Paulino Montes, muchacho de posición
excelente -lo que se dice una conveniencia, se enamoró de una artista. Al
menos así la calificaban los periódicoss al publicar su retrato. Artista
lírica, de zarzuela, Candelaria -la Can dela, como la llamaban generalmente,
poseía una voz de grillo acatarrado; pero su cuerpo tenía líneas seductoras. Ni
gruesa -ni flaca; de carnes dulcemen te repartidas sobre armazón de menudos,
bien formados y delicados huesos; de cabellera naturalmente rubia, y tan rica y
sedosa que era un regio manto; de cara inocente y picaresca, en mezcla
original, sugestiva, la Candela triunfaba
siempre que el papel requiriese sólo belleza y donaire. Es preciso reconocer
que Paulino no se engañó a sí mismo; al sentirse ciegamente prendado de la
Candela , ni un instante atribuyó su inclinación a los
méritos artísticos de la muchacha, a su canto ni a sus danzas. Comprendió que
el señuelo era otro, y que si encuentra a Candela de mantón en la calle, o
escoltada de mamá y hermanos en una tertulia, el efecto es exactamente el
mismo. Sin embargo, las tablas fueron cómplices, y aquellos brazos torneados
y aquella admirable mata rubia, y aquellas canillas elegantes, no se
ostentarían en otro lugar como allí, a las luces de bengala y con el atavío
verde claro de «Canal de Isabel II», en una revista hidráulica que embelesó a
todo Madrid.
Paulino era hasta inteligente en
música; no dudó de que el arte nada perdía cuando, arrastrado por estímulos
superiores a su voluntad, propuso a Candela
el matrimonio, tres meses después de gustar con ella conversación entre
bastidores. Los informes adquiridos por el enamorado establecían que la
artista era «una chica decente». En todas partes las hay, y acaso en la escena
escasean menos de lo que supone la; malicia.
Desde luego se estipuló que Candela -ya Candelaria, señora de
Montes- renunciaba al arte, cumpliendo este sacrificio en aras del afecto
conyugal. Nunca hubo sacrificio más gustoso. Candela aborrecía «la lata» de los
ensayos, las rivalidades y chismes de las compañeras, la insolencia -de los
señoritos, las contingencias del pateo, la escasez de dinero, tantas y tantas
miserias de la vida del teatro. Por eso se alegraba de casarse. Iba a tener su
casa, su hogar tranquilo y acolchado, y cuando quisiese, compraría un palco en
la taquilla, y con él, el derecho a reírse de las que seguían saltando y
desafinando para comer.
La luna de miel exaltó el amor de
Paulino. Hay casos de éstos, y no son raros, pero delatan siempre una fuerza
de pasionalidad que puede tomar; peligroso rumbo. La base del entusiasmo de
Paulino -pronto pudo advertirse-eran los celos. Y celos de los malos; es
decir, de los peores, de los que que se fundan en nada concreto y, para mayor
daño, no se circunscriben a lo presente, sino que se extravían en las ya
borradas sendas del pasado, buscando vestigios que desaparecieron.
No dudaba Paulino de la honradez
de su mujer antes del matrimonio, y menos podía sospechar de la actual, puesto
que no se apartaban los esposos un minuto, y cada detalle de la inocente
existencia de Candelaria era visible a los ojos más interesados en fiscalizarlo...
Un espíritu equilibrado gozaría en paz de su dicha, y no se atormentaría a sí
propio con ingeniosa crueldad. Pero esto tienen los celos, calvario del
querer, donde se autocrucifica el sen-tenciado, y jamás hubo verdugo ni sayón
que así se esmerase en hincar hondo los clavos y en estirazar duro las sogas,
como el celoso, esmerándose en refinar el tormento, y en alargarlo, y en
complicarlo para que llegue a todos los nervios y a todas las fibras y a las
últi mas celdillas donde el pensamiento se devana...
¿De qué tenía celos Paulino? A
las horas en que los párpados se cierran, pero el insomnio no suprime la vida
cerebral y psíquica, veía Paulino a su mujer no cual andaba ahora, con atavío
elegante y serio, sino como se presentaba antes en el escenario: con la malla
señalando morbideces, las gasas plegadas orlando de espuma dos columnillas de
vivo alabastro, las gorras y tocados fantásticos acentuando el incitativo melindre
de la cara, las lentejuelas fascinando y espejeando en el torso culebreador.
