Cuando Severo Llamas, en la edad más florida, abandonó la casa de sus
padres yendo a estudiar en la
Universidad de Madrid la carrera de Filosofía y Letras,
sucediole una aventura casi vulgar en el camino carretero de su pueblo a la
estación del ferrocarril. Y fue que en el patio de una venta, donde se paró
deseoso de echar un trago de rioja clarete y picante, vio arrimados a un poyo,
trasegando vasos del mismo vinillo, a un gitano viejo y una gitana moza
garrida, los cuales le convidaron. No era Severo hombre que se dejase ganar por
la mano en asuntos de cortesía, y se dio prisa a avisar al ventero de que
corría de su cuenta el gasto. Sacaron mesa, jarros y copas, amén de un queso
medianamente duro, y el estudiante y los dos egipcios refrescaron allí en amor
y compaña. Miraba Severo a la gitanilla, y le cosquilleaban en el corazón los
ojos negrísimos, los labios pálidos con el húmedo nácar de los dientes, la tez
de raso obscuro y la sandunga zalamera del hablar de aquella ninfa. En cambio,
al volverse hacia el gitano, veía una jeta de caricatura, una boca de puchero
desportillado, unas pupilas malignas detrás de un matorral de cerdas grises.
Sostenía la gitana una clavellina en el canto de la boca, y como al despedirse
Severo le pidiese la flor, el carcamal exclamó con énfasis que también él
quería su correspondiente regalo al caballero estudiante: y sacando de la faja
una roñosa lima de acero, la ofreció al mozo. «Misté -advirtió- que esta
limilla no es como toas las limas del mundo, ¡quia! Si su mercé tiene algún
quebraero de cabeza o algún disgustaso..., se pasa su mercé la lima muchos días
seguíos por el cuerpo... y curao; na, que no vuelve a darle fatiga nunca».
Severo se rió, guardando la lima antes por buena crianza que por otra
cosa, y, despedido, siguió su viaje, durante el cual más de una vez le
volvieron a la imaginación los ojos de sombra y los dientes nacarados de la
gitanilla de la venta, recuerdo que se avivó al llegar a Madrid, quitándole el
sentido y despertándole una sed hidrópica, que a su parecer sólo podía
estancarse en aquella humedad y frescura de los descoloridos labios. Empezó tan
insensato afán a apretarle mucho, y ya desatinado, tenía resuelto salir en
busca de la gitana, cuando a la desesperada, y por superstición, se le ocurrió
ensayar el remedio de la lima. Buscó en el fondo de su bolsillo el instrumento,
y se dedicó a pasarlo por el cuerpo mañana y noche. Al pronto no advirtió
ningún alivio, pero corridos ocho o diez días notó con gozo que se le iba
aquietando el corazón, y que ya le gustaba mirar a mujeres que no eran la
gitanilla, y conversar con ellas y requebrarlas. Y al mes justo de pases de
lima, Severo se halló curado del todo, sin acordarse más de la gitana que de su
abuela.
Terminados con lucimiento sus estudios, se dio Severo a la política,
caldeada la cabeza, persuadido de que ciertos males que todos lloran podrían
remediarse al aplicar él su conato y bríos al beneficio de la cosa pública. En
periódicos, asambleas, reuniones y clubs derrochó elocuencia y energía el mozo,
logrando hacerse centro de un grupo animado de más patrióticos deseos,
determinado a seguir a su jefe hasta cualquier extremo y fin, pronto a la
acción y a la lucha. Manifestaba Severo en sus discursos principios de catoniana
rigidez, y al exponerlos le encendía fiebre entusiasta, calentura generosa y
nobilísima que le incitaba a cerrar contra los abusos y las iniquidades y le
movía a fustigarlas con recio látigo. La recién adquirida popularidad le exaltó
más todavía, y habiendo sido elegido diputado, su indignada censura se explayó
violenta y sin eufemismos, hiriendo en mitad del pecho a algún personaje
poderoso. Entonces se levantó una cruzada contra Severo. A medida que su nombre
rompía la obscuridad, sus palabras adquirían peso, relieve, mordiente, fuerza,
alcance a distancia. Lo que dicho por otro no suscitaría protestas, dicho por
él levantaba ampolla; y el reguero de pólvora cundía, y Severo se hallaba sobre
un foco de incendio.
Furiosos los atacados, no repararon en arbitrios para la defensa.
Dedicáronse a rebuscar en los antecedentes, en la familia y en el ayer de
Severo Llamas alguna de esas historietas que ofrecidas por comidilla a la
malignidad la enconan y soliviantan para que se alce goteando ponzoña; y encontraron,
porque siempre se encuentra, aun en el pasado más puro, aun en la más honrada
familia, algo que, interpretado y comentado por el odio, resulte infamante.
Y Severo, herido en lo íntimo, en sus más sagrados afectos y ternuras,
en lo que en el alma le dolía, contrajo pasión de ánimo creyéndose sin honra,
pensando leer en cada rostro y en cada frase cruel alusión a su imaginaria
vergüenza. A tal extremo llegó su cavilosidad, que no conciliaba el sueño y
había perdido enteramente el apetito y el buen humor.
Y al convencerse de que sufría, de que atravesaba un período de
abatimiento y casi de desesperación, acordose Severo otra vez de la lima del
gitano, y sacándola del estuche de terciopelo en que agradecido la conservaba,
la pasó reiterada y diariamente por el cuerpo. A los quince días comenzó a
notar gran mejoría; y como en estas afecciones morales mejorar es sanar, poco
tardó en volver a su espíritu la calma. Pensó que tan amargo mal le había
venido por meterse a redentor y explanar con independencia viril sus
convicciones; decidió usar también la lima para templar aquella vehemencia de
sentimientos y aquel celo inconsiderado por el bien general. La lima, en
efecto, hizo su oficio, y Severo fue aquietándose, perdiendo vapor, viéndose
libre de sus accesos de atonismo y sus arranques de virtud batalladora. Arriba
y abajo la lima, vuelta y dale. Severo se reconciliaba más con la realidad y las impurezas que la
acompañan. Y bien limado, acabó por encontrar que todo sucedía como debía
suceder, sin que cupiese arreglarlo de distinto modo, ni mejorarlo ni variarlo
en un ápice.
Desde entonces Severo tomó la vida como tomarse debe. A cada problema, a
cada trance crítico, a cada desengaño, a cada caída del cielo, Severo agarraba
su lima bienhechora, y pase va y pase viene, se administraba el soberano
medicamento de la indiferencia. Si algo le convenía, lo dejaba correr; pero el
resto lo limaba con persistencia, hasta suprimirlo, raerlo y hacerlo polvillo
impalpable. La lima iba poco a poco quitándole a Severo cuanto estorbarle
podía, cuanto significaba, según la frase del gitano, «quebraeros de cabesa». Y
Severo de continuo elevaba acciones de gracias al gitano aquel, que le había
resuelto cuantas dificultades complican la existencia, quitándole el hipo y el
flato del ideal...
Ansiaba Severo volver a tropezarse con el gitano, a fin de besarle las
manos reconocido y proclamarle el mayor sabio del orbe. Siempre andaba
avizorando por si en algún sitio descubría la ridícula jeta, la desportillada
boca y los malignos ojos emboscados tras las cerdas grises de jabalí del
donante de la milagrosa lima.
Con este afán, una noche en que había cenado fuerte, al acostarse,
rendido de cansancio y pesado de cabeza, pareciole que se iluminaba su
dormitorio, y que en blanco fondo, como de escenario de linterna mágica, se
aparecía un viejo caduco idéntico al gitano en la catadura, aunque muy
diferente en la indumentaria. En vez del puntiagudo sombrero de catite, el
pañuelo liado a la cabeza, la chaqueta de alamares, la faja y los zahones,
llevaba la aparición por única vestimenta un paño gris como los sudarios
polvorientos; por arma, una guadaña en la diestra; por emblema, en la
siniestra, una clepsidra. ¡Era el Tiempo, el Tiempo a la vez volador, lento y
glacial, el que todo lo desgasta, el que todo lo carcome y disipa, el que trae
en una misma bolsa el dolor y el consuelo!
Y a la mañana siguiente Severo Llamas, pensativo, corrió a mirarse al
espejo, y viéndose decaído, canoso, atropellado -viejo también, en suma, se
explicó perfectamente las misteriosas virtudes de la lima, y agarrándola
tardíamente airado, la arrojó por la ventana.
Blanco y Negro, núm. 436,
1899
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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