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martes, 17 de diciembre de 2013

Jactancia

Si aquella mesa de café tuviese dis­cernimiento, su opinión acerca de la Humanidad sería amargamente pesimis­ta. Y cuenta que, generalmente, en esos puntos de reunión donde la gente, tra­tándose con la mayor confianza, se co­noce a mediass y es de rigor la pose, cada cual hace la rueda del pavo lo más posible; cada cual alardea de arro­gancia, valor, acierto en las profecías, fortuna con las mujeres, lances en los viajes, uno en los negocios y amistad estrecha con personajes a quienes ni ha saludado. A veces, el aire sopla del lado opuesto: la jactancia: se satura de cinismo y se hace gala da, descaros inverosímiles, de truhanerías y mise­rias increíbles. Nunca está en el fiel la balanza; nunca la verdadera natura­leza humana, entretejida de mal y de bien, mediocre casi siempre en su com­posición mixta, aparece al descubierto.
En la consabida mesa dieron en re­unirse unos cuantos, gente joven, car­ne fresca, no salada aún por la experiencia, inquietada por el hervor y la comezón de la subida de la savia y propensa a jactarse más allá del lími­te. No estaban todavía en sazón de com­prender que bajo la capa del sol hay poco inédito, bueno y malo, y que a lo singular se va mejor por el camino de lo conocido... Cada uno de ellos su­ponía sinceramente que sus propias manidas y sosas travesuras eran haza­ñas inauditas; y cada uno se reía de los demás con irónico y ,solapado gesto. Al firi, el que más y el que menos com­prendió la necesidad de algo extraor­dinario para (¡atroz galicismo!) «epa­tar» a los otros. Fué cosa instintiva; la vanidad lanzó la chispa y sopló sobre- la paja de aquellos espíritus. Era preciso, a toda costa, ver bocas abiertas y oír exclamaciones enfáticas: «¡No!... Hom­bre, eso ya... ¡Demontre! ¡Atiza!...»
Yo solía sentarme a la mesa, entre él círculo de muchachos, ostentando el fuero o la inferioridad -según se mi­re- de un decanato indiscutido. Mi ma­durez empezaba, y empezaba también a divertirme el, espectáculo de la locura de mis prójimos. Para exacerbar su amor propio, cifrado ya en diferenciar­se del resto de los mortales, les llevé a la mesa algunas noches a un sujeto que, no por alarde, sino por ser en él natural, se pasaba la vida realizando es­tupendas barbaridades. Ya se zampa­ba regaladamente un vaso de vidrio, ya se daba una ducha con manga de riego, ya se tragaba un tenedor, ya se liaba a dentelladas con un perro de presa o con un gato enrabizado y furioso. El ­ejemplo de este Atila de sí mismo, a quien tributábamos ovaciones, acabó de perder a los comensales. Ansiaron pa­recer en lo moral lo que él era en lo físico -¡lo físico no se puede falsifi­car!-, y resolvieron declararse proter­vos, amorales y aun satánicos; ponien­do el punto de honra en el toque de la perversidad refinada y estremecedora.
Creyérase al pronto que no ofrece di­ficultad ninguna pasar por un mons­truo... ¡Error! Me convencí entonces de que la gran maldad, como todo lo grande, es patrimonio de pocos. Hay especialmente cierta aureola de «buen muchacho», de «simpático», de «infe­liz», que no se pierde a dos por tres; y como ahí lo mortificante era poseer esa aureola, nos divertíamos en rodear con ella la cabeza de los que más preten­dían la de llamas infernales.
El género de perversidad que abun­dó al pronto fué, claro es, la perversi-dad amorosa. Corralillo, un moreno me­lado; con ojos de endrina y barba de felpa; Escalante, un rubio belicoso, de bigotes metálicos y ganchudos, a lo kaiser, se alabaron de cosas mejores para calladas que para dichas, y las discusiones con tal motivo enzarzadas adquirieron un tinte asaz grotesco. Ex­cuso añadir que todos nos picamos de amor propio, dado que la materia era de aquellas en que nadie quiere que­darse atrás y en que las leyes de la mera honradez y delicadeza llevan el sello del ridículo.
Tocó después el turno a otra jactan­cia de perversidad más de moda: la del crimen... ¿Quién ignora que el cri­men ha sido apologizado, rehabilitado, y acabará por recibir culto si nos des­cuidamos un poco? El primer comen­sal que concibió la luminosa idea de sugerir que había en su pasado un mis­terio, y en su conciencia... nada, por­que el remordimiento es debilidad, y el porvenir pertenece a los fuertes..., ése consiguió su fin: nos «epató» por espa­cio de una hora de todas veras.
Sólo que los demás, repuestos de la sorpresa y poseídos de noble emula­ción, se dieron a hacer confesiones muy análogas, aunque varias en la forma, y hubo alguno que, sin andarse con chi­quitas, añadió el robo al asesinato. Eran de admirar las sabias precaucio­nes, la maravillosa destreza con que, al decir de sus autores, se habían cometi­do estos crímenes, ignorados completa­mente. Raffles y El asesinato considera­do como una de las bellas artes dieron mucho juego, salpimentando de elegan­cia y literatura los espeluznantes casos.
