Voy a contaros
un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de
recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de
recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo
sombrío, atribuidlo a la fatiga y a las muchas desventuras del que me narró
esta especie de sueño.
Dejó, pues, su
trono y su asiento a la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de
su aspecto bajo forma que no deslumbrase a los ojos mortales y que a veces ni
aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad,
amor y fraternal regocijo. La
Naturaleza parece asociarse a la solemnidad del día: en el
firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de
esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de
aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la
magnificencia de la hora nocturna.
En el polo,
cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese
súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos
abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los
enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia del
espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los
fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en
las heladas estepas.
El primer lugar
donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo de un valle que altas
montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la
mies cuando la tumba la guadaña del regador; pero hombres inmóviles, yertos,
crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia el
cielo resplandeciente de dulce claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin
mirada, una expresión de rabia o de espanto persiste, a despecho de la
muerte... Porque son cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un
campo de batalla.
Jesús,
pensativo, los contempla breves instantes. En los pechos abiertos, las heridas
bermejas parecen bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de
sangre mariposas fúnebres de esa horrible especie llamada Atropos, que lleva
sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen
en la llanura respiran todavía: prestando oído se percibe su ronco estertor
agónico. Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula
lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez a su hijo
entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y
huyendo enloquecido...
Entra en una
ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa
templanza en una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas
entonan cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz
coplas equívocas; las panderetas repican incesantemente, y discordes sonidos de
rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se enzarzan en el aire cual
brujas volando al sábado. La multitud, desparramándose por las calles, se
arremolina ante los cafés atestados, sofocantes de calor; a veces, un grupo se
cuela por la puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos,
algazara, blasfemias y vaho de aguardiente.
Ante una de
estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo
alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda a entrambos; los
provoca, los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja un
vaso a la cara del otro; el vaso se hace pedazos, el hombre se incorpora
chorreando heces de vino mezclado con sangre. Los demás bebedores intervienen,
amontonan al sano, aplacan al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan a los
adversarios a reconciliarse, les incitan a que se abracen riendo; el sano
tiende los brazos con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el
bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja y cae un
hombre con el pulmón partido.
Jesús se desvía,
sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de
rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que revisten densas
alfombras y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra en una
antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia criados de calzón
corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara da acceso a un saloncito
sin muebles, alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del
saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma, aparece un encantador
Belén, un Nacimiento para niños millonarios, obra de arte más que de ingenua
devoción. Al través de los campos y de los oteros imitados con musgo y piedra
pómez, salpicados de palmeritas enanas, y de sicomoros gentiles y diminutos, se
deslizan murmurando riachuelos naturales, que sin duda algún ingenioso
mecanismo hidráulico hace correr. De los montes de piedra pómez, en cuyas cimas
reluciente polvo blanco remeda la nieve, desciende el torrente Cedrón, y del
césped verdadero de los jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos
surtidores. Un lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de
Jerusalén, el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y los apretados
olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la ladera. Los mil pintorescos
detalles de los nacimientos no faltan en éste, sólo que las figuras,
perfectamente modeladas, son muñecos primorosos, y desde el grupo de pastores
que se arrodilla como en éxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballeros en sus
dromedarios, asoman por una garganta salvaje, todo revela la mano del hábil
escultor. El prodigio es la gruta; hecha de cristales de roca menudísimos y
cristalizaciones de amatista, se irisa con múltiples cambiantes al herirlas la
luz del foco eléctrico en forma de estrella, que, suspendido de un hilo de
perlas, oscila a gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entre un asno y un
buey de plata cincelada, la
Virgen , de oro, vela al Niño, de oro y esmalte también, con
la cabecita de madreperla. Para ostentar dignamente aquel grupo, joya de la
orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de Benvenuto Cellini aquellas
efigies en que la riqueza de la materia compite con lo inestimable de la
ejecución, se ha armado, sin género de duda, el Belén suntuoso, y han corrido
los torrentes y las cascaditas bajo las palmeras y los olivos.
Lo extraño era
que no hubiese nadie, nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal
maravilla, nadie para acompañar al Niño Jesús de oro y piedras, a fin de que no
helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos de
amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y sin embargo, el
palacio no debía de estar desierto, sino al contrario, lleno de gente: se
notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios tibios que solo produce el
aliento de muchos hombres y mujeres reunidos para una fiesta. Del fondo de una
galería llegaba a veces prolongado murmullo, las rotas cadencias de una música
alada y sensual, el gorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la
galería, bello jardín de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles
de remotos climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, ciccas y pandanos de
complicada estructura semejantes a pagodas y obeliscos de porcelana verde.
