De vuelta del viaje, acababa el Verdello
de despachar la cena, regada con abundantes tragos del mejor Avia, cuando
llamaron a la puerta de la cocina y se levantó a abrir la vieja, que, al ver a
su nieto, soltó un chillido de gozo.
En cambio, Verdello,
el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el entrecejo severamente, esperó a
que el muchacho se explicase. ¿Cómo se aparecía así, a tales horas de la noche,
sin haber avisado, sin más ni más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día
festivo, su obligación en Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era
dependiente, para presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada
bueno? ¿Qué cara era aquella, rayo? Y el Verdello, hinchado de cólera su
cuello de toro, iba a interpelar rudamente al chico, si no se interpone la
abuela, besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de guiso de
bacalao con patatas oloroso y todavía caliente.
El muchacho se
sentó a la mesa frente a su padre. Engullía de un modo maquinal, conocíase que
traía hambre, el desfallecimiento físico de la caminata a pie, en un día frío
de enero; al empezar a tragar daba diente con diente, y el castañeteo era más
sonoro contra el vidrio del vaso donde el vino rojeaba. El padre picando una
tagarnina con la uña de luto, dejaba al rapaz reparar sus fuerzas. Que
comiese..., que comiese... Ya llegaría la hora de las preguntas.
No tenía otro
hijo varón; una hija ya talluda se había casado allá en Meirelle, ¡lejos! Este
chico, Leandro, endeble nació y endeble se crió. Al cabo, fruto de una madre
tísica. Para proporcionarles bienestar a la madre y al hijo, el Verdello
trajinaba día y noche por anchas carreteras y senderos impracticables,
ejercitando con ardor su tráfico de arriería, comprando en las bodegas de los
señores cosecheros y revendiendo en figones y tabernas el rico zumo de las
vides avienses. Vino que catase y adquiriese el Verdello, vino era,
¡voto al rayo!, y vino de recibo en color y sabor. No necesitaba el arriero,
para apreciar la calidad del líquido, beber de él; se desdeñaría de hacer tal
cosa. Le bastaba, estando en ayunas, echar dos o tres gotas en la punta de la
lengua, esto para el sabor; y para el color, otras tantas en la manga de la
camisa, arremangada sobre el fornido brazo. Tal mancha, tal calidad. Y allí
quedaban las manchas color de violeta, con armas parlantes de la arriería. El Verdello
podía decir, con solo mirar a las manchas, qué bodegas del Avia daban el vino
más honradamente moro.
¡Buen oficio el
de arriero!¡Buen oficio para el hombre que gasta pelos en el corazón, que de
nada se asusta y se lleva en el cinto sus cuatro docenas de onzas, o, ahora que
no hay onzas, su fajo de billetes de a cien, y como seguro de las onzas y los
billetes, en un bolsillo del chaquetón, el revólver cargado, y en otro, la
navaja, amén de la vara de aguijón con puño y a veces la escopeta de tirar a
las perdices en tiempo de vacaciones! Porque hay sitios de la carretera que se
pueden pasar durmiendo; pero los hay que es poco rezar el Credo, y conviene
estar dispuesto a santiguar a tiros a los bromistas. Ya se habían querido
divertir con Verdello, y un corte de hoz y dos abolladuras de estacazo
tenía en la cabeza; pero llevó que contar el gracioso. Mejor dicho, no lo contó
más que una semana.
Y sólo un Verdello
es capaz de andar siempre atravesando por los caminos, sin parar y aguantando
heladas, lluvias y calores. Así es que no quiso que Leandro siguiera el perro
oficio. El muchacho estaría mejor a la sombra, bajo tejas, abrigado y comiendo
a sus horas. Y así que cumplió los trece años, le colocó en una tienda de
Auriabella, una casa muy decente. Al despedirse del chico con efusión de cariño
brusco y bárbaro, medio a pescozones, el padre le leyó la cartilla: «Aquí se
cumple... Aquí el hombre se porta, y si no, ¡ojo conmigo...! Honradez...
Trabajar... Como te descuides en lo menor, ya puedes prepararte, ¡rayo!»
No hubo
necesidad de desplegar rigor. El principal de Leandro escribía satisfecho. Era
listo el chiquillo, sabía despachar, complacer, y ascendía poco a poco desde la
escoba de barrer la tienda y las cabezas de cardo de alzar el pelo a los paños,
al libro de contabilidad. Con el tiempo vendría a ser el alma de
establecimiento. La mujer del Verdello, devorada por la consunción,
murió tranquila respecto al porvenir de su hijo, viéndole ya, en su fantasía
tendero acomodado, grueso, tranquilo, de levita los domingos y en el bolsillo
del chaleco su buen reloj de oro.
