Ni los años ni los corrimientos
habían ofendido demasiadamente la hermosura de doña Petra Regalado Sanz, a
quien conocía por Regaladita la buena sociedad de Marineda. De un
cabello negro como la pez, aún quedaban abundantes residuos entrecanos,
peinados con el arte en sortijillas; de un buen talle y de unas lozanas carnes
trigueñas, una persona ya ajamonada y repolluda, pero muy tratable, como dicen
los clásicos; de unos ojuelos vivos y flechadores, «algo» que aún podía
llamarse fuego y lumbre; de unas manitas cucas, otras amorcilladas, pero
hoyosas y tersas como rasolíes. Con tales gracias y prendas, no cabe duda que Regaladita
estaba todavía capaz de dar un buen rato al diablo y muchisímas desazones al
ángel custodio: por fortuna (apresurémonos a declararlo, no le ocurra al lector
a sospechar de la honestidad de nuestra heroína), Regaladita no pensaba
en tal cosa, sino muy al contrario, como veremos, y con altísimos y cristianos
pensares.
Era viuda, de
marido que, por vivir poco, no molestó en extremo, aunque sí lo bastante para
que Regaladita le cobrase cierto asquillo a la santa coyunda y se
propusiese no reincidir. Disfrutaba una rentita modesta en papel del Estado,
suficiente para el desahogo de una señora «pelada», como ella decía. Cortaba el
cupón apaciblemente, y ni la apuraban malas cosechas, ni emigraciones, ni
desalquilos, ni impuestos, ni litigios, ni otros inconvenientes que traen a mal
traer a los propietarios de fincas rústicas y urbanas. En cambio, las
alteraciones del orden público y de la paz europea solían causarle jaqueca y
flato. Cuando sus amigas veían a Regaladita con ruedas de patata en las
sienes, ya se sabe: echaban la culpa a Ruiz Zorrilla o al emperador de
Alemania.
Mas no por eso
se crea que la vida de Regaladita se deslizaba como manso arroyuelo,
exenta de cuidados y de aspiraciones y de poéticas nostalgias. ¡Ah, eso no! Regaladita
no se daba por contenta con su «pasar» decoroso, su vivienda abrigada como un
nido, sus buenas relaciones y sus frecuentes goces de vanidad al verse más
conservada que manzana en el frutero. Regaladita, allá en lo recóndito
de su corazón, acariciaba un sueño ambicioso, inverosímil... ¡Nada menos que el
de llegar a santa!... ¡Santa a estas alturas!
Penitencia
asidua del padre Incienso, todos los sábados, al arrodillarse al pie de la
rejilla, manifestaba Regaladita a su confesor firmes y ardientes
propósitos de avanzar por el camino de la perfección espiritual, y de tratar
rigurosamente al asno, o sea al cuerpo antojadizo y goloso. Entiendan, señores,
por Dios, que los antojos del asno de Regaladita no eran antojos de ésos
que abochornan. La idea de ciertos feísimos pecados ni cruzaba por su mente.
Las tentaciones de sensualidad que Regaladita combatía con amazónico
denuedo tenían por causa algún plato sabroso, algún sorbo de rancio jerez,
paladeado con morosa delectación: algún abrigo «pintado» que su dueña miraba de
frente y de espalda, combinando dos espejos con pueril coquetería; algún par de
guantes superfluo, cuyo importe estaría mejor empleado en bonos de la Sociedad de San Vicente;
alguna butaca mullida en que se arrellanaba con sobrado gusto para que fuese
inocente la complacencia.
El padre
Incienso, jesuita avisado y perito en achaques de escrúpulos y conatos de
santidad, sonreía con indulgencia, allá para su faja, siempre que Regaladita,
con harto sobrealiento por lo incómodo de la postura, le confiaba sus ardientes
anhelos de «padecer o morir».
«Muy fondona y
acolchada estás tú para echarla de ascética -pensaba el discreto confesor,
calmando, lo mejor que sabía, por medio de exhortaciones llenas de profunda
sensatez, aquel místico afán-. Vamos a ver: ¿por qué se me aflige usted tanto?
¿Por qué en casa de Veniales repitió de la perdiz estofada y se chupó los
dedos? ¡Valiente pecado, hija!... Le voy a poner a usted de penitencia que se
coma una patita más para otra vez... Pero ¿cómo le he de decir a usted que la
acción de comer es de suyo indiferente, y hasta loable cuando se tiende a
reparar las fuerzas y a conservar la salud?...»
