La pintó maravillosamente
la musa del gran Tirso. La bella y robusta serrana de la Limia , amorosa y dulce como
una. tórtola para quien bien la quiere, colérica como brava leona ante los
agravios, aún hoy se encuentra no sólo en aquellos riscos, sino en toda la región
cántabrogalaica. No obstante, región que es en paisajes tan variada, tan
accidentada en su topografía, que tiene comarcas casi meridionales por su claro
cielo, otras que porr sus brumas pertenecen al Norte, manifiesta en su
población la misma diversidad, y posee tipos de mujeres bien distintos entre
sí, marcados en lo moral y en lo físico con el sello de las diferentes razas
que moraron en el suelo de Galicia, que lo invadieron o colonizaron. Celtas,
helenos, fenicios, latinos y suevos vivieron en él, y sus sangres, mezcladas,
yuxtapuestas, nunca. confundidas, se revelan todavía en los rasgos de sus
descendientes. Pero hay: un tipo que domina, y es el característico de todos
los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de Bretaña e
Irlanda. Dondequiera que se alce sobre las cumbres o se esconda en la selva el
viejo dolmen tapizado de liquen por la acción de los años, hallará el etnólogo
mujeres semejantes a la que voy a describir: de cumplida estatura, ojos garzos;
ó azules, del cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño,
abundoso y; en mansas ondas repartido, facciones, de agradable plenitud, frente
serena, pómulos nada salientes; caderas anchas que prometen fecundidad, alto, y
túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los labios, moderado
el reír, apacible el mirar. Es la belleza de la mujer gallega eminentemente
plástica; consiste sobre todo en la frescura de la tez, blanca y sonrosada, no
con la fría albura de las inglesas, sino con esa animación que indica el
predominio de la sangre sobre la bilis y la linfa, y en la riqueza y amplitud
de las formas, que algunas veces se exagera y hace pesados sus movimientos y
planturosa en demasía su carnación. No arde en sus ojos la chispa de fuego que
brilla en los de las andaluzas; su pie no es leve, ni quebrado su talle; mas,
en cambio, el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano
carmín del albaricoque maduro y de la guinda temprana.
Siempre que cruzo el trecho
que separa a Lugo de León, me entretengo cónsiderando el íntimo enlace que
existe entre la tierra y la mujer, la relación que guardan los, paisajes con
las figuras que los animan. Conforme va quedándose atrás la provincia gallega,
cesan de, ser verdes los vallecillos, herbosos los prados, y frecuentes los
arroyos; bórranse los manchones de castaños, olmos y nogales; desaparecen las
blancas manzanillas y los amarillos tojos, y se presentan interminables y
pardas llanuras, escuetas montañas salpicadas de fragmentos de granito o revestidas
de negruzcas láminas de pizarra. Las. últimas mujeres que recuerdan a Galicia
son las que salen a ofrecer al viajero el vaso de aromática leche de vaca:
mozas sucias, desgreñadas, maltraídas por la intemperie y el trabajo, pero
femeniles aún en su hechura, tratables en sus carnes y no sin cierta lozanía
en el rostro. Corridas algunas leguas más, al entrar por los tristes
poblachones del territorio leonés, asómanse a las ventanas o salen por las
puertas de las casuchas terrizas mujeres de enjuta piel pegada a los huesos,
semblantes de recias y angulosas facciones, de color de arcilla o ladrillo,
cual si estuviesen amasadas con el árido terruño o talladas en la dura roca de
las sierras.
No desmiente la mujer
gallega las tradiciones de aquellas épocas lejanas en que, dedicados los
varones de la tribu a los riesgos de la guerra o a las fatigas de la caza,
recaía sobre las hembras el peso total no sólo de las faenas domésticas, sino
de la labor y cultivo del campo. Hoy, como entonces, ellas cavan, ellas
siembran, riegan y deshojan; baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en
el gimiente telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de
centeno o maíz y lo llevan al molino; ellas amasan después la gruesa harina
mal triturada, y encienden el horno tras de haber cortado en el monte el haz;
de leña, y enhornan y cuecen el amarillo torterón de borona' o el negro mollete
de mixtura. Ellas, antes de que la pubertad desarrolle y ensanche su cuerpo,
llevan en brazos al hermano recién nacido, que grita que se las pela; ellas,
rústicas zagalas, lindan el buey, y comprimen los gruesos ubres de la vaca para
ordeñarla; y cuando ven colmado un tanque de leche cándida y espumosa, en vez
de bebérla, con sobriedad ejemplar y religioso cuidado colocan el tanque en
una cesta de mimbres que acaban de llenar con un par de pollos atados por las
patas, cosa de dos docenas de huevos, un rimero de hojas de berza y tres o cuatro
quesos de tetilla, y sentando en la cabeza la cesta, dirígense al mercado de la
ciudad más próxima, donde venden sus artículós regateando hasta el último
miserable ochavo. Así vive la mujer gallega, afanándose sin tregua ni reposo,
luchando cuerpo a cuerpo con el hambre que la, acecha para colársele en casa y
sentársele en mitad de la piedra del lar humilde. Pobre mujer que de todos es
criada, y, esclava del abuelo gruñón y despótico, del padre mujeriego y amigo de
andar de taberna en taberna; del marido, brutal quizá; del chiquillo enfermizo
que se agarra a sus faldas, lloriqueando; de la vaca, ante la cual se arrodilla
para ordeñarla; del ternero, al cual trae en el regazo un haz de hierba; del
cerdo, para el cual cuece un caldo no muy inferior al que ella misma come; de
la gallina, a la cual atisba para recoger el huevo que cacarea, y hasta del
gato, al cual sirve en una escudilla de barro" las pocas sobras del frugal
banquete.
Mientras la gallega
permanece en estado de soltería, aún es tolerable la no escasa ración de
trabajo que le toca; pero al casarse empeora su situación. Sólo el imperioso
mandato de la Natu rleza,
la ley que fuerza al germen a brotar, a espigar a la mies, al árbol a rendir su
fruto y a la materia toda, a sacudir la inercia y animarse, puede obligar a la
mujer gallega a constituir una familia. Damas del gran mundo: vosotras, para
quienes el tapicero viste de seda las paredes de la alcoba nupcial. y los
dedos ágiles de la modista combinan artísticamente ricas estofas en los trajes
de gala voy a referiros cómo está decorada la vivienda de la novia gallega, y
a describiros su ajuar. Entrad en la casa: el piso es de tierra desigual y
húmeda; el techo, a tejavana, por donde, muy a su sabor, se introducen agua y
ventisca; en los ángulos hay colgaduras de primoroso encaje que labraron las
arañas; la alfombra compónela algún troncho de col, alternando con vainas de
habas, hojas secas de maíz y excremento de animales domésticos. Sobre la losa
del hogar pende de la férrea cremallera el negro pote; en el rincón reluce la
tapa de la artesa, bruñida de tanto pan como en ella amasaron, y se ve la
maciza arca apolillada, depositaria del trousseau,
que llegará a un repuesto de tres camisas de lienzo- gordo y algún mandilón de
burdo picote. El tálamo conyugal lo hacen cuatro tablas sin acepillar,
formando una como caja pegada a la pared y abierta por donde es preciso, que lo
esté, para dar ingreso a sus ocupantes. Dos pasos más allá asoman la cabeza
terneras y bueyes, que con ojazos tristones contemplan a los novios, y con
prolongados mugidos les cantan el epitalamio, mientras las gallinas escarban
el suelo en derredor y el cerdo gruñe, hozando contra el lecho.
Es verdad que el festín de
bodas fué lucido: sopa de fideos muy azafranada, bacalao y carne a discreción,
vino a jarros, fuentes de arroz con leche y canela, pan de trigo y añejos
dulces de hojaldre. Pero después de tan sibarítico regodeo, en la mañana en
que los germanos solían hacer a sus desposadas un don, la gallega salta descalza
del lecho y enciende la lumbre, y echa en la oscura concavidad del pote los ingredientes
del caldo, y equilibra en su cabeza la sella para ir a la fuente por agua. Y
son éstos los más llevaderos de sus deberes y afanes. Impónele la Naturaleza un hijo por año,
como impone su cosecha anual a la campiña; y si en los primeros meses de la
gestación, período de languidez tan inevitable y profunda, la gallega
trabaja, según frase del país, «coma una loba», en los últimos, abultada y
pesadísima, trajina más si cabe, y a veces el trance la sorprende camino de la
feria o en el monte, partiendo el espinoso tojo; a veces suelta la hoz de
segar, o la masa de la borona, para oprimir el talle en la primera explosión
de dolor materno, y quizá el inocente ser ve la luz al pie de un vallado o en
plena carretera, y metido en la propia cesta, y envuelto en el «mantelo» de su
madre, entra en el domicilio paternal; pero al venir al mundo así, como por
casualidad, halla la tierna criatura dispuesto el seno provisto que ha de
alimentar, la gallega tiene de sobra licor de vida con que atender a sus hijos,
amén de los ajenos que suele encargarse de amamantar, oficio que desempeña con
no menos felicidad que las amas pasie gas.
