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lunes, 6 de enero de 2014

La comedia piadosa - Cap I. Casuística

Ni los años ni los corrimientos habían ofendido demasiadamente la hermosura de doña Petra Regalado Sanz, a quien conocía por Regaladita la buena sociedad de Marineda. De un cabello negro como la pez, aún quedaban abundantes residuos entrecanos, peinados con el arte en sortijillas; de un buen talle y de unas lozanas carnes trigueñas, una persona ya ajamonada y repolluda, pero muy tratable, como dicen los clásicos; de unos ojuelos vivos y flechadores, «algo» que aún podía llamarse fuego y lumbre; de unas manitas cucas, otras amorcilladas, pero hoyosas y tersas como rasolíes. Con tales gracias y prendas, no cabe duda que Regaladita estaba todavía capaz de dar un buen rato al diablo y muchisímas desazones al ángel custodio: por fortuna (apresurémonos a declararlo, no le ocurra al lector a sospechar de la honestidad de nuestra heroína), Regaladita no pensaba en tal cosa, sino muy al contrario, como veremos, y con altísimos y cristianos pensares.
Era viuda, de marido que, por vivir poco, no molestó en extremo, aunque sí lo bastante para que Regaladita le cobrase cierto asquillo a la santa coyunda y se propusiese no reincidir. Disfrutaba una rentita modesta en papel del Estado, suficiente para el desahogo de una señora «pelada», como ella decía. Cortaba el cupón apaciblemente, y ni la apuraban malas cosechas, ni emigraciones, ni desalquilos, ni impuestos, ni litigios, ni otros inconvenientes que traen a mal traer a los propietarios de fincas rústicas y urbanas. En cambio, las alteraciones del orden público y de la paz europea solían causarle jaqueca y flato. Cuando sus amigas veían a Regaladita con ruedas de patata en las sienes, ya se sabe: echaban la culpa a Ruiz Zorrilla o al emperador de Alemania.
Mas no por eso se crea que la vida de Regaladita se deslizaba como manso arroyuelo, exenta de cuidados y de aspiraciones y de poéticas nostalgias. ¡Ah, eso no! Regaladita no se daba por contenta con su «pasar» decoroso, su vivienda abrigada como un nido, sus buenas relaciones y sus frecuentes goces de vanidad al verse más conservada que manzana en el frutero. Regaladita, allá en lo recóndito de su corazón, acariciaba un sueño ambicioso, inverosímil... ¡Nada menos que el de llegar a santa!... ¡Santa a estas alturas!
Penitencia asidua del padre Incienso, todos los sábados, al arrodillarse al pie de la rejilla, manifestaba Regaladita a su confesor firmes y ardientes propósitos de avanzar por el camino de la perfección espiritual, y de tratar rigurosamente al asno, o sea al cuerpo antojadizo y goloso. Entiendan, señores, por Dios, que los antojos del asno de Regaladita no eran antojos de ésos que abochornan. La idea de ciertos feísimos pecados ni cruzaba por su mente. Las tentaciones de sensualidad que Regaladita combatía con amazónico denuedo tenían por causa algún plato sabroso, algún sorbo de rancio jerez, paladeado con morosa delectación: algún abrigo «pintado» que su dueña miraba de frente y de espalda, combinando dos espejos con pueril coquetería; algún par de guantes superfluo, cuyo importe estaría mejor empleado en bonos de la Sociedad de San Vicente; alguna butaca mullida en que se arrellanaba con sobrado gusto para que fuese inocente la complacencia.
El padre Incienso, jesuita avisado y perito en achaques de escrúpulos y conatos de santidad, sonreía con indulgencia, allá para su faja, siempre que Regaladita, con harto sobrealiento por lo incómodo de la postura, le confiaba sus ardientes anhelos de «padecer o morir».
«Muy fondona y acolchada estás tú para echarla de ascética -pensaba el discreto confesor, calmando, lo mejor que sabía, por medio de exhortaciones llenas de profunda sensatez, aquel místico afán-. Vamos a ver: ¿por qué se me aflige usted tanto? ¿Por qué en casa de Veniales repitió de la perdiz estofada y se chupó los dedos? ¡Valiente pecado, hija!... Le voy a poner a usted de penitencia que se coma una patita más para otra vez... Pero ¿cómo le he de decir a usted que la acción de comer es de suyo indiferente, y hasta loable cuando se tiende a reparar las fuerzas y a conservar la salud?...»
No se daba por convencida la pecadora, y escarbando más y más en la conciencia, sacaba otras faltillas que, a fuerza de argucia, disfrazaba de gravísimas infracciones a la ley de Dios.
