Temporada fatal
estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una serie de
circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía mal, todo
fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes y la tierra
se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su alma,
deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le abrumaba
no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su imaginación
fecunda.
Acababa de
romper relaciones con una mujer a quien no amaba: aquello principió por una
comedia sentimental, y duró entre una eternidad de tedio, el cansancio
insufrible del actor que representa un papel antipático, que ya va olvidando,
de puro sabido, en un drama sin interés y sin literatura. Y, no obstante,
cuando la mujer mirada con tanta indiferencia le suplantó descaradamente y le
hizo blanco de acerbas pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una
de esas amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin
querérselo confesar, descontento de sí, rebajado a sus propios ojos, saturado
de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata grata convicción
de que su mente ya no volvería a crear obra de arte, ni su corazón a destilar
sentimiento.
Sí: Fausto se
imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos tienen horas en que la
frialdad que advierten los induce a dudar de su propia fe, los artistas
desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes, paralíticos, muertos.
Recluido en su
gabinete, Fausto llamaba a la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la
chimenea, exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del
cortinaje: la infiel no acudía a la cita, y Fausto, con la frente calenturienta
apoyada en la palma de la mano -actitud familiar para todos los que han luchado
a solas con el ángel rebelde, no sentía fluir ni una gota del manantial
delicioso; sólo veía rosas negras, áridos arenales caldeados por el sol del
desierto.
En aquellos
momentos de agonía, su conciencia le acusaba diciéndole que la decadencia del
artista procedía del indiferentismo del hombre; que la poesía no acude a los
páramos, sino a los oasis, y que si no podía volver a animar, tampoco podría
volver a aparear versos, como quien unce parejas de corzas blancas al mismo
carro de oro.
Las mujeres que
le habían burlado y abandonado eran, sin duda indignas de su amor; pero tampoco
él, Fausto, el poeta, el soñador, el ave, se había tomado el trabajo de
quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era el alma ajena, era
su alma. Quien sólo ofrece llanuras candentes y peñascales yermos, no extrañe
que el viajero cansado no se siente a reposar, ni quiera dormir larga y dulce
siesta, como la que se duerme a la sombra de las palmeras verdes, al lado del
fresco pozo...
Paseábase Fausto
una tarde de septiembre, a pie y sin objeto, por una de las solitarias rondas
madrileñas, y al borde de un solar cercado de tablas divisó grupos de gente que
examinaba, con muestras de vivísimo interés, algo caído en el suelo. Las
cabezas se inclinaban, y del corro salían exclamaciones de lástima y
admiración. Fausto iba a pasar sin hacer caso; pero una sensación indefinible
de curiosidad cruel le empujó al remolino. Pensó que la realidad es madre de la
poesía, y que a veces del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No
sin algún trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo
que causaba el asombro de aquel gentío humilde.
Sobre la hiedra
enteca y mísera que a duras penas brotaba del terreno arcilloso, yacía tendida
una mujer joven, de sorprendente belleza. La palidez de la muerte, y esa
especie de misteriosa dignidad y calma que imprime a las facciones, la hacían
semejante a perfectísimo busto de mármol, y el ligero vidriado de los árabes
ojos no amenguaba su dulzura. El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de
terciopelo mate la faz, y la boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de
nácar entre los descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en
el cuerpo de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba
echada de lado. Una faja de lana unía su cintura a la de un mocetón feo y
tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había roto el
cráneo. Sin duda, en la agonía de los dos enamorados la faja debió de
aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha, y el mozo a la
izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.
Con mezcla de
piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los guardias de Orden
Público comentaban el trágico suceso. Tratábase de un doble suicidio,
concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto del mozo en una taberna
la noche anterior.
La oposición de
los padres de ella, las malas costumbres de él y el haber caído soldado, eran
la causa. Ella no podía resignarse a la separación. Ella misma, la mujer
apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición estúpida por
el hombre celoso y feroz. Morir, irse abrazados a donde Dios dispusiese; no
apartarse ya nunca; pese a quien pese, desposarse en el ataúd...
Sin dilación
adquirió el revólver, y después de una mañana que pasaron juntos almorzando en
un ventorro, los dos amantes se habían recogido al extraviado solar, donde,
arrollando primero la faja del mozo alrededor de ambas cinturas, ella había
tendido con sublime confianza el seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el
corazón el cañón del arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún
conservaba fija en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar
entre los descoloridos y puros labios!
Por la noche, al
retirarse Fausto a su casa, percibió una fiebre singular que conocía de
antemano, pues solía experimentarla cada vez que se renovaba su ser con afectos
nunca sentidos. Semejante excitación nerviosa, señalaba, como la manecilla del
reloj, las etapas sucesivas de su vida moral. La alegría extremada, la pena
vehemente e inconsolable se anunciaban igualmente para Fausto con un
desasosiego raro, una turbación del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se
aquieta y desmaya hasta el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en
la cama; no podía apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y
mientras volvía a ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los
amantes que, abrazados, emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso de
rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos sonoros,
ascendía de su corazón palpitante a su cerebro, y bajaba después, a manera de
corriente impetuosa, a su mano, impaciente ya de asir la pluma...
Lo más raro de
todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana al ciego Destino. La
hermosa niña que había recibido en el seno izquierdo la bala, no estaba
enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, del perdulario soez que descansaba a
su lado, y que la amarró con la faja antes de darle muerte. No; el predilecto
de aquella mujer que sabía querer y morir; el que antes de asesinarla había
aspirado el aliento de su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por
fin encontraba su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la Tierra , sellando con el
sello de lo irreparable tan magnífica pasión.
¿Quién duda que
sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción sublime, merecía haberla
inspirado? Corrigiendo la inepcia de los hechos, despreciando la vana
apariencia de lo real, Fausto recogía para sí la ardiente flor amorosa, la flor
de sangre sembrada en el erial de la ronda madrileña. El era el compañero de
aquella muerta que sonreía; él era quien había apoyado el revólver sobre el
impávido seno de la heroína, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de
la muerte que une eternamente, sin separación posible, a los que quisieron con
delirio... Y la sugestión apretó tanto, que Fausto arrojó las sábanas, encendió
luz y empezó a emborronar papel...
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Tal fue el
origen del poema Juntos, el mejor timbre de gloria de Fausto, lo que
consagrará ante la posteridad su nombre, porque Juntos es (lo afirma la
crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se comprende que está
escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde a penas y goces no
fingidos, a algo que no se inventa, porque no puede inventarse.
«El Imparcial», 12 febrero 1894.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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