Los médicos son
también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y
monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas
de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de
la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás
es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los
interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente
degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia , de acuerdo con la Escritura , afirma que la
iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta
generaciones.
Habituado estaba
el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía
encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su
profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo
corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al
satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había
creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo.
Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de
literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos
desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto
nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa
de despacho!»
Días hay en que
todo cuentista, el más facundo y más fácil, agradecería que le sugiriesen ese
asunto nuevo y bonito. Las nueve décimas partes de las veces, o el asunto no
vale un pitoche y pertenece a lo que el arte desdeña, o cae en nuestra fantasía
sin abrir en ella surco. Tarfe me refirió, al salir de la Filarmónica y
emprender un paseo a pie en dirección al Hipódromo, hacia la vivienda del
doctor, cien bocetos de novela, quizá sugestivos, aunque no me lo pareciesen a
mí. Una tarde muy larga, muy neblirrosada, de fin de primavera, me anunció algo
«rarísimo». La expresión de cortés incredulidad de mi cara debió de picarle,
porque exclamó, después de respirar gozosamente el aire embalsamado por la
florescencia de las acacias:
Insistí, ya algo
intrigado, y Tarfe, que rabiaba por colocar su historia, deteniéndose de trecho
en trecho (costumbre de los que hablan apasionada-mente), me enteró del caso.
-Se trata -dijo-
de un chico de unos trece años, que su madre me llevó a consulta especial
detenidísima. Desde el primer momento, la madre y el hijo fijaron mi atención.
El estado del muchacho era singular: su cuerpo, normalmente constituido y
desarrollado; su cabeza, más bien hermosa, no presentaba señales de enfermedad
alguna; no pude diagnosticar parálisis, atrofia ni degeneración, y, sin
embargo, faltaba en el conjunto de su sistema nervioso fuerza y vida. Próximo a
la crisis de la pubertad, comprendí que al no adquirir su organismo el vigor y
tono de que carecía, era imposible que la soportase. Sus ojos semejaban
vidrios; su tez fina, de chiquillo, se ranciaba ya con tonos de cera; sus
labios no ofrecían rosas, sino violetas pálidas, y sus manos y su piel estaban
frías con exceso; al tocarle me pareció tocar un mármol. La madre, que debe de
haber sido una belleza, y viste de luto, tiene ahora eso que se llama «cara de
Dolorosa», pero de Dolorosa espantada, más aún que triste, porque es el
espanto, el terror profundo, vago y sin límites, lo que expresan su semblante
tan perfecto y sus ojos desquiciados, de ojera mortificada por la alucinación y
el insomnio.
Siendo evidente
que hijo y madre se encontraban bajo el influjo de algo ultrafisiológico, no se
me pudo ocurrir ceñirme a un cuestionario relativo a funciones físicas.
Debidamente reconocido, el muchacho pasó a otra habitación; le dejé ante la
mesita, con provisión de libros y periódicos ilustrados; me encerré con la
madre, y figúrese el gesto que yo pondría cuando aquella señora, de buenas a
primeras, me soltó lo siguiente:
-Si ha de
entender usted el mal que padece esa infeliz criatura, conviene que sepa que es
hijo de un cadáver.
Inmutado al
pronto, tranquilizado después, dirigí la mirada al ropaje de la señora, sonreí
y murmuré:
-No señor; no es
eso; llevo luto por una hermana. Lo que hay, señor doctor, e importa que usted
se fije en ello, es que cuando mi Roberto fue engendrado, su padre había muerto
ya.
La buena crianza
me impidió soltar la risa o alguna palabra impertinente; después, un interés
humano se alzó en mí; conozco bien las modulaciones de la voz con que se
miente, y aquella mujer, de fijo, se engañaba; pero, de fijo también, no
mentía.
-No me cree
usted, doctor... Lo conozco... Yo tampoco «creería» si me lo vienen a contar
antes del suceso... He «creído», porque no me quedó más remedio que «creer»...
-Señora,
perdóneme... -murmure cada vez más extrañado. No me exija usted una credulidad
aparente. Sírvase informarme del origen de su aprensión; necesito comprender de
dónde procede el estado de ánimo de usted, que se relaciona, sin género de
duda, con el estado anormal y la debilidad de su hijo.
-Oigame usted
sin prevenciones; trataré de que usted comprenda... Lo que usted llama mi
aprensión, en hechos se funda -y la señora suspiró hondamente. Mi marido era
negociante en frutas y productos agrícolas; se había dedicado a este tráfico
por necesidad; la oposición de mis padres a nuestra boda nos obligó a buscarnos
la subsistencia; yo salí de mi casa con lo puesto, y Roberto, pobrecillo, ¡el
talento que tenía!, ¡hacía versos preciosos, preciosos!, no encontró otra
manera de evitar que nos muriésemos de hambre... Compraba en los pueblos de la
huerta las cosechas y revendía para el extranjero. Había alquilado una casita,
con jardín, al borde del mar, y allí nos reuníamos siempre que podía; porque,
muy a menudo, las exigencias del negocio le tenían ausente semanas enteras, y
hasta temporadas de quince o veinte días, especialmente a fines de otoño, que
es cuando se activa el tráfico. Eso sí; ya iba ganando mucho, y nos halagaba la
esperanza de llegar a ricos; para ser completamente dichosos nos faltaba sólo
un hijo; eran pasados más de dos años, y el hijo no venía; pero Roberto me
consolaba: «Lo tendrás, lo tendrás... Primero me faltaría a mí la vida y la sangre
de las venas...» Así decía... ¡Cómo me acuerdo de sus palabras!...