No se daba por
convencida la pecadora, y escarbando más y más en la conciencia, sacaba otras
faltillas que, a fuerza de argucia, disfrazaba de gravísimas infracciones a la
ley de Dios.
-No diga usted,
padre; es usted demasiado bueno; yo soy terrible, porque no hago sino
disparates. El vestido que compré ayer cuesta a cinco pesetas la vara, y en la
tienda había telas que aparentaban lo mismo y sólo costaban a tres y media.
Pude ahorrarme eso... para los pobres. ¡Ya ve usted si hice mal!
-No, hija
-contestaba el padre Incienso sin alterarse. No hizo usted mal; la tela que ha
comprado será de más duración, y también más conforme a su posición de usted en
el mundo. Son motivos atendibles. No ha de andar usted metida en un saco.
-Padre
-murmuraba otras veces la devota, ha de saber que anteanoche en casa de la
marquesa de Veniales, se bailó el vals, y el secretario del Gobierno civil
resbaló y fue a dar de narices contra el biombo. Las muchachas se rieron, pero
yo me reía más que todas...
-No me parece
caritativo, y bueno será que usted se contenga para no ofender ni herir a
nadie; sin embargo, tampoco veo ahí motivo para desconsolarse e hipar ahora...
-Sí, señor; que
lo hay... Porque ya sabe usted que quiero ser mejor todos los días, y que no
viviré tranquila hasta que llegue a conseguir...
-Lo que han
conseguido otras -contestaba Regaladita, bajando los ojos ante la mirada
perspicaz y un poquito irónica del padre.
-Hija mía
-advertía éste sin descomponerse y en tono melifluo-, ya le he dicho a usted
que eso es... ambicionar demasiado, y ociosidades; dispén-seme usted la
expresión. Conténtese con ser lo que está siendo: una buena señora, que vive
cristianamente, sin ofender a Dios en cuestiones de ésas que..., que le ofenden
muchísimo, aunque las pueda absolver este tribunal, como usted sabe. Yo no la
considero a usted perfecta y, sin embargo, sólo le pido que se vaya sosteniendo
como hasta aquí, o un poquito más, pero sin esos píos de santidades. Créame
usted a mí, yo la conozco. Recuerde usted, hija mía, lo que se cuenta de las
santas, y cómo vivieron, y lo que tuvieron que hacer para alcanzar la santidad
dichosa. Ayunos, cilicios, mortificaciones de todas clases, penitencias
durísimas. ¡Si usted se impusiese un día nada más lo que ellas se imponían a
diario, enfermaría usted de peligro, no lo dude! Represéntese usted lo que es
llevar a raíz de la carne un cinturón con púas de hierro; piense en un mendrugo
de pan añejo, aderezado con ceniza; imagínese una noche en oración, de rodillas
y con los brazos en cruz; suponga por cama una tarima, y por cabezal un
guijarro.
Regaladita se estremecía al escuchar tan
terrorífica pintura; parecíale sentir en las costillas y en los muslos
mordeduras de férreos garfios, y en el paladar sabor a ceniza y berzas sin sal
ni otro condimento. Una voz burlona susurraba a su oído: «¡Atrévete, cobarde,
comodona, golosa; atrévete con esos pinchos y esas camas de piedra!» Y
compungida, y casi con ganas de hacer pucheros, balbució:
-¡Quién sabe,
padre! Tal vez sirviese yo para todo eso y mucho más... Usted no me permite
nunca que ensaye... ¡No quiere usted que gane coronas en el cielo...!
-¡No, hija, por
Dios! Si yo no se lo prohíbo a usted -dijo el padre con socarronería
dulcísima. Puesto que siente usted fervores, no ha de ser su confesor quien la
desanime: nada de eso. Le recomiendo, sí, la prudencia...; pero no me opongo.
¡Qué me había de oponer! ¿Desea usted imitar a los santos? Pues enhorabuena,
hija; yo la aprobaré, yo me complaceré en sus glorias y merecimientos. No
desoiga más la voz de lo alto: empiece, hija, empiece esa tanda de maceraciones
que han de igualarla con Santa Catalina, Santa Clara y la Venerable Emmerich...
¡Ea! Desde mañana, libertad para obrar como guste: permiso amplio. ¿Que hábito
de estameña? Pues hábito de estameña. ¿Que ayuno? Pues al traspaso. ¿Que
cilicio? Un rallador debajo del corsé. ¿Que disciplinas? Yo le puedo prestar
unas de alambre; las usó mi maestro, el padre Celís, que, según opinión
piadosa, estará en la gloria pidiendo por nosotros...
