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lunes, 6 de enero de 2014

La gallega

La pintó maravillosamente la musa del gran Tirso. La bella y robusta se­rrana de la Limia, amorosa y dulce co­mo una. tórtola para quien bien la quie­re, colérica como brava leona ante los agravios, aún hoy se encuentra no sólo en aquellos riscos, sino en toda la re­gión cántabrogalaica. No obstante, re­gión que es en paisajes tan variada, tan accidentada en su topografía, que tiene comarcas casi meridionales por su claro cielo, otras que porr sus bru­mas pertenecen al Norte, manifiesta en su población la misma diversidad, y po­see tipos de mujeres bien distintos en­tre sí, marcados en lo moral y en lo físico con el sello de las diferentes ra­zas que moraron en el suelo de Galicia, que lo invadieron o colonizaron. Celtas, helenos, fenicios, latinos y suevos vi­vieron en él, y sus sangres, mezcladas, yuxtapuestas, nunca. confundidas, se revelan todavía en los rasgos de sus descendientes. Pero hay: un tipo que domina, y es el característico de todos los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de Bretaña e Irlanda. Dondequiera que se alce sobre las cumbres o se esconda en la selva el viejo dolmen tapizado de liquen por la acción de los años, hallará el etnólogo mujeres semejantes a la que voy a des­cribir: de cumplida estatura, ojos gar­zos; ó azules, del cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño, abundoso y; en mansas ondas repartido, facciones, de agradable plenitud, frente serena, pómulos nada salientes; caderas anchas que prometen fecundidad, alto, y túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los labios, modera­do el reír, apacible el mirar. Es la be­lleza de la mujer gallega eminentemen­te plástica; consiste sobre todo en la frescura de la tez, blanca y sonrosada, no con la fría albura de las inglesas, sino con esa animación que indica el predominio de la sangre sobre la bilis y la linfa, y en la riqueza y amplitud de las formas, que algunas veces se exagera y hace pesados sus movimien­tos y planturosa en demasía su carna­ción. No arde en sus ojos la chispa de fuego que brilla en los de las andalu­zas; su pie no es leve, ni quebrado su talle; mas, en cambio, el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano carmín del albaricoque maduro y de la guinda temprana.
Siempre que cruzo el trecho que se­para a Lugo de León, me entretengo cónsiderando el íntimo enlace que exis­te entre la tierra y la mujer, la relación que guardan los, paisajes con las figu­ras que los animan. Conforme va que­dándose atrás la provincia gallega, ce­san de, ser verdes los vallecillos, herbo­sos los prados, y frecuentes los arro­yos; bórranse los manchones de cas­taños, olmos y nogales; desaparecen las blancas manzanillas y los amarillos tojos, y se presentan interminables y pardas llanuras, escuetas montañas sal­picadas de fragmentos de granito o re­vestidas de negruzcas láminas de piza­rra. Las. últimas mujeres que recuer­dan a Galicia son las que salen a ofre­cer al viajero el vaso de aromática le­che de vaca: mozas sucias, desgreña­das, maltraídas por la intemperie y el trabajo, pero femeniles aún en su he­chura, tratables en sus carnes y no sin cierta lozanía en el rostro. Corridas algunas leguas más, al entrar por los tristes poblachones del territorio leo­nés, asómanse a las ventanas o salen por las puertas de las casuchas terrizas mujeres de enjuta piel pegada a los huesos, semblantes de recias y angulo­sas facciones, de color de arcilla o la­drillo, cual si estuviesen amasadas con el árido terruño o talladas en la dura roca de las sierras.