Así es que la semblanza de
la mujer gallega puede bosquejarse suponiéndola rodeada de sus hijuelos, como
la gallina de su echadura, llevando de. la mano un rapaz de siete años, asidas
del refajo dos o tres mocosas poco menores en edad, colgado del ubérrimo seno
un mamón de doce meses, y sintiendo, acaso, en lo más íntimo de su organismo,
el vago estremecimiento de otra nueva vida, de otro ser que se forma en sus
entrañas.
Bien merece, bien merece
disfrutar de un poco de solaz esta paridera; y criadora, y madraza mujer
gallega: dejadla, dejadla que el día del santo patrón del lugar, o en la
primaveral y deliciosa noche de San Juan, o cuando las primeras castañas
estallan al calor de la alegre hoguera y el mosto remoja el gaznate de los
vendimiadores, ella también se divierta y pegue un par de brincos a la sombra
del nocedal o del castañar hojoso. Dejadla que lave rostro y pies en la
pública fuente o en el regato que atraviesa su huerto, y peine y alise sus dos
trenzas, uniéndolas,o por las puntas, y vista el gayo traje de las ocasiones
solemnes.
Si ha nacido en la Mahia , en alguno de los
fértiles valles que cercan a Iría Flavia y Compostela, ceñirá a su cabeza, con
cinta de vivos tonos, la linda cofia de puntilla transparente. Si en el Ribero
de Avia, o en las cercanías de Orense, llevará el pañolito de seda oscura, que
realza la palidez del rostro oval, y abrochará atrás el brevísimo dengue con
dos conchillas de plata. Si vió la luz en las poéticas orillas de las rías
bajas o en Muros, vestirá el rico atavío que enamora a cuantos lo ven, basquiña
de claros matices, corpiño de negro raso, ancho «mantelo» de brillante sedán
franjeado de panilla y recamado de azabache, pañuelo de crespón color lacre o
canario, cuyos flecos caen acariciando la cadera airosa, como las ramas del
sauce sobre el tronco; rodearán su garganta pesados collares de filigrana de
oro, hilos de cuentas, y de su menuda oreja colgarán largos zarcillos, y sobre
el pecho refulgirá la patena, conocida por «sapo». Pero aun cuando presumen
con razón las muradanas, por su elegante arreo, de llevarse la palma en
Galicia, pienso que el traje clásico de «gallega»» es el. usado por las mujeres
de mi país,, las «mariñanas». Lucen éstas dengue de escarlata orlado de negro
terciopelo y sujeto atrás con plateado broche; el justillo, de fuerte drogué,
se escota sobre la chambra de lienzo con flojas mangas y puños de curiosa
manera fruncidos; el soberbio mantelo no cede en riqueza a otrb, alguno, y se
ata atrás con cintas de seda de charros colorines; bajo la franja del mantelo,
se ve media cuarta de saya de grana, y se entrevé un dedo de refajo de
amarilla bayeta y el zapato de cuero con lazadas de galón azul; ciñe su cuello
la gargantilla de filigrana, y cubre sus hombros el pañuelo de blanca
muselina, prolijamente raméado. Cuando con estas bizarras ropas salen a bailar
la tradicional muñeira, danza
nacional desde mucho antes de los remotos tiempos en que guerrillas gallegas y
lusitanas auxiliaban a Aníbal y contrastaban el poder de Roma, es imposible
imaginar más regocijado y pintoresco, golpe de vista: pasan las mujeres, bajos
y entornados los ojos, la trenza al viento, arrebolada la tez, movido el dengue
por la oscilación del seno, rozando unas con otras las yemas de los dedos, el
pie hiriendo blandamente la tierra, en cadencioso girar, arremolinándose a
cada vuelta del cuerpo las sayas multicolores, mientras la gaita exhala sus
sonidos agrestes y melancólicos, graves o agudos, pero siempre penetrantes, y
el tamboril apresura la repercusión de sus notas secas y estridentes, y la
pandereta lanza sus carcajadas melodiosas, y los cohetes aran con surcos de
luz el cielo y caen disolviéndose en lágrimas de oro y carmín.
Pero cada día escasea más
este espectáculo. Trajes, danzas, costumbres y recuerdos van desapareciendo
como antigua pintura que amortiguan y borran los años. A la muñeira sustituye el agarradiño, grotesca parodia de la polea
húngara y del vals germánico; a las sayas de grana y bayeta, el faldellín de
estampado percal francés; al dengue, el mantón; a las trenzas, la «moña», tamaña
como un rosquete de pan; el villanesco zapato de cuero, la charolada botita...,
y en breve será preciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y
fieras montañas para encontrar un tipo que tenga olor, color y sabor
genuinamente regional.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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