Esparcidas por el jardín se veían las mesas donde cenaban alegres grupos,
mujeres engalanadas, acribilladas de pedrería, hombres que ostentaban sobre la
solapa de raso de su frac grana gardenias ya mustias por el calor. La orquesta
de cuerda, oculta en un quiosco árabe que revestían floridas enredaderas,
acompañaba suavemente el rumor de las conversaciones y de las carcajadas
melodiosas, el ticliteo de las transparentes copas que el champaña orlaba de
espuma, y el levísimo choque de los platos, que la destreza de los criados
amortiguaba lo posible. Era una lujosa cena de Navidad. Jesús retrocedió,
volvió al salón del Nacimiento, donde se vio otra vez en el establo, niño y
solo. El roce de unos pasos sobre el pavimento de incrustaciones de madera se
dejó oír, y una mujer, una jovencilla, de ojos azules, de blanco traje apenas
escotado, penetró en el saloncito, fue derecha al Belén, y envió una tierna
sonrisa al Niño, que contempló despacio con amor. Después, como el que tiene
que ocultar una escapatoria, volvió precipitadamente a la galería, donde tal
vez la echasen de menos. Era la hija del dueño de la casa. El Niño de oro ya no
sentía tanto frío, y Jesús, extendió la mano, bendijo a la doncellita, la única
que se acordaba del Misterio...
Salió del
palacio sin volver atrás la vista, y alejóse del pueblo, de la gran ciudad
corrompida y fangosa, como se había alejado del siniestro y sangriento campo de
batalla. Un cambio repentino en la atmósfera presagiaba temporal; nubarrones
densos y oscuros como plomo corrían por el cielo; ráfagas de cierzo glacial
azotaban los árboles, y se oía el mugir pavoroso del mar rompiéndose contra los
escollos. Jesús se encontró en una aldea de pescadores, mísero grupo de chozas,
colgado a guisa de nido de gaviota en una escotadura de la costa salvaje. A
pesar de la hora, bastante avanzada para gente que suele economizar luz, nadie
duerme en la aldea.
Ábrense de golpe
las puertas de las cabañas, y hombres y mujeres, provistos de faroles
encendidos y de largas pértigas, de bicheros, de cestos y de sacos, se dirigen
en tropel hacia la playa, despreciando el viento que les azota el rostro y la
lluvia que empieza a caer sacudida por las rachas furiosas del huracán.
Imponente aspecto el del Océano: olas gigantescas, con cresta de espuma, se
encrespan descubriendo abismos, y el sulfuroso zigzag de un relámpago alumbra
en el fondo de una sima a una embarcación que corre sin rumbo. Los ribereños
alzan las luces, las hacen brillar, y el barco, que en ellas cree distinguir la
salvación, el puerto amigo, maniobra hacia la costa, y, precipitándose, va a
chocar contra el bajío donde se clava despedazado.
Los náufragos,
que a la luz de otro relámpago habían podido verse sobre el puente, en actitud
de terror y desesperación, se arrojan al agua, asidos a tablas, cogidos a
cuerdas, montados sobre barriles; y luchando con las monstruosas olas, que los
sacuden y zapatean contra el peñascal, nadan desesperadamente para alcanzar la playa,
en que brillan y corren las luces, en que ven agitarse seres humanos. Y
entonces se verifica algo espantoso: los que en la playa esperan a los
náufragos, al verlos llegar moribundos, con las pértigas, con los bicheros, con
remos, con palos, con cuchillos, los rechazan hacia el agua otra vez; pero
antes los despojan de la cintura de cuero en que salvaban oro y papeles de la
cartera que se ataron bajo el sobaco al comprender el peligro, de la ropa, de
cuanto poseen; y por si las olas tardasen en hacer su oficio, aturden a los
infelices de un golpe en la cabeza, y así los arrojan al piélago, inertes ya. Y
danzando de júbilo, gruñendo como canes por el reparto del botín, esperan la
madrugada al pie de los escollos, para recoger los despojos del buque que el
mar escupiría bien pronto, aprovecharse de la feliz albana y celebrar después
con grosero y copioso banquete el día de la Natividad del Señor...
El Redentor ha
huido de la playa, sus ojos están nublados, su alma triste hasta la muerte,
según estaba cuando sudó sangre en Getsemaní. Y su corazón, abrasado de caridad
como nunca, insaciable en amar a los hombres, siente las espinas de la corona
que se le clavan, agudas e invisibles. ¡Para esta raza había nacido en el
establo y había muerto en la cruz!
Entrando en una
de las cabañas que los pescadores dejaron desiertas al salir a su horrible
pesca de náufragos, divisa, en un rincón cerca del fuego, un niño arrodillado.
Al verse tan solo, el rapaz ha tenido miedo, se ha acercado al hogar buscando
abrigo, y reza buscando amparo y protección. Jesús le coge en brazos, le besa,
le acuesta, le pone la mano en los ojos y le deja tranquilamente dormido,
soñando con los ángeles. Y al ascender otra vez al cielo, se lleva Jesús en el
hueco de la mano cuatro perlas: las lágrimas de una madre que buscaba a su hijo
en el campo de batalla; el orar de un hombre que pide le sea perdonado un
agravio; la sonrisa de una doncella, y la oración de un inocente.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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