Oinos.- Perdona, Agathos, la
flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de la inmortalidad.
Agathos.- Nada has dicho,
Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa
de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles que te
sea concedida.
Oinos.- Pero yo imaginé que en
esta existencia todo me sería dado a conocer al mismo tiempo, y que alcanzaría
así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.- ¡Ah, la felicidad no está en el
conocimiento, sino en su adquisición! La beatitud eterna consiste en saber más
y más; pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos.- El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.- Eso (puesto que es el Muy Bienaventurado) debe ser aún la
única cosa desconocida hasta para Él.
Oinos.- Sin embargo, puesto
que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser
conocidas todas las cosas?
Agathos.-¡Contempla las
distancias abismales! Trata de hacer llegar tu mirada a la múltiple perspectiva
de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá, siempre
más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas
paredes de oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos
resplandecientes cuerpos que el mero número parece amalgamar en una unidad?
Oinos.- Claramente
percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.- No hay sueños en el Aidenn,
pero se susurra aquí que la única finalidad de esta infinitud de materia es la
de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar la sed de saber
que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma
misma. Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a
nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del
trono a las estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar de violetas,
pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos de soles triples y tricolores.
Oinos.- Y ahora, Agathos, mientras
avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares de la tierra! No he
comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los procedimientos de
aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación.
¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos.- Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.- ¡Explícate!
Agathos.- Solamente creó en el comienzo.
Las aparentes criaturas que en el universo surgen ahora perpetuamente a la
existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado mediato o indirecto,
no como el resultado directo o inmediato del poder creador divino.
Oinos.- Entre los hombres,
Agathos mío, esta idea sería considerada altamente herética.
Agathos.- Entre los ángeles,
Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.- Alcanzo a comprenderte
hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza o
leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello que tiene
todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción
final de la tierra recuerdo que se habían efectuado afortunados experimentos,
que algunos filósofos denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.- Los casos de que
hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única especie de
creación que hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a la
primera ley.
Oinos.- Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los
cielos, procedentes de los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra
inmediata de la mano del Rey?
Agathos.- Permíteme, Oinos, que
trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo. Bien sabes que, así
como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos resultados.
Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al
hacerlo hacíamos vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración se extendía
indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde
entonces y para siempre era animado por aquel único movimiento de la
mano. Los matemáticos de nuestro globo conocían bien este hecho. Sometieron a
cálculos exactos los efectos producidos por el fluido por impulsos especiales,
hasta que les fue fácil determinar en qué preciso período un impulso de
determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para siempre) en cada
átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad en
determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo
condiciones determinadas. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los
resultados de cualquier impulso dado eran interminables, y que una parte de
dichos resultados podía medirse gracias al análisis algebraico, así como que la
retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis
poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido; que no existían
límites concebibles a su avance y aplicabilidad, salvo en el intelecto de aquel
que lo hacía avanzar o lo aplicaba. Pero en este punto nuestros matemáticos se
detuvieron.
Oinos.- ¿Y por qué,
Agathos, hubieran debido continuar?
Agathos.- Porque había, más allá,
consideraciones del más profundo interés. De lo que sabían era posible deducir
que un ser de una inteligencia infinita, para quien la perfección del
análisis algebraico no guardara secretos, podría seguir sin dificultad cada
impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus remotas
consecuencias en las épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente,
demostrarse que cada uno de estos impulsos dados al aire influyen sobre
cada cosa individual existente en el universo, y ese ser de infinita
inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del
impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las
partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus
modificaciones de las formas antiguas; o, en otras palabras, en sus nuevas
creaciones... hasta que lo encontrara, regresando como un reflejo, después
de haber chocado -pero esta vez sin influir- en el trono de la Divinidad. Y no sólo
podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier época, dado un cierto
resultado (supongamos que se ofreciera a su análisis uno de esos innumerables
cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a
qué impulso original se debía. Este poder de retrogradación en su plenitud y
perfección absolutas, esta facultad de relacionar en cualquier época, cualquier
efecto a cualquier causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad ; pero en sus
restantes y múltiples grados, inferiores a la perfección absoluta, ese mismo
poder es ejercido por todas las huestes de las inteligencias angélicas.
Oinos.- Pero tú hablas tan
sólo de impulsos en el aire.
Agathos.- Al hablar del
aire me refería meramente a la tierra, pero mi afirmación general se refiere a
los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo el
espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.- Entonces, ¿todo
movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos.- Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho
que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo
pensamiento es...
Oinos.- Dios.
Agathos.- Te he hablado,
Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció hace poco, de
impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.
Oinos.- Sí.
Agathos.- Y mientras así
hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el poder físico de
las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos.- ¿Pero por qué lloras,
Agathos... y por qué, por qué tus alas se pliegan mientras nos cernimos sobre
esa hermosa estrella, la más verde y, sin embargo, la más terrible que hemos
encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas...
pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.
Agathos.- ¡Y así es... así
es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las manos
y arrasados los ojos, a los pies de mi amada, la hice nacer con mis frases
apasionadas. ¡Sus brillantes flores son mis más queridos sueños no realizados,
y sus furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío
corazón!
1.011. Poe (Edgar Allan)
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