Le pusieron el sobrenombre de Malvita,
diminuto de Malva, a causa de su increíble dulzura y su espíritu
extraordinario de docilidad. En este punto se puede afirmar que Malvita
era un asombro y un modelo. El apodo, por otra parte, armonizaba con su tipo
físico lo mismo que con el moral; y al contemplar el rostro delicado, los
mansos ojos azules, la sonrisa beatífica y el pelo de oro de la muchacha, se
imponía la trillada comparación con un ángel, por no haber ninguna que mejor
expresase el efecto de la figura de Malvita.
Era Malvita
hija de un ricachón de pueblo, muy iracundo y despótico, que a deshora cometió
la necedad de casarse en segundas con cierta fidalga, viuda también, muy
preciada de pergaminos, y tan altanera y erizada de púas como rabioso y gruñón
era su nuevo esposo. Habíalos forjado el diablo expresa-mente para desesperarse
el uno al otro, y desde la boda no hubo en la casa momento de tranquilidad.
Disputaban y reñían hasta por si iba a llover al día siguiente, y todo eran
berrinches, desazones, dicterios, porrazos a las puertas, órdenes
contradictorias a los criados, escándalos al vecindario; en suma, el pavoroso
aparato de mal matrimonio, que hace envidiables las calderas del infierno. En
vano la mansedumbre de Malvita trataba de interponerse, a manera de copo
de algodón en rama, entre el choque y la explosión incesante de aquellos dos
genios de nitroglicerina; sólo conseguía que, más embravecidos, volvieran a la lid
como dragones que ansían devorarse.
Cierto día que
el señor cura párroco encontró a Malvita sola en el huerto, recogiendo
fresas en una hoja de berza, creyó que estaba en el deber de prodigarle
consuelos, y le dijo con bondad suma:
-¡Pobre Malvita!
Pensamos mucho en ti; el pueblo entero te compadece. Para la vida que llevas, a
la verdad, creo que mejor estarías en un convento. Al fin tú no sabes más que
obedecer como una cordera pacífica. Obediencia por obediencia, aquella sería
menos dura; las monjitas son muy buenas, y la regla, como instituida por un
gran santo, es un dechado de perfección y justicia. ¿No se te ha ocurrido esto,
Malvita? Di.
La muchacha
sonrió y alzó el verde plato natural que formaba la berza, ofreciendo
cortésmente la roja fruta al buen párroco. Después de que éste aceptó y picó
varias fresas de las más sazonadas, Malvita, con su acento tranquilo y
humilde, respondió pausadamente:
-Sí, se me ha
ocurrido; pero, pensándolo bien, y por conciencia, he desechado tal solución.
Yo no practico la obediencia por virtud, sino por placer; y es tanto mi gusto
en ser mandada, que no comprendo mortificación mayor que la de proceder según
mi iniciativa y propio impulso. Obedecer a una regla tan perfecta y sabia como
la de un convento... ¡bah!, ¡gran cosa! El caso es obedecer a cada minuto a mil
caprichos, genialidades y arrebatos; y esto lo hago yo dichosísima, encantada y
lo haré hasta el último instante de mi vida...
Con tal
expansión hablaba la doncella, que el cura se rió de buena gana, celebrando su
original manera de pensar. Malvita, sin embargo, se puso gradualmente
seria y triste.
-La felicidad de
la mujer -exclamó, meditabunda, en obedecer consiste, y yo no le pido a Dios
sino que me permita someterme a la ajena voluntad, y no me deje nunca entregada
a mí misma... Hasta tal extremo es esto verdad, señor cura, que ahora me veo en
un conflicto..., y ya que se trata de consejos..., espero que usted me
ilumine...
Con gesto
amable, Malvita señaló un banco de piedra al párroco, y éste se sentó,
teniendo en el regazo de la sotana la hoja de berza, de la cual tomaba a menudo
una fresita para refrescar la boca.
-Lo es sin
género de duda... -respondió Malvita dando señales de congoja y aflicción.
