Ello ocurrió en una antes floreciente ciudad, cuyas casas se venían
abajo, minadas por el embate de los proyectiles, y donde no quedaba ya, al
parecer, un solo habitante.
Los deberes de mi profesión me habían llevado allí. Yo tenía que
escribir la información para un gran periódico, y procuraba estar a la altura
de mi cargo. Pasaba a través del incendio, no rehuía la metralla, pisaba
alambradas, dormía al raso, con temperaturas de diez o doce grados bajo cero;
comía poco, y detestable; por milagro alcanzaba un sorbo de coñac; pero todo
esto era nada en comparación de la huella que iban marcando en mi ánimo tan
terribles cuadros y tanto estrago y matanza incesantes.
Había llegado a serme indiferente el peligro personal. Porque mi vida,
en tal odisea, pendió de un cabello tantas veces, que llegué a tener opinión
ventajosa de mi valor. Mal o bien, los beligerantes se protegían mutua-mente:
eran la colectividad. Yo era el individuo aislado, tal vez sospechoso, a quien
nadie atendía, y que vagaba, como entonces, solo, en medio de la desolación, la
ruina y el incendio, en una noche rigurosa, por señas la última noche del
año...
El cielo, alto y puro, claveteado de innumerables y límpidas estrellas,
cubría como azul pabellón el espectáculo doloroso de la tierra despedazada por
sus hijos, el gran parricidio del destrozo, consciente y calculado, de un foco
de vida; una colmena ayer zumbadora y destilando mieles de riqueza.
Recorrí las calles; me asomé a las arrancadas puertas; empujé el cancel
de las iglesias, cuyas torres se habían hundido; registré las casuchas... Ni
una voz, ni un resuello, ni un gemido pude sorprender.
Empujado por no sé qué idea, me dirigí hacia unas tapias blancas, que,
semideshechas, se parecían al extremo de un arrabal. No necesité empujar la
verja que las cerraba, porque lienzos enteros de la muralla se encontraban
derribados, descubriendo el interior del recinto. Y los sombríos cipreses, las
lápidas de mármol que blanqueaban, las cruces profanas y partidas, las hileras
de nichos, me dijeron que había dado con el fin de toda grandeza y de toda
desventura, con el acabadero de los afanes, combates y violencias del hombre.
Era el centenario de la ciudad.
Aunque no pareciese natural buscar vida en la mansión de muerte, no sé
explicar por qué se me figuró que no todo estaba muerto allí. Creí escuchar
unas quejas tiernas, dolientes, implorantes. Era el vagido de una criatura
acabada de nacer.
Me precipité hacia donde la queja resonaba, un ángulo del cementerio, bajo
un cobertizo que se alzaba a espaldas de la capilla. Salvada no se sabe por qué
milagro, una lamparita de aceite iluminaba la hornacina de una imagen de San
Miguel. Al pie estaba la criatura.
Y al lado de la criatura, un difunto. No presentaba heridas, no había
arrancado la metralla ninguno de sus miembros; pero casi valdría más que fuese
así. Porque aquel cadáver estaba tan consumido, tan chupado, tan descarnado;
era de tal suerte un andrajo de humanidad, que me aterró su vista. Debía de
haber sucumbido a ese género de muerte que parece descargar un bofetón en la
faz de la sociedad, acusándola de impotencia, de desor-ganización. Debía de
haberse rendido al frío polar y a la inanición lenta. Sí: frío y hambre. Le
miré despacio, aterrado, fascinado por su mismo trágico aspecto. Y al fijarme
bien en él observé que llevaba un cartelito colgado al pescuezo flaquísimo, que
decía: 1917.
¡Era, pues, el año fatal! ¡Era el año calamitoso, el maldito, que venía
a encontrar su postrer morada en aquel cementerio, de truncadas cruces y tapias
rotas!
Y, según eso, el niño... Cruzó el pensar por mi magín, como un
relámpago. El muerto, no cabía duda, era el culpable de tantos sufrimientos,
entre los cuales se contaban los míos propios. Por aquel feo año, escuálido de miseria,
había yo metido los pies en charcos de sangre y escuchado incesantemente
desesperados ayes de agonías. Y le di un puntapié. «¡Vete enhoramala, año de
perdición! ¡Al pudridero, guiñapo!».
Allí estaba el pequeño -seguramente el 1918, también en mal hora
nacido... ¿Qué traería en sus manezuelas, qué prometía su carucha? Mil
desastres, de fijo. No envolvía ningún resplandor su cabecita, cubierta ya de
rubia lanúgine; el pequeño no tenía nimbo. La pacificación no le había
consagrado, envolviéndole en su luz deleitosa.
¡Ah!, seguramente el chico venía a contemplar la obra de su antecesor.
Nada habíamos ganado con que el año 17 cayese en el hondonero de los tiempos
transcurridos y le substituyese un 18. No; nada habíamos ganado. Estábamos en
un tiempo en que los males, en vez de aliviarse, crecían pavorosamente, más
allá de lo que se imagina. Y los trescientos sesenta y cinco días de aquel año
serían otros tantos de mayor dolor, de mayor lucha, de más lágrimas, de
abominación mayor.
La idea se me había clavado en el espíritu. Transcurría la noche, y el
niño guardaba silencio. Su queja no resonaba.
-Parece -pensé- que ha muerto también... Y más valiera...
¡Cuántas veces imaginan esto mismo del incurable enfermo, del viejo
imposibilitado, crueles herederos, impacientes de recoger su parte de botín!
Tratándose de niños, rara vez se formula el impío voto... Si yo lo formulaba,
era que todos los dolores, todas las amarguras de la humanidad se me subían a
la cabeza y envenenaban mi sangre con fermentos de odios vengadores. Me parecía
que alguien me encomendaba el castigo, el providencial castigo a tanta
iniquidad, a tanta locura feroz... Miré a la efigie de San Miguel y vi que, sin
vacilar, traspasaba al Malo con su enérgica lanza... Parecía como si me aconsejase
la acción decisiva. Sin titubear más, me resolví a suprimir un año de la serie
interminable de los que nos imponen su burlón reflorecer cuando nosotros vamos
marchitándonos. Sobreponiéndome al horror que me paralizaba, me acerqué a la
criatura, la levanté con una mano y con la otra rodeé su cuello, apretando
primero con miedo y sin fuerza, después con violencia, mucha más de la
necesaria para consumar el crimen... Ahogué bien pronto sus débiles gritos, y a
la vez extinguí su aliento vital. Amoratado, se puso rígido, y le dejé caer de
mis brazos al suelo...
Y entonces el Malo, arrancándose del pedestal donde lo subyugaba el
Arcángel, volvió hacia mí su semblante irónico y señaló hacia el lugar donde el
niño reposaba antes. Y vi con espanto a otro nene, igual al que yacía inerte a
mis pies. Era el sucesor, y me pareció que el Malo, riendo sardónicamente,
murmuraba:
-¡Peor aún!
Comprendí, y en el silencio de la helada noche, en aquel lugar, triste
por esencia y más impresionante por las huellas de violencia bárbara que en él
se veían, lloré, dejando filtrarse por mis dedos las lágrimas que fluían de mi
acongojado corazón. No era hombre alguno capaz de modificar el curso de la
historia. Como ancho río de países lejanos, corre a su desembocadura, arrastrando
cuanto se le opone. Y a mí me arrastraba también. Y a los demás... Su corriente
se llevaba mundos y cielos, en trágico impulso.
«Blanco y Negro», núm. 1390,
1918
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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