-No diga usted, padre; es usted demasiado bueno; yo soy terrible, porque no hago sino disparates. El vestido que compré ayer cuesta a cinco pesetas la vara, y en la tienda había telas que aparentaban lo mismo y sólo costaban a tres y media. Pude ahorrarme eso... para los pobres. ¡Ya ve usted si hice mal!
-No, hija -contestaba el padre Incienso sin alterarse. No hizo usted mal; la tela que ha comprado será de más duración, y también más conforme a su posición de usted en el mundo. Son motivos atendibles. No ha de andar usted metida en un saco.
-Padre -murmuraba otras veces la devota, ha de saber que anteanoche en casa de la marquesa de Veniales, se bailó el vals, y el secretario del Gobierno civil resbaló y fue a dar de narices contra el biombo. Las muchachas se rieron, pero yo me reía más que todas...
-¿De modo que el interesado lo oyese?
-Yo no sé si lo oiría...
-No me parece caritativo, y bueno será que usted se contenga para no ofender ni herir a nadie; sin embargo, tampoco veo ahí motivo para desconsolarse e hipar ahora...
-Sí, señor; que lo hay... Porque ya sabe usted que quiero ser mejor todos los días, y que no viviré tranquila hasta que llegue a conseguir...
-¿A conseguir... qué?
-Lo que han conseguido otras -contestaba Regaladita, bajando los ojos ante la mirada perspicaz y un poquito irónica del padre.
-Hija mía -advertía éste sin descomponerse y en tono melifluo-, ya le he dicho a usted que eso es... ambicionar demasiado, y ociosidades; dispén-seme usted la expresión. Conténtese con ser lo que está siendo: una buena señora, que vive cristianamente, sin ofender a Dios en cuestiones de ésas que..., que le ofenden muchísimo, aunque las pueda absolver este tribunal, como usted sabe. Yo no la considero a usted perfecta y, sin embargo, sólo le pido que se vaya sosteniendo como hasta aquí, o un poquito más, pero sin esos píos de santidades. Créame usted a mí, yo la conozco. Recuerde usted, hija mía, lo que se cuenta de las santas, y cómo vivieron, y lo que tuvieron que hacer para alcanzar la santidad dichosa. Ayunos, cilicios, mortificaciones de todas clases, penitencias durísimas. ¡Si usted se impusiese un día nada más lo que ellas se imponían a diario, enfermaría usted de peligro, no lo dude! Represéntese usted lo que es llevar a raíz de la carne un cinturón con púas de hierro; piense en un mendrugo de pan añejo, aderezado con ceniza; imagínese una noche en oración, de rodillas y con los brazos en cruz; suponga por cama una tarima, y por cabezal un guijarro.
Regaladita se estremecía al escuchar tan terrorífica pintura; parecíale sentir en las costillas y en los muslos mordeduras de férreos garfios, y en el paladar sabor a ceniza y berzas sin sal ni otro condimento. Una voz burlona susurraba a su oído: «¡Atrévete, cobarde, comodona, golosa; atrévete con esos pinchos y esas camas de piedra!» Y compungida, y casi con ganas de hacer pucheros, balbució:
-¡Quién sabe, padre! Tal vez sirviese yo para todo eso y mucho más... Usted no me permite nunca que ensaye... ¡No quiere usted que gane coronas en el cielo...!
-¡No, hija, por Dios! Si yo no se lo prohíbo a usted -dijo el padre con socarronería dulcísima. Puesto que siente usted fervores, no ha de ser su confesor quien la desanime: nada de eso. Le recomiendo, sí, la prudencia...; pero no me opongo. ¡Qué me había de oponer! ¿Desea usted imitar a los santos? Pues enhorabuena, hija; yo la aprobaré, yo me complaceré en sus glorias y merecimientos. No desoiga más la voz de lo alto: empiece, hija, empiece esa tanda de maceraciones que han de igualarla con Santa Catalina, Santa Clara y la Venerable Emmerich... ¡Ea! Desde mañana, libertad para obrar como guste: permiso amplio. ¿Que hábito de estameña? Pues hábito de estameña. ¿Que ayuno? Pues al traspaso. ¿Que cilicio? Un rallador debajo del corsé. ¿Que disciplinas? Yo le puedo prestar unas de alambre; las usó mi maestro, el padre Celís, que, según opinión piadosa, estará en la gloria pidiendo por nosotros...
No supo Regaladita discernir si era chunga o si hablaba formalmente el confesor: y la sospecha de que fuesen delicada burla las palabras del padre acrecentó las ganas de martirio y el propósito de asombrarle, el sábado próximo, con alguna estupenda muestra de santidad.
