-Mi «conversión»
-dijo Jenaro al dejarse caer en el banco de piedra dorado por el liquen y
sombreado por el corpulento nogal, cuyas hojas volaban desprendidas a impulsos
del viento de otoño- mi conversión se originó de... una especie de visión que
tuve en un baile. Apostemos a que usted con su amable escepticismo, va a salir
diciendo que, en efecto, tengo trazas de hombre que ve visiones...
-Acierta usted
-respondí sonriendo y fijándome involuntariamente en el rostro del solitario,
cuyos ojos cercados de oscuro livor y cuyas demacradas mejillas delataban, no
la paz de un espíritu que ha sabido encontrar su centro, sino la preocupación
de una mente visitada por ideas perturbadoras y fatales-. Respetando todo lo
que respetarse debe, propendo a creer que ciertas cosas son obra de nuestra
imaginación, proyecciones de nuestro espíritu, fenómenos sin correlación con
nada externo, y que un régimen fortificante, una higiene sabia y severa, de
ésas que desarrollan el sistema muscular y aplacan el nervioso, le quitarían a
usted hasta la sombra de sus concepciones visionarias.
-¿Niega usted
los presentimientos, las revelaciones a distancia? ¿No ha leído usted casos de
espíritus que acuden al llamamiento de los vivos?
-¡He leído tanta
historia! -contesté procurando emplear tono conciliador. No negaré en crudo
todo eso, ni lo trataré de superchería y farsa; negar es tan comprometido como
afirmar, y lo mejor es suspender el juicio. Sin embargo, la fe católica me
prohíbe ser supersticiosa; la razón me manda desconfiar de apariencias; y ya
que un Santo Tomás quiso ver para creer... bien podemos tener la misma
exigencia los que no somos santos. Cuando vea algo maravilloso...
-No lo verá
usted nunca -murmuró con tenacidad de iluso el pobrecillo de Jenaro-. El que
está prevenido de antemano contra las revelaciones del «más allá», que renuncie
a ellas. Ese sentido positivo no es sólo una coraza y un blindaje, es un velo
tupido que ciega los ojos del sentimiento y del alma. No, usted jamás verá cosa
alguna.
«Gracias a
Dios», pensé para mi sayo; pero el convencimiento de que no lograría persuadir
a aquel enfermo de la mente, me obligó a reservar mis impresiones. Y dije a
Jenaro en alta voz, condescendiendo:
-Al menos,
hágame usted «ver» ahora, con su narración... Cuénteme usted ese cuento bonito
de cómo llegó a convertirse, a desengañarse y a meterse en estos andurriales,
dedicado por completo a huir del mundo y a socorrer a los infelices. Crea usted
que, mediante eso que llaman «autosugestión», seré capaz de «ver»
momentáneamente lo mismo que usted haya visto, y de saborear la poesía
terrorífica de su relato.
-Pues oiga usted
-respondió satisfecho de desahogar, de hablar de una impresión terrible, con la
cual sin duda luchaba algunas veces a solas, como Jacob con el ángel. El hecho
ocurrió precisamente cuando estaba yo más ajeno a pensar en nada serio y vivía
envuelto en distracciones y amoríos. Había terminado mis estudios; había
viajado un par de años a fin de completar mi instrucción, familiarizándome con
algunas lenguas vivas; acababa de hacerme cargo de mi hacienda, perfectamente
administrada durante mi menor edad, caso raro, por mi tío y tutor; y sin
cuidados ni penas, halagado del mundo que me abría los brazos, sólo pensé en lo
que se llama «pasarlo bien», seducido por ese Madrid donde reina el espíritu de
disipación y donde se diría que la vida no tiene más objeto que deslizarse
arrastrada por la corriente del goce. La mía volaba así, sin otro anhelo que
estrujar el momento presente para que suelte todo su jugo de emociones gratas.
No necesito
detallarlas ni trazar el cuadro de mi existencia, igual a la de tantos
desocupados ricos e inútiles. Sólo diré, porque interesa a mi cuento, que todo
aquél que busca el goce por sistema, muchas veces halla el aburrimiento más
insufrible. Uno de los sitios que ostentan el rótulo de diversión y, por lo
general, engendran el hastío, son los bailes de máscaras. El atractivo del
antifaz y del disfraz, el triunfante señuelo del misterio nos hace fantasear
mil sorpresas deliciosas; pero ya la sátira y la comedia se han apoderado de
este tema del baile de máscaras para ridiculizar semejantes ilusiones y
demostrar que, de cien veces, noventa y nueve y media nos espera un chasco
ridículo. No obstante, esa probabilidad aislada y remota basta para excitar la
imaginación y llevarnos allí, de donde salimos renegando.
La noche del
lunes de Carnaval caí, pues, en uno de esos bailes que suelen dar las
sociedades artísticas, y en cuya atmósfera parece que circula un poco de aire
bohemio, jovial y animador.
Yo había comido
con amigos de mi edad, mozos alegres, y para prepararnos a la trasnochada y al
probable fastidio apuramos algunas botellas de vino espumante y tomamos café
fuerte; así es que me encontraba en un estado de excitación humorística,
dispuesto a cualquier diablura y con ánimos para conquistar el mundo. Entré en
el salón central precisamente cuando se iban a rifar las panderetas, y la
gente, dejando desiertos los otros salones, se arremolinaba en torno de la
rifa. Como no tenía el menor empeño en que me tocase cualquier botecillo, no
intenté romper el muro de la carne humana, y me dirigí a otro saloncito
retirado, muy adornado de espejos y flores, y casi desierto en aquel instante.
Iba distraído, examinando maquinalmente la decoración, cuando una serpentina
amarilla se enroscó a mi cuerpo y escuché agria carcajada. Me volví y vi que
las roscas del ligero papel las disparaba la mano de una Locura vestida de
negro, con pasamanos color de oro. «Ya pareció el argumento de esta noche»,
pensé, acercándome a la que así me provocaba, y notando con agradable extrañeza
que aquella máscara no podría ser una cocinera disfrazada, sino, sin duda
alguna, una persona de mi clase, de mi esfera, de mi misma categoría social.
Saltaba a la vista en el menor detalle de su esbeltísima figura y en el
conjunto de su disfraz, no alquilado ni prestado, sino hecho a medida y cortado
a la perfección.
Mis gustos
artísticos me graduaban de inteligente en indumentaria femenina, y yo veía que
aquella falda de negro raso riquísimo, orlada de frescas gasas amarillas,
delataba la tijera de modista experta y hábil; y aquellas medias negras
bordadas, que cubrían un tobillo de tan aristocrática delgadez y un empeine tan
curvo, eran de la seda más elástica y fina; y aquellos larguísimos guantes,
también de seda y bordados igualmente de oro, acababan de estrenarse; y el
sonoro cascabel, que de la orilla del picudo gorro colgaba sobre la frente, era
de oro cincelado, enriquecido con verdaderos diamantes. Al mismo tiempo, yo,
que conocía a todas las mujeres algo visibles de todos los círculos de Madrid,
no acertaba con ninguna que tuviese aquella figura acentuada, aquella estatura
alta, aquella exagerada gracilidad de formas, aquellas líneas inverosímiles,
tan prolongadas y enjutas. Al acercarme a la máscara y estrecharla con bromas
y requiebros, en vano intenté columbrar, bajo el negrísimo antifaz, algo del
rostro; con tal exactitud se adaptaban a él la engomada seda y las densas
blondas del barbuquejo.
«Será -pensé-
alguna aventurera extranjera que ha venido a correr un bromazo aquí». Pero mudé
de opinión cuando la Locura
respondió a mis galanteos en excelente castellano, con voz irónica y mofadora,
con acento sordo, sin eco, de inflexiones burlonas, casi insultantes.
Poco después
bailábamos. No acostumbraba yo entregarme a tal ejercicio; mas me sentía tan
empeñado por la elegante máscara, que le propuse valsar sólo por acercarme a
ella, por sentir el contacto de su cuerpo, que sospeché flexible como el de una
serpiente. Y al estrecharlo, me pareció duro, rígido, de una materia resistente
y seca, a pesar de lo cual me producía embriaguez rara, ni más ni menos que si
aquella mujer, encontrada en un baile por casualidad, completamente desconocida
para mí, fuese algo mío, algo que me pertenecía y de que no podía separarme.
Mientras
valsábamos, ella callaba, y cuando la convidé a beber una copa de champaña
helado, colgóse de mi brazo, y bajo el antifaz me figuré que sonreía.