No desmiente la mujer gallega las tradiciones de aquellas épocas lejanas en que, dedicados los varones de la tri­bu a los riesgos de la guerra o a las fa­tigas de la caza, recaía sobre las hem­bras el peso total no sólo de las faenas domésticas, sino de la labor y cultivo del campo. Hoy, como entonces, ellas cavan, ellas siembran, riegan y desho­jan; baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el gimiente telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el sa­co repleto de centeno o maíz y lo lle­van al molino; ellas amasan después la gruesa harina mal triturada, y encien­den el horno tras de haber cortado en el monte el haz; de leña, y enhornan y cuecen el amarillo torterón de borona' o el negro mollete de mixtura. Ellas, antes de que la pubertad desarrolle y ensanche su cuerpo, llevan en brazos al hermano recién nacido, que grita que se las pela; ellas, rústicas zagalas, lindan el buey, y comprimen los gruesos ubres de la vaca para ordeñarla; y cuando ven colmado un tanque de le­che cándida y espumosa, en vez de be­bérla, con sobriedad ejemplar y religio­so cuidado colocan el tanque en una cesta de mimbres que acaban de llenar con un par de pollos atados por las pa­tas, cosa de dos docenas de huevos, un rimero de hojas de berza y tres o cua­tro quesos de tetilla, y sentando en la cabeza la cesta, dirígense al mercado de la ciudad más próxima, donde ven­den sus artículós regateando hasta el último miserable ochavo. Así vive la mujer gallega, afanándose sin tregua ni reposo, luchando cuerpo a cuerpo con el hambre que la, acecha para co­lársele en casa y sentársele en mitad de la piedra del lar humilde. Pobre mu­jer que de todos es criada, y, esclava del abuelo gruñón y despótico, del pa­dre mujeriego y amigo de andar de ta­berna en taberna; del marido, brutal quizá; del chiquillo enfermizo que se agarra a sus faldas, lloriqueando; de la vaca, ante la cual se arrodilla para ordeñarla; del ternero, al cual trae en el regazo un haz de hierba; del cerdo, para el cual cuece un caldo no muy in­ferior al que ella misma come; de la gallina, a la cual atisba para recoger el huevo que cacarea, y hasta del gato, al cual sirve en una escudilla de barro" las pocas sobras del frugal banquete.
Mientras la gallega permanece en es­tado de soltería, aún es tolerable la no escasa ración de trabajo que le toca; pero al casarse empeora su situación. Sólo el imperioso mandato de la Natu­rleza, la ley que fuerza al germen a brotar, a espigar a la mies, al árbol a rendir su fruto y a la materia toda, a sacudir la inercia y animarse, puede obligar a la mujer gallega a constituir una familia. Damas del gran mundo: vosotras, para quienes el tapicero viste de seda las paredes de la alcoba nup­cial. y los dedos ágiles de la modista combinan artísticamente ricas estofas en los trajes de gala voy a referiros có­mo está decorada la vivienda de la no­via gallega, y a describiros su ajuar. Entrad en la casa: el piso es de tierra desigual y húmeda; el techo, a tejava­na, por donde, muy a su sabor, se in­troducen agua y ventisca; en los án­gulos hay colgaduras de primoroso en­caje que labraron las arañas; la alfom­bra compónela algún troncho de col, al­ternando con vainas de habas, hojas secas de maíz y excremento de anima­les domésticos. Sobre la losa del hogar pende de la férrea cremallera el negro pote; en el rincón reluce la tapa de la artesa, bruñida de tanto pan como en ella amasaron, y se ve la maciza arca apolillada, depositaria del trous­seau, que llegará a un repuesto de tres camisas de lienzo- gordo y algún man­dilón de burdo picote. El tálamo conyu­gal lo hacen cuatro tablas sin acepillar, formando una como caja pegada a la pared y abierta por donde es preciso, que lo esté, para dar ingreso a sus ocu­pantes. Dos pasos más allá asoman la cabeza terneras y bueyes, que con oja­zos tristones contemplan a los novios, y con prolongados mugidos les cantan el epitalamio, mientras las gallinas es­carban el suelo en derredor y el cerdo gruñe, hozando contra el lecho.
Es verdad que el festín de bodas fué lucido: sopa de fideos muy azafrana­da, bacalao y carne a discreción, vino a jarros, fuentes de arroz con leche y canela, pan de trigo y añejos dulces de hojaldre. Pero después de tan sibaríti­co regodeo, en la mañana en que los germanos solían hacer a sus desposa­das un don, la gallega salta descalza del lecho y enciende la lumbre, y echa en la oscura concavidad del pote los in­gredientes del caldo, y equilibra en su cabeza la sella para ir a la fuente por agua. Y son éstos los más llevaderos de sus deberes y afanes. Impónele la Naturaleza un hijo por año, como im­pone su cosecha anual a la campiña; y si en los primeros meses de la gesta­ción, período de languidez tan inevita­ble y profunda, la gallega trabaja, se­gún frase del país, «coma una loba», en los últimos, abultada y pesadísima, trajina más si cabe, y a veces el trance la sorprende camino de la feria o en el monte, partiendo el espinoso tojo; a veces suelta la hoz de segar, o la masa de la borona, para oprimir el ta­lle en la primera explosión de dolor materno, y quizá el inocente ser ve la luz al pie de un vallado o en plena ca­rretera, y metido en la propia cesta, y envuelto en el «mantelo» de su madre, entra en el domicilio paternal; pero al venir al mundo así, como por casualidad, halla la tierna criatura dispuesto el seno provisto que ha de alimentar, la gallega tiene de sobra licor de vida con que atender a sus hijos, amén de los ajenos que suele encargarse de amamantar, oficio que desempeña con no menos felicidad que las amas pasie gas.
