¡Qué
juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón!
Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y
al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra (al fin, la ostra no trabaja), sino
como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga
telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz,
calor solar y entreabiertas flores.
Resuelto
a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y
el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar
a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era
pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban
encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los
años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de
antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no
había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la
existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de
melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un
racional. Es preciso que yo me cusc, que tenga familia y pruebe sus alegrías y
sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho..., tanto como me gusta
Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso.»
Al hacer
estas reflexiones conoció don Zoilo que precisamente la Casildita susodicha era
la que le venía pintiparada, porque su lozana beldad y su sandunga
encantadora le sugerían un remolino de ideas bucólicas y juveniles. Al ver de
cerca a Casildita, a quien solía encontrarse por la escalera, don Zoilo
sentía que toda su malograda mocedad le subía a la cabeza y de allí bajaba al
corazón en olas de sangre. Y como el dinero infunde gran aplomo y arrogancia,
don Zoilo no titubeó, y sin demora subió a casa de la linda viuda, celebrando
con ella una entrevista y descubriéndole llanamente su cristiano y honrado
pensamiento.
Estaba
Casildita, cuando recibió la fulminante declaración del opulento don Zoilo, más
mona aún que de costumbre, porque la sorpresa y la malicia hacían chispear sus
grandes ojos morunos, y avivaban la risa en sus labios, y cavaban los
traviesos hoyuelos en sus mejillas pálidas y frescas como las ho jas de la
magnolía. Jugando con un diminuto perrillo de lanas que parecía una bola de
cardado y crespo aigodón, oyó Casilda las extremosas palabras del vecino, y así
que éste acabó de formular su súplica, la viuda, halagando al gracioso
animalejo por quien se trocaría de muy buena gana don Zoilo, respondió
categóricamente:
-A la
verdad, lo que usted me propone, para penitencia es atroz, y para ganar la
gloria puede que no baste. No me atrevo, vamos, no me atrevo. Si tuviese usted
diez añitos menos, diez añitos... ¡Pero si está usted más gris que las ratas y
más desdentado que un serrucho viejo! Se reirían de nosotro cuando fuésemos
juntos por la calle créalo usted, ¡la gente es tan mala...
Sólo por
eso no le complazco a usted, que por lo demás, es usted persona muy apreciable
y muy digna.
Salió don
Zoilo del cuarto de la viudita desazonadísimo, y al mismo tiempo convencido
de que nunca le había gustado tanto, que se moría por ella, y que todas
aquellas cosas gue había leído que les pasaban a los enamorados furiosos las
sentía él en grado heroico y superfino. «¿De qué sirve el dinero -iba rumiando-
si no sirve para tener, cuando a uno se le antoja y lo necesita, el pelo negro
como la noche y unos dientes que deslumbren de blancos?» Y de pronto, como al
que va a ahogarse se le ocurre asirse de un clavo muy delgadillo, ocurriósele a
don Zoilo que con «guano» se compran también dientes y pelo.
A escape,
el mejor dentista de Madrid (por supuesto, norteamericano) se encargó de
amueblar espléndidamente el tenebroso antro de la boca de don Zoilo con una
doble fila de mondados piñones, iguales, relucientes y parejos. Llegó después
la vez al peluquero (francés, quién lo duda), y, valiéndose de una serie de
botecillos de cristal y hasta media docena de cepillos y brochas, hizo pasar
la cabellera de don Zoilo del gris amarillento al castaño oscuro, y del castaño
oscuro a un negro de carbón, profundo, casi puedo decir que insolente. La misma
prolija operación, realizada con la barba, arrancó a don Zoilo una exclamación
de pueril regocijo, porque el mágico licor de los empecatados botes le había
aliviado del peso de veinte años lo menos, dejándole el rostro encerrado en un
marco que afrentaba a la endrina y al ala del cuervo también.
A
contemplar la restauración vino el ortopédico con una faja-corsé, firme represión
de abdomen y derechura del espinazo, y el sastre y el ayuda de cámara
coronaron la obra, ataviando, perfilando, atusando y componiendo a don Zoilo,
dejándole hecho un petimetre, según los últimos decretos de la moda. Remozado
así, perfumado, con un capullo en el ojal y radiante de esperanza, don Zoilo
subió otra vez las escaleras, y sin que le anunciase nadie, cayó como una
bomba en el coquetón gabinete de Casildita. Era tal su arrebato, tan grande la
turbación que el instante aquél le producía, que sólo acertó a murmurar, en
entrecortadas frases, una nueva declaración más apasionada, más vehemente que
la anterior, y a repetir la proposición de casamiento, entre protestas de
exaltada ternura. Casildita le oía y contemplaba con evidente asombro, y
callaba, aguardando a que acabase su relación el galán.
Así que
éste hizo un compás de espera, tal vez por necesidad de respirar, la viuda,
abarquillando las orejas rizosas y suaves del perrito, y con un sonreír que era
el abrirse de una rosa en una mañana de mayo, pronunció con ingenua picardía:
-El caso
es que no puedo complacerle en lo que me pide, y bien lo deploro.
-¿Por
qué? -articuló don Zoilo, con anhelo infinito.
-Porque
hará cosa de quince días estuvo aquí con la misma pretensión su señor papá,
empeñado en pedir mi mano..., y después de dar calabazas a una persona más
respetable que usted, no es cosa de decirle a usted que «sí».
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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