cuando la mira­ba, con la vista fija, pues se hallaba precisamente sobre mí, me pareció que se movía.
Un instante después mi idea se confirmó: su balanceo era corto y naturalmente muy lento; lo observé durante algunos minutos, no sin cierta desconfianza, pero particularmente con asombro, y, cansado al fin de su monótono movimiento, fijé la vista en los demás objetos del calabozo.
Un ligero ruido me llamó la atención y, mirando el suelo, vi varias ratas enormes que iban de un lado a otro; habían salido del pozo, que estaba a mi derecha, y muy pronto aparecieron otras muchas, las cuales avanzaban presurosas, con ojos voraces y atraídas, sin duda, por el olor de la carne: hube de hacer muchos esfuerzos para que no se acercasen.
Habría transcurrido media hora, o tal vez una, pues no podía medir bien el tiempo, cuando, al levantar de nuevo la vista, observé una cosa
que me confundió y asombró. El péndulo estaba una vara más abajo y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor, pero lo que me turbó sobre todo fue la circuns-tancia de que había "baja­do" visiblemente.
Entonces observé, e inútil es decir con qué espanto, que su extre­midad inferior tenía la forma de una brillante media luna de acero, de un pie de longitud de un cuerno a otro, siendo el filo inferior tan cor­tante como el de una navaja de afeitar; esta especie de cuchillo, pesada y maciza, estaba sujeta a una gruesa varilla de cobre y el todo silbaba balanceándose en el espacio.
Apenas podía dudar ya de la muerte que me preparaba el horrible ingenio monacal. Los agentes de la Inquisición habían adivinado, sin duda, que ya conocía yo la existencia del pozo, el pozo, cuyos horrores estaban reserva-dos para un hereje tan temerario como yo; el pozo, figu­ra del infierno y considerado por la opinión pública como la última Thule de todos sus castigos.
Yo había evitado la caída por la más rara de las casualidades y sabía que la sorpresa, o la sujeción en un tormento, tenía gran importancia en todo aquel sistema de ejecuciones secretas. Ahora bien, habiendo esca­pado yo del abismo, no era ya el plan diabólico de mis verdugos precipi­tarme en él; se me reservaba, y esta vez sin alternativa posible, una muerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! Casi sonreí en medio de mi agonía al pensar en la singular aplicación que hacía de esta palabra.
¿A qué referir las largas horas de horror, más que mortales, en las que conté las oscilaciones vibrantes del acero? Pulgada por pulgada, línea por línea, se efectuaba el descenso gradual, sólo apreciable a inter­valos que me parecían siglos, pero siempre descendía, siempre más y más. Transcurrieron varios días, tal vez muchos, antes que la brillante media­luna se balanceara lo bastante cerca de mí para darme aire con su acre soplo. Mis fosas nasales percibían la sensación del afilado acero. Rogué al cielo, y hasta lo cansé con mis súplicas, para que la cuchilla bajara más rápidamente; me parecía que me volvía loco estaba frenético, y me esfor­cé para levantarme a fin de ir al encuentro de la espantosa cimitarra movible, pero después permanecí tranquilo, sonriendo ante aquella muer­te brillante, como un niño cuando contempla algún precioso juguete.
Siguió un nuevo intervalo de perfecta insensibilidad, intervalo corto, pues al volver en mí observé que el péndulo no había bajado de una manera apreciable, pero tal vez aquel tiempo fuera largo, pues no se me ocultaba que los agentes diabólicos, al observar mi desvaneci-miento, pudieron detener la vibración a su antojo.
Al recobrar el uso de los sentidos experimenté un malestar y una debilidad indecibles, como por efecto de una larga inanición, pero aun en medio de aquellas angustias la naturaleza humana imploraba su alimento. Con penosos esfuerzos extendí mi brazo izquierdo, tanto como lo permi­tieron las ligaduras, y me apoderé del resto que las ratas me habían dejado.
