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lunes, 6 de enero de 2014

La comedia piadosa - Cap IV. Los huevos pasados

Parecíase la familia de don Donato López a las demás familias burguesas que gozan de la consideración pública y respetan la ley y las fórmulas en que se sustenta, como torre de hierro en postes de caña, la sociedad.
López figuraba entre la gente de sanas ideas, y no daba cuartel ni a las doctrinas disolventes, ni a la impiedad en materia religiosa. La señora de López y sus hijas frecuentaban los templos, solían contribuir para el culto y, como crecían sinceramente, sinceramente reprobaban a los incrédulos. A su padre le profesaban respeto sagrado, persuadidas de que la rectitud y la moralidad inspiraban sus enseñanzas y sus acciones, y de que era modelo de ciudadanos y de hombres de bien. Al practicar estaban ciertas de seguir el impulso de un jefe de familia cristiano. Cuando volvían de oír sermón o misa, de visitar a los pobres o de compartir las tareas de las socias del Roperito, las niñas de López se agrupaban contentas alrededor de papá, y éste, después de preguntar y aprobar, las acariciaba, chanceándose con ellas y sintiéndose, allá en su interior, muy bondadoso, muy perfecto.
Acostumbraba don Donato López desayunarse con un par de huevos pasados, y los quería siempre bien en punto, ni tan cocidos que estuviesen duros, ni tan crudos que la clara no se adhiriese, cuajada y suave, al cascarón. Sabía ya la cocinera el modo de lograr este difícil término medio, y don Donato saboreaba gustoso el desayuno sano y frugal.
Sucedió que la cocinera fue despedida por no sé qué sisas extraordinarias, y los huevos pasados comenzaron a venir ya sólidos, ya mocosos, jamás como le gustaban al señor de López. Al ver a su padre enojado y rehusando el desayuno, Enriqueta, la mayor de las niñas, compró una maquinilla de las llamadas «infiernos», que se ceban con alcohol, y haciendo hervir el agua, se dispuso a pasar los huevos ella misma, en la mesa del comedor, no sin preguntar a López cómo debía proceder para conseguir el resultado apetecido.
-Hay que rezar tres credos -contestó el padre, y al acabar de rezarlos están los huevos perfectamente pasados, ni de menos ni de más.
Riéronse las muchachas de la receta, y la mayor exclamó:
-Pues rece usted, papá, mientras yo cuido de echarlos y sacarlos a tiempo. ¡A ver!
Don Donato López, que también se reía, por seguir la broma emprendió la tarea de recitar la oración: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y la Tierra; en Jesucristo, su único Hijo...»
Y al llegar aquí, igual que si hubiese llegado el punto de darle garrote, don Donato no pudo continuar: no recordaba ni una sílaba más; un sudor de congoja le humedeció el pelo. Las frases del olvidado símbolo de la fe, aunque parecían despertarse y bullir dispersas allá en el fondo de su memoria, no acudían a su lengua torpe. Sintió que se ponía rojo, muy rojo, mientras Enriqueta, que le miraba fijamente, había dejado de reír, y palidecía, sin acertar a sostener el rabo del cacillo para que no se derramara el agua hirviente...
Y como los niños chicos carecen de prudencia, Laurita, gordinflona de nueve años, soltó la carcajada y gritó:
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven! ¡Ay, qué guasa! ¡Papá no sabe el Credo!


Arco Iris, 1896.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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