-Alquiló el
cuarto tercero de mi casa, desocupado hacía tiempo -nos dijo el eminente doctor
Sánchez del Abrojo, una señora que me llamó la atención al encontrarla
casualmente en la escalera. Nada tenía, a primera vista, de particular; ni era
guapa ni fea, ni vieja ni joven; vestía de riguroso luto y pasaba como una
sombra, tímida y muda, acongojada por el sobrealiento de la subida. Lo que en
ella me extrañó fue la palidez cadavérica de su rostro. Para formarse idea de
un color semejante, hay que recordar las historias de vampiros que cuentan
Edgardo Poe y otros escritores de la época romántica y servirse de frases que
pertenecen al lenguaje poético; hay que hablar de palidez sepulcral; solo la
muerte da un tono así a una faz humana.
El manto negro
encuadraba y realzaba aquel rostro de cera, y en él observé una expresión
peculiarísima, mezcla de dolor y de satisfacción, de calma y de sufrimiento. Mi
costumbre de ver enfermos me hizo comprender que allí no existía sólo un estado
físico delatado por el calor; reconocí las huellas de algún sacudimiento moral
formidable, los estragos de una catástrofe ignorada, y penetrado de simpatía y
respeto, saludé a mi vecina siempre que nos cruzábamos en la meseta, y le cedí
el pasamanos con especial deferencia y apresuramiento cortés.
Transcurrió una
quincena sin que la viese, hasta que un día la criada de la pálida bajó a
rogarme que visitase a su señora, encarnada y enferma. Subí al tercero y
encontré una vivienda pobre, limpia, glacial. Sin necesidad de tomar el pulso,
reconocí en mi nueva cliente los síntomas de la anemia profunda, cuando ya
ataca los tejidos y produce desórdenes graves. Las piernas hinchadas, la
extremada languidez, el no poder alzar los párpados, eran señales de que
faltaba el jugo vital, licor precioso que reparte por todo el organismo energía
y fuerza.
-Cada quisque
-prosiguió el médico, después de ligera pausa- tiene sus caprichos y sus goces.
Otros coleccionan dijes, baratijas, cuadros, muebles, que avalora su belleza o
su rareza; yo (no por caridad ni por filantropía; por «tema», por mi carácter
tozudo) colecciono vidas; junto resurrecciones... Es para mí deleite refinado
arrancar a la nada su presa... Me complazco en saber que gracias a mí andan por
la calle más de un centenar de personas que ya tenían ganado el puesto en la
sacramental. Ver a la pálida, y prometerme enriquecer con ella mi colección,
fue todo uno. Déjense ustedes -añadió, atajando nuestras manifestaciones- de
elogios que no merezco... Créanme. ¡Si me conoceré yo! Los que nacen para
tenorios se desviven por «una más» en la lista. ¿Se figuran ustedes que en el
fondo hay gran diferencia? No tengo veta de tenorio, pero soy otro como él, que
reúne y archiva en la memoria emociones de un género dado. ¿Amor a la Humanidad ? ¡Quia! Odio
al sepulturero, ¡que no es lo mismo!...
Explicada así,
comprenderán que no hay que alabarme tampoco por lo que hice para ampliar y
reforzar mi catálogo.
La anemia se
cura, más que con medicinas, con alimentos y reconstitu-yentes. La señora no
podía costear ciertos manjares: sustancia de carne, verbigracia; como yo
deseaba hacerla revivir, puse los medios, y la cosa marchó bien. Todavía está
descolorida; no creo que llegue nunca a preciarse de frescachona; pero ya no
sugiere ideas de vampirismo... Y no vendría a cuento que yo hablase de esta
curación, menos difícil que otras, si no me hubiese proporcionado ocasión de
saber la historia de la tremenda palidez. Fue necesario, para que me la
refiriese, todo el agradecimiento que la pobrecilla me cobró, no sé por qué,
acompañándolo de una veneración y una confianza sin límites.
Era mi enferma
una señorita bien nacida, y se había quedado sin padres, ni más amparo en el
mundo que el de un hermano menor, empleado, por influencia de un pariente
poderoso, en nuestras oficinas de ultramar. El sueldo módico sostenía mal a los
dos hermanos; sospecho que ella trabajaba para fuera; con todo eso, pasaban
suma estrechez. Nació de aquí el deseo de un traslado a Filipinas, la hermana
siguió al único ser a quien amaba, y se establecieron en uno de esos poblados
de barracas de bambú, perdidos en el océano de verdor del hermoso archipiélago
que ya no nos pertenece.
Abreviando
detalles de los años que allí residieron en paz, diré que la sublevación al
pronto no les asustó; creían inofensivos a aquellos adormilados y obedientes
indígenas, y les parecía seguro reducirlos, con solo alzar la voz en lengua
castellana, a la sumisión y al inveterado respeto. Disipóse su error al cercar
el poblado hordas diabólicamente feroces, que lanzaban gritos horrendos y
esgrimían el bolo y el campilán. Defendióse con valor de guerrillero el fraile
párroco, refugiado en la iglesia, realizando proezas que no pasarán a la Historia ; ayudóle como
pudo el empleado; cedieron al número; quedó el fraile acuchillado allí mismo;
al empleado le cogieron vivo, y a su hermana la llevaron arrastra a una choza
donde el vencedor, un cabecilla tagalo (poco importa su nombre), tenía su
cuartel general. La española se arrojó a sus pies llorando, implorando el
perdón del hermano con acentos desgarradores. La cara amarillenta del cabecilla
no se alteró: expresaba la frialdad inerte de la raza, y se creería que era de
madera de boj, a no brillar en ella la chispa de los oblicuos ojuelos de
azabache. En el semblante impasible leyó la señorita, enloquecida de horror, la
sentencia del hermano adorado, y besando los pies del cabecilla, le ofreció «su
sangre por la de él». «Se admite -contestó de pronto el amarillo. La sangre de
él no correrá. Que sangren a ésta.»
La sangría,
estremece decirlo, duró... una semana. Cada mañanita, en una escudilla de coco,
recogían la sangre de la desdichada, que caía después al suelo en mortal
desmayo. Desde el quinto día, la debilidad le produjo una especie de delirio;
creíase a bordo del barco que la conducía a España, libre y feliz, al lado de
su hermano; escuchaba el ruido del mar batiendo los costados del buque, y
notaba (efectos del vértigo) el ir y venir de las olas, el balance y cuchareo
de la embarcación, el soplo del viento, la humareda que la chimenea lanzaba.
Tan pronto su alucinación le mostraba una bandada de tiburones, como un asalto
de piraguas llenas de indígenas; ya exhalaba chillidos porque ardía el barco,
ya oía silbar las balas de los cañones y veía que el gran trasatlántico,
partido en dos, hundíase en el abismo. Al amanecer del octavo día (último de su
suplicio, según la habían anunciado), cuando ya la vena del brazo, exhausta,
sólo gota a gota soltaba su jugo, y el corazón desfallecía próximo al colapso
mortal, en un momento lúcido, o acaso de fiebre, se le apareció España, sus
costas, su tierra amada, clemente; y creyendo besarla, pegó la boca al suelo de
la cabaña, donde yacía sobre petates viejos, medio desnuda, agonizando, devorada
por sed horrible, clamor de secas venas sin jugo.
La misma tarde
cerró sobre el poblado una columna de Infantería española e indígena, poniendo
en fuga a los insurrectos y libertando a los prisioneros y heridos. Atendieron
a la infeliz, reanimándola un poco a fuerza de cuidados. Lo primero que pidió
la exangüe fue a su hermano; quisieron ocultarle la verdad; pero la adivinó: el
castila colgaba de un árbol corpulento... El cabecilla había cumplido su
palabra no sacándole gota de sangre de las venas...
Entre los que
escuchaban a Sánchez del Abrojo siempre contábase el pintor modernista Blanco
Espino, a caza de asuntos simbólicos... Batió palmas con entusiasmo.
-Voy a hacer un
estudio de la cabeza de esa señora. La rodeo de claveles rojos y amarillos, le
doy un fondo de incendio..., escribo debajo La Exangüe y así
salimos de la sempiterna matrona con el inevitable león, que representa a
España.
«Blanco y Negro», núm. 4150, 1899.
Cuento de la patria
Cuento de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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