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martes, 17 de diciembre de 2013

Heno

Paulino Montes, muchacho de posi­ción excelente -lo que se dice una con­veniencia, se enamoró de una artis­ta. Al menos así la calificaban los pe­riódicoss al publicar su retrato. Artista lírica, de zarzuela, Candelaria -la Can­dela, como la llamaban generalmente, poseía una voz de grillo acatarrado; pero su cuerpo tenía líneas seductoras. Ni gruesa -ni flaca; de carnes dulcemen te repartidas sobre armazón de menu­dos, bien formados y delicados huesos; de cabellera naturalmente rubia, y tan rica y sedosa que era un regio manto; de cara inocente y picaresca, en mez­cla original, sugestiva, la Candela triun­faba siempre que el papel requiriese só­lo belleza y donaire. Es preciso recono­cer que Paulino no se engañó a sí mis­mo; al sentirse ciegamente prendado de la Candela, ni un instante atribuyó su inclinación a los méritos artísticos de la muchacha, a su canto ni a sus danzas. Comprendió que el señuelo era otro, y que si encuentra a Candela de mantón en la calle, o escoltada de ma­má y hermanos en una tertulia, el efec­to es exactamente el mismo. Sin embar­go, las tablas fueron cómplices, y aque­llos brazos torneados y aquella admi­rable mata rubia, y aquellas canillas elegantes, no se ostentarían en otro lu­gar como allí, a las luces de bengala y con el atavío verde claro de «Canal de Isabel II», en una revista hidráulica que embelesó a todo Madrid.
Paulino era hasta inteligente en mú­sica; no dudó de que el arte nada per­día cuando, arrastrado por estímulos superiores a su voluntad, propuso a Candela el matrimonio, tres meses des­pués de gustar con ella conversación entre bastidores. Los informes adquiri­dos por el enamorado establecían que la artista era «una chica decente». En todas partes las hay, y acaso en la esce­na escasean menos de lo que supone la; malicia.
Desde luego se estipuló que Candela -ya Candelaria, señora de Montes- re­nunciaba al arte, cumpliendo este sacri­ficio en aras del afecto conyugal. Nunca hubo sacrificio más gustoso. Candela aborrecía «la lata» de los ensayos, las rivalidades y chismes de las compañe­ras, la insolencia -de los señoritos, las contingencias del pateo, la escasez de dinero, tantas y tantas miserias de la vida del teatro. Por eso se alegraba de casarse. Iba a tener su casa, su hogar tranquilo y acolchado, y cuando quisiese, compraría un palco en la ta­quilla, y con él, el derecho a reírse de las que seguían saltando y desafinando­ para comer.
La luna de miel exaltó el amor de Paulino. Hay casos de éstos, y no son raros, pero delatan siempre una fuer­za de pasionalidad que puede tomar; peligroso rumbo. La base del entusias­mo de Paulino -pronto pudo advertir­se-eran los celos. Y celos de los ma­los; es decir, de los peores, de los que que se fundan en nada concreto y, para mayor daño, no se circunscriben a lo presente, sino que se extravían en las ya borradas sendas del pasado, buscan­do vestigios que desaparecieron.
No dudaba Paulino de la honradez de su mujer antes del matrimonio, y me­nos podía sospechar de la actual, pues­to que no se apartaban los esposos un minuto, y cada detalle de la inocente existencia de Candelaria era visible a los ojos más interesados en fiscalizar­lo... Un espíritu equilibrado gozaría en paz de su dicha, y no se atormentaría a sí propio con ingeniosa crueldad. Pe­ro esto tienen los celos, calvario del querer, donde se autocrucifica el sen-tenciado, y jamás hubo verdugo ni sa­yón que así se esmerase en hincar hondo los clavos y en estirazar duro las so­gas, como el celoso, esmerándose en re­finar el tormento, y en alargarlo, y en complicarlo para que llegue a todos los nervios y a todas las fibras y a las últi mas celdillas donde el pensamiento se devana...