No supo Regaladita
discernir si era chunga o si hablaba formalmente el confesor: y la sospecha de
que fuesen delicada burla las palabras del padre acrecentó las ganas de
martirio y el propósito de asombrarle, el sábado próximo, con alguna estupenda
muestra de santidad.
Lo primero,
determinó Regaladita desbaratar su gracioso peinado y sustituirlo por
una castaña y dos cortinillas. Llamó a la costurera, y quitando los faralaes a
un vestido negro de lana, lo dejó liso y propio para la nueva vida devota. Se
lo puso, y como aún sintiese tentaciones de mirarse al espejo, se pegó un suave
pellizco para acostumbrarse a prescindir del profano mueble. En la comida
suprimió el vino, y como trajesen croquetas muy doradas, su plato predilecto,
entornó los ojos, y con una constricción del paladar, que le llenó la boca de
saliva, las rechazó con la mano. Sólo comió del cocido y una miaja de queso.
«Esto del queso lo suprimiré mañana. Hay que ir poco a poco», pensó. De noche,
al retirarse, tenía determinado rezar de rodillas una hora u hora y media lo
menos. Arrodillóse al pie de la cama, que la criada dejaba entreabierta, y
emprendió la tarea con buen ánimo. Los tres primeros dieces del rosario iban
sobre ruedas; al cuarto, la blancura de las sábanas distrajo a Regaladita;
al quinto, el hueco que esperaba por su humanidad la atrajo como al náufrago el
remolino; se levantó, se desabrochó la ropa, la dejó resbalar al suelo... y se
tendió a la larga, subiendo hasta la barbilla la colcha y el edredón, y
suspirando voluptuosamente... Aquella noche hacía un frío siberiano.
A la mañana se
despertó soñolienta, calentita, avergonzada, y más ansiosa que nunca de
realizar grandes y heroicas mortificaciones del asnillo. Un incidente casual le
sugirió singular idea, penitencia nunca leída en la historia de ninguna santa.
Sucedió que la costurera, mujer parlanchina y sencillota, hubo de referir cómo
una hermana que tenía, cigarrera por más señas, se había ofrecido, por la salud
de un hijo, a visitar a pie el santuario de La Guardia ; y no sólo a pie,
sino calzando zapatos llenos de arena... El santuario de La Guardia dista de Marineda
dos leguas de áspero camino.
«¡Yo haré más,
mucho más! -pensó Regaladita. Ya verá el padre Incienso lo que es
bueno. Perfeccionar a ese rasgo de devoción.»
En efecto, el
sábado, al postrarse en el conocido rincón de la iglesia de San Efrén, la
señora, ufanísima, manifestó a su director que, aparte de varias privaciones y
maceraciones ejercitadas en la semana, tenía resuelto oír misa en el santuario
de La Guardia ,
el domingo, llegando a él por su pie, y habiendo metido previamente en las
botas media docena de garbanzos, con la cual iría en un potro y castigaría bien
sus instintos de deleite y molicie.
-Pues hija
-respondió el confesor, me parece un disparate. ¡No dará usted un paso
llevando los pies así; se caerá usted redonda! Guíese por mí, y no lo intente
siquiera.
-No, hija, no...
la esperanza, nunca. Le represento a usted los inconve-nientes, y le aconsejo
desista de su empresa, que me parece temeraria. Es lo único que hago.
-Pues entonces
no hay más que decir. Ya me contará usted el sábado cómo llegó a La Guardia.. ., si es que el
sábado no está coja, patitiesa y asistida de médicos.
No estaba coja,
sino más lista que nunca, el sábado siguiente la confesada del padre Incienso.
Al verla tan ágil, arrodillándose viva y pizpireta, el jesuita, lleno de
curiosidad, se inclinó, prescindiendo de las acostumbradas fórmulas, y
preguntando aprisa, con interés extraordinario:
-Padre, milagro
no... Porque verá usted... Yo... Mire usted... ¡No se ría! Como los garbanzos
me lastimaban tan horriblemente..., que no podía... dar un paso sin desmayarme
de dolor..., se me ocurrió... cocerlos..., y después de cocidos... ya marchó
todo... como una seda... ¡como una seda..., Padre!
La
Ilustración Artística , núm. 551, 1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario