El deber de Cleto Páramo en Madrid era estudiar Derecho. Para eso, y no
para otra cosa, le había enviado a la
Corte , con el subsidio de cuatro pesetas diarias, su tío el
señor cura de Villafán. Si hemos de ser enteramente francos, el cura hubiese
preferido verle ingresar en el Seminario de la diócesis, tenerle allí bajo el
ala, cuidar de su alma y de su ropa interior y hacer de él un misacantano.
¡Porque ese Madrid! ¡Esa perdición! ¡Lo que allí hará un muchacho suelto! ¡Y
cuando vuelva al lugar, qué va a traer sino las camisas y los calzoncillos en
un puro jirón y en la conciencia un cargamento de pecados mortales! Pero, así y
todo...
El pero, en este caso
especial, era el talento que a Cleto Páramo le había otorgado la Providencia ,
dispensadora de gracias, virtudes y dones que no nos merecemos los mortales. De
mozos como Cleto se puede esperar todo, y todo lo esperaba, efectivamente, el
cura. No cabe limitar el porvenir de quien descubre tales disposiciones, y no
sería el primero ni el segundo que llegase, andando el tiempo, a ocupar los
puestos más altos. La situación de España cuando Cleto levantó el vuelo era
para fomentar los ensueños de la ambición. Acababa de estallar la revolución
que derrocó la dinastía; un hervidero de ideales, de aspiraciones, de codicias,
de apetitos, una mezcla de fuego y barro vil, como en los volcanes, se
derramaba bullendo; oíanse nombres nuevos; el arte y las letras iban a
transformarse. Todo esto, confusamente y a través de su anticuado criterio, lo
percibía el señor cura y le estimulaba a sacrificarse por el sobrino,
predestinado a la gloria, al poder..., quién sabe si a las dos cosas a un
tiempo. Teníase el señor cura por un porro, pues no sabía más que cumplir
oscuramente sus funciones sacerdotales y comer sopas de ajo, a fin de que no le
faltase al estudiante la mesada; pero tocante al chico... ¡ya se vería, ya, si
era o no palo de obra!
En Villafán se aceptó el augurio. Cleto sería el que les sacase de
penas, allá para dentro de ocho o diez años; el que les arreglase lo del cauce
del río para prevenir inundaciones; lo de la carretera para ir a la capital; lo
de los montes y dehesas que pleiteaban con sus vecinos de Baltanés; el que
concediese unos miles de duros con que reparar la iglesia, rayada de grietas y
amenazando ruina inminente, y el que, cubriéndose de gloria, hiciese resonar el
nombre de Villafán hasta los últimos confines del mundo.
-Es mucho cuento el estudiante... No hay cosa que se le resista; aquella
cabeza es pa tó... -repetían
las comadres, al salir de misa, babándose de gusto.
Y el cura recalcaba:
-Un cabezón... Un talento que no le cabe en él.
En efecto, Cleto mostraba aptitudes generales. Lo mismo improvisaba un
discursito para brindar a los postres el día de la Santa Patrona , la Virgen de la Mimbralera , que
enjaretaba un remitido para El Escucha,
de Segorbe, o se soltaba con unas décimas sonoras para celebrar el garbo de una
muchacha bonita. Tenía además muy buena sombra, y a las chicas las hacía
desternillarse imitando voces, posturas y defectos; la cojera del alcalde, los
gangueos del alguacil, la tos de señá Rosa la hojalatera, y especialmente el
canto del gallo y el ladrido de los perros. Tales chocarrerías las reservaba
para las paletas; que en Madrid picaba más alto el estudiante. Como que, en
perjuicio de las asignaturas, habían formado él y otros un Liceo o cosa así, y
alquilado a escote un local, donde, sin pararse en barras, interpretaban las
obras más sublimes del repertorio antiguo y moderno. Nuestro rumbo en la vida
pende de circunstancias insignificantes: Cleto, entre las múltiples direcciones
que podía seguir, prefirió la escena, porque cierta guapísima cursi, hija de un
empleado de Gracia y Justicia, se prestó a ser su Doña Inés en la perpetración
de un Tenorio, del cual, a
causa de los panteones, estatuas y demás zarandajas, sólo se hicieron los
primeros actos. Con todo eso, Cleto no disponía de un instante; andaba siempre
de cabeza, sacaba suspenso, lo ocultaba..., y así, mientras él se divertía,
llegó la hora en que Dios llamó a su seno al cura de Villafán, que murió
desconsolado porque no dejaba bienes para costear la carrera a la futura
eminencia, y acaso al morir se llevaba a la sepultura la salvación y los
destinos del pueblo.