Loco de
entusiasmo, realmente impresionado por mi conquista, pedí un reservadísimo
gabinete, y encargué que nos trajesen lo mejor, lo más selecto. Aquella
aventura vulgar en el fondo, pero realzada por la distinción y el porte de una
mujer a todas luces aristocrática, desdeñosa, mordaz, ingeniosa en sus
respuestas, me parecía verdadero hallazgo de noche de Carnaval, de esos regalos
que hace a la juventud la
Fortuna. Tal era entonces mi ceguedad moral, que la ocasión
de cometer un pecado se me antojaba un mimo de la suerte.
Mis ojos no se
apartaban de la máscara, y a la luz de las bujías que iluminaban la mesa la
encontraba más original, más atractiva, más fascinadora que antes. Sus pies
estrechos calzados de raso amarillo, se cruzaban con gracioso abandono; sus
brazos apoyados en el respaldo de la silla, libres ya de guantes, eran de una palidez
marmórea y de una delicadeza escultural. Su garganta desnuda, su escote
pulido, sin gota de sudor, tenían el tono suave del marfil. Su pelo, de un
rubio fuerte, casi rojo, flameaba en torno del antifaz. Anhelando ver la cara
que permanecía tan oculta, me arrodillé para implorar de la Locura que se descubriese,
jurando que la quería, que la adoraba hacía mucho tiempo, y aunque ella no lo
supiese, la seguía, la buscaba, iba en pos de su huella por todas partes, ebrio
de amor, trastornado, loco... Y, ¡oh sorpresa!, sin dulcificar su irónica voz,
me respondió:
-Ya lo sé, ya lo
sé que me quieres y me buscas sin cesar... Ya sé que tras de mí corres a todas
horas; ya sé que soy el fanal que te guía. Hace años que también espero el
momento de reunirme contigo para siempre, hasta la eternidad... Bebamos ahora,
que luego te enseñaré mi rostro.
Obedecí y
escancié el vino, cuya frialdad salpicaba de aljófar por fuera la copa de
transparente muselina, y besé la mano de la máscara, tan helado como el
champaña. La glacial sensación me exaltó más: con movimiento súbito arranqué el
antifaz, rompiendo sus cintas..., y retrocedí de horror, porque tenía
delante...
-¡No! -exclamó
Jenaro con hondo escalofrío provocado por el recuerdo. ¡No! ¡Otra cosa
peor..., otra cosa!... ¡Una cara difunta, color de cera, con los ojos cerrados,
la nariz sumida, la boca lívida, las sienes y las mejillas envueltas en esa
sombra gris, terrosa que invade la faz del cadáver! Un cadáver. Y para colmo de
espanto, el pelo rojizo, movible y encrespado, que rodeaba la cara y parecía la
fulgurante melena de un arcángel, se inflamó de pronto como una aureola de llamas
sulfúreas, de fuego del infierno, que iluminase siniestra-mente la muerta cara.
¡Un difunto, y «difunto condenado»! Eso era la elegante, la esbelta, la burlona
Locura, vestida como los ataúdes, de negro con cabos de oro.
-Apagadas las
bujías por no sé qué invisible mano, sólo el nimbo de terribles llamas
alumbraba el gabinete, y yo, que estaba medio desmayado sobre un sillón oí el
acento mofador que me decía:
-No soy la
muerte; soy «tu muerte», tu propia muerte, y por eso te confesé que me
buscabas con afán... ¡Por ahora no podemos reunirnos... pero hasta luego,
Jenaro!
-No me
avergüenzo de reconocerlo -prosiguió Jenaro humildemente- al fin perdí el
sentido... como una niña, como una dama... Al volver del desvanecimiento, me
encontré solo en el gabinete. Las bujías ardían, y en las dos copas aljofaradas
por fuera lucía el áureo vino... Huí del gabinete y del baile; caí enfermo,
sane, me retiré del mundo... Y aquí tiene usted la historia de mi conversión.
¿Qué opina usted de ella?
-Opino -respondí
con involuntaria sinceridad- que esa noche estaba usted ya malucho y un poco
caliente de cascos...; que la
Locura vestida de raso negro era una cocotte pálida y
con el pelo teñido, pagada tal vez por algún compañero de francachela para
embromar a usted... y que, por lo demás... convertirse es bueno siempre, y la
caridad una excelente ocupación.
«El Liberal» 28 febrero 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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