Siendo el único que todavía no se alababa de ninguna monstruosidad, me hallaba yo, preciso es confesarlo, com­pletamente en berlina. Cada noche o cada tarde anunciaba sensacionales re­velaciones, pero llegaba el momento y no estaba urdida aún la trama de mi iniquidad. No podían seguir así las co­sas: una resolución urgía, y al cabo, de golpe, se me vino a las mientes la atrocidad con la cual me los metería en el bolsillo a todos.
Impuse bien en el caso a mi criado, mozo listo, orensano sagaz y de hebra fina, y él se encargó de buscar un gol­fillo también despierto que representase maestramente su papel. Dispuesto ya y prevenido todo, empecé a soltar insi­nuaciones, palabrejas, reticencias, y, por último, me franqueé. Un crimen, de una vez, nada significa; es cosa pa­sajera. El crimen diario y constante es lo único que prueba algo y puede enor­gullecer. Y crimen diario, de refinado, de sibarita, que paladea su dosis de crimen, como paladearía un confite de hatchis, la verde droga oriental que nos arrebata del mundo grosero, idea­liza nuestras sensaciones y..., etcétera, etcétera. En mí veían mis compañeros de mesa al quintaesenciado y nervioso que no concilia el sueño sin torturar antes a un ser humano. ¡Delicia sobe­rana! Tener a un semejante nuestro, sujeto, cautivo, amarrado al potro; go­zarse en las contorsiones de su dolor; martirizarle, con arte y elegancia, por supuesto, y no matarle, eso no, porque entonces se acabaría la fruición exqui­sita...
No me creyeron... Les hago esta jus­ticia; no me creyeron. Y entonces, con desdeñoso aplomo, exclamé:
-Yo no soy como algunos, que ha­blan de cosas ocurridas hace tiempo... Puedo, cuando ustedes quieran, ense­ñarles mi crimen.
Todos quisieron, y señalaron aquella misma noche, a la salida del café. Mi tranquila aquiescencia les hizo trocar miradas de extrañeza; la ironía y la duda se borraban ya de sus rostros. Fuimos, pues, en pandilla hacia mi ca­sa; nos abrió prosaicamente el sereno; subimos; Rufino, el criado, nos hizo pasar a la sala. Le ordené secamente que nos condujese al «gabinete secre­to». Afectó vacilar en obedecer; pero, imperioso, repetí la orden.
El gabinete secreto se revestía de paños negros (¡cuántas metros de sa­tín de algodón!), y allí, ligado a una columna de mármol, de las que suelen soportar busto o florero, estaba el gol­fillo, pálido (¡cuánta harina!), cubier­to de heridas (¡cuánto almagre!), y flaco, porque lo era, pues el cuitado, tres días antes, aún recogía colillas y pedía limosna.
-Le he seccionado delicadamente la lengua para que no chille -advertí a mis acompañantes. ¡Abre la boca pa­ra que lo vean, mártir!
El hueco negro y vacío lo imitaba un trozo de tafetán pegado a los dientes... La estancia la alumbraba una luz ve­lada por vidrios rojos... Mis amigos y contertulios callaban y se daban al co­do, tratando de ocultar que no les lle­gaba la camisa al cuerpo...
-¿Admiten ustedes un obsequio? ¿Desean torturarle un poco? -les pre­gunté con naturalidad-. ¡Ea, Rufino: calienta las tenazas!... Saca las vari­llas... ¿Dónde tienes el. aro de pinchos? O si no, estrenaremos el azote chino, el que acaba en una pelota de alfileres clavados al revés, punta afuera... ¡Ami­gós, un goce de artistas, de amorales, de grandes señores del espíritu! Des­pués beberemos té frío y un kirsch al­go mejor que el del café...
-Gracias... -les oí murmurar en vo­ces temblonas. Hoy no... Otro día vendré... Recuerdo que me esperan... Vaya, adiós... Precioso; de un refina­miento...
Y retrocedían hacia la puerta, más descoloridos que la víctima. Se fueron en tropel... Solté la carcajada más am­plia de mi vida toda. Gargantúa se rei­ría así...
De allí a pocos días me enviaron de gobernador a Canarias. Corrieron dos o tres años, y habiendo vuelto a la Pen­ínsula, me encontré en la estación del ferrocarril con Escalante, el de las mal­dades amorosas, del brazo de una mu­chacha denegrida, angulosa, fea.
-¿Su última conquista? -le pregun­té en un aparte.
-No; mi mujer... -y adivinando qui­zá mi pensamiento, añadió: una pri­ma mía; se quedó huérfana, me dió lás­tima y me casé...
-Siempre fué usted una excelente persona -declaré sonriendo.
Y como se me acercase entonces, lle­vando mi maleta, un criadito; un chi­quillo sano y fresco, añadí:
-¡Mi víctima! ¿No se acuerda us­ted? El torturado, el de la lengua cor­tada... ¡Lástima no hacerlo! Porque ha­bla el maldito más que un saca-muelas...
Y viendo el aturdimiento de Esca­lante:
-Desprécieme usted... -añadí. Tam­poco yo soy un malvado.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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