Si
aquella mesa de café tuviese discernimiento, su opinión acerca de la Humanidad sería
amargamente pesimista. Y cuenta que, generalmente, en esos puntos de reunión
donde la gente, tratándose con la mayor confianza, se conoce a mediass y es
de rigor la pose, cada cual hace la rueda del pavo lo más posible; cada cual
alardea de arrogancia, valor, acierto en las profecías, fortuna con las
mujeres, lances en los viajes, uno en los negocios y amistad estrecha con personajes
a quienes ni ha saludado. A veces, el aire sopla del lado opuesto: la
jactancia: se satura de cinismo y se hace gala da, descaros inverosímiles, de
truhanerías y miserias increíbles. Nunca está en el fiel la balanza; nunca la
verdadera naturaleza humana, entretejida de mal y de bien, mediocre casi
siempre en su composición mixta, aparece al descubierto.
En la
consabida mesa dieron en reunirse unos cuantos, gente joven, carne fresca, no
salada aún por la experiencia, inquietada por el hervor y la comezón de la
subida de la savia y propensa a jactarse más allá del límite. No estaban
todavía en sazón de comprender que bajo la capa del sol hay poco inédito,
bueno y malo, y que a lo singular se va mejor por el camino de lo conocido...
Cada uno de ellos suponía sinceramente que sus propias manidas y sosas
travesuras eran hazañas inauditas; y cada uno se reía de los demás con irónico
y ,solapado gesto. Al firi, el que más y el que menos comprendió la necesidad
de algo extraordinario para (¡atroz galicismo!) «epatar» a los otros. Fué
cosa instintiva; la vanidad lanzó la chispa y sopló sobre- la paja de aquellos
espíritus. Era preciso, a toda costa, ver bocas abiertas y oír exclamaciones
enfáticas: «¡No!... Hombre, eso ya... ¡Demontre! ¡Atiza!...»
Yo solía
sentarme a la mesa, entre él círculo de muchachos, ostentando el fuero o la
inferioridad -según se mire- de un decanato indiscutido. Mi madurez empezaba,
y empezaba también a divertirme el, espectáculo de la locura de mis prójimos.
Para exacerbar su amor propio, cifrado ya en diferenciarse del resto de los
mortales, les llevé a la mesa algunas noches a un sujeto que, no por alarde,
sino por ser en él natural, se pasaba la vida realizando estupendas
barbaridades. Ya se zampaba regaladamente un vaso de vidrio, ya se daba una
ducha con manga de riego, ya se tragaba un tenedor, ya se liaba a dentelladas
con un perro de presa o con un gato enrabizado y furioso. El ejemplo de este
Atila de sí mismo, a quien tributábamos ovaciones, acabó de perder a los
comensales. Ansiaron parecer en lo moral lo que él era en lo físico -¡lo
físico no se puede falsificar!-, y resolvieron declararse protervos, amorales
y aun satánicos; poniendo el punto de honra en el toque de la perversidad
refinada y estremecedora.
Creyérase
al pronto que no ofrece dificultad ninguna pasar por un monstruo... ¡Error!
Me convencí entonces de que la gran maldad, como todo lo grande, es patrimonio
de pocos. Hay especialmente cierta aureola de «buen muchacho», de «simpático»,
de «infeliz», que no se pierde a dos por tres; y como ahí lo mortificante era
poseer esa aureola, nos divertíamos en rodear con ella la cabeza de los que más
pretendían la de llamas infernales.
El género
de perversidad que abundó al pronto fué, claro es, la perversi-dad amorosa.
Corralillo, un moreno melado; con ojos de endrina y barba de felpa; Escalante,
un rubio belicoso, de bigotes metálicos y ganchudos, a lo kaiser, se alabaron
de cosas mejores para calladas que para dichas, y las discusiones con tal
motivo enzarzadas adquirieron un tinte asaz grotesco. Excuso añadir que todos
nos picamos de amor propio, dado que la materia era de aquellas en que nadie
quiere quedarse atrás y en que las leyes de la mera honradez y delicadeza
llevan el sello del ridículo.
Tocó
después el turno a otra jactancia de perversidad más de moda: la del crimen...
¿Quién ignora que el crimen ha sido apologizado, rehabilitado, y acabará por
recibir culto si nos descuidamos un poco? El primer comensal que concibió la
luminosa idea de sugerir que había en su pasado un misterio, y en su
conciencia... nada, porque el remordimiento es debilidad, y el porvenir
pertenece a los fuertes..., ése consiguió su fin: nos «epató» por espacio de
una hora de todas veras.
Sólo que
los demás, repuestos de la sorpresa y poseídos de noble emulación, se dieron a
hacer confesiones muy análogas, aunque varias en la forma, y hubo alguno que,
sin andarse con chiquitas, añadió el robo al asesinato. Eran de admirar las
sabias precauciones, la maravillosa destreza con que, al decir de sus autores,
se habían cometido estos crímenes, ignorados completamente. Raffles y El asesinato considerado como una
de las bellas artes dieron mucho juego, salpimentando de elegancia y
literatura los espeluznantes casos.