Al acercarme el alimento a la boca, una idea halagüeña, un rayo de esperanza cruzó de pronto por mi mente, pero ¿qué había ya de común entre la esperanza y yo? Me dije que aquello era un pensamiento infor­me; el hombre concibe a menudo otros análogos que nunca son com­pletos; comprendí que era idea alegre, de esperanza, pero también que moría al nacer. En vano traté de rehacerla, de no dejarla escapar; mis largos padecimientos habían aniquilado casi las facultades ordinarias de mi espíritu: era un imbécil, un idiota.
La vibración del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi longitud y observé que la medialuna se había dis­puesto de modo que atravesase la región del corazón. A pesar de la espantosa dimensión de la curva recorrida (unos treinta pies o tal vez más) y de la irresistible energía del descenso, que hubiera bastado para cortar aquellas paredes de hierro, todo cuanto podía hacer dentro de algunos minutos era rozarme la ropa; al pensar esto, no osé proseguir mi reflexión; me fijé en la idea con tenacidad, como si esta insistencia pudiese contener la bajada del acero.
Comencé a meditar sobre el sonido que la medialuna produciría al pasar por mi ropa, sobre la sensación particular y penetrante que el fro­tamiento de la tela ocasionaría en los nervios. Pensé en todas estas nimiedades, hasta que mis dientes se entrechocaron.
Se deslizaba más, cada vez más, acercándose siempre, y yo me com­placía, con una especie de frenesí, en comparar su celeridad de arriba abajo con la de los lados. ¡A derecha, a izquierda, y después se alejaba mucho, y volvía, produciendo un golpe, como un espíritu condenado, y acercándose a mi corazón con el paso furtivo del tigre! Yo reía y gritaba alternativamente, según me dominaba una u otra idea.
¡Más abajo, invariablemente más abajo! Vibraba a tres pulgadas de mi pecho, e hice un esfuerzo furioso para desasir mi brazo izquierdo, que sólo podía mover desde el codo hasta la mano; era posible servirme de esta últi­ma sólo para llevar el alimento desde el plato que estaba junto a mí hasta la boca, y aun esto con mucho trabajo. Si hubiera podido romper las liga­duras más arriba del codo, habría tomado el péndulo procurando detenerlo, pero esto hubiese sido tan inútil como tratar de contener una avalancha.
¡Siempre más abajo, más abajo! Respiré dolorosamente y me agita­ba a cada vibración. Mis ojos lo seguían en su movimiento de ascenso y descenso con desesperado frenesí, y se cerraban con un estremecimien­to espasmódico en el momento de la bajada, aunque la muerte habría sido un alivio. Sin embargo, temblaba de pies a cabeza al pensar que bas­taba que la máquina bajase un poco para precipitar sobre mi pecho aque­lla cuchilla afilada y brillante.
La esperanza era la que hacía temblar así mis nervios; era la esperan­za, que triunfa hasta en el tormento, que susurra al oído de los conde­nados a muerte en los calabozos mismos de la Inquisición.
Observé que diez o doce vibraciones pondrían el acero en contacto con mi ropa y este detalle produjo en mi ánimo la calma de la desespe­ración; por primera vez, hacía muchas horas, y tal vez días, pensé, y ocu­rrió que la ligadura que me sujetaba era de una sola pieza; estaba atado por un lazo continuo: el primer corte de la hoja de acero en una parte cualquiera de la correa debía desprenderla lo bastante para que mi mano izquierda pudiera desarrollarla a mi alrededor, pero ¡cuán terrible llega­ría a ser en este caso la proximidad del acero!
El resultado de la más ligera sacudida sería mortal.
¿Era verosímil, por otra parte, que los ayudantes del verdugo no hubiesen previsto y obviado esta posibilidad? ¿Era probable que la liga­dura cruzara por mi pecho en el trayecto del péndulo? Temblaba al pen­sar que podría frustrarse aquella débil esperanza, sin duda la última; levanté lo bastante la cabeza para mirar bien el pecho: la ligadura rode­aba fuertemente mis miembros en todos sentidos, excepto en la parte que debía tocar la hoja homicida.
Apenas volví a inclinar la cabeza, dejándola tomar su primera posi­ción, brilló en mi espíritu alguna cosa que yo definiría como el complemento de esa idea de libertad de que ya he hablado y de la cual sólo había concebido vagamente una parte cuando acerqué el alimento a mis abrasados labios. Ahora tenía toda la idea, débil, apenas definida, pero completa, e inmediata-mente intenté realizarla con la energía de la de­sesperación.
