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martes, 17 de diciembre de 2013

El hundimiento de la casa de usher

Son coeur est un luth suspendu; sitot qu'on le touche il résonne.

De Beranger.[i]

Un tranquilo día de otoño y cielo nublado paseaba yo solo, a caballo, por una región en extremo desolada; de pronto, cuando comenzaba a caer la noche, descubrí que la casa de Usher estaba a la vista. No sé por qué, pero a la primera mirada que dirigí al edificio un sentimiento de intensa tristeza hizo presa de mi espíritu. Digo intensa porque no compartía ese placer poético que se siente ante las imágenes más lúgubres y melancóli­cas. Miré el panorama que se extendía ante mi vista: la casa con sus des­nudas paredes y ventanas, semejantes a ojos sin vida, algunas juncias lozanas y los troncos blancos de árboles ya secos; miré todo esto sintien­do un profundo abati-miento sólo comparable al despertar de un sueño de opio, al amargo retorno a la vida diaria cuando se descorre el velo de la ilusión.
Había en aquel paraje un frío mortal que deprimía el corazón y ante el cual la imaginación se paralizaba sin poder brindar al pensamiento una imagen de lo sublime. "¿Qué es -pensé- lo que tanto me abate en la contemplación de la casa de Usher?" Era un misterio sin solución y nin­guna de las razones que acudieron a mi mente mientras meditaba me satisfizo por completo. Me vi obligado, pues, a aceptar la conclusión de que, sin duda alguna, existen combinaciones de sencillos objetos natura­les que tienen el poder de impresionarnos como ya lo he descripto, pero la razón humana no puede analizar ese poder. "Es imposible -pensé­que con sólo ordenar los detalles de ese panorama de un modo diferen­te disminuya y hasta desa-parezca la melancolía que se siente al contem­plarlo." Y con esta idea conduje mi caballo hasta el borde escarpado de un pequeño lago que había cerca de la casa, en cuya tranquila superficie observé las imágenes inverti-das de las juncias, los troncos desnudos y las impresionantes ventanas, con un sentimiento de mayor presión que anteriormente.
Y bien, en esta residencia tenebrosa había decidido yo pasar algunas semanas. Su dueño, Roderick Usher, fue uno de los mejores amigos de mi juventud, pero habían transcurrido muchos años desde que nos vimos por última vez. Sin embargo, una carta suya me llegó a cierto remoto punto del país, carta que, por lo apremiante, sólo permitía una contestación personal. En ella Usher daba muestras de ser víctima de gran agitación nerviosa; decía padecer de un agudo malestar físico y que lo perturbaba cierto desorden mental; manifestaba además gran deseo de verme, puesto que yo era su mejor y, en realidad, único amigo, y creía que su enfermedad podría aliviarse por efectos de mi alegre compañía. Yo no dudé sobre lo que debía hacer, tal era el entusiasmo que demos­traba su carta, y obedecí lo que consideraba una extraña petición.
A pesar de haber sido grandes amigos en nuestra niñez, yo lo cono­cía bastante poco. Su reserva habitual era excesiva. Sabía, sin embargo, que su antigua familia se había distinguido siempre por la extraordinaria sensibilidad de su temperamento, manifestado en obras de arte notables, durante varias generaciones, para luego transformarse en obras de cari­dad y en una apasionada devoción por las complejidades de la ciencia musical, más que por sus bellezas convencionales y fácilmente compren­sibles.
Conocía además el hecho, notable, de que el tronco de la familia Usher no había dado vida a ninguna rama lateral vigorosa; es decir que la familia entera estaba representada por su descendencia directa y que siempre había sucedido lo mismo, con ligeras diferencias temporales. Después de conside-rar cuán perfecta era la armonía existente entre el carácter de la finca y el que se atribuía a sus habitantes, y en la influen­cia que el primero pudo haber ejercido, en el largo transcurso de los años, sobre el segundo, pensé que esa misma falta de sucesores colatera­les y la lógica transmisión de padres a hijos de la posesión junto con el nombre habían tenido como consecuencia el hacer que ambos, nombre y posesión, se identificaran de tal modo que el título original de la pro­piedad se fue perdiendo para ser reemplazado por el de la casa de Usher, denominación esta que la gente del pueblo daba tanto a la finca como a la familia misma.
