Sin ser filósofo
ni sabio, con sólo la viveza del natural discurso, Pablo Roldán había llegado a
formarse en muchas cuestiones un criterio extraño e independiente; no digo que
superior, porque no pienso que lo sea, pero al menos distinto del de la
generalidad de los mortales. En todo tiempo habían existido estas divergencias
entre el modo de pensar colectivo y el de algunos individuos innovadores o
retrógrados con exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por
adelantarnos como por rezagarnos.
Uno de los
problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y hasta chocante, era
el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir que Pablo Roldán estaba
casado, y con dama tan principal, moza, hermosa y elegante, que se llevaba los
ojos y quizá el corazón de cuantos la veían. Un tesoro así debiera hacer
vigilante a su guardador; pero Pablo Roldán, no sólo alardeaba de confianza
ciega, rayana en descuido, sino que declaraba que la vigilancia le parecía inútil,
porque, no juzgándose «propietario» de su bella mitad, no se creía en el caso
de guardarla como se guarda una viña, un huerto o una caja de valores. «Una
mujer -decía, sonriendo, Pablo- se diferencia de una fruta y de un rollo de
billetes de Banco en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha ocurrido
hacer responsable a la pavía si un ratero la hurta y se la come. La mujer es
capaz y responsable, y vean cómo realmente, pareciendo tan bonachón, soy más
rígido que ustedes, los celosos extremeños. La mujer es responsable,
culpable.., entendámonos: cuando engaña. Claro que la mía, moralmente, no
conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la flor de los imbéciles si, al
acercarme a ella, no comprendiese la impresión que le produzco, si me ama, o le
soy indiferente, o no me puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi
esposa darme cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar, tan
cierto como que me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor-,
consideraré roto el lazo que la sujeta a mí, y no haré al Creador de las almas
la ofensa de violentar un alma esencialmente igual a la mía... Desde el día en
que no me quiera, mi mujer será «interiormente» libre como el aire. Sin embargo
(pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua), le advertiré que
queda obligada a salvar las apariencias, a tener muy en cuenta la exterioridad,
a no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi parte, me creeré en el deber de
seguir amparandola, de escudarla contra el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto
es hablar por hablar; Felicia parece que aún no me ha perdido el cariño... Son
teorías, y ya sabe usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que
las aplica rigurosamente.»
No platicaba así
Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos amigos y hombres de corazón
y de entendimiento; con los demás, creía él que no se debían conferir puntos
tan delicados. Al parecer, el sistema amplio y generoso de Pablo daba
resultados excelentes: el matrimonio vivía unido, respetado, contento. No obstante,
yo, que lo observaba sin cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé a
notar, transcurridos algunos años -poco después de que la mujer de Pablo entró
en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta-, ciertos
síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba a veces triste y meditabundo;
tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia, aunque se rehacía
luego y volvía a su acostumbrada ecuanimidad. En cambio, su mujer demostraba
una alegría y animación exageradas y febriles, y se entregaba más que nunca al
mundo y a las fiestas. Seguían yendo siempre juntos; las buenas costumbres
conyugales no se habían alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la
flor de los imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja, antes
venturosa, algún desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su
contextura íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable;
para mí el matrimonio Roldán se había disuelto.
Por aquel
entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los padres
convidaron a sus relaciones a examinar las «vistas» y ricos regalos que
formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido en admirar un
largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando vi entrar a Pablo Roldán y a
su mujer. Acercáronse a la mesa cargada de preseas magníficas, y la gente,
agolpada, les abrió paso difícilmente. La señora de Roldán se extasió con el
hilo de perlas: ¡qué iguales!, ¡qué gruesas!, ¡qué oriente tan nacarado y tan
puro! Mientras expresaba su admiración hacia la joya, noté... -¿quién
explicaría por qué me fijaba ansiosamente en los movimientos de la mujer de
Pablo?-, noté, digo, que se deslizaba hacia ella, como para compartir su
admiración, Dámaso Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y
despilfarros que por obras de caridad, y hube de ver que sobre el color
avellana del guante de Suecia de la dama relucía un objetito blanco,
inmediatamente trasladado a los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y
sentí el mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme
de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había visto como
yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de mandos de su mujer a manos
de Vargas.
Temí que se
arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se arrojó; no dio la
más leve muestra de cólera o pesadumbre, al contrario, siguió curioseando y
alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando los objetos colocados más
cerca, deteniéndose y obligando a su mujer a que se detuviese y reparase el
mérito de cada uno. Tan despacio procedió a este examen, que la gente fue
retirándose poco a poco, y ya no quedamos en el gabinete sino media docena de
personas. Y cuando me disponía a cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al
descuido, volví a ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de
Medusa, paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin
aliento... Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su
chaleco el hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente bromeando con su
esposa, elogiando un cuadro en el cual logró concentrar toda la atención de los
circunstantes.
Desde el día
siguiente empezó a murmurarse sobre el tema del robo: primero, en voz baja;
después, con escandalosa publicidad. Hubo periódicos que lo insinuaron: el
«tole tole» fue horrible. Las muchas personas distinguidas que habían admirado
las galas de la novia clamaban al Cielo y mostraban, naturalmente, deseo
furioso de que se descubriese al ladrón. Se calumnió a varios inocentes, y el
rencor buscó medios de herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron, por fin,
al saber que el juez -avisado por una delación anónima- acababa de registrar la
casa de Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la
señora de Roldán.
Sólo yo
comprendía la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el siniestro enigma,
sin clave para la propia señora, que no anda lejos de expiar con años de
presidio el delito que no cometió. Y un día que encontré a Pablo y le abrí mi
alma y le confesé mis perplejidades, mis dudas respecto a si debía o no revelar
la verdad, puesto que la conocía, Pablo me respondió, con lágrimas de rabia al
borde de los lagrimales:
-No intervengas.
¡Paso a la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me creí con derecho ni a la
queja; quiso a otro, y únicamente le rogué que no me entregase a la risa del
mundo... ¡Ya sabes cómo atendió a mi ruego... ya lo sabes! Antes que
consiguiese ridiculizarme, la infamé. ¡Los medios fueron malos, pero... se lo
tenía advertido! Si tú eres de los que creen que la venganza pertenece a Dios,
apártate de mí, porque no nos entendemos. Amor, odio, y venganza.... ¿dónde
habrá nada más humano?
Me desvié de
Pablo Roldán y no quiero volver a verle. No sé juzgarle; tan pronto le
compadezco como me inspira horror.
«El Imparcial», 23 abril 1894.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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