El taller a
aquella hora, las once de la mañana, tenía aspecto alegre y hasta cierta paz
doméstica: limpio aún, barrido, no manchado por las colillas y los fósforos,
los fragmentos de lápiz de color y el barro de las botas, con la alegre luz
solar que entraba por el gran medio punto, acariciaba los muebles y arrancaba
reflejos a los herrajes del bargueño, a los clavos de asterisco de los
fraileros, y a los estofados del manto de la gótica Nuestra Señora. La horrible
careta nipona reía de oreja a oreja, benévolamente, y Kruger, el enorme
y lustroso dogo de Ulm, echado sobre un rebujo de telas de casulla, deliciosas
por sus tonos nacarados que suavizaba el tiempo, dormitaba tranquilo,
reservando sus arrebatos de cariño, expresados con dentelladas y rabotadas,
para la tarde.
Luchaba,
desesperadamente Aurelio Rogel instalado ante el caballete y el lienzo limpio,
con una de esas crisis de desaliento que asaltan al artista en nuestra época
sobresaturada de crítica y recargada con el peso de tantos ideales y tantas
teorías y tantas exigencias de los sentidos gastados y del cerebro antojadizo.
¿Qué pondría en aquella tela rasa y agranitada? ¿A qué expresión responderían
las manchas de los colores que aguardaban en fila, al margen de la bruñida
paleta, como soldados dispuestos a entrar en combate? Sentíase cansado Aurelio
de «academias y estudios»; del eterno dibujar por dibujar, persiguiendo de
cerca a la línea y al contorno, sin saber para qué, con la falta de finalidad
del avaro que atesora, pero que no hace circular la riqueza. Aquella ciencia
del dibujo, en que Aurelio se preciaba de haber vencido y superado a todos sus
compatriotas, tildados de malos dibujantes; aquel dominio de la forma, en tal
momento, le parecería estéril, vano, si no podía servirle para encarnar una
idea. Y la idea la veía surgir como vapor luminoso, flotando ante sus ojos
soñadores, sin lograr que se concretase y definiese; así es que, descorazonado,
no se resolvía a coger el lápiz.
¿Qué iba a
haber? Dentro de un cuarto de hora aparecería el modelo, el eterno modelo; uno
de los eternos modelos, mejor dicho. O el tagarote aguardentoso, velludo y
bestial; o la moza flamenca y zafia, que dejaba en el taller olor a bravía y a
jabón barato; o el mozalbete achulado, afeminado, el pâle voyou; serie
de cuerpos plebeyos y viciosos, cuya vista había llegado a irritar los nervios
de Aurelio hasta el punto de enfurecerle. ¿Dónde estaba la Belleza ?
«La crearé sin
modelo alguno -pensaba; la sacaré de mi mente, de mis aspiraciones, de mi
corazón, de mi sensibilidad artística...»
Pero a la vez
que afirmaba este programa, se daba cuenta, de que no podía realizarlo; que le
sujetaban lazos técnicos, la costumbre idiota de mirar hacia un objeto, la
fidelidad escrupulosa, la impotencia para trasladar al lienzo lo que los ojos
no hubiesen visto y estudiado en realidad.
Así es que,
cuando sonó la campanilla anunciando la llegada del modelo -segura a tales
horas- el pintor sintió un estremecimiento de repugnancia invencible.
Hizo un
movimiento de sorpresa. La persona que llamaba era desconocida, una joven, casi
una niña, representaba quince años a lo sumo. A la interrogación de Aurelio,
respondió la muchacha dando señales de temor y cortedad:
-Vengo... porque
me ha dicho tío Onofre, el Curda..., ¿no sabe usté?, pues que como está
muy malísimo..., y dijo que usté le aguardaba pa retratarle..., le traigo el
recao que no vendrá.
-Eso del
trancazo -declaró la muchacha. En la cama está hace tres días, y paece que le
han molío toos los huesos.