He dicho que mi infantil experimento de mirar el fondo del estan­que tuvo como única consecuencia agravar más aún la impresión que había sentido previamente. Es indudable que la conciencia de que pro­fundizaba mi superstición -¿por qué no llamarla así?- sirvió sólo para acelerar ese proceso. Tal es la paradójica ley que rige todos los senti­mientos cuya base es el terror. Y puede que por esta misma razón, al levantar yo los ojos de las imágenes del lago hacia la casa misma, tuve una extraña idea, tan ridícula, por cierto, que si la menciono es para demostrar el gran poder de los sentimientos que me poseían. Tanto había trabajado mi imaginación que llegué a persuadirme de que una atmósfe­ra peculiar rodeaba aquella casa, atmósfera por completo extraña a lo que puede ser el paraíso; era como un vapor maligno y pesado, apenas visible y de color plomizo, que emanaba de los árboles secos, de las pare­des grises y del tranquilo lago.
Arranqué de mi mente lo que debían ser imágenes de un sueño y me dediqué a analizar en detalle el verdadero aspecto del edificio. Su carac­terística principal parecía residir en su antigüedad; los años se habían lle­vado consigo todo el color y pequeñísimos hongos cubrían por completo el exterior y colgaban de los aleros, formando dibujos similares a las telas de araña. Pero, a pesar de esto, la construcción no ofrecía señales de ruina; por otra parte, era grande el contraste que ofrecía el perfecto ajus­te de todas las piedras y el estado de vejez de cada una de ellas. Esto me recordaba esos antiguos trabajos en madera que se conservan enteros durante muchos años, si no les llega el aire, a pesar de encontrarse com­pletamente corroídos. En realidad, ésa era la única señal de ruina, ya que la casa ofrecía aspecto de gran solidez. Quizás el ojo agudo de algún observador más detallista hubiera podido descubrir una grieta, apenas perceptible, que descendía en zigzag por el frente de la mansión, desde el techo hasta perderse en las oscuras aguas del lago.
Después de haber hecho estas observaciones me dirigí hacia la casa por un terraplén. Un sirviente se hizo cargo de mi caballo y entré en el vestíbulo por un arco gótico. Otro criado de andar suave me condujo en silencio a través de numerosos pasajes oscuros e intrincados hacia el estudio del dueño de casa. Casi todo lo que encontraba en mi camino contribuía a aumentar mi primera impresión. A pesar de que todos los objetos que me rodeaban -las molduras de los techos, las sombrías tapi­cerías de las paredes, los pisos negros como si fuesen de ébano y los fan­tásticos trofeos heráldicos que repiqueteaban al pasar yo-, a pesar de que todo esto me era familiar, esas cosas despertaban en mi mente imá­genes que nada tenían que ver con las de mi infancia. Encontré al médi­co de la familia en una de las escaleras. Me pareció que en su expresión se mezclaba el disimulo con el asombro; me habló azorado y luego se fue. El sirviente abrió una puerta y me hizo entrar en el estudio de su amo.
Me encontré en una pieza espaciosa y muy alta. Las ventanas, lar­gas, estrechas y ojivales, estaban tan elevadas sobre el nivel del piso que no eran accesibles desde dentro. Los débiles rayos de una luz rojiza atra­vesaban las vidrieras y alcanzaban a iluminar los objetos más importan­tes de aquella pieza, pero era inútil que la vista humana se esforzase por llegar a distinguir lo que había en los rincones o por examinar las mol­duras del abovedado techo. Unos oscuros cortinajes cubrían las paredes; había muchos muebles, todos ellos incómodos, antiguos y casi derruidos. Varios libros e instru-mentos musicales yacían desparramados por el suelo, pero no daban vida alguna al recinto. Me pareció que respiraba en una atmósfera de tristeza. Una melancolía profunda emanaba de aquel lugar.
Al entrar yo, Usher se levantó del sofá donde se hallaba acostado y me saludó con una cordialidad tal que más parecía el esfuerzo exagera­do del hombre de mundo aburrido. Pero una mirada a su rostro me bastó para convencerme de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, aprove­chando unos momentos de silencio, lo observé con un sentimiento que era mezcla de lástima y de temor. ¡Ningún hombre puede cambiar tanto en tan poco tiempo como Roderick Usher! Me resultó difícil reconocer en el pálido ser que tenía delante de mí al compañero de mi juventud, a pesar de que su rostro había sido siempre digno de atención. Su tez cada­vérica, sus ojos grandes, acuosos y de un brillo extraordinario; sus labios delgados y descoloridos, aunque de curva perfecta; su nariz de tipo hebreo, pero de ventanas anchas; su perilla bien delineada que revelaba, por lo pequeña, falta de energía moral; su cabello suave y delgado eran características de un rostro que no se olvida fácilmente. Y el solo hecho de que esas facciones fuesen más pronunciadas ahora que antes y más exagerada la expresión de su rostro cambiaba tanto el aspecto de mi amigo que hasta dudaba de que era él en realidad la persona con quien yo hablaba.