Antes de que se casase otra vez mi padre, yo cumplía, obedecién-dole a ojos
cerrados. Hoy debo igual obediencia a la señora que hace veces de madre para
mí, a mi madrastra, doña Javiera. ¿Es esto cierto?
-Pues bien: yo
no puedo cumplir mi deber. Mi padre y mi madrastra ni por milagro están de
acuerdo en cosa ninguna..., y al recibir el mandato del uno recibo la inmediata
contraorden del otro... Ahí tiene usted mi verdadero apuro, mi verdadera desgracia.
Nací para obedecer, y el Destino me lo veda... Figúrese usted que, por ejemplo,
ayer papá quiso que yo le hiciese el chocolate, porque la cocinera no se lo
bate a su gusto..., y cuando me dirigía a la cocina se interpuso doña Javiera
diciendo que es un desdoro para su estirpe que yo guise y sople la hornilla...,
y así se quedó el chocolate hasta hoy. Mi padre gritó y atronó la casa; mi
madrastra me encerró y se encerró ella, y aquí me tiene usted desobediente
involuntaria, sufriendo como sufre todo el que desmiente su condición natural,
y, además llena de remor-dimientos.
Arrojando el
rabillo de la última fresa, el párroco tosió con majestad y, solemnemente,
emitió este dictamen:
-Lo que acabas
de confiarme, Malvita, demuestra que sólo hay para ti una solución, es
la que antes te he recomendado: el convento... Allí no estás en peligro de
desobedecer nunca. Piénsalo bien, y al convento irás a parar.
Malvita se ruborizó, como si las fresas se
le hubiesen subido a las mejillas, y bajando los ojos con modestia respondió
apaciblemente:
Pocas semanas
después de este diálogo llegó a casa de Malvita Jerónimo, el hijo de primeras
nupcias de doña Javiera, oficial de Caballería, en el cual su padrastro tuvo,
desde luego, digno colega y competidor. Si el padre de Malvita era un
escorpión, su alnado, un basilisco; si aquél asustaba a la vecindad, éste la
horrorizaba; cuando estaban juntos los tres, padrastro, hijastro y madre, había
que alquilar balcones como para asistir a un combate de fieras. Increíble
parecía que Dios hubiese criado genios tan semejantes y tan avinagrados y
venenosos.
La casa era un
campo de Agramante; la existencia, un vértigo, un frenesí. Y el pueblo, con
mayor motivo que nunca, compadecía a Malvita y la calificaba de mártir
viéndola entre los dos leones y la tigre hircana. Contábase en voz baja que
Jerónimo, el recién venido, era tirano y enemigo cruelísimo de la desdichada Malvita,
llegando su ferocidad al extremo de maltratarla de obra bárbaramente. La
lavandera, y el panadero, y los criados, y los mozos juraban haber visto a Malvita
huir de Jerónimo que la perseguía por el jardín, sin duda con objeto de pegarle
una paliza de padre y muy señor mío...
¡Júzguese del
asombro, de la estupefacción que causaría en el pueblo la noticia, primero
misteriosa, después pública e indudable, de la fuga de Malvita en
compañía de Jerónimo, y su aparición en la ciudad más cercana, desde donde
escribieron a sus padres solicitando el permiso para contraer nupcias! Aquello
fue desquiciarse la bóveda celeste y hundirse sobre las cabezas de los
lugareños atónitos. ¡Malvita, la mansa borrega, la obediente, la que
parecía salir en andas por Corpus, como las santas de palo de la iglesia!
Cuando el señor cura, que hubo de intervenir para arreglar el cotarro de la
boda, manifestó a Malvita su admiración, mostrando gran severidad y
enojo, Malvita, tímida y reverentemente, clavando los pupilas en tierra,
con voz que parecía, por lo suave, el eco lejano de un arpa, objetó:
-Señor cura, es
verdad que mi conducta parece impropia de mí... Pero usted bien sabe que no lo
es... Mi conciencia lo exigía... Para cumplir mi voto de sumisión incondicional
necesité sujetarme a una sola voluntad... ¡Ahora, que mande Jerónimo, que
segura estoy de poder obedecerle!...
«El Imparcial», 7 de marzo 1898
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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