La noche
memorable -de esas largas, del principio del invierno- le esperaba yo, porque
me había anunciado su venida, después de una ausencia de casi un mes. Acababa
de realizar una compraventa importante, y escribía muy alegre, porque traería
consigo una bonita cantidad de oro, destinada a otras compras ajustadas ya. Yo
ansiaba verle: nunca fue tan larga nuestra separación; una inquietud, una
desazón inexplicable me agitaban; no sé las vueltas que di por el jardín, el
patio y la casa, a la luz de la luna. Al fin, me rindió el cansancio y me
acosté; era por filo medianoche, y la luna iba declinando. En su carta, mi
Roberto advertía que si no le era posible llegar antes vendría seguramente de
madrugada, y que no nos tomásemos el trabajo de estar en vela ni yo ni los dos
criados que teníamos.
-Tenía llave de
la verja del jardín y de la puerta: nunca necesitaba llamar -declaró la
señora. A la mañana siguiente, después de un sueño de plomo, abrí los ojos, y
noté con extrañeza que no se encontraba a mi lado Roberto. Me levanté aprisa,
deseosa de servirle el desayuno: le llamé; llamé a los criados: nadie le había
visto; ni estaba en la casa ni en el jardín. En las dos puertas, ambas
abiertas, hallábanse puestas las llaves. Entonces, mi desazón de la víspera se
convirtió en una especie de vértigo: el corazón se me salía del pecho; despaché
a los sirvientes en busca de su amo, y cuando se disponían a obedecerme, he
aquí que se me llena la casa de gente de las cercanías, que traía la noticia
fatal. A poca distancia... en la cuneta del camino... con varias puñaladas en
el vientre y pecho...
Aquí la señora
sufrió la aflicción natural; la acudí con éter, que tengo siempre a mano, y
cuando se sosegó un poco, no fue ella quien siguió relatando; fui yo quien
inquirí, con jadeante curiosidad:
-Calma, señora
-murmuré; no nos atropellemos. ¿No pudo el asesino quitarle las llaves y
aprovecharlas para entrar furtivamente en la casa y en el dormitorio?... ¿Usted
le vio la cara a su marido?
-Esa atrocidad
no me la repita usted, doctor, si no quiere que me mate y que mate antes al
niño... -y los ojos desquiciados me lanzaron una chispa de furiosa locura-.
Pues qué, ¿confundiría yo con nadie a mi Roberto? Su voz, sus brazos, ¿se
parecían a los de nadie? ¡No lo dude usted! Era él mismo... era su alma... y
por eso mi hijo no tiene cuerpo..., es decir, no tiene vigor físico, carece de
fuerzas... Es hijo «de un alma»... Eso es, y nada más... Si no lo entiende
usted así, doctor, bien poco alcanza su ciencia... Pero ya que no van ustedes
más allá de la materia, voy a darle a usted una prueba, una prueba indudable,
evidente, para confundir al más escéptico... Mire este retrato, de cuando mi
esposo era niño...
Sacó del pecho
un medallón que encerraba una fotografía; lo besó con transporte, y me lo
entregó. Confieso que di un respingo de sorpresa: veía exactamente el mismo
semblante del niño que, a dos pasos de nosotros, detrás de la cerrada puerta,
se entretenía en hojear ilustraciones...
-No, no es
difícil... Se han dado casos de que hijos de segundas nupcias de la madre
saquen la cara del primer marido. Hay una misteriosa huella del primer hombre
que la mujer conoció, persistente en las entrañas... Pero yo tuve la caridad de
aparentar una fe que científicamente no podía sentir... No quise volver loca
del todo a la infeliz madre, víctima de tan odiosa burla o venganza, o vaya
usted a saber qué. El asesino de Roberto, el ladrón de su dinero, fue el mismo
que completó la obra horrible con el último escarnio... Y en el aturdimiento de
la fuga, se olvidó el cinto de oro; lo dejó allí. ¿Era sólo un bandido? ¿Era un
enemigo que llevó el odio y la afrenta hasta más allá de la tumba? ¿Era un
enamorado de la hermosura de la mujer? Esto no creo fácil averiguarlo ya...
Pero el caso es bonito, ¿eh? Y en él -como casi siempre- la «verdad» sería lo funesto.
Miento dulcemente a la madre, y trato de salvar al hijo de la muerte.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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