Lo que más llamaba mi atención y hasta me inspiraba horror era la cadavérica palidez de su rostro y el extraordinario brillo de sus ojos. Su cabello sedoso parecía haber sido descuidado por completo y crecía enmarañado, dando a su dueño un aspecto inhumano.
Me llamó la atención, asimismo, la incoherencia en los modales de Usher, que, por lo que observé más tarde, se debía a sus inútiles esfuer­zos por vencer una excesiva agitación nerviosa, un azoramiento natural en él. Para esto estaba ya preparado, tanto por el carácter de su carta como por los recuerdos que conservaba de algunas peculiaridades de mi amigo cuando joven y por lo que se podía deducir de su aspecto físico. De pronto se mostraba animado en sus gestos y en seguida sombrío. Su voz variaba de una trémula indecisión, como si su vivacidad estuviese a la expectativa, a esa especie de brevedad enérgica, esa ruda y lenta pro­nunciación gutural, perfectamente modulada, que se nota en el que está completamente beodo o en el incorregible opiómano durante los momen­tos de mayor excitación.
De esta última manera habló sobre el objeto de su llamado, del ardiente deseo que tenía de verme y del solaz que, según él esperaba, le causaría mi presencia. Después de unos instantes, comenzó a considerar su enfermedad y la naturaleza de ésta. Era, según él, un mal de familia para el cual desesperaba de encontrar remedio alguno, una afección ner­viosa que, a su entender, debería desaparecer pronto. Se manifestaba en una serie de sensaciones que nada tenían de naturales. A medida que mi amigo las describía, algunas de ellas me interesaron mucho, pues no les encontraba explicación, aunque es muy probable que mi interés aumen­tara por el modo como Usher hablaba de ellas.
Sufría mucho de una agudeza sensorial morbosa, sólo podía soportar el alimento más insípido, no usaba más que ropas de cierto tejido espe­cial, el perfume de cualquier flor le producía náuseas, la más leve luz le hacía doler la vista, y todos los sonidos, excepto los de instrumentos de cuerdas, le inspiraban horror.
Para mí, era él un esclavo de cierto tipo de terror anormal.
-Moriré -decía. Debo morir en esta espantosa locura. Así, sólo así, me perderé. Temo los acontecimientos del futuro, no por ellos mis­mos, sino por sus consecuencias. Tiemblo al pensar en cualquier hecho, hasta el más trivial, que se pueda producir en esta insoportable agitación del alma. En realidad, no temo el peligro sino por su efecto absoluto: el terror. En esta enervante y despreciable condición siento que, tarde o temprano, llegará el momento en que deba abandonar la vida y la razón al mismo tiempo, en lucha contra el inflexible fantasma del miedo.
Por algunos detalles descubrí otra característica singular de su esta­do mental. Estaba poseído de ciertas ideas supersticiosas con respecto al lugar que habitaba y del cual no se había atrevido a salir desde hacía mucho tiempo; dichas ideas se basaban en determinada influencia cuya fuerza describió mi amigo en forma tan tenebrosa que sería inconve­niente repetirla aquí, y que, según afirmaba él, había llegado a dominar su espíritu después de largos sufrimientos: era la influencia que ejercían sobre él ciertas peculiaridades en la construcción de la residencia fami­liar, el efecto que sentía su fuerza moral, provocado por el aspecto mate­rial de las paredes y las torrecillas grises, y por el estanque en que se reflejaban.
Admitía, sin embargo, aunque con indecisión, que la melancolía particular que lo afligía podía atribuirse a una causa más lógica; es decir, a la seria y prolongada enfermedad y al fin, probablemente cercano, de su queridísima hermana, única compañera suya durante largos años y último miembro de su familia en este mundo.
-Su muerte -decía con una amargura que jamás olvidaré- me convertirá en el único descendiente de los Usher. ¡Justamente a mí, des­esperado y débil!
Mientras hablaba, lady Madeline, su hermana, pasó por un lejano ángulo de la habitación y desapareció sin notar mi presencia. La obser­vé con profunda extrañeza no desprovista de terror, aunque, a decir ver­dad, no sé a qué atribuir estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía al verla alejarse. Cuando, por fin, se cerró una puerta tras ella, instintivamente dirigí mi mirada hacia el rostro del hermano, pero éste había ocultado la cara entre las manos y sólo pude observar que una palidez más intensa que de ordinario cubría sus delgados dedos, por entre los cuales brotaban ardientes lágrimas.
La enfermedad de lady Madeline había desconcertado a sus médicos durante mucho tiempo. Una apatía crónica y una consunción gradual, acompañadas de afecciones pasajeras de carácter cataléptico, eran los extraños síntomas de su enfermedad. Hasta entonces había luchado continua y serenamente contra el avance de la enfermedad, sin guardar cama, pero en la noche de mi llegada a la casa hubo de rendirse ante el poder avasallador del mal, según me dijo más tarde el hermano con indescriptible agitación; él me dijo, además, que probablemente yo no la vería ya más, por lo menos en vida.
Por espacio de varios días ni Usher ni yo pronunciamos su nombre y durante este tiempo traté por todos los medios de aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos, y a veces yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones que él hacía en su guitarra. Y así, a medida que nuestro contacto se hacía más íntimo, yo penetraba en lo más recóndito de su espíritu y comprendía con gran amargura que era inútil tratar de dar ánimos a una mente de la cual se desprendían, como si fuesen inherentes a ella, unas tinieblas que se extendían a todos los objetos del universo moral y material.
Conservaré siempre el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la casa de Usher, pero fracasaría si tratase de dar una idea exacta sobre el carácter de los estudios y de las ocupaciones en los que me veía comprometido. Un idealismo exaltado parecía ilumi­nar con luz sulfúrea todo aquello. Entre otras cosas, recuerdo la ejecución exótica que hizo del último vals de Weber. De los cuadros creados por su complicada fantasía, que se definían en cierta vaguedad que me hacía estremecer sin saber por qué, tengo una imagen viva, pero en vano tra­taría de describirlos puesto que mi reseña se vería limitada por la res­tricción de la palabra escrita. Llamaban la atención y sobrecogían por la extrema simplicidad de su diseño. Si algún mortal ha pintado una idea, ese mortal ha sido Roderick Usher. Para mí, por lo menos, en las circuns­tancias que me rodeaban, brotaba, de las abstracciones puras que aquel hipocondríaco había imaginado para representarlas en la tela, una inten­sa sensación de pavor de la que no era ni una sombra siquiera la impre­sión experimentada ante las tétricas pero concretas fantasías de Fuseli.
Una de las fantásticas creaciones de mi amigo, que no participaba con tan absoluto exclusivismo del espíritu de abstracción, puede ser des­cripta, aunque débilmente, con palabras. Era un pequeño cuadro que representaba el interior de una bóveda o túnel rectangular muy largo, de paredes bajas, lisas y blancas en las que no se veía interrupción ni deta­lle alguno. Por ciertas características del diseño se adivinaba que esa excavación estaba a gran profundidad con respecto a la superficie de la tierra. No se veía orificio alguno en toda su extensión, como tampoco linternas u otras fuentes de luz artificial, pero aquella bóveda estaba inundada por un intenso torrente de luz; brillaba allí un lúgubre res­plandor que parecía impropio de ese lugar.
Ya he mencionado el estado patológico de los nervios auditivos que hacía que la música resultase intolerable al paciente, salvo determinados sones de algunos instrumentos de cuerda. Quizá fuesen los estrechos límites en que se veía confinado la causa de la índole fantástica de sus ejecuciones en la guitarra, pero no puede atribuirse a idéntica razón la ferviente facilidad de sus improvisaciones. La destreza que demostraba, tanto en la improvisación de la melodía como en la de la letra -muchas veces ideaba poesías para acompañar su música-, era sin duda el resul­tado de esa intensa concentra-ción y serenidad mental que ya he men­cionado y que sólo era dable observar en contados momentos en medio de la mayor excitación nerviosa. Recuerdo bien la letra de una de esas rapsodias; quizás me haya impresio-nado más el hecho de que, al decirla, creí descubrir en su significado encubierto la plena conciencia, por parte de Usher, de que su razón se balanceaba, insegura, en su trono.
Estas líneas, tituladas "El palacio encantador", decían más o menos lo siguiente[ii]:

En el más alegre de los valles nuestros se irguió cierta vez, majes­-
tuoso, un palacio habitado por ángeles buenos. Nunca serafín agitó sus
alas por sobre morada más bella que ésta que se alzó en los dominios
del rey Pensamiento.

Doradas insignias, gloriosas, flamearon un día en su techo (fue en
un tiempo pasado remoto). Y jugando, de entre las almenas emanaba
un perfume sutil.

Los que pasaban por ese hermoso valle veían, a través de las ven-
­tanas, unas figuras bailando al son de suave melodía alrededor de un
trono en el que se hallaba sentado el señor de aquel lugar, vestido con
trajes reales.

Y por la puerta del palacio, cubierta de perlas y rubíes, no cesa­ba
de pasar un ejército de ecos cuyo dulce deber era cantar con voz
melodiosa alabanzas al talento del rey.

Pero seres diabólicos, vestidos con lúgubres ropas, se apoderaron
del hermoso palacio del monarca; ¡ah, lamentémoslo, pues nunca más
verá ese rey la luz del día! La gloria que reinó en sus dominios es sólo
un confuso recuerdo de un tiempo remoto.

Y los que ahora pasan por el valle ven, a través de las ventanas,
figuras fantásticas que bailan al son de una música discordante,
mien­tras cruza la puerta un ejército de seres Terribles que ríen
siniestra­mente, pero nunca sonríen.

Recuerdo muy bien que las sugestiones que de esta balada se reco­gen nos llevó a cierto orden de ideas acerca de las cuales Usher mani­festó una opinión que si menciono aquí no es por su novedad, ya que otros hombres han pensado en la misma forma[iii], sino por la obstinación con que la sostenía. Esta opinión, en tesis general, se refería a la sensibi­lidad de los vegetales, pero en su perturbada fantasía tal idea se había hecho más atrevida para llegar a referirse, bajo ciertas condiciones, al reino inorgánico. Me faltan palabras para describir el alcance o el apa­sionado abandono de su persuasión. Esta se relacionaba -como lo he insinuado anteriormente- con las piedras grises de la casa de sus ante­pasados. Las condiciones de la sensibilidad se habían tenido en cuenta, imaginaba él, en el método de colocación de las piedras, en el orden en que habían sido arregladas, así como en el de los numerosos hongos que las cubrían y en el de los árboles secos que había en los alrededores de la casa, pero sobre todo se manifestaba en el hecho de que pasase tanto tiempo sin que se hiciera arreglo alguno en ella y en la reflexión de ésta en las aguas tranquilas del estanque. La evidencia de esa sensibilidad se encontraba, decía -y al oírlo me sobresalté-, en la gradual y positiva condensación de una atmósfera propia en las aguas y los muros. Sus efec­tos podían descubrirse fácilmente en esa muda pero importuna y terrible influencia que durante siglos había encauzado los destinos de su familia y lo habían convertido a él en lo que yo veía, en lo que era entonces. Tales opiniones no necesitaban comentario y no seré yo el que lo haga.
Nuestros libros, los que durante años habían formado buena parte de la vida mental del enfermo, guardaban gran afinidad, como puede suponerse, con este personaje de leyenda. Leíamos con entusiasmo obras como Ververt et Chartreuse, de Gresset; el Belphegor de Maquiavelo; el Subterranean voyage of Nicholas Klimm (viaje subterráneo de Nicholas Klimm), de Holberg; la Chiromancy (quiromancia) de Robert Flud, Jean D'Indaginé y De la Chambre; Journey into the blue distance (viaje al espa­cio azul), de Tieck, y City of the Sun (Ciudad del Sol), de Campanella. Una de las obras favoritas era una pequeña edición en octavo del Direc­torium inquisitorum, escrito por el dominico Eymeric de Gironne, y había ciertos pasajes de Pomponius Mela referentes a los sátiros y egipanes afri­canos que hacían soñar a Usher durante horas enteras. Pero su mayor placer lo encontraba en la lectura de un rarísimo libro en cuarto escrito en gótico, manual de alguna olvidada iglesia, llamado Vigiliae Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maggun-tinae.
No pude dejar de pensar en el extraño ritual de esta obra y en la pro­bable influencia que ejerció sobre el hipocondríaco la noche que me informó de pronto que lady Madeline había muerto y que era su inten­ción conservar su cadáver durante una quincena, antes de hacerlo ente­rrar, en una de las numerosas bóvedas que había en los muros principales de la mansión. La razón que daba para proceder de tan extraña manera era de tal naturaleza que no me dejaba libertad para discutirla. Había tomado esa resolución, según dijo, a causa de los extraños síntomas de la enfermedad de la difunta, así como también por algunas preguntas importunas por parte de los médicos y por el lugar alejado y expuesto en que se encontraba el sepulcro de su familia. No he de negar que cuando recordé el siniestro aspecto de la persona que había encontrado en la escalera el día de mi llegada ya no quise oponerme a lo que consideraba como una inofensiva y hasta lógica precaución.
A pedido de Usher, yo mismo lo ayudé en los preparativos de aque­lla sepultura temporaria. Una vez colocado el cuerpo en el ataúd, nos­otros dos solos lo llevamos al lugar de descanso. La bóveda en que lo depositamos -y que hasta entonces había estado cerrada, pues nuestras linternas casi se apagan en aquella atmósfera sofocante y no nos permi­tían hacer una investigación muy minuciosa- era pequeña, húmeda y carente de orificio alguno para dejar penetrar la luz; estaba situada a gran profundidad, justa-mente debajo de la parte del edificio que corres­pondía a mis habitaciones. Por lo que se podía deducir, había sido usada en los remotos tiempos feudales como calabozo y más tarde como depó­sito de pólvora o algún otro material combustible, pues parte del piso y todo el interior de un largo pasillo estaban revestidos de cobre. La puer­ta, de hierro macizo, estaba protegida de idéntica manera; su enorme peso producía un agudo chirrido al girar sobre sus goznes.
Una vez que depositamos nuestra fúnebre carga sobre algunos soportes que había en ese tétrico recinto, levantamos apenas la tapa del ataúd, que todavía estaba sin atornillar, y observamos el rostro de la muerta. Me llamó la atención el gran parecido de ambos hermanos, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos y que siempre había existido entre ellos una simpatía casi inexplicable.
Poco tiempo quedamos mirando el cadáver, pues el terror nos pose­ía. La enfermedad que se había llevado a lady Madeline en plena juven­tud dejó en su rostro y en su pecho, como todas las enfermedades de origen cataléptico, la ironía de un leve color sonrosado, y en los labios esa misteriosa y lánguida sonrisa tan terrible en los dominios de la muer­te. Una vez colocada la tapa sobre el ataúd, la atornillamos, y, después de asegurar la puerta de hierro, volvimos penosamente a las habitaciones superiores de la casa, que en realidad no eran mucho menos lúgu­bres que la bóveda.
Después de algunos días de hondo pesar, se produjo un cambio nota­ble en los síntomas del desorden mental que sufría mi amigo. Su manera de ser habitual desapareció por completo y pareció olvidar o descuidar sus preocupaciones ordinarias. Vagaba de habitación en habitación sin obje­to alguno, con paso desigual y apresurado. La palidez de su rostro tenía un tinte más cadavérico aún, pero el brillo de sus ojos se había extingui­do. La aspereza a veces ronca de su voz no se oía más y hablaba con cier­to temblor convulsivo, como si estuviese dominado por excesivo terror. Había veces en que me parecía que su mente agitada luchaba sin cesar contra algún secreto que la oprimía, para revelar el cual necesitaba de todo su valor. Otras veces, sin embargo, me veía obligado a atribuir su con­ducta a los inexplicables caprichos de la locura, al verlo observar el vacío durante largas horas, en actitud de profunda atención, como si escucha­se algún sonido imaginario. No es de admirarse que su estado me ate­morizara, me contagiara. Sentía que poco a poco se iba apoderando de mí la influencia de sus fantásticas aunque perturbadoras supersticiones.
Fue sobre todo al séptimo u octavo día de haber depositado a lády Madeline en la mazmorra, cuando me retiraba a dormir a mis habitacio­nes, el momento en que experimenté mis temores en máximo grado. Pasaban las horas y el sueño no llegaba; luchaba por vencer con el razo­namiento la nerviosidad que me dominaba. Trataba de convencerme de que mucho de lo que yo sentía, si no todo, se debía a la inquietante influencia de los muebles de aquella habitación, de sus oscuros y andra­josos cortinajes, que, por efectos del viento que se estaba levantando, se movían y llegaban hasta los adornos de mi cama. Pero todos mis esfuer­zos eran inútiles; un temblor que no podía dominar fue apoderándose de mi cuerpo y por último se posesionó de mi corazón la pesadilla de una alarma injustificada. Vencí por fin esta última y me incorporé sobre las almohadas, tratando de penetrar con la mirada la intensa oscuridad de mi habitación; escuché entonces -no sé cómo, a menos que algún espí­ritu me incitara- ciertos sonidos débiles e indefinidos que se oían entre las pausas de la tormenta, a intervalos, sin que yo supiese de dónde pro­venían. Dominado por un sentimiento de horror injustificado pero inso­portable, me eché encima algunas ropas precipitada-mente, pues bien sabía que no iba a dormir más allí, y traté de reaccionar contra la con­dición deplorable en que me encontraba, para lo cual me puse a cami­nar de un extremo a otro de la habitación.
Había pasado así algún rato, cuando un leve paso en la escalera con­tigua atrajo mi atención; en seguida reconocí el andar de Usher. Al momento golpeó la puerta suavemente y entró con una lámpara en las manos. Su semblante tenía la palidez cadavérica habitual, pero en sus ojos brillaba una insana ironía y en toda su actitud se notaba una visible histeria. Su aspecto me aterrorizó, pero cualquier cosa era preferible a la soledad que había soportado por varias horas, y hasta acogí con agrado su presencia, como si fuese un consuelo.
-¿No lo ha visto? -me dijo de pronto, después de mirar alrededor por algunos minutos-. ¿No lo ha visto? ¡Espere! ¡Ya lo verá!
La impetuosa furia de la ráfaga que entró en la habitación casi estu­vo a punto de levantarnos del piso. Era una noche de tormenta, aunque hermosa en su horror. Parecía que un remolino se había formado en las cercanías, pues el viento cambiaba violenta y frecuentemente de direc­ción y la extraordinaria densidad de las nubes no nos permitía notar la gran velocidad con que se precipitaban unas contra otras sin desapare­cer en la distancia. Dije que su densidad no nos impedía ver esto, aun­que no había rastro de luna ni de estrellas, ni resplandor alguno de relámpagos. Sin embargo, las superficies inferiores de aquellas masas de vapor, así como los objetos terrestres que nos rodeaban, aparecían ilu­minados por la luz sobrenatural de una emanación gaseosa que rodeaba y envolvía la mansión.
-¡Usted no debe ver esto! -le dije a Usher temblando, mientras lo conducía a un sillón con suave impulso. Esas manifestaciones que tanto lo perturban son solamente fenómenos eléctricos que nada tienen de extraordinario o quizá tengan su fantástico origen en las fétidas ema­naciones del lago. Cerremos la ventana, pues el aire frío le hará mal. Aquí tiene uno de sus romances favoritos. Yo le leeré mientras usted escucha y así pasaremos juntos esta terrible noche.
El antiguo libro que yo había elegido era el Mad Trist, de Sir Launcelot Canning, pero lo califiqué de favorito de Usher más en broma que en serio, pues poco interés ofrecía al elevado idealismo espiritual de mi amigo su verbosidad grosera y nada imaginativa. En verdad era el único libro que tenía a mano y tuve la esperanza de que la excitación que agi­taba al hipocondríaco tuviese remedio -ya que la historia de las enfer­medades mentales está llena de anomalías similares- en las descabelladas incidencias de la obra que iba a leer. En realidad, de haber juzgado por el aire extra-vagante con que escuchaba o parecía escuchar, podía haber­me felicitado por el éxito de mi plan.
Había llegado a esa conocida parte de la narración en que Ethelred, el héroe de Trist, habiendo tratado en vano de ser admitido pacífica­mente en el refugio del ermitaño, se decide a entrar por la fuerza. Aquí, como se recordará, la narración dice:
"Y Ethelred, que era por naturaleza valiente y que se sentía ya más fuerte debido a la fuerza del vino que había bebido, no perdió más tiem­po en conversar con el ermitaño, hombre malicioso y terco, y, como ya sentía la lluvia sobre sus espaldas y temía que arreciara la tempestad, levantó la maza y a golpes hizo en la puerta una abertura suficiente como para que entrase su mano armada de guantelete, y tanto golpeó y destro­zó que el ruido hueco de la madera seca repercutió a través de la selva."
Al terminar este párrafo me sobresalté y me detuve por un momen­to en la lectura, pues me parecía -a pesar de que reconocí que mi exci­tada imaginación me engañaba- que de algún lejano rincón de la casa llegaba claramente a mis oídos lo que podría ser, por su naturaleza simi­lar, el eco, aunque apagado, de aquel ruido de los golpes destructores que tan detalladamente había descrito sir Launcelot. Sin duda alguna, era sólo la coincidencia lo que despertaba mi atención, pues de no haber sido por ella, entre el golpetear de las ventanas y los ruidos que acom­pañaban la tormenta, ese eco habría pasado inadvertido o no me hubie­ra interesado. Proseguí la historia:
"Pero el buen campeón Ethelred, al pasar la puerta, se sintió dolo­rosamente sorprendido y hasta irritado, al ver que no había allí señales del ermitaño, y que en su lugar se hallaba un dragón cubierto de esca­mas, de gran tamaño, sentado ante un palacio de oro con pisos de plata; sobre el muro había colgado un escudo con esta leyenda:

Quien aquí penetra es conquistador.
Ganará este escudo quien mate al dragón.

"Y entonces Ethelred alzó la maza y la descargó en la cabeza del dra­gón, que cayó ante él exhalando un aliento pestilente y lanzando un grito tan agudo y horrendo que Ethelred hubo de cubrirse los oídos con las manos, pues nunca había oído nada semejante."
De nuevo me detuve bruscamente, ahora con sentimiento de pro­fundo estupor, pues no existían dudas de que esta vez había oído en rea­lidad, aunque sin saber de dónde procedía, un sonido ahogado y lejano, agudo y discordante, que era una exacta reproducción de lo que yo había imaginado como el sobrenatural alarido del dragón descrito por el autor del libro.
Oprimido como me sentía, ante esta segunda y extraordinaria coin­cidencia, por mil encontradas sensaciones, entre las que predominaban el terror y el asombro, tuve, sin embargo, la suficiente presencia de ánimo como para no hacer observación alguna que excitase aún más la sensitiva nerviosidad de mi compañero. No estaba seguro de que hubie­se oído aquellos sonidos, pero durante los últimos minutos se había pro­ducido un cambio en su semblante. Había cambiado su posición frente a mí para sentarse dando la cara a la puerta, de tal modo que apenas veía su rostro, aunque percibí que sus labios temblaban como si murmurasen algo ininteligible. Su cabeza había caído sobre el pecho, pero una ojea­da a su perfil me aseguró que no dormía, pues sus ojos estaban abiertos; por otra parte, su cuerpo se mecía suave y uniformemente. Observando todo esto con rapidez, proseguí la narración de sir Launcelot.
"Y ahora que el campeón había escapado de la terrible furia del dra­gón y del encantamiento que había roto, recordando el escudo, hizo a un lado el cadáver y se acercó valerosamente por el camino de plata al lugar en que estaba colgado aquél, que no esperó a que llegara, sino que cayó a sus pies, sobre el piso, con inmenso estruendo."
No bien pronuncié estas palabras cuando, como si en realidad el escudo de bronce cayese pesadamente sobre el piso de plata, pude oír distintamente una repercusión metálica y estridente, aunque algo aho­gada. Completamente trastornado, me puse de pie de un salto, pero Usher continuó su balanceo; me precipité sobre la silla en que se halla­ba; sus ojos estaban fijos y una rigidez de piedra dominaba su figura, pero, al poner mi mano sobre su hombro, su cuerpo entero se estremeció mientras una extraña sonrisa se dibujaba en sus labios. Y habló en un murmullo bajo, precipitado y casi ininteligible, como si no notara mi pre­sencia. Me incliné sobre él y pude por fin comprender la horrenda importancia de sus palabras.
-¿No lo oye? Yo lo oigo y lo he oído; durante muchos minutos, horas, días, lo he oído. Pero no me atreví, ¡oh, miserable de mí!, no me atreví a hablar. iLa hemos enterrado viva! ¿No decía yo que mis sentidos son muy agudos? Pues ha de saber que yo escuché sus primeros y débiles movimientos en el ataúd. Los oí hace muchos días, pero no me atreví a hablar. ¡Y ahora, esta misma noche...! ¡Ethelred, ja, ja, ja! ¡La destruc­ción de la puerta del ermitaño, el alarido de muerte del dragón y el estruendo del escudo! Diga más bien el hendimiento del ataúd, el chi­rrido de la puerta al girar sobre sus goznes y su lucha en el pasillo reves­tido de cobre. ¡Oh! ¿Adónde escapar? ¿No estará ella aquí, dentro de poco? ¿No vendrá hacia aquí apresurada para echarme en cara la preci­pitación? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No oigo acaso el pesado y horrible latir de su corazón? ¡Loco! -y al decir esto se puso de pie, furioso, y pronunció sílaba por sílaba, gritando tanto que parecía que iba a entregar su alma-. ¡Insensato! ¡Le digo que en este momento se halla detrás de esa puerta! Como si la energía sobrenatural con que había enun­ciado estas palabras tuviese la fuerza de un conjuro, los antiguos paneles que señalaba Usher corrieron hacia atrás, en el mismo instante, sus pesa­das mandíbulas de ébano. Era efecto de las ráfagas de viento, pero delan­te de aquella puerta se erguía altiva y amortajada la figura de lady Madeline de Usher. Sus blancas ropas estaban manchadas de sangre y su extenuado aspecto revelaba que había sostenido una lucha cruel. Por un momento se quedó temblando y balanceán-dose en el umbral, y luego, con sordo y lúgubre gemido, se desplomó pesadamente sobre el herma­no, y, en las violentas convulsiones de su real y postrera agonía, lo hizo caer al suelo, cadáver ya y víctima de los horrores que él había anticipado.
Huí despavorido de aquella habitación y de aquella casa. La tem­pestad rugía aún con furia cuando me encontré cruzando el viejo terra­plén. De pronto iluminó el camino una extraña luz y me volví para ver de dónde procedía ese resplandor, ya que lo único que tenía a mis espal­das era la inmensa morada y sus sombras. Era la luna llena, de un color rojo sangriento, que brillaba en todo su esplendor sobre aquella grieta apenas perceptible de la que ya he hablado y que se extendía desde el techo hasta la base del edificio en zigzag. Mientras yo observaba, la grie­ta se abrió rápidamente, hubo luego una fuerte ráfaga de remolino, el orbe entero del satélite pareció estallar ante mis ojos y sentí un espan­toso vértigo al ver que los potentes muros se precipitaban. Se oyó un prolongado y tumultuoso ruido, semejante al fragor de un torrente, y el profundo y tétrico estanque que yacía a mis pies se cerró silenciosa y sombríamente sobre los restos de la "casa de Usher".

 1.011. Poe (Edgar Allan)



[i] Su corazón es un laúd suspendido: apenas se lo toca resuena. -De Beranger.
[ii] La traducción es libre. (N. del T)
[iii] Watson, el doctor Percival, Spallanzani y, especialmente, el obispo de Llandaff. Ver Chemical essays, vol. V(E. P)

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