Oyendo llorar al
pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el
justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el
suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos
maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que
acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía
de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían
tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo
se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu
del paso de la leche materna por la gorja infantil.
Sobre el sendero
pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages,
y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el
del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:
El doctor, en
vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y
descabalgó.
La madre, con
orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no
demasiado limpias.
-Mujer, me
alegro... De eso me alegro mucho, mujer... Porque has de oírme: he recibido
carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos... Que les mande
allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga
leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer... Y con
estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.
Un asombro, una
curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y
lindo, de la aldeana.
-A ti, claro, a
ti... No sé de qué te pasmas... A mí no había de ser... Si te dijese que te
llamaban para guiar el coche, bueno que te asombrases...
-Dirá que
perfectamente. ¿Qué diantre ha de decir? Os cae en la boca una breva madura.
Ocho pesos de soldada al mes, comida..., ¡ya supondrás qué comida! Y ropa...
¡De ropa, como la reina! Collares y pendientes de monedas de oro, pañuelos
bordados, mantel de terciopelo... ¡Hecha una imagen!
-Ocho pesos
-repitió impresionada la aldeana, mientras el mamón, acogotado de hartura,
cerraba los ojuelos y se adormecía-. ¿Dice que ocho pesos?
Maripepiña meneó
la cabeza, cubierta de densa crencha, de un rubio magnífico, veneciano, que, sencillamente
alisado para domar su rizosa independencia, brillaba a los últimos rayos del
sol. Cubrió el globo del seno, que todavía rozaba, descubierto, la cabeza del
niño dormido, y repitió:
-Pues, paso por
allá y se lo remito... porque esto no da espera, mujer. Si te determinas, has
de salir hoy mismo: vengo a recogerte y te llevo a Vilamorta; la diligencia
sale a las once de la noche, por aprovechar las horas frescas.
Nada contestó la
moza... Su estrecha frente estaba como abarrotada de pensamientos
contradictorios. El médico cabalgó otra vez y se alejó, con el mismo choque de
eslabón de las herraduras contra las lages de la calzada bruñidas por el
tiempo.
Un cuarto de
hora después, el hombre de Maripepa aparecía, chaqueta al hombro, azadón
terciado. No hubo explicación: ya venía informado por el médico:
El aldeano, al
pronto, calló, con cazurro silencio. Soltó azadón y chaqueta y fue a sacar de
la herrada un tanque de agua fría, que apuró a tragos largos, como se deben
apurar las amarguras inevitables...
Limpiándose la
boca con el dorso de la mano, se acercó, cejijunto, a su mujer, que acababa de
soltar al crío en la cuna.
-Nos cumple, nos
cumple... -repitió sentencioso. Nos cumple a los pobres obedecer y aguantar...
El amo, si está de buenas, puédese dar que nos perdone la renta del año; y que
la perdone, que no la perdone, tus ocho pesos nadie te los quita. Y tú, según
los vas cobrando, aquí los remites, que yo tengo mi idea, mujer, y nos
perdonando la renta, si tú se lo sabes pedir con buen modo a la señora, con tu
soldada mercábamos el cacho de la viña que está junto al pajar, y ya teníamos
huerta, patatas y berzas, y judías, y calabazas, y todo...
-Estarán atendidos.
Vendrá mi hermana, la más pequeña. Ya cumplió los diez años por San Juan; sirve
para cuidarlos.
Y al pronunciar
el nombre cariñoso del nene, se le quebró la voz a Maripepa y las lágrimas
apuntaron en sus ojos verdes, del color de los pámpanos de la vid.
El marido, por
su parte, también sintió no sé qué allá, en lo hondo de sus toscas entrañas de
labriego amarrado sin reposo a la labor que gana el pan oscuro y grosero... Por
un instante los esposos se miraron, con el mismo ¡ay!, con la misma devoción a
la cría, a la prole.
-Cata que eres
moza y de buen parecer -refunfuñaba entre estrujones. Cata que no se vayan a
divertir a mi cuenta los señoritos... Tú vas para el chiquillo y no para los
grandes, ¿óyesme? En Madrid hay una mano de pillería. Como yo sepa lo menos de
tu conducta, la aguijada de los bueyes he de quebrarte en los lomos...
La aldeana
sonreía interiormente, bajando hipócrita los ojos. Ella sería buena por el
aquel de ser buena; pero su hombre no tenía un pie en Norla y otro en Madrid, y
los mirlos no iban a contarle lo que ella hiciese... Y, con modito maino, se
limpió los carrillos del estregón y sacudiendo la mano en el aire, articuló
mimosa:
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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