Así es que la semblanza de la mu­jer gallega puede bosquejarse suponién­dola rodeada de sus hijuelos, como la gallina de su echadura, llevando de. la mano un rapaz de siete años, asidas del refajo dos o tres mocosas poco meno­res en edad, colgado del ubérrimo seno un mamón de doce meses, y sintiendo, acaso, en lo más íntimo de su organis­mo, el vago estremecimiento de otra nueva vida, de otro ser que se forma en sus entrañas.
Bien merece, bien merece disfrutar de un poco de solaz esta paridera; y criadora, y madraza mujer gallega: de­jadla, dejadla que el día del santo pa­trón del lugar, o en la primaveral y deliciosa noche de San Juan, o cuando las primeras castañas estallan al calor de la alegre hoguera y el mosto remoja el gaznate de los vendimiadores, ella también se divierta y pegue un par de brincos a la sombra del nocedal o del castañar hojoso. Dejadla que lave ros­tro y pies en la pública fuente o en el regato que atraviesa su huerto, y pei­ne y alise sus dos trenzas, uniéndolas,o por las puntas, y vista el gayo traje de las ocasiones solemnes.
Si ha nacido en la Mahia, en alguno de los fértiles valles que cercan a Iría Flavia y Compostela, ceñirá a su cabe­za, con cinta de vivos tonos, la linda cofia de puntilla transparente. Si en el Ribero de Avia, o en las cercanías de Orense, llevará el pañolito de seda oscura, que realza la palidez del rostro oval, y abrochará atrás el brevísimo dengue con dos conchillas de plata. Si vió la luz en las poéticas orillas de las rías bajas o en Muros, vestirá el rico atavío que enamora a cuantos lo ven, basquiña de claros matices, corpiño de negro raso, ancho «mantelo» de bri­llante sedán franjeado de panilla y re­camado de azabache, pañuelo de cres­pón color lacre o canario, cuyos flecos caen acariciando la cadera airosa, co­mo las ramas del sauce sobre el tron­co; rodearán su garganta pesados co­llares de filigrana de oro, hilos de cuen­tas, y de su menuda oreja colgarán largos zarcillos, y sobre el pecho re­fulgirá la patena, conocida por «sapo». Pero aun cuando presumen con razón las muradanas, por su elegante arreo, de llevarse la palma en Galicia, pienso que el traje clásico de «gallega»» es el. usado por las mujeres de mi país,, las «mariñanas». Lucen éstas dengue de escarlata orlado de negro terciopelo y sujeto atrás con plateado broche; el justillo, de fuerte drogué, se escota so­bre la chambra de lienzo con flojas mangas y puños de curiosa manera fruncidos; el soberbio mantelo no ce­de en riqueza a otrb, alguno, y se ata atrás con cintas de seda de charros colorines; bajo la franja del mantelo, se ve media cuarta de saya de gra­na, y se entrevé un dedo de refajo de amarilla bayeta y el zapato de cuero con lazadas de galón azul; ciñe su cuello la gargantilla de filigrana, y cubre sus hombros el pañuelo de blan­ca muselina, prolijamente raméado. Cuando con estas bizarras ropas salen a bailar la tradicional muñeira, dan­za nacional desde mucho antes de los remotos tiempos en que guerrillas ga­llegas y lusitanas auxiliaban a Aníbal y contrastaban el poder de Roma, es imposible imaginar más regocijado y pintoresco, golpe de vista: pasan las mujeres, bajos y entornados los ojos, la trenza al viento, arrebolada la tez, movido el dengue por la oscilación del seno, rozando unas con otras las ye­mas de los dedos, el pie hiriendo blan­damente la tierra, en cadencioso girar, arremolinándose a cada vuelta del cuer­po las sayas multicolores, mientras la gaita exhala sus sonidos agrestes y melancólicos, graves o agudos, pero siempre penetrantes, y el tamboril apresura la repercusión de sus notas secas y estridentes, y la pandereta lanza sus carcajadas melodiosas, y los co­hetes aran con surcos de luz el cielo y caen disolviéndose en lágrimas de oro y carmín.
Pero cada día escasea más este es­pectáculo. Trajes, danzas, costumbres y recuerdos van desapareciendo como antigua pintura que amortiguan y bo­rran los años. A la muñeira sustitu­ye el agarradiño, grotesca parodia de la polea húngara y del vals germánico; a las sayas de grana y bayeta, el falde­llín de estampado percal francés; al dengue, el mantón; a las trenzas, la «moña», tamaña como un rosquete de pan; el villanesco zapato de cuero, la charolada botita..., y en breve será pre­ciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y fieras montañas para encontrar un tipo que tenga olor, co­lor y sabor genuinamente regional.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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