Lo primero, determinó Regaladita desbaratar su gracioso peinado y sustituirlo por una castaña y dos cortinillas. Llamó a la costurera, y quitando los faralaes a un vestido negro de lana, lo dejó liso y propio para la nueva vida devota. Se lo puso, y como aún sintiese tentaciones de mirarse al espejo, se pegó un suave pellizco para acostumbrarse a prescindir del profano mueble. En la comida suprimió el vino, y como trajesen croquetas muy doradas, su plato predilecto, entornó los ojos, y con una constricción del paladar, que le llenó la boca de saliva, las rechazó con la mano. Sólo comió del cocido y una miaja de queso. «Esto del queso lo suprimiré mañana. Hay que ir poco a poco», pensó. De noche, al retirarse, tenía determinado rezar de rodillas una hora u hora y media lo menos. Arrodillóse al pie de la cama, que la criada dejaba entreabierta, y emprendió la tarea con buen ánimo. Los tres primeros dieces del rosario iban sobre ruedas; al cuarto, la blancura de las sábanas distrajo a Regaladita; al quinto, el hueco que esperaba por su humanidad la atrajo como al náufrago el remolino; se levantó, se desabrochó la ropa, la dejó resbalar al suelo... y se tendió a la larga, subiendo hasta la barbilla la colcha y el edredón, y suspirando voluptuosamente... Aquella noche hacía un frío siberiano.
A la mañana se despertó soñolienta, calentita, avergonzada, y más ansiosa que nunca de realizar grandes y heroicas mortificaciones del asnillo. Un incidente casual le sugirió singular idea, penitencia nunca leída en la historia de ninguna santa. Sucedió que la costurera, mujer parlanchina y sencillota, hubo de referir cómo una hermana que tenía, cigarrera por más señas, se había ofrecido, por la salud de un hijo, a visitar a pie el santuario de La Guardia; y no sólo a pie, sino calzando zapatos llenos de arena... El santuario de La Guardia dista de Marineda dos leguas de áspero camino.
«¡Yo haré más, mucho más! -pensó Regaladita. Ya verá el padre Incienso lo que es bueno. Perfeccionar a ese rasgo de devoción.»
En efecto, el sábado, al postrarse en el conocido rincón de la iglesia de San Efrén, la señora, ufanísima, manifestó a su director que, aparte de varias privaciones y maceraciones ejercitadas en la semana, tenía resuelto oír misa en el santuario de La Guardia, el domingo, llegando a él por su pie, y habiendo metido previamente en las botas media docena de garbanzos, con la cual iría en un potro y castigaría bien sus instintos de deleite y molicie.
-Pues hija -respondió el confesor, me parece un disparate. ¡No dará usted un paso llevando los pies así; se caerá usted redonda! Guíese por mí, y no lo intente siquiera.
-Dios me ayudará -respondió intrépidamente la futura santa.
-Es que se vendrá usted a tierra sin remedio. ¡Bonita figura hará tumbada en mitad del camino!
-¿Y no puede Dios sostenerme?
-Claro que puede; lo que yo dudo es que quiera.
-Padre, me quita usted la esperanza -murmuró Regaladita, casi llorando.
-No, hija, no... la esperanza, nunca. Le represento a usted los inconve-nientes, y le aconsejo desista de su empresa, que me parece temeraria. Es lo único que hago.
-¿Me lo prohíbe usted?
-Tanto como prohibir..., no. Si ha hecho usted oferta expresa...
-Oferta hice..., y a la Virgen, y con toda formalidad.
-Pues entonces no hay más que decir. Ya me contará usted el sábado cómo llegó a La Guardia..., si es que el sábado no está coja, patitiesa y asistida de médicos.
No estaba coja, sino más lista que nunca, el sábado siguiente la confesada del padre Incienso. Al verla tan ágil, arrodillándose viva y pizpireta, el jesuita, lleno de curiosidad, se inclinó, prescindiendo de las acostumbradas fórmulas, y preguntando aprisa, con interés extraordinario:
-¿Qué tal? ¿Qué tal? ¿Fuimos a La Guardia?
-¡Ya lo creo que fui! -contestó la santa futura.
-¿Y... esos pies?
-Bien...; sin novedad, como siempre.
-¿Y... cumplió usted toda la oferta? ¿Metió los garbanzos?
-¡Sí por cierto!... ¿No había de meterlos, padre, cuando la oferta en eso precisamente consistía?
-¡Hija, parece un milagro! -exclamó el Padre, sorprendidísimo.
-Padre, milagro no... Porque verá usted... Yo... Mire usted... ¡No se ría! Como los garbanzos me lastimaban tan horriblemente..., que no podía... dar un paso sin desmayarme de dolor..., se me ocurrió... cocerlos..., y después de cocidos... ya marchó todo... como una seda... ¡como una seda..., Padre!

La Ilustración Artística, núm. 551, 1892.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)



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