Hacía algunas horas que las ratas pululaban materialmente en la inmediación del tablado en que me hallaba tendido; eran turbulentas, atrevidas, voraces; sus rojizos ojos tenían la mirada fija en mí, como si sólo esperasen la inmovilidad para hacer presa de mi cuerpo. ¿A qué alimento, pensé, se habrían acostumbrado en este pozo?
Ya habían devorado, a pesar de mis esfuerzos para impedirlo, casi todo el contenido del plato; mi mano estaba ya acostumbrada al movi­miento de vaivén hacia aquél, y por efecto de su uniformidad maquinal, había perdido toda la fuerza. A tal punto llegaba la voracidad de los roe­dores que con frecuencia clavaban sus agudos dientes en mis dedos. Con los pedacitos de carne aceitosa que aún quedaba froté la ligadura allí donde podía alcanzar y, retirando después mi mano del suelo, permane­cía inmóvil sin respirar.
Los voraces animales se atemorizaron al principio por el cambio, por la cesación del movimiento; se alarmaron y emprendieron la retirada, volvien-do algunos de ellos al pozo, pero esto sólo duró un instante y no en vano conté con su glotonería.
Al observar que continuaba inmóvil, uno o dos de los más atrevidos saltaron al tablado y olfatearon la ligadura, lo cual me pareció señal de que la invadirían muy pronto todos los demás, y, en efecto, una nume­rosa legión salió del pozo; todas se agarraron a la madera, la escalaron y saltaron a centenares sobre mi cuerpo.
El movimiento regular del péndulo no los inquietaba en manera alguna; evitaban su paso y roían activamente la ligadura aceitosa; opri­miéndose cada vez más, se amontonaban sin cesar sobre mí; enroscá­banse sobre mi cuello, sus hocicos buscaban mis labios, su multiplicado peso me sofocaba casi, y una repugnancia que no tiene nombre en el mundo llenaba mi pecho y me helaba el corazón con su espesa viscosi­dad. Comprendí, sin embargo, que dentro de un minuto habría termi­nado ya la horrible operación, pues sentía que la ligadura se aflojaba y estaba seguro de que los roedores la habían cortado en más de una parte. Con una resolución sobrehumana permanecí inmóvil y pronto pude reconocer que no me había engañado en los cálculos: mis padecimien­tos no resultaron inútiles.
Al fin observé que estaba libre; los pedazos de la ligadura pendían alrededor de mi cuerpo, pero el movimiento del péndulo llegaba a mi pecho; había cortado ya la tela de mi sayón y la camiseta interior osciló dos veces más y la sensación de un dolor agudo atravesó todos mis ner­vios, pero era llegado el momento de la salvación. Un ademán instantá­neo bastó para que mis salvadores emprendieran tumultuosamente la fuga y entonces, practicando un movimiento resuelto y oblicuo, aunque con prudencia, y aplanándome lentamente, me deslicé fuera de la liga­dura y de los alcances de la cilnitarra. Por lo pronto, cuando menos, esta­ba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas hube salido de aquel horrible lecho y dado algunos pasos por el calabozo, el movimien­to de la máquina infernal cesó y observé que la retiraba por el techo alguna fuerza invisible. Este detalle me desesperó, pues comprendí que se espiaban todos mis movimientos.
¡Libre! No había escapado de la muerte en forma de agonía sino para sufrir alguna cosa peor por cualquier otro medio; al hacer esta refle­xión, fijé la mirada convulsivamente en las paredes de hierro que me rodeaban y entonces eché de ver, ¡cosa singular!, un cambio que se pro­ducía en la habitación, y que al principio no pude apreciar claramente.
Al cabo de algunos minutos de horrorosa meditación y cuando me perdía en vanas conjeturas, observé por primera vez el origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pul­gada de anchura que se extendía alrededor del calabozo por la base de las paredes, las cuales parecían así separadas del suelo y lo estaban efec­tivamente. Traté de mirar por aquella abertura, pero ya se entenderá que fue inútil.
