Translate

martes, 17 de diciembre de 2013

Implacable cronos

¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descan­so y recreo, sin un minuto que perte­neciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra (al fin, la ostra no trabaja), sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entre­abiertas flores.
Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se en­contró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado mia­ja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede que­dar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me cusc, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho..., tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso.»
Al hacer estas reflexiones conoció don Zoilo que precisamente la Casildita susodicha era la que le venía pintipa­rada, porque su lozana beldad y su san­dunga encantadora le sugerían un re­molino de ideas bucólicas y juveniles. Al ver de cerca a Casildita, a quien sol­ía encontrarse por la escalera, don Zoi­lo sentía que toda su malograda mocedad le subía a la cabeza y de allí bajaba al corazón en olas de sangre. Y como el dinero infunde gran aplomo y arro­gancia, don Zoilo no titubeó, y sin de­mora subió a casa de la linda viuda, celebrando con ella una entrevista y descubriéndole llanamente su cristiano y honrado pensamiento.
Estaba Casildita, cuando recibió la fulminante declaración del opulento don Zoilo, más mona aún que de cos­tumbre, porque la sorpresa y la malicia hacían chispear sus grandes ojos moru­nos, y avivaban la risa en sus labios, y cavaban los traviesos hoyuelos en sus mejillas pálidas y frescas como las ho jas de la magnolía. Jugando con un diminuto perrillo de lanas que parecía una bola de cardado y crespo aigodón, oyó Casilda las extremosas palabras del vecino, y así que éste acabó de formu­lar su súplica, la viuda, halagando al gracioso animalejo por quien se tro­caría de muy buena gana don Zoilo, respondió categóricamente:
-A la verdad, lo que usted me pro­pone, para penitencia es atroz, y para ganar la gloria puede que no baste. No me atrevo, vamos, no me atrevo. Si tu­viese usted diez añitos menos, diez añi­tos... ¡Pero si está usted más gris que las ratas y más desdentado que un se­rrucho viejo! Se reirían de nosotro cuando fuésemos juntos por la calle créalo usted, ¡la gente es tan mala...
Sólo por eso no le complazco a usted, que por lo demás, es usted persona muy apreciable y muy digna.
Salió don Zoilo del cuarto de la viu­dita desazonadísimo, y al mismo tiem­po convencido de que nunca le había gustado tanto, que se moría por ella, y que todas aquellas cosas gue había leí­do que les pasaban a los enamorados furiosos las sentía él en grado heroico y superfino. «¿De qué sirve el dinero -iba rumiando- si no sirve para tener, cuando a uno se le antoja y lo necesita, el pelo negro como la noche y unos dientes que deslumbren de blancos?» Y de pronto, como al que va a ahogarse se le ocurre asirse de un clavo muy delgadillo, ocurriósele a don Zoilo que con «guano» se compran también dien­tes y pelo.
A escape, el mejor dentista de Ma­drid (por supuesto, norteamericano) se encargó de amueblar espléndidamente el tenebroso antro de la boca de don Zoilo con una doble fila de mondados piñones, iguales, relucientes y parejos. Llegó después la vez al peluquero (francés, quién lo duda), y, valiéndose de una serie de botecillos de cristal y hasta media docena de cepillos y bro­chas, hizo pasar la cabellera de don Zoilo del gris amarillento al castaño oscuro, y del castaño oscuro a un negro de carbón, profundo, casi puedo decir que insolente. La misma prolija ope­ración, realizada con la barba, arrancó a don Zoilo una exclamación de pueril regocijo, porque el mágico licor de los empecatados botes le había aliviado del peso de veinte años lo menos, de­jándole el rostro encerrado en un mar­co que afrentaba a la endrina y al ala del cuervo también.
A contemplar la restauración vino el ortopédico con una faja-corsé, firme re­presión de abdomen y derechura del espinazo, y el sastre y el ayuda de cá­mara coronaron la obra, ataviando, per­filando, atusando y componiendo a don Zoilo, dejándole hecho un petimetre, se­gún los últimos decretos de la moda. Remozado así, perfumado, con un ca­pullo en el ojal y radiante de esperan­za, don Zoilo subió otra vez las esca­leras, y sin que le anunciase nadie, ca­yó como una bomba en el coquetón gabinete de Casildita. Era tal su arre­bato, tan grande la turbación que el instante aquél le producía, que sólo acertó a murmurar, en entrecortadas frases, una nueva declaración más apa­sionada, más vehemente que la ante­rior, y a repetir la proposición de casa­miento, entre protestas de exaltada ter­nura. Casildita le oía y contemplaba con evidente asombro, y callaba, aguar­dando a que acabase su relación el ga­lán.
Así que éste hizo un compás de espera, tal vez por necesidad de respi­rar, la viuda, abarquillando las orejas rizosas y suaves del perrito, y con un sonreír que era el abrirse de una rosa en una mañana de mayo, pronunció con ingenua picardía:
-El caso es que no puedo compla­cerle en lo que me pide, y bien lo de­ploro.
-¿Por qué? -articuló don Zoilo, con anhelo infinito.
-Porque hará cosa de quince días estuvo aquí con la misma pretensión su señor papá, empeñado en pedir mi ma­no..., y después de dar calabazas a una persona más respetable que usted, no es cosa de decirle a usted que «sí».

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario