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martes, 17 de diciembre de 2013

El jugador de ajedrez de maelzel

Probablemente ninguna exhibición ha provocado un interés tan grande como la del Jugador de Ajedrez de Maelzel. Dondequiera que lo han presentado ha sido objeto de la más intensa curiosidad por parte de las per­sonas reflexivas. Y sin embargo la cuestión de su modus operandi sigue siendo desconocida. Nada se ha escrito sobre el tema que pueda conside-rarse como definitivo; y por eso encontramos en todas partes personas de gran talento para la mecánica, y de entendimiento tan com­prensivo como agudo, que no vacilan en declarar que el Autómata es una máquina, cuyos movimientos nada tienen que ver con la intervención humana, por lo cual puede considerárselo la más asombrosa invención de la humanidad. Y así lo sería, en caso de que aquéllos acer­taran en sus suposiciones.
Si aceptamos dicha hipótesis sería absurdo comparar el Jugador de Ajedrez con cvalqu er mecanismo similar de nuestros tiempos o de la anti üedad. Ha habido, em­pero, muchos y maravillosos autómatas. En las Cartas sobre la magia natural, de Brewster, hallamos una cró­nica de los más notables. Entre los que existieron sin que quepa la menor duda, mencione-mos primeramente la carroza inventada por M. Camus para que Luis XIV se entretuviera de niño. Instalábase una mesa de unos cuatro pies cuadrados en la sala destinada a la exhibi­ción. Sobre la mesa aparecía una carroza de seis pulga­das de largo, tirada por dos caballos del mismo mate­rial. Por una de las ventanillas se veía a una dama en el asiento trasero. El cochero, sentado en lo alto, sos­tenía las riendas, y en los asientos posteriores había un paje y un lacayo.
M. Camus tocaba un resorte, e instantáneamente el cochero hacía restallar el látigo y los caballos echaban a andar de la manera más natural, siguiendo el borde de la mesa y arrastrando la carroza. Al llegar al extremo de la mesa giraban bruscamente hacia la izquierda, y el vehículo continuaba en ángulo recto con respecto a su dirección anterior, siguiendo siempre el borde de la me­sa. De esta manera llegaba hasta el lado correspondiente al sillón del joven príncipe. Deteníase la carroza, el paje descendía para abrir la portezuela, la dama bajaba y pre­sentaba una petición al soberano. Hecho esto volvía a subir al carruaje. El paje levantaba los escalones, cerra­ba la puerta y volvía a su asiento. Castigaba el cochero a los caballos y la carroza proseguía la marcha hasta detenerse en su punto de partida.
El mago de M. Maillardet merece también mención. Transcribimos una crónica sobre el mismo, extraída de las Cartas ya mencionadas del doctor Brewster, quien obtuvo sus informaciones de la Enciclopedia de Edim­burgo.
«Uno de los mecanismos más notables que hayamos visto era el Mago construido por M. Maillardet, el cual respondía a determinadas preguntas. Un muñeco vestido de mago hallábase sentado al pie de un muro, con una varita mágica en una mano y un libro en la otra. Hay un cierto número de preguntas ya preparadas e inscritas en medallones ovalados; el espectador elige uno de ellos y, luego de colocarlo en un cajón dispuesto a tal efecto, éste se cierra con un resorte hasta que se haya dado la respuesta. El mago se levanta de su silla, mueve la cabeza, describe círculos con la varita mágica y acerca el libro a su rostro, como si lo estuviera consultando y se sumergiera en profundas meditaciones. Después de su aparente reflexión, levanta la varita y golpea con ella la pared sobre su cabeza: ábrense las hojas de una puer­ta, mostrando una respuesta apropiada a la pregunta. La puerta vuelve a cerrarse, el mago retorna a su asiento y el cajón se abre para devolver el medallón. De éstos hay veinte distintos. Los medallones están formados por delgadas láminas de bronce de forma elíptica, absoluta. mente iguales entre sí. Algunos tienen preguntas inscri­tas a ambos lados, que el mago contesta sucesivamente. Si se cierra el cajón sin haber depositado un medallón, el mago se levanta, consulta su libro, mueve la ca beza y se vuelve a su sitio, la puerta permanece cerrada y el cajón vuelve a abrirse. Si se ponen dos medallones jun­tos, el mago contesta solamente al de más abajo. Una vez que se ha dado cuerda al mecanismo, los movimien­tos continúan durante una hora, en el curso de la cual pueden recibir resptiestas unas cincuenta personas. El inventor declaró que los medios por los cuales cada medallón actuaba sobre la maquinaria a fin de provocar las respuestas apropiada; eran extremadamente sencillos.»
El pato de Vaucanson parece aún más notable. De tamaño natural, imitaba tan a la perfección un pato vi­viente que inducía a engaño a los espectadores. Brewster afirma que ejecutaba todos los movimientos naturales, comía y bebía con avidez haciendo esos rápidos movi­mientos con la cabeza y fa garganta que son tan pecu­liares en tm pato, y que enturbiaba cl agua con el pico como lo hacen estos animales. Graznaba asimismo de la manera más natural. El artista había demostrado su ex­traordinaria habilidad en los detalles anatómicos. Todos los huesos del pato viviente estaban reproducidos en el autómata, y sus alas eran anatómicamente exactas. Había imitado todas las cavidades, apófisis y curvaturas, y cada hueso ejecutaba los movimientos que le correspondían. Cuando se le echaba maíz, el pato estiraba el cuello para alcanzarlo, lo tragaba y lo digería[1].
Pero si estas máquinas eran ingeniosas, ¿qué diremos de la máquina de calcular de Mr. Babbage? ¿Qué pen­sar de una máquina de madera y metal que no sólo pue­de calcular tablas astronómicas y náuticas hasta un cier­to punto, sino que la exactitud de sus operaciones matemáticas se ve confirmada por su facultad de corre­gir los posibles errores? ¿Qué creer de una máquina que no solamente hace todo eso, sino que además im­prime los resultados obtenidos, sin la menor interven­ción del intelecto humano? Se nos dirá, quizá, qu.e tina máquina como la descrita se encuentra muy por encima del Jugador de Ajedrez de Maelzel. Pero no es así; al contrario, está muy por debajo..., siempre que supongamos (lo que no debe hacerse, como se verá) que el ju­gador de Ajedrez es tan sólo una máquina que cumple sus operaciones sin ninguna intervención inmediata. Los cálculos aritméticos o algebraicos son por naturaleza fijos y determinados. Dados ciertos datos, los resultados se siguen necesaria e inevitablemente. Dichos resultados no dependen ni están influidos por otra cosa que por los datos originales. La cuestión a solucionar se desarro­lla, o debería desarrollarse, por una sucesión de pasos infalibles no sujetos a ningún cambio ni modificación, hasta el resultado final. Planteadas así las cosas, pode­mos concebir sin inconvenientes la posibilidad de dispo­ner en forma tal las piezas de un mecanismo que, luego de echar a andar de conformidad con los datos de la cuestión, continúe sus movimientos de manera regular, progresiva e inflexible, hasta la solución requerida, pues por más complejos que sean dichos tnovimientos es im­posible considerarlos de otra manera que como finitos y determinados.
El caso es harto distinto con el Jugador de Ajedrez.No hay aquí una progresión determinada. Ningún mo­vimiento de ajedrez se ve necesaria-mente seguido por otro. Cualquiera sea la posición que ocupen las piezas en un momento dado de la partida, no se puede prede­cir su posición en el momento siguiente. Comparemos el primer movimiento de una partida con los datos de un problema algebraico, y se percibirá de inmediato la gran diferencia entre ambos. En este último el segundo paso sigue inevitablemente como consecuencia de los datos. Está modelado por éstos. Tiene que ser así, y no de otra manera. Pero después del primer movimiento en el ajedrez, el segundo no se sigue necesariamente. En el problema algebraico la certeza de sus operaciones se mantiene inalterable a medida que avanza hacia la solución. El segundo paso es consectiencia del planteo; el tercero lo es del segundo, el cuarto del tercero, el quinto del cuarto, y así sucesiva-mente, sin alteración po­sible, hasta el fin. En el ajedrez, ecn cambio, a medida que se avanza en la partida avanza asimismo la incerti­dumbre de cada movimierto siguiente. Hechas algunas jugadas, ninguna de las que siguen es segura. Diferentes espectadores de la partida podrían aconsejar diferentes movimientos. Todo depende del variado juicio de los jugadores.
Concediendo ahora (cosa que no debe hacerse) que los movimientos del autómata Jugador de Ajedrez estu­vieran determinados en sí inismos. necesariamente se verían interrumpidos y desordenados por la voluntad in­determinada de su antagonista. No existe, pues, analogía alguna entre las operaciones cumplidas por el Jugador de Ajedrez y las de la máquina de calcular de Mr. Bab­bage, y si optamos por considerar al primero como una pura máquina, deberemos admitir que, fuera de duda, es la invención más maravillosa de la humanidad.
Su inventor, empero, el barón Kempelen, no tuvo escrúpulos en declarar que se trataba de «un mecanismo muy sencillo, una bagatelle cuyos efectos parecían tan maravillosos a causa de lo audaz de la concepción y de la afortunada elección de métodos empleados para pro­vocar esa ilusión». Inútil es que nos demoremos en este terreno. Damos por absolutamente seguro que una men­te regula los movimientos del autómata. Incluso es po­sible demostrarlo matemáticamente a priori. El único problema que se plantea es el del medio por el cual se efectúa la intervención humana. Pero antes de entrar en este tema me parece conveniente hacer una breve his­toria y descripción del jugador de Ajedrez, destinada a aquellos lectores que no han tenido oportunidad de pre­senciar las exhibiciones de Mr. Maelzel.

El autómata jugador de ajedrez fue inventado en 1769 por el barón Kempclen, noble húngaro de Presburg, quien lo transfirió más tarde, junto con el secreto de sus movimientos, a su actual poseedor[2]. Poco después de terminado fue exhibido en Presburg, París. Viena y otras ciudades continentales. En 1783 y 1784 fue lleva­do a Londres por Mr. Maelzel. En los últimos años ha visitado las principales ciudades de los Estados Unidos. Dondequiera que se lo exhibió produjo la más intensa curiosidad, y muchas fueron las personas que se esfor­zaron por comprender el misterio de sus movimientos. El dibujo de la página anterior da una representación aceptable de la figura del autómata, tal como la vieron hace pocas semanas los habitantes de Richmond. No obs­tante, el brazo derecho debería descansar más sobre el cajón, falta el tablero de ajedrez y no debería verse el al­muhadcín mientras el jugador sostiene la pipa. Desde que el autómata entró en posesión de Maelzel, su apariencia se ha modificado un tanto; la pluma, por ejemplo, es un agregado posterior.
A la hora señalada para la exhibición se levanta una cortina o se abren las puertas, mientras se coloca la má­quina a unos doce pies del más próximo de los especta­dores, entre los cuales y aquélla se tiende una cuerda. Se ve entonces una figura de hombre vestido como un turco, sentado con las piernas cruzadas ante una gran caja, al parecer de madera de arce y que sirve de mesa de juego. Si así se le pide, el maestro de ceremonias trasladará la máquina a cualquier parte de la escena, permitirá que quede donde se le solicite y aun cambiará repetidamente su ubicación en el curso de la partida. El fondo de la caja está considerablemente elevado sobre el nivel del suelo, gracias a las patas con ruedecitas de bronce sobre las cuales se mueve, permitiendo así a los espectadores contemplar con toda claridad la superficie por debajo del autómata.
La silla donde se sienta la figura está asegurada a la caja. Sobre ésta hay un tablero de ajedrez igualmente asegurado. El brazo derc:ho del jugador está completa­mente extendido, en ángulo recto con el cuerpo, y se apoya en una actitud negligente al lado del tablero. Tie­ne la mano con el dorso hacia arriba. El tablero mide diecickho pulgadas cuadradas. El brazo izquierdo del autómata está doblado en el codo y sostiene tina pipa en la mano. Una capa verde oculta la espalda del turco, cubriendo parcialmente sus hombros. A juzgar por la apariencia externa de la caja ésta se halla dividida en cinco partes: tres compartimentos de iguales dimensio­nes y dos cajones que ocupan la parte situada debajo de los compartimentos. Los detalles señalados se refie­ren a la apariencia del autómata cuando se lo presenta por primera vez a los espectadores.
Maelzel procede entonces a informar que pondrá a la vista el mecanismo de la máquina. Sacando del bolsillo un manojo de llaves abre con una de ellas la puerta 1 (ver figura), de manera que los presentes puedan ins­peccionar con todo detalle el compartimento. El interior del mismo aparece lleno de ruedas, piñones, palancas y otras maquinarias, tan juntas unas de otras que la mira­da apenas alcanza a penetrar en el interior. Dejando esta puerta abierta de par en par, Maelzel se traslada a la parte posterior de la caja y, levantando la capa de la figura, abre otra puerta situada precisa-mente en el lado opuesto del compartimento. Acercando una bujía en­cendida a dicha puerta, y variando repetidamente la po­sición del conjunto, hace que la luz ilumine brillante­mente el interior del compartimento, permitiendo ob­servar con toda claridad que está lleno, completamente, de maquinarias.
Satisfechos los espectadores, Maelzel cierra la puerta trasera con llave, que retira luego, y dejando caer otra vez la capa de la figura, vuelve al frente. Se recordará que la puerta 1 está todavía abierta. El exhibidor pro­cede entonces a abrir el cajón situado debajo de los com­partimentos y en el fondo de la caja, pues, aunque apa­rentemente se trata de dos cajones. sólo hay uno; las dos manijas y las dos cerraduras sólo tienen propósitos ornamentales. Una vez abierto en toda su extensión, se vcen en él un pequeño almohadón y un juego de piezas de ajedrez, colocadas en un marco que las mantiene per­pendicularmente. Dejando este cajón abierto al igual que el compartimento 1, Maelzel procede a abrir las puertas número 2 y número 3; se trata de puertas plegadizas que dan a un solo compartimento. A la derecha de éste, sin embargo (se entiende que a la derecha de los espec­tadores), existe una pequeña división de unas seis pul­gadas llena de maquinarias. El compartimento principal  (pues, al referirnos a la porción de la caja visible, al abrirse las puertas 2 y 3, le daremos siempre este nombre) está forrado de tela oscura y no contiene maquina­ria alguna, aparte de dos piezas de acero en forma de cuadrante, situadas, respectivarnente, en los ángulos su­periores del fondo del compartimento. En el piso, cerca del rincón posterior correspondiente a la mano izquier­da de los espectadores, se ve una pequeña protuberancia de unas ocho pulgadas cuadradas cubierta igual-mente de tela negra.
Dejando abiertas las puertas 2 y 3, así como el cajón y la puerta número 1, el exhibidor se traslada a la parte posterior del compartimento principal y, abriendo allí otra puerta, muestra con toda claridad el interior del mismo, paseando una bujía por detrás y por dentro. Una vez que la totalidad de la caja ha quedado así aparente­mente expuesta al escrutinio de los presentes, Maelzel, dejando siempre abiertas las puertas y el cajón, hace gi­rar com-pletamente el conjunto y pone a la vista la es­palda del turco, levantando para ello su capa. Abre luc­go una puerta de unas diez pulgadas cuadradas en la espalda de la fisura y otra más pequeña en el muslo izquierdo. A través de estas aberturas, el interior de la figura aparece completamente lleno de maquinarias. En general, los espectadores se muestran satisfechos de ha­ber contemplado y examinado cada porción individual del autómata al mismo tiempo, y toda idea de que pue­da haber una persona escondida en el interior durante tan completa exhibición del mismo queda descartada de inmediato (si es que alguien llega a abrigarla) como ab­solutamente ridícula.
Luego de colocar la máquina en su posición original, M. Maelzel informa a los presentes que el autómata jugará una partida de ajedrez contra cualquiera que esté dispuesto a enfrentarlo. Aceptado el desafía se prepara una mesita para el antagonista cerca de la cuerda. pero del lado del público, situada de manera tal que no im­pida a los presentes observar de lleno al autómata. Se extrae del cajón de dicha mesa un juego de ajedrez, y por lo regular, aunque no siempre, Maelzel lo ordena en persona sobre el tablero pintado en la mesa. Insta­lado el adversario, el exhihidor se aproxima al cajón in­ferior, del cual extrae el almohadón, que coloca bajo el brazo izquierdo del autómata, como soporte, luego de haberle quitado la pipa. Tomando luego el juego de aje­drez del autómata, que también estaba guardado en el cajón inferior, ordena las piezas sobre el tablero colo­cado ante la figura. Procede luego a cerrar las puertas y a echarles llave, dejando el manojo de éstas en la ce­rradura de la puerta número 1. Cierra asimismo el cajón inferior y finalmente da cuerda a la máquina, aplicando una llave a una abertura situada en el lado izquierdo (del especiador) de la caja.
Empieza entonces la partida y el autómata ejecuta la primera jugada. La duración se limita por lo regular a media hora, pero si la partida no ha terminado y el desafiante sostiene que aún es capaz de vencer al mata, M. Maeclzel no se opone casi nunca a que el juego continúe. La razón ostensible y sin duda real de esta limitación de tiempo es la de no aburrir a los presentes. Iniciada la partida, cada vez que el desafiante efectúa una jugada en su mesa Maelzel la repite en persona so­bre el tablero del autómata, actuando así como repre­sentante del rival. A su vez, cuando el turco juega, el mismo Maelzel lo representa ante el tablero del rival, repitiendo la jugada. De esta manera el exhibidor se ve precisado a trasladarse con frecuencia de una mesa a otra. Va también muchas veces a situarse detrás de la figura para retirar las piezas que el Jugador ha tomado, depositándola, en la caja situada a la izquierda de éste y del tablero. Cuando el autómata vacila antes de jugar, se ha visto a veces que el exhibidor se colocaba muy cerca de su derecha, apoyando una que otra vez la mano sobre el cajón con aire descuidado. Efectúa asimismo un ruido particular al caminar, capaz de engendrar en aquellas personas más ladinas que sagaces la sospecha de alguna confabulación con la máquina. No hay duda de que dichas peculiaridades forman parte de los hábitos de M. Maelzel, o bien que si se da cuenta de ellas las practica a fin de provocar en los espectadores una falsa noción del mecanismo del autómata.
El turco juega con la mano izquierda. Todos los mo­vimientos del brazo se efectúan en ángulo recto. De esta manera, la mano (que está enguantada y doblada de manera muy natural) llega directamente a situarse sobre la pieza que habrá de mover, desciende luego sobre ella, sujetándola casi siempre entre los dedos sin la menor dificultad. A veces, sin embargo, cuando la pieza no estaba colocada exactamente en su lugar, el autómata falla en su tentativa de sujetarla. En este caso no repite el movimiento, sino que el brazo continúa en la direc­ción que señala la jugada, tal como si llevara la pieza entre los dedos. Habiendo así designado el lugar corres­pondiente, el brazo vuelve a su almohadón y Maelzel completa en persona la jugada del autómata. A cada movimiento del Jugador se oye funcionar la maquinaria. En el curso de la partida la figura mueve una que otra vez los ojos como si examinara el tablero, sacude la ca­beza y pronuncia la palabra échec («jaque») toda vez que es necesario[3]. Si su rival efectúa una jugada en falso, el Jugador golpea fuertemente la caja con los nu­dillos de la mano derecha, sacude vigorosamente la ca­beza y, volviendo a poner la pieza mal movida en su posición anterior, procede a efectuar una nueva jugada. Cuando ha vencido, mueve la cabeza con aire de triunfo, mira complacida-mente a los espectadores y, retirando el brazo izquierdo más atrás de lo acostumbrado, deja tan sólo los dedos apoyados en el almohadón. En general, el turco sale victorioso; ha sido vencido una o dos veces. Terminado el juego, Maelzel se muestra dispuesto a exhibir nuevamente el mecanismo de la caja, procedien­do del mismo modo que antes. Llevan luego la máquina hacia el fondo y el telón la oculta a los espectadores.
Muchas tentativas se han hecho para resolver el mis­terio del autómata. La opinión más generalmente acep­tada -incluso por hombres que deberían ver con más claridad en el problema- es la de que el Jugador actúa sin intervención humana inmediata; en otras palabras, que la máquina es tan sólo una máquina. Muchos, em­pero, han sostenido que el exhibidor regulaba los movi­mientos de la figura por medios mecánicos que actuaban a través de los pies de la caja. No faltaron quienes su­pusieron la influencia de un imán. Sobre las primeras opiniones no añadiremos nada a lo que ya llevamos di­cho. Con respecto a las segundas, basta repetir lo que explicamos antes: la máquina se mueve sobre ruedas, y, a pedido de los espectadores, será trasladada a cual­quier parre del escenario. La idea del imán no es menos insostenible, ya que si éste fuera el agente de los movi­míentos, cualquier otro imán en el bolsillo de un espec­tador bastaría para desajustar por completo el mecanis­mo. por lo demás, el exhibidor consiente en que se colo­que una poderosa piedra imán sobre la caja durante toda la sesión.
La primera tentativa de explicación por escrito del secreto (por lo menos, la primera que conocemos) apa­reció en forma de folleto en París, y en 1785. La hipó­tesis del autor se reducía a que un enano manejaba el mecanismo. Imaginaba que durante la apertura de la caja el enano se escondía metiendo las piernas en dos cilindros huecos, que hacía aparecer (aunque en realidad no están) entre las maquinarias del compartimento nú­mero 1, mientras el cuerpo se halla fuera de la caja, cubierto por la capa del turco. Una vez cerradas las puertas, el enano quedaba libre para introducirse en la caja; el ruido provocado por la maquinaria bastaba para disimular sus movimientos, así como el cierre de la puer­ta por la cual entraba. El autor del folleto agregaba que, una vez exhibido el interior del autómata sin que se descubriera a nadie, los espectadores quedaban conven­cidos de que el mecanismo no contenía a persona algu­na. Pero toda la hipótesis era demasiado absurda para requerir comentario o refutación, y no cabce duda de que no despertó el menor interés.
En 1789, M. I. F. Frevhcrc publicó un libro en Dres­den tratando a su vez de develar el misterio. El libro era voluminoso y contenía muchas ilustracio-nes en color. Suponía que «un muchacho bien adiestrado, sumamente delgado y pequeño para su edad (lo bastante como para quedar encerrado en un cajón situado inmediatamente debajo del tablero de ajedrez) hacía las jugadas v diri­gía todos los movimientos del autómata. Aunque esta idea era todavía más tonta que la del autor parisiense, fue mejor recibida y considerada casi como la solución del misterio, hasta que el inventor puso fin al asunto autorizando un examen minucioso de la parte superior de la caja.
Estas raras tentativas de explicación fueron seguidas por otras igualmente raras. En los últimos tiempos, un autor anónimo que razonaba de manera muy poco lógica consiguió esbozar torpemente una solución plausible -aunque no nos parezca de ninguna manera exacta-. ­Su ensayo se publicó primeramente en un semanario de Baltimore, ilustrado con grabados, v se titulaba: «Una tentativa de análisis del autómata del Jugador de Aje­drez de M. Maelzel». Suponernos que dicho ensayo constituyó luego el cuerpo del folleto a que alude Sir David Brewster en sus «Cartas sobre la magia natural», y al que califica sin vacilar de explicación tan completa como satisfactoria. Cierto es que los resultados del análisis son exactos de un modo general, pero sólo cabe suponer que Brewster lo leyó de manera muy apresurada y desatenta antes de declararlo una explicación completa y satisfac­toria. En el compendio del análisis que figura en las «Cartas sobre la magia natural» es absolutamente impo­sible llegar a una conclusión precisa sobre lo adecuado o inadecuado de dicho análisis, a causa del gran desorden y la deficiencia de las referencias empleadas. De la mis­ma falta adolece la «Tentativa», en la forma original en que la conocimos. La solución consiste en una serie de minuciosas explicaciones (acompañadas de grabados) que ocupan varias páginas, destinadas a mostrar la posibilidad de desplazar los tabiques de la caja para permitir que un cuerpo humano oculto en el interior pueda moverse parcialmente de un lugar a otro de la caja durante la ex­hibición del mecanismo, eludiendo así el escrutinio de los espectadores. No cabe la menor duda, por lo que ya hemos dicho y por lo que trataremos luego de mostrar, de que el principio o mejor el resultado de esta solución es verdadero. Hay una persona escondida en la caja du­rante toda la exhibición de su interior. Lo que objeta­mos, empero, es la verbosa descripción de la manera cómo se desplazan los tabiques a fin de adaptarse a los movimientos de la persona allí encerrada. Objetamos el hecho de que se haya partido de una mera teoría, obli­gando luego a las circustancias a adaptarse a la misma. El autor no llegó a ella (y no podía llegar) por un razo­namiento inductivo. De cualquier manera que se efectúen los desplazamientos éstos quedan siempre ocultos a la observación exterior. Ahora bien, mostrar que ciertos movimien-tos pueden ser efectuados de una determinada manera está muy lejos de ser una demostración de que así ocurre en la realidad. Los mismos resultados podrían ser obtenidos por una infinidad de otros métodos. La pro­babilidad de que el elegido por el autor sea el correcto está en relación de uno a infinito. Pero en realidad este punto precisa -el desplazamiento de los tabiques- no es importante. Inútil resultaba consagrar siete u ocho pá­ginas a los efectos de probar algo que nadie con sentido común negaría: vale decir, que el maravilloso genio del barón Kempelen para la mecánica era capaz de inventar los medios necesarios a fin de cerrar una puerta o correr un tabique, con un ser humano a su servicio y en con­tacto con el tabique o la puerta, mientras la totalidad de esas operaciones se llevaba a cabo (como lo muestra el autor del ensayo aludido y como trataremos de mostrarlo nosotros más completamente) fuera del alcance de la observación de los espectadores.
Al abocarnos a una explicación del autómata nos es­forzaremos en primer término por mostrar cómo se efectúan sus operaciones, y describiremos luego, lo más bre­vemente posible, la naturaleza de las observaciones que nos han permitido deducir nuestro resultado.
Para una mejor comprensión del tema será necesario que repitamos sucintamente el orden que sigue el exhihi­dor al mostrar el interior de la caja -un orden del que jamás se aparta en ningún detalle-. Abre en primer término la puerta número 1. Dejándola abierta pasa a la parte trasera de la caja y abre una puerta situada exacta­mente en la parte opuesta de la puerta 1. Acerca una bu­jía a dicha puerta trasera. Cierra luego la puerta trasera, le echa llave y, volviendo al frente, abre por completo el cajón. Hecho esto, abre las puertas 2 y 3 (las puertas plegadizas), exhibiendo el interior del compartimento principal. Dejándolo abierto, así como el cajón y la puer­ta del compartimento número 1, vuelve a la parte trase­ra y abre la puerta posterior del compartimento princi­pal. Al volver a cerrar la caja, Maelzel nn sigue ningún orden regular, salvo que las puertas plegadizas on cerra­das siempre antes que el cajón.
Supongamos ahora que cuando se trae la máquina a presencia de los espectadores hay un hombre en su inte­rior. Su cuerpo está situado detrás de la apretada maqui­naria del compartimento número 1 (y la parte posterior de dicha maquinaria se halla dispuesta de manera tal de poder desplazarse en masse desde el compartimento prin­cipal al compartimento número 1, según la ocasión lo requiera); las piernas quedan cómodamente extendidas en el compartimento principal. Cuando Maelzel abre la puerta número 1 el hombre del interior no corre peligro de ser descubierto, pues el ojo más penetrante no puede llegar más allá de dos pulgadas en la oscuridad interior. Pero muy distinto es el caso cuando se abre la puerta trasera del compartimento número 1. Una brillante luz penetra entonces en el compartimento, y el cuerpo del hombre, de hallarse allí, sería descubierto. No ocurre así, sin embargo. El ruido de la llave en la cerradura de la puerta trasera es una señal para que la persona escondi­da doble el cuerpo hacia adelante, en un ángulo lo más agudo posible, metiéndose por completo o casi en el com­partimento principal. Esta, empero, es una posición muy penosa y que no puede mantenerse largo tiempo. Por eso Maelzel cierra la puerta trasera. Hecho esto, no hay razón para que el cuerpo del hombre no pueda volver a su actitud anterior, ya que el compartimento ha queda­do otra vez bastante a oscuras como para desafiar todo escrutinio.
Se abre entonces el cajón y las piernas de la persona encerrada bajan a situarse en el espacio que aquél ocupa­ba anteriormente[4]. Por lo tanto, en el compartimento principal no queda parte alguna del hombre: su cuerpo se halla detrás de la maquinaria en el compartimento nú­mero 1, y sus piernas en el espacio ocupado antes por el cajón. El exhibidor se halla, por tanto, en condiciones de mostrar el compartimento principal. Así lo hace, abriendo las puertas delanteras y la trasera, sin que se descubra a persona alguna. Los espectadores quedan sa­tisfechos de que la totalidad de la caja haya sido puesta al descubierto –y, lo que es más, que sus distintas por­ciones aparezcan a la vista al mismo tiempo. Pero la verdad es otra. El público no puede ver el espacio situa­do detrás del cajón ni el interior del compartimento número 1, cuya puerta delantera ha quedado virtualmente cerrada desde el momento en que el exhibidor cierra la abertura trasera. Luego de hacer girar en redondo la má­quina, Maelzel levanta la capa del turco, abre las puer­tas de su espalda y su muslo, y después de mostrar que el interior del cuerpo está lleno de maquinarias, vuelve las cosas a su posición original y cierra las puertas.
El hombre del interior queda en libertad para mover­se. Se introduce en el cuerpo del turco lo bastante como para que sus ojos alcancen el nivel del tablero de aje­drez. Es muy probable que se siente sobre el pequeño bloque o protuberancia de forma cuadrada que se ve en un ángulo del compartimento principal cuando las puer­tas se hallan abiertas. En esta posición puede ver el ta­blero a través del pecho del turco, que es de gasa. Lle­vando la mano derecha a la altura de su hombro izquier­do, mueve la pequeña maquinaria requerida para guiar el brazo izquierdo y los dedos de la figura. La maquina­ria se halla situada exactamente debajo del hombro iz­quierdo del turco, y puede ser fácilmente alcanzada por la mano derecha del hombre escondido si suponemos que cruza el brazo delante del pecho. El movimiento de la cabeza y los ojos del autómata, así como los del brazo derecho y el sonido de la palabra échec, son producidos por otro mecanismo situado en el interior e igualmente manejado por el hombre oculto. El mecanismo completo (es decir, el mecanismo esencial para las operaciones) está muy probablemente contenido en el pequeño com­partimento -de unas seis pulgadas de ancho- colocado a la derecha (a la derecha de los espectadores) en el compartimento principal.
En este análisis de las operaciones del autómata he­mos evitado deliberadamente toda alusión a la manera con que se desplazan los tabiques, y se está ahora en condiciones de comprender que dicho punto carece de importancia, ya que puede efectuarse de infinitas mane­ras diferentes, todas ellas al alcance de cualquier carpin­tero, y que dichos desplazamientos se efectúan fuera de la vista de los espectadores. Nuestros resultados se fun­dan en las siguientes observaciones efectuadas en el cur­so de numerosas exhibiciones del autómata de Maelzel[5]:

1. Las jugadas del turco no se cumplen a intervalos regulares, sino que se adaptan a las jugadas de su anta­gonista, aunque este punto (la regularidad) tan impor­tante en cualquier dispositivo mecánico podría haberse resuelto, fácilmente limitan el tiempo concedido para las jugadas del antagonista. Por ejemplo, si el límite fuera de tres minutos. los movimientos del autómata po­drían efectuarse a intervalos regulares superiores a tres minutos. La irregularidad, pues, cuando tan fácil hubie­ra sido lo contrario, prueba que la regularidad no es de importancia para el funcionamiento del autómata: en otras palabras, que éste no es una pura máquina.

2. Cuando el autómata se dispone a mover una pie­za se observa claramente un movimiento debajo del hom­bro, izquierdo, movimiento que produce una levísima agitación de la capa que cubre la parte delantera izquier­da. Este movimiento precede invariablemente en unos dos segundos al movimiento del brazo del turco; en ningún caso el brazo se mueve sin este movimiento pre­paratorio del hombro. Ahora bien, supongamos que el adversario mueve una pieza y deja que, como de costum­bre, Maelzel efectúe el mismo movimiento sobre el ta­blero del autómata. Supongamos también que el adver­sario, observa cuidadosamente al autómata, hasta que percibe el movimiento preparatorio en el hombro. En­tonces, sin perder un instante, y antes de que el brazo comience a moverse, retira su pieza como si hubiera per­cibido un error en su jugada. Se advertirá entonces que el movimiento del brazo, que en todos los casos sucede inmediatamente al movimiento del hombro, no se pro­duce, es suprimido, aunque Maelzel no ha efectuado aún en el tablero del autómata ninguna jugada correspondien­te a la rectificación del adversario. En este caso resulta evidente que el autómata se disponía a jugar; y el que no lo haga es un efecto de la rectificación de su antago­nista, sin la menor intervención de Maelzel.
Este hecho prueba plenamente: 1, que la intervención de Maelzel, al efectuar los movimientos del adversario en el tablero del autómata, no es imprescindible para los movimientos de este último: 2, que dichos tnovimientos están regulados por una inteligencia, por alguien que está viendo el tablero del rival; 3, que los movimientos no están regulados por la inteligencia de Maelzel, que en el caso antedicho daba la espalda al adversario cuando éste retiró su pieza.

3. El autómata no gana invariablemente la partida. Si se tratara de una pura máquina. debería triunfar en todos los casos. Descubierto el principio por el cual la máquina puede jugar una partida de ajedrez, una exten­sión del mismo principio debería permitirle ganar una partida, y una extensión ulterior capacitarla para ganar todas las partidas, vale decir superar cualquier combina­ción posible de su rival. Una ligera reflexión convencerá a cualquiera de que la dificultad de conseguir que una máquina gane todas las partidas no es mayor, en lo que respecta al principio de las operaciones necesarias, que hacer que gane una sola partida. Si consideramos, pues, al Jugador de Ajedrez como una máquina, tenemos que suponer (con mucha improbabilidad) que su inventor prefirió que quedara imperfecta en vez de darle la per­fccción; suposición todavía más absurda si reflexiona­nios que, al dejarla incompleta, proporcionaba un argu­mento en contra de la posibilidad de que se tratara de una pura máquina -es decir, el mismo argumento que estamos utilizando.

4. Cuando la situación del juego es difícil o comple­ja, jamás vemos que el turco mueva la cabeza o gire los ojos. Sólo lo hace cuando su jugada signiente es obvia, o cuando el juego presenta características tales que un hombre, en el lugar del autómata, no necesitaría pensar mucho. Ahora bien, esos peculiares movimientos de la cabeza y los ojos son típicos de las personas entregadas a la meditación, y el barón Kempelen hubiera debido adaptarlos (si la máquina fuera una pura máquina) a las ocasiones que les eran propias, vale decir, a los momen­tos difíciles de la partida. Pero en este caso ocurre todo lo contrario, y esto se aplica perfectamente a la suposi­ción de un hombre encerrado en la máquina. Sumido en la meditación del juego, no tiene tiempo para pensar en mover el mecanismo del autómata que regula los movi­mientos de cabeza y de ojos. En cambio, cuando el juego es fácil tiene oportunidad de mirar en torno, y, en con­secuencia, vemos moverse la cabeza y girar los ojos.

5. Cuando mr mueve la máquina para permitir a los espectadores que examinen la espalda del turco, y cuan­do se levanta la capa y se abren las puertas situadas en el tronco y en el muslo, se advierte que el tronco del autómata está lleno de maquinarias. Al observar esta maquinaria mientras se hacía avanzar el conjunto sobre sus ruedecillas, nos pareció que ciertas partes del meca­nismo cambiaban de forma y de posición de una manera excesivamente notable como para que las meras leyes de la perspectiva explicaran el cambio; un examen posterior nos convenció de que las alteraciones indebidas eran atribuibles a espejos en el interior del cuerpo del autó­mata. La presencia de espejos en la maquinaria no puede tener relación alguna con la maquinaria en sí. Su objeto -sea cual fuere- debe referirse necesariamente a los ojos de los espectadores. Concluimos inmediatamente que aquellos espejos tenían por finalidad multiplicar la visión de unas pocas piezas mecánicas en el interior del tronco, para dar la impresión de que éste se halla repleto de me­canismos. La inferencia inmediata que cabe extraer de esto es que la máquina no es pura máquina. Si lo fuera, el inventor estaría muy lejos de complicar la apariencia de su mecanismo, empleando espejos para engañar a los espectadores; por el contrario, se hubiera mostrado es­pecialmente deseoso de convencer a los testigos de la simplicidad de los medios por los cuales había logrado tan maravilloso resultado.

6. La apariencia externa, y especialmente las actitu­des del turco, son mediocres imitaciones de vida, si nos ponemos a considerarlas como tales. El rostro no revela ninguna sutileza, y la más común de las figuras de cera lo sobrepasa en parecido con un rostro humano. Los ojos ruedan mecánica-mente en la cabeza, sin ningún mo­vimiento correspondiente de las cejas o pestañas. El bra­zo, especialmente, efectúa sus operaciones de manera ex­traordinarimente rígida, torpe, espasmódica y angulosa. Ahora bien, esto se debe a la incapacidad de Maelzel para obtener mejores resultados, o a una negligencia in­tencional; no cabe por otra parte pensar en una negligen­cia accidental, pues el ingenioso propietario dedica todo su tiempo al perfeccio-namiento de sus máquinas. No puede suponerse en ningún momento que la torpe imitación de la vida del autómata se deba a inepcia, ya que el resto de los autómatas de Maelzel prueban su extraordinaria habilidad para imitar los movimientos y particularidades de la vida con la más asombrosa exactítud. Los bailari­nes en la cuerda floja, por ejemplo, son inimitables. Cuando el payaso ríe, sus labios, ojos, cejas y pestañas, y a decir verdad cada rasgo de su rostro, adoptan las ex­presiones apropiadas. Tanto en él como en su compañe­ro los gestos son tan naturales, tan lejos de toda artifi­cialidad, que si no fuera por su pequeño tamaño y el hecho de que son pasados de mano en mano por la platea antes de su exhibición en la cuerda floja, sería difícil convencer al público de que esos autómatas de madera no son criaturas vivientes. Imposible dudar, pues, de la capacidad de M. Maelzel, y debemos necesariamente su­poner que ha permitido a propósito que su Jugador de Ajedrez conserve la figura artificial y poco natural que el barón Kempelen (sin duda con el mismo designio) le confirió originariamente. No es difícil imaginar dicho de­signio. Si el autómata obrara en forma tal que diera la impresión de la vida, el espectador se sentiría más incli­nado a atribuir sus movimientos a su verdadera causa (es decir, a una intervención humana en el interior) de lo que se muestra habitualmente; los torpes y rígidos movimientos del muñeco inducen a pensar en un meca­nismo puro, sin ayuda alguna.

7. Cuando un momento antes de principiar la parti­da el exhibidor procede a dar cuerda al autómata, un oído acostumbrado a los sonidos que se originan al re­montar cualquier sistema mecánico no dejará de descu­brir instantánea-mente que el eje impulsado por la llave en la caja del Jugador de Ajedrez no puede estar conec­tado con ningún peso, resorte o maquinaría de cualquier clase. La deducción consiguiente es la misma de nuestra observación anterior. El acto de dar cuerda no tiene nada que ver con las acciones del autómata, y se cumple al solo efecto la falsa idea de un mecanismo.

8. Cada vez que se pregunta concretamente a Mael­zel: «¿Es el autómata un pura maquina, o no?», respon­de invariablemente: «No tengo nada que decir». Ahora bien, la notoriedad del Jugador y la gran curiosidad que excita en todas partes se deben en especial a la opinión prevaleciente de que se trata de una pura máquina y no de otras razones. Por tanto, estaría en el interés del propietario presentarlo como tal. ¿Y qué método más obvio y más efectivo que el de confirmar la idea de los espectadores mediante ura declaración explícita y positi­va en ese sentido? Por otra parte, al rehusar dicha de­claración, ¿no provoca Maelzel un movimiento de incre­dulidad en el público, que ya no quedará convencido de que se trata de una pura máquina? Como es natural, el público razonará de esta forma: Maelzel tiene interés en presentarnos al Jugador como una pura máquina; se nie­ga a declararlo directamente, aunque no tiene escrúpulos y se muestra ansioso por convencernos indirectamente, a través de las acciones del autómata; pero si el Jugador fuera realmente lo que parece ser a través de sus accio­nes, Maelzel estaría encantado de confirmarlo con el tes­timonio directo de su palabra; por tanto, si calla es por­que sabe que no se trata de una pura máquina; sus ac­ciones no pueden acusarlo de falsedad, en tanto que sus palabras sí.

9. Cuando exhibe el interior de la caja, Maelzel abre la puerta número 1, y también la puerta posterior correspondiente, acercando una bujía a dicha puerta trasera (como ya hemos explicado) y moviendo la máquina de un lado a otro a fin de convencer al público de que el compartimento número 1 está completamente ocupado por la maquinaria. En momentos en que el conjunto se está moviendo, un observador atento notará que mien­tras la parte de la maquinaria correspondiente a la puerta delantera número 1 permanece firme y fija, la porción posterior oscila levemente a cada movimiento de la caja. Esta circunstancia despertó en nosotros la sospecha de que la parte posterior de la maquinaria estaba dispuesta de manera de desplazarse en masse cuando la ocasión lo requiriera. Ya hemos indicado que dicha ocasión se presenta cuando el hombre escondido se endereza luego de quedar cerrada la puerta trasera.

10. Sir David Brewster afirma que el turco es de tamaño natural, pero en realidad es mucho más grande. Nada más fácil que equivocarse en cuestiones de mag­nitud. El cuerpo del autómata se halla por lo regular aislado y, como carecemos de medios para compararlo con cualquier figura humana, llegamos a creerlo de di­mensiones ordinarias. Pero el error puede ser corregido si se observa al Jugador en momentos en que su propietario se le acerca. Por cierto que M. Maelzel no es muy alto, pero de todos modos su cabeza se encuentra por lo me­nos dieciocho pulgadas por debajo de la del turco, pese a que éste, como hemos dicho, está sentado.

11. La caja ante la cual se halla colocado el autóma­ta tiene exactamente tres pies y seis pulgadas de largo, dos pies y cuatro pulgadas de profundidad y dos pies y seis pulgadas de alto. Estas dimensiones son más que suficien-tes por contener a un hombre de tamaño muy su­perior al normal, y el compartimento principal bastaría para contener a un hombre normal en la posición que hemos señalado. Como cualquiera que dude puede com­probar estos hechos mediante un cálculo personal, nos parece innecesario extender-nos sobre ellos. Nos limitare­mos a indicar que, si bien la tapa de la caja parece estar formada por una tabla de unas tres pulgadas de espesor, el espectador puede verificar por sí mismo, agachándose y mirando hacia arriba cuando el compartimento princi­pal se halla abierto, que se trata de una plancha sumamente fina. Aquellos que sólo miran superficialmente se equivocaran asimismo acerca de la altura del cajón. En­tre la parte superior de éste, como se lo ve desde fuera, y el fondo del compartimento, hay aproximadamente tres pulgadas; este espacio debe ser incluido en la altura del cajón. Tales proporciones, destinadas a hacer que el es­pacio dentro de la caja parezca menos grande de lo que es, corresponden a la intención del inventor de crear una nueva idea falsa en el público, es decir, que ningún ser humano puede estar metido dentro de la caja.

12. El interior del compartimento principal se halla ínte~ramente forrado de tc,la. Suponemos que la misma tiene una doble finalidad. Parte de ella puede formar, una vez bien estirada, los Únicos tabiques que se requiere mover durante los cambio, de posición del hombre; por ejemplo, la división entre la parte posterior del compar­timento principal y la parte posterior del compartimento número 1, y la división entre el compartimento princi­pal y el espacio que queda detrás del cajón luego que éste ha sido abierto. Sí ima-ginamos que se procede así, toda dificultad de remover tabiques desaparece al punto, si es que existía. El segundo objeto de la tela consiste en apagar volver imperceptibles todos los sonidos ocasio­nados por los movimientos de la persona encerrada.

13. Como va hemos observado, no se permite al con­tendiente que iuegue en el tablero del autómata, sino que debe sentirse a cierta distancia de la máquina. La razón que más probablemente se aduciría para explicar esto, en caso de formularse la pregunta, sería que, si el contendiente se sienta frente al jugador, su cuerpo sé interpone entre éste y el público, impidiendo una buena visión de lo que ocurre. Pero tal dificultad podría eli­minarse fácil-mente, ya sea colocando en un plano supe­rior los asientos de los espectadores, o poniendo la má­quina de lado en el curso de la partida. La verdadera causa de este alejamiento es probablemente otra. Si el antagonista se sentara junto a la caja, el secreto correría peligro de ser descubierto, pues un oído fino percibiría la respiración del hombre allí encerrado.

14. Aunque al exhibir el interior de la máquina M. Maelzel suele desviarse ligeramente de la routine que hemos señalado, jamás se ha sabido que esos cambios fueran tales como para invalidar nuestra solución. Por ejemplo, se lo ha visto abrir primeramente el cajón; pero nunca abre el compartimento principal sin cerrar antes la puerta posterior del compartimento número 1; nunca abre el compartimento principal sin sacar antes el cajón; jamás abre la puerta posterior del compartimento núme­ro 1 mientras el compartimento principal se halla abierta; y la partida de ajedrez no empieza nunca antes de que la máquina haya sido completamente cerrada. Ahora bien, si se supusiera que jamás y en ninguna circunstancia M. Maelzel se apartó de los pasos que hemos señalado como necesarios para nuestra solución, ello constituiría uno de nuestros más fuertes argumentos corroborativos; pero dicho argumento se refuerza infinitamente si consi­deramos que, en algunos casos, el exhihidor se aparta de su routine, pero jamás de manera tal que pueda inva­lidar nuestra solución.

15. Durante la exhibición hay siempre seis bujías en torno al tablero del autómata. La cuestión se plantea con toda naturalidad: ¿Por qué emplear tantas bujías cuando bastaría una, o a lo sumo dos, para que los es­pectadores pudieran contemplar con toda claridad el ta­blero, máxime cuando la sala está siempre muy ilumina­da? Si suponemos que se trata de una pura máquina, ¿para qué necesita tanta luz, si es que le hace falta al­guna a fin de efectuar sus operaciones, sobre todo cuan­do en la mesa de su antagonista sólo se ha colocado una bujía?
La primera v más evidente inferencia es que se requie­re una luz muy intensa para permitir que el hombre encerradoo pueda ver a través del material transparente (pro­bablemente gasa fina) que forma el pecho del turco. Pero si consideramos la disposición de las bujías, descubrire­mos inmediata-mente otra razón. En total, como hemos dicho, hay seis bujías, colocadas a ambos lados de la fi­gura. Las más alejadas de los espectadores son las más altas, las del centro tienen unas dos pulgadas menos y las más cercanas al público son todavía dos pulgadas más cortas; además, las bujías de un lado difieren en altura de las situadas respectivamente al otro lado, en una pro­porción de dos pulgadas; vale decir, que la vela más lar­ga de un lado tiene unas tres pulgadas menos que la vela más larga del lado opuesto, y así sucesivamente. Se verá así que no hay dos bujías que tengan la misma altura, y por tanto la dificultad para percibir el material que cons­tituye el pecho de la figura (y contra el cual está espe­cialmente dirigida la luz) se ve grandemente aumentada por el deslumbrante efecto que produce el complicado entrecruzarse de los rayos luminosos obtenido al situar los centros de irradiación a diferentes alturas.

16. Mientras el Jugador de Ajedrez estuvo en pose­sión del barón Kempelen, se notó más de una vez que, en primer término, un italiano de la servidumbre del barón no era nunca visible mientras el turco jugaba una partida, y, en segundo lugar, que cierta vez que el italia­no hahía enfermado gravemente, las exhibiciones se suspendieron hasta su restablecimiento. Este italiano se de­claraba incapaz de jugar al ajedrez, aunque todos los otros servidores del barón jugaban correctamente. Análogas observaciones se han hecho después que el autónoma fue adquirido por Maelzel. Hay un individuo, Schlumberger, que acompaña continuamente a Maelzel, sin otra tarea ostensible que la de embalar y desembalar el autómata. Este hombre, de estatura mediana, es sumamente encorvado. No sabemos si afirma jugar o no al ajedrez. Pero. en cambio, es seguro que jamás se le ve durante las exhibiciones del Jugador, aunque suele encontrárselo antes e inmediata-mente después. Aún más: hace unos años, Maelzel visitó la ciudad de Richmond con sus autómatas, y, si no nos equivocamos, los exhibió en la casa que ocupa ahora M. Bossieux con su academia de bailes. Schlumberger cayó enfermo, y mientras duró su indisposición no se hicieron presentaciones del Juga­dor. Estos hechos son bien conocidos por numerosos con­ciudadanos. La razón aducida para la suspensión de las exhibiciones no fue la enfermedad de Schlumberger. De­jarnos al lector extraer las consecuencias de todo esto, sin más comentarios.

17. El turco Juega con el brazo izquierdo. Circuns­tancia tan notable no puede ser accidental. Brewster no la toma para nada en cuenta, aparte de señalar el hecho. Los primeros autores de ensayos acerca del autómata no parecen haber observado el detalle, pues no hacen refe­rencia al mismo. El autor del folleto mencionado por Mr. Brewster alude a esto, pero reconoce su incapacidad para explicárselo. Sin embargo, es preciso extraer (le tan notorias discrepancias o incongruencias las deducciones que nos conducirán a la verdad.
El hecho de que el autómata juegue con la mano iz­quierda no puede estar relacionado con los dispositivos de la maquinaria si la consideramos como tal. Cualquier dispositivo que hiciera moverse el brazo izquierdo de la figura podría ser invertido de manera que moviese en la misma forma el derecho. Pero estos principios no pueden hacerse extensivos a la constitución humana, en la cual existe una marcada y radical diferencia en la estructura y las facultades del brazo derecho y el izquierdo. Refle­xionando sobre este hecho, vinculamos naturalmente la anomalía existente en el Jugador de Ajedrez a dicha pe­culiaridad de la constitución humana. Y si es así, tenemos que imaginar alguna reversión, pues el jugador juega como un hombre no jugaría. Estas ideas bastan para su­gerir la noción de un hombre en el interior del mecanis­mo. Y unos pocos e imperceptibles pasos más nos llevan finalmente al resultado. El autómata juega con el brazo izquierdo porque, si no fuera así, el hombre de adentro no podría jugar con su brazo derecho, que por supuesto constituye el desideratum. Imaginemos, por ejemplo, que el autómata juega con el brazo derecho. Para alcan­zar la maquinaria que mueve el brazo, y que como he­mos ya explicado se encuentra exactamente debajo del hombro, sería necesario que el hombre de adentro usara su brazo derecho en una postura excesivamente penosa y difícil (o sea pegado al cuerpo y estrechamente apreta­do entre su cuerpo y el flanco del autómata), o bien que usara, el brazo izquierdo cruzado delante del pecho. En ninguno de los dos casos podría actuar con la soltura y precisión requeridas. Por el contrario, si el autómata jue­ga con el brazo izquierdo, toda dificultad desaparece. El brazo derecho del hombre de adentro sube hasta su hom­bro izquierdo, y sus dedos actúan sin la menor dificultad sobre la maquinaria situada en el hombro de la figura.
No creemos que puedan oponerse objeciones razona­bles a esta solución del autómata Jugador de Ajedrez.

1.011. Poe (Edgar Allan)





[1] En el artículo «Androides», de la Enciclopedia de Edimburgo, se hallará una explicación detallada de los principales autómatas de todos los tiempos.
[2] Este artículo fue escrito en 1835, cuando Mr. Maelzel, que falleció hace poco, exhibía el Jugador de Ajedrez en Estados Unidos. Actualmente (1855) creemos que se halla en posesión del profe­sor J. K. Mitchell, M. D., de Filadelfia. (N. de la D.)
[3]El hecho de que el turco pronuncie la palabra jaque es un perfeccionamiento introducid,:) por Mr. Maelzel. En tiempos en que estaba en posesión del barón Kempelen, la figura anunciaba el jaque golpeando la cara con la mano derecha.
[4] Sir David Brewster supone que siempre queda un amplio espa­cio detrás del cajón, aun cuando está errado; en otras palabras, que se trata de un «falso cajón» que no llega hasta el fondo de la caja. Pero la idea es insostenible; un truco tan vulgar sería inme­diatamente descubierto, sobre todo porque el cajón es abierto siempre en todo su tamaño, proporcionando amplia oportu-nidad para comparar su profundidad con la de la caja.
[5] Algunas de estas observaciones tienden solamente a probar que la máquina está controlada obligadamente por una inteligencia, por lo cual podrá parecer superfluo agregar nuevos argumentos en apoyo de lo que ha sido ya afirmado tan rotundamente. Pero nuestra finalidad es la de convencer en especial a algunos amigos nuestros, para quienes una serie de razonamientos sugestivos ten­drán más influencia que la más positiva de las demostraciones a priori.

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