Parecíase la familia de don Donato
López a las demás familias burguesas que gozan de la consideración pública y
respetan la ley y las fórmulas en que se sustenta, como torre de hierro en
postes de caña, la sociedad.
López figuraba
entre la gente de sanas ideas, y no daba cuartel ni a las doctrinas
disolventes, ni a la impiedad en materia religiosa. La señora de López y sus
hijas frecuentaban los templos, solían contribuir para el culto y, como crecían
sinceramente, sinceramente reprobaban a los incrédulos. A su padre le
profesaban respeto sagrado, persuadidas de que la rectitud y la moralidad
inspiraban sus enseñanzas y sus acciones, y de que era modelo de ciudadanos y
de hombres de bien. Al practicar estaban ciertas de seguir el impulso de un
jefe de familia cristiano. Cuando volvían de oír sermón o misa, de visitar a
los pobres o de compartir las tareas de las socias del Roperito, las niñas de
López se agrupaban contentas alrededor de papá, y éste, después de preguntar y
aprobar, las acariciaba, chanceándose con ellas y sintiéndose, allá en su
interior, muy bondadoso, muy perfecto.
Acostumbraba don
Donato López desayunarse con un par de huevos pasados, y los quería siempre
bien en punto, ni tan cocidos que estuviesen duros, ni tan crudos que la clara
no se adhiriese, cuajada y suave, al cascarón. Sabía ya la cocinera el modo de
lograr este difícil término medio, y don Donato saboreaba gustoso el desayuno
sano y frugal.
Sucedió que la
cocinera fue despedida por no sé qué sisas extraordinarias, y los huevos
pasados comenzaron a venir ya sólidos, ya mocosos, jamás como le gustaban al
señor de López. Al ver a su padre enojado y rehusando el desayuno, Enriqueta,
la mayor de las niñas, compró una maquinilla de las llamadas «infiernos», que
se ceban con alcohol, y haciendo hervir el agua, se dispuso a pasar los huevos
ella misma, en la mesa del comedor, no sin preguntar a López cómo debía
proceder para conseguir el resultado apetecido.
-Hay que rezar
tres credos -contestó el padre, y al acabar de rezarlos están los huevos
perfectamente pasados, ni de menos ni de más.
Don Donato
López, que también se reía, por seguir la broma emprendió la tarea de recitar
la oración: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y la Tierra ; en Jesucristo, su
único Hijo...»
Y al llegar
aquí, igual que si hubiese llegado el punto de darle garrote, don Donato no
pudo continuar: no recordaba ni una sílaba más; un sudor de congoja le
humedeció el pelo. Las frases del olvidado símbolo de la fe, aunque parecían
despertarse y bullir dispersas allá en el fondo de su memoria, no acudían a su
lengua torpe. Sintió que se ponía rojo, muy rojo, mientras Enriqueta, que le
miraba fijamente, había dejado de reír, y palidecía, sin acertar a sostener el
rabo del cacillo para que no se derramara el agua hirviente...
Y como los niños
chicos carecen de prudencia, Laurita, gordinflona de nueve años, soltó la
carcajada y gritó:
Arco Iris, 1896.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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