Alucinado el oído como la vista, Paulino escuchaba el murmurio de la
muchedumbre, más grosero en las localidades altas, más cínico en las bajas, y
fijándose espectador por espectador, sorprendía en las pupilas la chispa
codiciosa, y en los labios péndulos de los vejetes la baba impura, y el guiño
significativo trocado de butaca a butaca, y las palabrillas picantes susurradas
a media voz... ¡Oh, qué realce tan terrible adquirían para el celoso frases,
actitudes, sonrisas, respiraciones! Un veneno sutil se infiltraba en sus
venas, corriendo hasta su corazón gangrenado. Y pensaba, mordiendo su almohada,
mientras Candelaria dormía plácidamente: «¿Cómo no se me ha ocurrido antes que
esto de la honradez es un concepto vano? Honrada, sí... No se ha manchado con
un hombre... Se ha manchado con un teatro entero, con un público renovado sin
cesar. Conmigo, antes de casarnos. Porque yo también estaba allí, y la miraba
como la mirarían otros. Soy un estúpido. Pues qué, ¿lo sentido por mí al salir
ella a escena, vistiendo el traje negro y rojo de La diosa infernal, o luciendo las alas tornasol en Los mariposones, no lo habrían sentido
otros individuos a centenares? ¡Honrada! ¡No hay un trozo así de su piel que no
esté profanado mil veces! »
Y empezó a sollozar y a reír.
Candelaria, solícita, atendía a su marido, presa de continuos ataques
nerviosos. Administraba calmantes, se desvivía, sin sospechar la realidad. No
tardó en conocerla, porque en un acceso Pau lino la insultó y hasta la hirió
con el puño cerrado. El frenesí, en vez de aplacarse, aumentaba en razón
directa de su idealismo; no fundándose en nada positivo y concreto, el mal no
tenía cura.
-¿Qué haré yo para que vivas en
paz? -preguntaba Candelaria sumisamente-. ¿Quieres que nos retiremos al campo,
que me vista de jerga? ¿Quieres que me corte el pelo?
Y él, furioso, respondía:
-¡No seas necia! ¡Lo único que
quiero es que lo que fué no haya sido!...
-¡Ni Dios!... -repetía ella,
dolorosamente, al tropezar con la muralla de lo imposible.
Y escondió el revólver de
Paulino, porque la contracción de la idea suicida empezaba a desfigurarle las
facciones. La vida de los esposos fué entonces de esas vidas que se parecen al
mar: empapadas en amargura continua y agitadas por repentinas rachas de
tormenta destructora. Ni una ni otro presumían qué desenlace pudiese tener el
drama, largo, sin plan, sin desarrollo graduado y artístico -drama verdadero.
Todo lo temían y estaban prontos a la catástrofe. Y he aquí que el Destino
trajo la solución...
Candelaria tenía en la masa de la
sangre la tisis. Dicen que no se hereda, pero ello es que hay familias donde,
sucesivamente, muchos individuos se extinguen del mismo mal. En Candelaria,
las privaciones, la mala alimentación durante la niñez, habían preparado el
terreno; las ansiedades, las penas, desarrollaron ahora el germen. Paulino vió
desmejorarse rápida-mente a su mujer. De aquella plástica adorada y aborrecida
no fué quedando sino una borrosa semblanza. Y lo que dejaba de ser extinguió en
su alma el recuerdo de lo que había sido; los celos cayeron como fláccidas
víboras muertas, y se alzó la compasión, la piedad humana, el arrepentimiento
entrañable...
-¡Candelaria -gimió al pie del
lecho de la moribunda, perdóname! ¡Vive, vive; no te haré sufrir más!
Ella, con una sonrisa de infinita
tristeza, le contempló un momento, y alzando los encajes de su manga enseño
el brazo flaco, consumido, y murmuró:
-¡Si éste fuese como antes..., tú
serías como antes también! ...
Volvió la cara, y Paulino,
poseído de un gran desprecio hacia lo material, si guió arrodillado, mientras
en su espíritu culto, lleno de sentencias y de filosofías, se destacaba la
palabra profunda y grave: «Toda carne es heno...»
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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