¿De qué tenía celos Paulino? A las horas en que los párpados se cierran, pero el insomnio no suprime la vida ce­rebral y psíquica, veía Paulino a su mu­jer no cual andaba ahora, con atavío elegante y serio, sino como se presenta­ba antes en el escenario: con la malla señalando morbideces, las gasas plega­das orlando de espuma dos columnillas de vivo alabastro, las gorras y tocados fantásticos acentuando el incitativo me­lindre de la cara, las lentejuelas fasci­nando y espejeando en el torso cule­breador. Alucinado el oído como la vis­ta, Paulino escuchaba el murmurio de la muchedumbre, más grosero en las localidades altas, más cínico en las ba­jas, y fijándose espectador por especta­dor, sorprendía en las pupilas la chis­pa codiciosa, y en los labios péndulos de los vejetes la baba impura, y el gui­ño significativo trocado de butaca a bu­taca, y las palabrillas picantes susu­rradas a media voz... ¡Oh, qué realce tan terrible adquirían para el celoso frases, actitudes, sonrisas, respiracio­nes! Un veneno sutil se infiltraba en sus venas, corriendo hasta su corazón gangrenado. Y pensaba, mordiendo su almohada, mientras Candelaria dormía plácidamente: «¿Cómo no se me ha ocurrido antes que esto de la honra­dez es un concepto vano? Honrada, sí... No se ha manchado con un hombre... Se ha manchado con un teatro entero, con un público renovado sin cesar. Con­migo, antes de casarnos. Porque yo también estaba allí, y la miraba como la mirarían otros. Soy un estúpido. Pues qué, ¿lo sentido por mí al salir ella a escena, vistiendo el traje negro y rojo de La diosa infernal, o luciendo las alas tornasol en Los mariposones, no lo habrían sentido otros individuos a centenares? ¡Honrada! ¡No hay un trozo así de su piel que no esté profa­nado mil veces! »
Y empezó a sollozar y a reír. Cande­laria, solícita, atendía a su marido, pre­sa de continuos ataques nerviosos. Ad­ministraba calmantes, se desvivía, sin sospechar la realidad. No tardó en co­nocerla, porque en un acceso Pau lino la insultó y hasta la hirió con el puño cerrado. El frenesí, en vez de aplacarse, aumentaba en razón directa de su idealismo; no fundándose en na­da positivo y concreto, el mal no tenía cura.
-¿Qué haré yo para que vivas en paz? -preguntaba Candelaria sumisa­mente-. ¿Quieres que nos retiremos al campo, que me vista de jerga? ¿Quieres que me corte el pelo?
Y él, furioso, respondía:
-¡No seas necia! ¡Lo único que quiero es que lo que fué no haya sido!...
-¡Ni Dios!... -repetía ella, dolorosa­mente, al tropezar con la muralla de lo imposible.
Y escondió el revólver de Paulino, porque la contracción de la idea suicida empezaba a desfigurarle las facciones. La vida de los esposos fué entonces de esas vidas que se parecen al mar: em­papadas en amargura continua y agita­das por repentinas rachas de tormenta destructora. Ni una ni otro presumían qué desenlace pudiese tener el drama, largo, sin plan, sin desarrollo gradua­do y artístico -drama verdadero. To­do lo temían y estaban prontos a la ca­tástrofe. Y he aquí que el Destino trajo la solución...
Candelaria tenía en la masa de la san­gre la tisis. Dicen que no se hereda, pero ello es que hay familias donde, su­cesivamente, muchos individuos se ex­tinguen del mismo mal. En Candelaria, las privaciones, la mala alimentación durante la niñez, habían preparado el terreno; las ansiedades, las penas, desarrollaron ahora el germen. Paulino vió desmejorarse rápida-mente a su mujer. De aquella plástica adorada y aborrecida no fué quedando sino una borrosa semblanza. Y lo que dejaba de ser extinguió en su alma el recuerdo de lo que había sido; los celos cayeron como fláccidas víboras muertas, y se alzó la compasión, la piedad humana, el arre­pentimiento entrañable...
-¡Candelaria -gimió al pie del lecho de la moribunda, perdóname! ¡Vive, vive; no te haré sufrir más!
Ella, con una sonrisa de infinita tris­teza, le contempló un momento, y al­zando los encajes de su manga enseño el brazo flaco, consumido, y murmuró:
-¡Si éste fuese como antes..., tú se­rías como antes también! ...
Volvió la cara, y Paulino, poseído de un gran desprecio hacia lo material, si guió arrodillado, mientras en su espíri­tu culto, lleno de sentencias y de filoso­fías, se destacaba la palabra profunda y grave: «Toda carne es heno...»

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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