Siendo el
único que todavía no se alababa de ninguna monstruosidad, me hallaba yo,
preciso es confesarlo, completamente en berlina. Cada noche o cada tarde
anunciaba sensacionales revelaciones, pero llegaba el momento y no estaba
urdida aún la trama de mi iniquidad. No podían seguir así las cosas: una
resolución urgía, y al cabo, de golpe, se me vino a las mientes la atrocidad
con la cual me los metería en el bolsillo a todos.
Impuse
bien en el caso a mi criado, mozo listo, orensano sagaz y de hebra fina, y él
se encargó de buscar un golfillo también despierto que representase
maestramente su papel. Dispuesto ya y prevenido todo, empecé a soltar insinuaciones,
palabrejas, reticencias, y, por último, me franqueé. Un crimen, de una vez,
nada significa; es cosa pasajera. El crimen diario y constante es lo único que
prueba algo y puede enorgullecer. Y crimen diario, de refinado, de sibarita,
que paladea su dosis de crimen, como paladearía un confite de hatchis, la verde droga oriental que nos
arrebata del mundo grosero, idealiza nuestras sensaciones y..., etcétera,
etcétera. En mí veían mis compañeros de mesa al quintaesenciado y nervioso que
no concilia el sueño sin torturar antes a un ser humano. ¡Delicia soberana!
Tener a un semejante nuestro, sujeto, cautivo, amarrado al potro; gozarse en
las contorsiones de su dolor; martirizarle, con arte y elegancia, por supuesto,
y no matarle, eso no, porque entonces se acabaría la fruición exquisita...
No me
creyeron... Les hago esta justicia; no me creyeron. Y entonces, con desdeñoso
aplomo, exclamé:
-Yo no
soy como algunos, que hablan de cosas ocurridas hace tiempo... Puedo, cuando
ustedes quieran, enseñarles mi crimen.
Todos
quisieron, y señalaron aquella misma noche, a la salida del café. Mi tranquila
aquiescencia les hizo trocar miradas de extrañeza; la ironía y la duda se
borraban ya de sus rostros. Fuimos, pues, en pandilla hacia mi casa; nos abrió
prosaicamente el sereno; subimos; Rufino, el criado, nos hizo pasar a la sala.
Le ordené secamente que nos condujese al «gabinete secreto». Afectó vacilar en
obedecer; pero, imperioso, repetí la orden.
El
gabinete secreto se revestía de paños negros (¡cuántas metros de satín de
algodón!), y allí, ligado a una columna de mármol, de las que suelen soportar
busto o florero, estaba el golfillo, pálido (¡cuánta harina!), cubierto de
heridas (¡cuánto almagre!), y flaco, porque lo era, pues el cuitado, tres días
antes, aún recogía colillas y pedía limosna.
-Le he
seccionado delicadamente la lengua para que no chille -advertí a mis
acompañantes. ¡Abre la boca para que lo vean, mártir!
El hueco
negro y vacío lo imitaba un trozo de tafetán pegado a los dientes... La
estancia la alumbraba una luz velada por vidrios rojos... Mis amigos y contertulios
callaban y se daban al codo, tratando de ocultar que no les llegaba la camisa
al cuerpo...
-¿Admiten
ustedes un obsequio? ¿Desean torturarle un poco? -les pregunté con
naturalidad-. ¡Ea, Rufino: calienta las tenazas!... Saca las varillas...
¿Dónde tienes el. aro de pinchos? O si no, estrenaremos el azote chino, el que
acaba en una pelota de alfileres clavados al revés, punta afuera... ¡Amigós,
un goce de artistas, de amorales, de grandes señores del espíritu! Después
beberemos té frío y un kirsch algo mejor que el del café...
-Gracias...
-les oí murmurar en voces temblonas. Hoy no... Otro día vendré... Recuerdo
que me esperan... Vaya, adiós... Precioso; de un refinamiento...
Y
retrocedían hacia la puerta, más descoloridos que la víctima. Se fueron en
tropel... Solté la carcajada más amplia de mi vida toda. Gargantúa se reiría
así...
De allí a
pocos días me enviaron de gobernador a Canarias. Corrieron dos o tres años, y
habiendo vuelto a la Pen ínsula,
me encontré en la estación del ferrocarril con Escalante, el de las maldades
amorosas, del brazo de una muchacha denegrida, angulosa, fea.
-¿Su
última conquista? -le pregunté en un aparte.
-No; mi
mujer... -y adivinando quizá mi pensamiento, añadió: una prima mía; se quedó
huérfana, me dió lástima y me casé...
-Siempre
fué usted una excelente persona -declaré sonriendo.
Y como se
me acercase entonces, llevando mi maleta, un criadito; un chiquillo sano y
fresco, añadí:
-¡Mi
víctima! ¿No se acuerda usted? El torturado, el de la lengua cortada...
¡Lástima no hacerlo! Porque habla el maldito más que un saca-muelas...
Y viendo
el aturdimiento de Escalante:
-Desprécieme
usted... -añadí. Tampoco yo soy un malvado.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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