Al levantarme, completamente desanimado, comprendí el misterio de la alteración producida. Había observado que, si bien los contornos de las figuras murales eran bastante distintos, los colores parecían vagos e indecisos, pero, a cada momento, adquirían un brillo más intenso, el cual comunicaba a aquellas fanáticas y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera hecho estremecer a personas de nervios más sólidos que los míos. Ojos de demonio, de una viveza feroz y siniestra, fijaban en mí su mirada desde numerosos sitios donde antes no se veía cosa alguna, con el lúgubre brillo de un fuego que yo quería, aunque inútilmente, consi­derar como imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para percibir el vapor del hierro calentado. Un olor sofocante llenó mi calabozo; los ojos que me miraban para contemplar mi agonía brillaban con más fuerza y en aquellas horri­bles pinturas de sangre noté un tinte más rojizo.
Respiraba con dificultad, pues era indudable el designio de mis ver­dugos. ¡Oh, eran los hombres más despiadados y diabólicos! Me alejé cuanto pude del metal ardiente, dirigiéndome al centro de mi prisión, y ante aquella muerte por el fuego, la idea de la frescura del pozo me ali­vió como un bálsamo.
Entonces me precipité hacia el terrible brocal y dirigí una mirada al fondo; el brillo de la bóveda inflamada iluminó sus más recónditas cavi­dades, pero durante un momento de extravío mi espíritu no pudo expli­carse la significación de lo que veía. Al fin lo comprendí, estremecido de espanto. ¡Oh, si pudiera expresarlo! ¡Oh, qué horrores! ¡Todos menos los que veía serían preferibles! Profiriendo un grito me retiré del brocal y, con el rostro oculto en las manos, lloré amargamente.
El calor aumentaba con rapidez; de nuevo alcé los ojos estremecién­dome como en un acceso de fiebre. En aquel momento se verificaba un segundo cambio en el calabozo y esta vez era evidentemente en la forma.
Así como antes, no pude al principio apreciar ni comprender lo que pasaba, pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La ven­ganza de la Inquisición no se detenía; burlada dos veces por mi esca­patoria, no quería entretenerse ya más con el Rey de los Espantos.
La habitación era antes cuadrada, y en aquel momento observé que dos de sus ángulos de hierro se habían hecho agudos, de lo que resulta­ba, como ya se comprenderá, otros dos obtusos. El terrible contraste aumentaba rápidamente con un crujido sordo y mi calabozo tomó al punto la forma de un romboide, pero la transformación no cesó aquí; yo no deseaba ni esperaba tampoco que cesase, y hubiera aplicado los rojos muros contra mi pecho para disfrutar al fin de la eterna paz. "¡La muer­te!", me dije, icualquier género de muerte excepto la del pozo! ¡Insen­sato! ¡Cómo no había comprendido yo que era necesario el pozo, y que sólo aquel pozo era la razón del hierro candente que me asediaba! ¿Podía yo resistir a su ardor? Y aunque así fuese, ¿me sería dado rechazar su pre­sión? Entre tanto, el romboide se aplanaba con una rapidez que no me permitía reflexionar; su centro, colocado en la línea de su mayor anchu­ra, coincidía exactamente con la boca del abismo.
Traté de retroceder, pero las paredes, estrechándose cada vez más, se oprimían irresistiblemente. Por último, llegó el instante en que mi cuer­po, quemado y contraído, apenas halló sitio, porque no había, ni para mi pie un espacio donde apoyarse. No luché más, pero la agonía de mi alma se exhaló en un prolongado grito de desesperación; sentía que vacilaba en el borde del abismo y aparté la vista...
Pero de pronto oí un ruido discordante de voces humanas, seguido de una explosión, un huracán de trompetas, y después un poderoso rugi­do, semejante al fragor de mil truenos. Las paredes de fuego retrocedie­ron rápidamente; un brazo extendido agarró el mío en el momento en que iba a caer en el pozo; era el brazo del general Lasalle: el ejército fran­cés había entrado en Toledo; la Inquisición estaba en manos de sus ene­migos.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i] Este mercado, el de San Honorato, no tuvo nunca puertas ni inscripción.

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