Viudo, sin más
compañía que la vieja, el Verdello, aunque robusto y atlético, no
pensaba en volver a casarse. Que se casase el rapaz, que ya tenía sus
diecinueve años. Alusiones y reticencias del principal habían puesto al padre
en sospechas de que Leandro andaba en pasos algo libres. ¡Cosas de la edad! Que
no le distrajesen de la obligación..., y lo demás no importa... ¿A qué venía el
ceño del patrón, cuando reconocía que el chico no faltaba de su sitio nunca, y
ni el mostrador ni la caja quedaban desamparados ni un minuto? ¿Pues acaso él,
el propio Verdello, si rodaba por mesones y tugurios de ciudades, no
tenía sus desahogos, sin otras consecuencias? ¡Bah! Un hombre es un hombre... y
con más motivo un rapaz.
Sin embargo, al
verle llegar así, a horas impensadas, cabizbajo, desencajado, el padre sintió
allá dentro algo cortante y frío, como el golpe de un puñal. ¿Qué sucedía? ¿Qué
embuchado era aquel, demonio? Y la mirada de sus pupilas fieras se clavaban en
Leandro, queriendo encontrar otras pupilas que rastreaban por el plato,
mientras los blancos dientes seguían castañe-teando o de miedo o de frío...
Acabóse la cena
y salió la abuela a preparar la cama, a rebuscar un jergón y una manta,
proyectando la añadidura de sus refajos colorados, ¡helaba tanto aquella
noche!, y solo ya el padre con el hijo, salió disparada la pregunta:
Como el muchacho
callase, dando mayores señales de abatimiento, el Verdello pateó, y en
un arranque, soltó la bomba.
Con inmensa
angustia, con movimiento infantil, Leandro quiso echarse en brazos de su padre;
pero este le rechazó de un modo instintivo y violento, lanzándole contra la
pared. El muchacho rompió a sollozar, mientras el arriero, entre juramentos y
blasfemias, repetía:
-¡Has robado...,
cochino! Robaste la caja, robaste a tu principal... ¡Para pintureros vicios! Y
ahora lloras... ¡Rayo de Judas! ¡Me...!
Echaba espuma
por la boca, braceaba, cerraba los puños... De repente se aquietó. Para quien
le conociese, era aquella quietud muy mala señal. Callado, derecho en medio de
la cocina, alumbrado por el hediondo quinqué de petróleo y las llamas del
hogar, parecía una grosera estatua de barro pintado, con trágicos rasgos en el
rostro, donde se traslucían los negros pensares. ¡Tener un ladrón en casa!, Él,
el Verdello, había sido toda su vida hombre de bien a carta cabal; su
palabra valía oro, sus tratos no necesitaban papel sellado, ni señal siquiera.
Palabra dicha, palabra cumplida. En las bodegas y las tabernas ya conocían al Verdello.
Traficar y ganar; pero con vergüenza, sin la indecencia de quitar un ochavo a
nadie... ¿Quién se fiaría ya del padre de un ladrón? ¡Rayos! Y con desdén
glacial, como si escupiese un resto de colilla, arrojó al rostro del muchacho
la frase:
No pestañeó el
arriero. Podía pagar. Se quedaba sin economía, pero... ¡Dios delante! Eso, en
comparanza de otras cosas. Mientras echaba sus cuentas, con la mano derecha se
registraba faja y bolsos sin duda requisando el capital que guardaba allí,
fruto de las ventas realizadas en Cebre y en Parmonde... Acabado el registro,
se volvió hacia el muchacho, y señaló a la puerta trasera de la cocina:
¿Fuera? ¿A qué?
No servía replicar. Leandro obedeció. ¡Que bocanada de hielo al entrar en la
corraliza! La noche era de la de órdago: las estrellas competían en brillar en
el cielo, la escarcha en el suelo, y el pilón del lavadero se acaramelaba en la
superficie. El mastín de guarda ladró al divisar a los dos hombres; pero su
fiel memoria afectiva le iluminó al instante, y loco de alegría se arrojó a
Leandro, apoyándole en el pecho las patas. Y cuando padre e hijo pasaron el
portón de la corraliza, el can echó detrás, meneando todavía la cola, brincando
de gozo. Anduvieron por sembrados y maizales cosa de un cuarto de hora, hasta
que el Verdello hizo alto al pie de las tapias de un huerto, derruidas
ellas y abandonado él. Y, empujando al muchacho, le arrimó al tapial y se
colocó enfrente, ya empuñando el revólver.
Leandro se le
desvió con un salto rápido de su instinto animal. Comprendía, y su juventud, la
savia de los veinte años, protestaba sublevándose. ¡No; morir, no! Quiso
correr, huir a campo traviesa. Y aquel temblor de antes, el de los dientes, el
de las manos, descendió a sus piernas flacuchas de mozo enviciado en
mujerzuelas, y le doblegó y le hizo caer postrado, medio de rodillas,
balbuciendo:
El padre se
acercó; vio a la semiclaridad de los astros dos ojos dilatados por el terror,
que imploraban..., e hizo fuego justamente allí, entre los dos ojos, cuya
última mirada de súplica se le quedó presente, imborrable. Cayó el cuerpo boca
abajo, y el golpe sordo y mate contra la tierra endurecida por la helada sonó
extrañamente; el perro exhaló un largo aullido, y el arriero se inclinó; ya no
respiraba aquella mala semilla.
«El Imparcial», 12 febrero 1900.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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