Desde la aldeíta
de Saint-Didier la Sauve ,
el soñador y dulce Armando se vino derecho a París. Había estudiado para cura
antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de golpe su carrera y
dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez del
carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del
ejército y de la ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo
mismo que de los oficios manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor,
ayo de unos adolescentes nobles y elegantemente vestidos de terciopelo y
encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de luto, lloraban en el
extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque no habían
podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...
Y el caso es que
urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de Armando, aldeanos
menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el mozo, en
su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas
inútiles no se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A
París con su hatillo al hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente,
o de lo que saltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y
grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la aldehuela se contaba que
Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio de su trabajo,
actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué mandaría? No
le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto
agitaba entonces los espíritus.
Los que leen la
historia conceden tal vez exclusiva importancia a los hechos de mayor relieve;
los que viven esa misma historia, se preocupan más de lo pequeño y cotidiano,
la subsistencia, el empleo de las horas del día. Cuando Armando llegó a París,
se arrastraba de cansancio y se moría de calor. Preguntando, se dirigió al
domicilio de Duplay. Cruzó la puerta cochera, entró en el vasto patio, cuyo
fondo ocupaban los talleres de ebanistería, y se detuvo ante el edificio que
sobre el patio avanzaba. Allí residía la familia, ocupando un piso bajo y un
entresuelo. A derecha e izquierda del pabellón abríanse dos tiendecillas, una
de restaurador, otra de joyero, y dos pacíficos viejos, uno calvo, el otro de
nevado cabello, se dedicaban a la menuda y afiligranada labor de su oficio. En
el fondo del patio se divisaban un diminuto jardín, cuyas matas de rosales,
geranios y mosquetas se metían por las ventanas del piso bajo. Una impresión de
calma y bienestar se apoderó de Armando, embargándole. Una mujer de edad madura
le abrió la puerta, y al oír que preguntaba por el dueño de la casa, le guió a
un salón. Armando no se atrevió a entrar; puso un dedo sobre los labios y
escuchó atentamente.
La familia
Duplay se encontraba reunida allí, y alguien leía en voz alta, con admirable
entonación, versos magníficos. El joven estudiante había reconocido el texto:
era el tierno pasaje de la despedida, en la Berenice , de Racine:
combien ce mot
cruel est affreux quand on aime?
con todas las enamoradas y sentidas
razones que la princesa dice al emperador Tito. Un aire dulce balanceaba las
ramas de los rosales, todavía en flor: su perfume entraba por la ventana
abierta. El hombre que leía representaba unos treinta y cinco años, y era
mediano de estatura, de bien delineadas facciones, de frente espaciosa,
guarnecida de cabellos castaños, de profundo mirar; pulcramente vestido de
chupa y casaca, con manguitos y corbata de fina muselina orlada de encaje. Al
leer, sus ojos se fijaban en una de las muchachas encantadoras que, agrupadas
formando círculo alrededor de su padre, la esposa de Duplay, acababan de soltar
la aguja de hacer tapicería, y con las pupilas nubladas de lágrimas escuchaban
los divinos alejandrinos del poeta. Armando, permanecía en el umbral,
extasiado, sin respirar siquiera, por no hacer el menor ruido, esperando a que
el lector terminase la escena con aquella invectiva tan propia de mujer
apasionada: «¡Ingrato, si antes de morir por tu culpa quiero buscar y dejar un
vengador detrás de mí, en tu corazón mismo he de encontrarlo!»
El llanto de las
lindas niñas, al llegar a este pasaje, corrió ya suelto por las mejillas
frescas, mezclado con la sonrisa de felicitación al que declamaba con tanta
alma y tanta maestría. Sólo entonces se resolvió Armando a avanzar, arrebatado
de entusiasmo poético: él también llevaba en los párpados la humedad de las emociones
bellas, ese efusivo enternecimiento que produce el arte.
Sin explicación
alguna se acercó al lector y le elogió calurosamente, estrechándole la mano.
Nadie mostró extrañeza al verle. Le señalaron un sillón de caoba tallada y rojo
terciopelo de Utrecht, y al explicar que era el recomendado del alcalde de
Saint-Didier la Sauve ,
la mujer de Duplay le alargó la mano.
-Mi marido no
está en casa en este momento, ni quizá vuelva hoy, pero conozco su manera de
pensar. ¡Nos hallamos tan identificados! Sé bien venido, ciudadano, estás entre
amigos. Isabel, mi hija menor, te preparará una habitación arriba, y mientras
no encuentres modo de ganar tu pan, te sentarás a nuestra mesa. ¿No te parece,
Maximiliano? -añadió la excelente señora, volviéndose hacia el lector.
Este aprobó,
inclinando la cabeza con un gesto serio y cortés, lleno de buena voluntad.
Armando sintió que el corazón se le dilataba de alegría. Un calor simpático, la
hospitalidad, la bondad, le salían al encuentro.
-Gracias,
señorita -murmuró dirigiéndose a Isabel, que, al salir para alojarle, le
sonreía de una manera afable y picaresca. Corrigiéndose al punto, añadió:
Los presentes
rieron la rectificación. Otra de las muchachas encendió las bujías de los
candelabros; la estancia aparecía como en fiesta, saludando al nuevo huésped.
Se dirigieron al
comedor. Armando, extenuado por la caminata a pie y en diligencia, hambriento
con el hambre sana de los veintidós años, encontró deliciosa la colación,
sazonada por la franqueza y sencillez de los comensales. La inflada tortilla,
el pastel, las frutas, supiéronle a gloria. Habló poco, pero discretamente, y
el lector, sentado a la derecha de la esposa de Duplay, sostuvo la conversación
interrogándole sobre arte y literatura.
-Pronto -dijo
con benignidad- te mostraré las pinturas de Gerard y de Prudhon. Verás cómo el
pincel eclipsa a la naturaleza...
Acostóse Armando
tan contento, tan embriagado de ventura, que ni dormir conseguía. Aquella
familia ideal, aquel interior afectuoso, cordial, artístico, en que se rendía
culto a la amistad y a la belleza; aquellas criaturas gentiles que le acogían
como hermano... Todo ello sobrepujaba a lo que pudo haber soñado nunca.
Cuando concilió
el sueño, fue un dormir el suyo a la vez ligero y febril, en que el cerebro
repasaba las escenas de la víspera, mejorándolas aún. Se veía a sí mismo en un
valle florido de rosas, cogiendo de la mano a Isabel, guiado por ella y por el
lector hacia un templete de mármol, donde un ara revestida de hiedra sostenía a
un cupido riente, que aproximaba dos antorchas para confundir su llama...
Un estrépito en
la calle le despertó con sobresalto. Era día claro. Saltó del lecho, abrió la
ventana y se puso de bruces en ella. Le inmovilizó el horror.
La faz de una
cabeza cortada, lívida, que llevaban en el hierro de una pica, había venido
casi a tropezar con la cara de Armando. Negra sangre destilaba el cuello;
algunas moscas revoloteaban, porfiadas, alrededor del despojo. Y el grupo,
deteniéndose bajo la ventana, rompió en vítores.
Armando
retrocedió, casi tan pálido como la faz de la cabeza cortada... ¡Acababa de
comprender quién era el lector de Racine, el hombre sensible... el amigo, el
inteligente comensal!...
Tambaleándose,
retrocedió y se dejó caer, medio desmayado, sobre la cama, caliente aún. A la
media hora, recobrando alguna fuerza, capaz de pensar, recogió su hatillo pobre
y salió huyendo de aquella casa maldita. Fue suerte para él; de otra manera, le
hubiesen descabezado también en Termidor.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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