Cleto se vio de la noche a la mañana sin recurso alguno, abandonado a su
suerte en Madrid. ¿Qué hacer? ¿Volverse a Villafán? ¡Si no tenía allí hacienda,
ni quien le amparase! Le meterían a arar con las mulas..., y él ya no servía
para eso. ¿Buscar una colocación en la
Corte ? ¿Y cuál? ¿Le admitirían en un periódico? ¡Ah! No es lo
mismo trabajar en la prensa de combate que enviar remitidos al Escucha... ¿Sus versos? Un editor se
le había reído en la cara. ¿Sus discursitos a los postres? ¿Pues si en Madrid
se ganase dinero perorando, ¡qué de millonarios habría! Y Cleto, dándose una
palmada en la frente, se decidió a presentarse a Rafael Calvo, para ingresar en
la compañía con cinco o seis duros diarios de sueldo. ¿Cómo no se le había
ocurrido antes? ¡Allí tenía seguro el pan, y a corto plazo la fama, los
triunfos!
¡Maldad humana! Aquel envidioso de Calvo, olfateando un rival terrible,
echó por tierra las esperanzas de Cleto.
-No sirve usted; carece usted de condiciones; no hará usted nada por ese
camino; en interés suyo le digo la verdad.
Y no fue lo peor que el ilustre «don Álvaro» le rechazase con tal
rudeza, sino que armase la intriga de vastas ramificaciones, la solapada
conspiración, por la cual en los demás teatros se encontró también con cara de
palo. A no mediar intriga, ¿cómo se explicaba el fenómeno? Calvo le minaba el
terreno, le excluía: para no verlo era preciso no tener ojos. Exasperado,
afanoso de desbaratar la inicua trama, Cleto, mientras iba viviendo de milagro,
empeñando ropa, procuraba reunirse con actores, colarse entre bastidores,
arrimarse al teatro, su vocación -ya no le cabía duda. Al principio le
toleraron; después empezaron a mirarle como de casa, un apéndice, una verruga,
algo que no servía para nada, y de que no se podía prescindir. Finalmente les infundió
lástima; le cobraron afición; le emplearon en recados, en transcripción de
papeles, en rebusca de accesorios; le impidieron literalmente morirse de
hambre. En el café, antes y después de los ensayos, pagaba en la moneda que
poseía la chuleta a que le convidaban los actores, sacando a relucir las
gracias con que antaño hizo descuajarse de risa a los paletos de Villafán. Y al
principiar los ensayos de un drama donde un perro tenía que ladrar
oportunamente, el segundo galán dijo a Cleto:
-Hombre, usted que ladra tan bien, ¿por qué no se encarga de esa parte?
Las mejillas de Cleto se enrojecieron; una indignación asfixiante le
cortó el resuello y le obligó a abrir la boca de a palmo. ¡Un papel de can!
¡Eso le ofrecían! ¡Paraban en eso tantas ilusiones! Mas como al mismo tiempo le
caerían unas cuantas pesetas por noche, y él las necesitaba como las flores el
riego, a las dos horas, entre resignado, irónico y humorista, se avino a ladrar
todo cuanto fuese preciso. Y ladró con tal realismo, con tal furia, que el
público palmoteaba, tomándole por verdadero amaestrado chucho. No tardó en
estrenarse un sainete donde un asno rebuznaba, acompañando y parodiando la
endecha de un enamorado ridículo: Cleto fue contratado también para la romanza
del jumento. El cocido estaba seguro: Cleto era un incomparable animal;
llamábanle de otros teatros: en su reputación se extendía; la especialidad no
tenía competidor. No obstante, al situarse oculto por las bambalinas para
desempeñar sus papeles, al ver pasar los primeros actores, de levita o trusa; a
las actrices con sus galas, Cleto, con escozor en los ojos y una punzada aguda
en el corazón, murmuraba dentro de sí: «¡Cosas del mundo! ¡La cochina suerte y
las condenadas intenciones! ¡Bien les viene que no les haga sombra!».
No por eso dejaba de recoger con fruición el aplauso estruendoso,
infalible, cuando cacareaba y rebuznaba, y más aún si hacía el loro. Éste ya
era verdadero éxito de actor. Se hablaba de él en los periódicos, en los
corrillos; se esperaba con impaciencia la frasecilla que el loro iba a
pronunciar, ronca y burlona, toda erizada de erres mates, a la francesa. Los saineteros escribían papeles de
loro para Cleto, y él abrigaba la convicción de que algunas piezas en peligro
las había salvado el loro.
Cierta noche de marzo, después de uno de estos salvamentos, salía Cleto
del teatro, subiéndose la capa, porque hacía frío. Una mano le tocó en el
hombro; unos brazos se tendieron, y reconoció a Pascual Bailón, el hijo menor
del albéitar de Villafán, su antiguo compañero de bromas y parrandas juveniles.
-¡Ay hijo, creí que me perdía de reír cuando supe que eras tú el lorito!
-exclamó el muy bárbaro. ¡Anda, y decían en el pueblo que ibas para diputado y
estás haciendo de pajarraco! Cuenta, cuenta como ha sido esto...
Desprendiéndose con un bufido y un empujón, Cleto siguió adelante. No
podía contestar. Se ahogaba. ¿Pues no sentía pujos de echarse a llorar, lo
mismo que una criatura?
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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