Y como a pesar
de que en apariencia estaba cumplida la misión de la chiquilla, esta no se
quitaba del marco de la puerta, el pintor, compadecido, la apartó diciendo:
Entró la niña
tímidamente, pero sin remilgos ni dificultades, y ya en el taller, miró
alrededor con ojos asombrados, que expresaban el respeto por lo que no se
comprende y un vago susto. De pronto sus pupilas tropezaron con un desnudo de
mujer; el de la mocetona flamenca y zafia, representada en una contorsión de
ménade, sobre el mismo rebujo, de telas antiguas en que Kruger dormitaba
ahora. Y Aurelio, que examinaba a la chiquilla, ya fuera de la penumbra de la
antesala, con esa ojeada del artista que sin querer detalla y desmenuza, se
echó atrás y se fijó lleno de interés. La palidez clorótica de la niña, al
aspecto del «estudio de mujer», se había transformado en el color suave de la
rosa que las floristas llaman «carne doncella», pasando poco a poco, mediante
una gradación bien caracterizada, a tonos cuya belleza recordaba la de las
nubes en las puestas de sol. Como si invisibles ventosas atrajesen la poca
sangre de las venas y las arterias a la piel, subieron las ondas, primero
rosadas y luego de carmín, a las mejillas, a la frente, a las sienes, a toda la
faz de la criatura; y en el pasmo de su inocente mirar, y en la expresión de
indecible sorpresa de su boca, se reveló una belleza interior tan grande, que
Aurelio estuvo a punto de caer de rodillas.
Nada dijo la
niña; nada el pintor tampoco. Sólo cuando la oleada de vergüenza empezó a
descender también, gradualmente, preguntó Aurelio, tímido a su vez:
-Trabajo lo que
puedo -fue la respuesta humilde. Hay mucha necesiá... Si no fuera por los
señoritos que retratan a tío Onofre, no se como saldríamos del apuro. Y ahora,
con la enfermedá...
-Nos vamos a ver
negros. En casa, señorito, no hay una peseta. Como tío Onofre tiene esa mal
costumbre de la bebía... Si no es la bebía, hombre más bueno no se encuentra en
to Madrí. Pero el maldito amílico..., que le tiene corroías las entrañas... Y
como tío Onofre sabe que usté y el otro señorito pintor que vive en el Pasaje
son tan caritativos..., pues me dijo, dice: «Te vas allas, Selma, y que en
igual de retratarme a mí, te retraten a ti por unos días..., porque al fin
ellos lo que quieren es retratar a cualquiera sinfinidá de veces..., y la guita
que te la den por adelantao..., y a ver si nos remedi-amos.»
Contempló
Aurelio al nuevo modelo que se le ofrecía, con la mirada involuntariamente dura
y cruel del chalán y del inteligente en el mercado. Al través de la pobre falda
de zaraza y del roto casaquillo, adivinó las líneas. Eran seguramente
adorables, delicadas y firmes a la vez, con la pureza del capullo cerrado y la
gracia de la juventud, que lo convertirá pronto en flor gallarda, de
incitadora, frescura. La proporción del cuerpo, la redondez del talle, la
elegancia del busto, la gracia de la cabeza, todo prometía un modelo delicioso,
de los que no se encuentran ni pagados. Aurelio se regocijó. ¡Quizá estaba allí
la inspiración de la obra maestra!
Pero cuando iba
a pronunciar el sacramental: «Desnúdate», el recuerdo de la ola de sangre
inundando el rostro, ascendiendo hasta la frente y las sienes, borrando con su
matiz de carmín las facciones, le detuvo, apagando en su garganta el sonido. Se
sintió enrojecer, a su turno; le pareció haber cometido, allá interiormente,
alguna acción vergonzosa. Y acercándose a la niña fue esto lo que le dijo:
-Te retrataré;
pero con la condición de que no te retrate nadie más que yo. ¿Entiendes? pago
doble... No vas a casa de ningún otro señorito. Yo te daré dinero... Ahora hija
mía..., para que te retrate..., te colocarás así..., así..., mirando a esa
figura. ¿Quieres?
Y, mientras las
mejillas de la niña y a sus sienes virginales subía otra vez, ante el impúdico
y vigoroso «estudio» de la
Ménade , la ola de vergüenza, Aurelio, con nerviosa vehemencia
primero, con pulso seguro después, manchaba el lienzo bocetando su cuadro,
«Pudor», que le valió en la
Exposición el primer triunfo, una segunda medalla.
«Blanco y Negro», núm. 483, 1900.
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