Mientras sus
amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de
hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo,
experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así,
guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y
caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia
aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.
La culpa de
semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a
consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes... Señores y criados se
veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de
Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido
de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de
una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y
reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el
monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se
eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso,
los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de
humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina
gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles.
Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.
-¿Qué es eso?
Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a
las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a
Proenza?
-Si estás
derreado, no servirás para guardarla -respondía la mayorazga alegremente.
Bueno, no te apures. No anda gente mala en estas parroquias.
-Cacareos de
comadres -intervenía don Cipriano. ¡Y si andan, que vengan! Se les hará un
bonito recibimiento. Tres criados, el capellán, cuando vuelva, y yo; total,
cinco hombres; armas cargadas de sobra... Llevarían que rascar.
-¡Cinco hombres!
Y luego, ¿María Lorenza y yo íbamos a quedarnos sentadas o a fecharnos en el
desván?
A lo cual, María
Lorenza, mozallona fornida, que así barría y guisaba como ensillaba la yegua de
su señor, exclamaba briosa:
Carmelo agachaba
la cabeza. ¡Cinco hombres! A él no le contaban, y era natural. No es hombre un
abuelo que ni tiene pulso para meter una llave por el agujero de una cerraja.
Ya no se oían
los cascabeles de la borrica, el golpeteo sonoro de las herraduras sobre el
pedregal, y en el alma del viejo pesaba la impresión honda de la amplia soledad
del campo, sumido en la paz silenciosa, absoluta, del domingo. La naturaleza
estaba vacía y solemnemente muda; ni un soplo de aire agitaba las hojas; el
mismo regato, tan cantador y vivo, los pardillos y gorriones inquietos,
dijérase que callaban y se adormían inmóviles. Allá, a lo lejos, un jirón de
niebla, deshilachado suavemente por el sol, flotaba, engarzándose en los riscos
de Penamoura. La mirada turbia de Carmelo se fijó en la enhiesta cumbre, y un
recuerdo pueril le trajo una asociación de ideas apropiada a su estado de
ánimo. «Ahí, en Penamoura, cuentan que enterraron los moros un tesoro muy
grandísimo», había pensado el viejo; y este pensar le refrescó el otro, origen
principal de sus terrones; el «secreto», la arquilla repleta de ricas onzas
portuguesas y castellanas que, ayudado por él, Carmelo, había ocultado el señor
de Valdelor en el escondrijo que únicamente los dos conocían... ¿Por qué
misteriosos conductos se esparció la noticia del caso? Don Cipriano no lo dijo
ni a su hija, y Carmelo..., ni se lo dijera al confesor, así fuese pecado
mortal. Ello corrido andaba por el país; que en Valdelor existían onzas, un
montón de oro, encanfurnado en un rincón que sólo el amo y el mayordomo sabían,
los muy zorros, ladinos... La propia furia de Carmelo cuando los aldeanos
aludían al secreto de las onzas, era delatora, era imprudente. Y Carmelo creía
que la oculta arquilla hablaba, gritaba, hacía señales, despertando codicias y
atrayendo a los malhechores. Por eso no dormía; Por eso le temblequeaban las
enclenques piernas, al quedarse abandonado en aquel pazo de carcomidas puertas
y tapia desportillada, llena de boquetes. ¡Las onzas! Al olor de las onzas, la
gente mala no podía menos de acudir. Y él, ¿cómo las defendía? ¿Era él capaz de
defender algo?
Para distraer el
temor, dirigióse a la cocina, a cuidar del puchero. Recebó el fuego del hogar
con leña menuda, y destapó y espumó la olla, lentamente. El glu-glu del pote
colgado le interesó, y lo revolvió con un cucharón largo, profundo. Sus pasos
levantaban eco en la vasta cocina desierta. Hasta los canes, a hora semejante,
andarían correteando por los sembrados; su oficio era vigilar de noche... De
pronto se oyó un pitido de averío que se azora, y unos pollos se refugiaron en
la cocina, a trancos grotescos. Carmelo, que dialogaba con los bichos, preguntó
en alta voz, sin volverse:
Detrás de la
cáfila de pollos venían cinco figurones, de cara cubierta por negros pañuelos
que el sombrero ancho sujetaba, y en que dos tijeretazos habían recortado el
hueco de los ojos. La partida se echó sobre Carmelo y le sujetó. No le ataron.
¿Para qué? Y el capitán se le acercó, hablándole con buen modo, en voz
cambiada, de máscara aguardentosa.
-Señor Carmelo,
no hay mientes de hacerle mal. Muéstrenos ónden paran las onzas, y nos vamos
por onde hemos venido.
El viejo
respiraba congojosamente. Se oía el choque de sus dientes amarillos. Sus ojos
espantados se desviaban de las horribles caras de sombra. Ni acertaba a
contestar: no revolvía la lengua.
-¿A ver si tenía
yo razón, maldita mi suerte? -vociferó otro de los enmas-carados. Por bien no
le sacaremos ni esto. A preguntar de otro modo: ¡hala!
-Cante la
verdad, señor Carmelo -insistió el jefe. Este asunto se ha de despabilar
pronto; antes que vuelva de misa la demás familia. Sabemos que está escondido
mucho dinero en la casa. ¿Onde? Apriesa, que le conviene.
Arrastraron
fácilmente al anciano hacia el fuego que acababa de recebar, y que ardía
restallando, enrojeciendo la oscura panza del pote y las trébedes en que
descansaban las ollas. Desviaron las más próximas, y arrodillando a Carmelo de
un empujón, le apoyaron ambas manos en la brasa. Un alarido de salvaje dolor
subió al cielo.
Le enderezaron,
le echaron agua por la faz cérea y contraída -estaba desvanecido-, y al verle
entreabrir los párpados, porfiaron con duro tono. El viejo movía la cabeza,
diciendo que no, y que no, débilmente.
Y despacio, con
rabia fría, le extendieron las palmas sobre el brasero, avivado por llamitas
cortas, en que se evaporaba la resina del pino. Crujían, desnudándose de piel y
tegumento, los secos huesos, al tostarse, y el cuerpo, inerte ya, no se
revolvía. Sólo al principio, al sentir el ardor infernal del fuego, había
sollozado la víctima:
De un puntapié
le empujaron más adentro del hogar. La llama prendió en la ropa y en el pelo
canoso. No hizo un movimiento. Ardía mejor que la yesca y la madera apolillada.
Al volver de
misa los señores de Valdelor creyeron que era un accidente casual -la caída del
viejo en la lumbre, lo que los privaba de un criado bueno, fiel, pero inútil
para el servicio.
«El Imparcial», 30 de julio de 1906.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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