Reclinada sobre tapices persas,
pálida y triste, entre humaredas de pebeteros que la envuelven en nubes de
exóticos inciensos y violentos sahumerios orientales, la zarina tiembla, pues
va a regresar su esposo, su terrible esposo, de la guerra o de la caza. Y
cuando regrese, sufrirá la zarina el suplicio de la marmórea indiferencia y el
desdén brutal con que la mira y la trata su dueño, harto de su hermosura y
airado contra la mujer que no consigue atraerle a sus brazos.
¿Por qué la aborrece el zar? La
zarina lo ignora. Sus espejos de plata bruñida le dicen que es bella. Su
caudalosa mata de pelo, color de cobre limpio, ondea y se encrespa hasta el
borde del pesado caftán de terciopelo verde recamado de oro. Sus perfectas
facciones parecen cinceladas, como suelen parecer las de sus paisanas, las
hijas de la Georgia. Su
piel clara brilla con dulce resplandor nacarino. Sus manos son tan delicadas y
prolongadas como las de la icona de marfil que se yergue dentro de una hornacina,
al pie del lecho. Sabe tañer, sabe cantar, y ella misma compone los versos de
sus melancólicas querellas. ¿Por qué el zar la aborrece? No se atreve a
preguntárselo. Quizá no lo sepa él mismo. Hay sentimientos cuyo origen
desconoce el alma donde reinan.
Se oyen ladridos de perros,
relinchos de caballos, algazara de cazadores. El zar vuelve. La zarina,
temblante, apresta la sonrisa, pinta sus mejillas, se prende en el seno una
rosa de Teherán, cogida del rosal, que ella misma cuida, y sale al encuentro
del esposo, como debe hacer toda esposa fiel y amante. Mientras despojan al zar
de sus arreos cinegéticos y le visten ropaje prolijamente bordado, la zarina
espera para abrochar a su dueño el redondo broche de turquesas y granates que
sujeta la túnica. Cuando se adelanta, dispuesta a hacerlo, con gesto amoroso,
el zar la rechaza.
-Zarina, te detesto. Tu vista me es
amarga como el absintio. Odio tus ojos azulados y tus lágrimas infantiles, que
no aciertas a esconder. Odio la rosa que te adorna y la fragancia que despiden
tus labios. Odio tus manos de marfil, semejantes a las de la icona, y tus pies
bien formados, que he visto desnudos. Córtate al punto ese largo pelo rizado y,
sin murmurar, desaparece en las tinieblas del convento.
-¿En qué he delinquido, señor? Te
he sido leal, te he amado, te he obedecido siempre como obedece la mano a la
voluntad... ¿Cuál es mi culpa?
-Ninguna. Te odio. No puedo decirte
más. Basta. Te encerrarán en una celda de piedra con tres ventanas; desde la
primera verás una iglesia de doradas cúpulas; desde la segunda, un jardín lleno
de flores; desde la tercera, un cementerio, donde has de dormir.
-¡Por compasión! -gime la joven
posternada. Déjame libre, zar ortodoxo, y mendigaré mi sustento! ¡Déjame que
ocupe el último lugar entre las servidoras del palacio, y no me acordaré nunca
de que he sido la zarina!
-Quien lo ha sido lo es. A la celda
te llevarás tu alta corona de pedrería, tu manto forrado de cibelina, tus
collares relicarios. Despáchate. Hoy te esperan en el convento de la Panaxia.
Allí conducen la misma noche a la
zarina. Emparedada en su celda, cuando se despierta, cree al pronto haber
soñado un horrible sueño, pero no puede dudar; reconoce las tres ventanas,
desde las cuales ve la iglesia, el jardín, el cementerio con sus túmulos de
césped y sus cipreses oscuros. Sacude la cabeza: la soberbia mata de pelo ha
desaparecido. Oculta el rostro entre las manos y llora, llora tres días y tres
noches, rehusando el alimento.
Al tercer día, exánime, bebe una
jarra de kumis, y se resigna.
Todas las mañanas reza ante las cúpulas de oro: todas las tardes canta,
acompañán-dose con su bandurria, canciones dolientes. Nunca se asoma a la
ventana que cae al cementerio; su único consuelo es mirar el jardín florido.
Pero el invierno se acerca: el soplo de su yerta boca despoja los árboles. El
ciclo gris apenas deja filtrar la claridad lívida del sol. En el horizonte
flotan inciertos velos, como niebla de humo; un polvillo pálido desciende
lentamente, amortiguando más aún la escasa luz diurna. Poco a poco, el polvillo
se convierte en granitos de maná, luego en copos finos, después apretados y
densos. La tierra blanquea. Diríase que el aire blanquea también. A lo lejos un
infinito blanco junta al cielo con el suelo. Nieve dondequiera, nieve hasta
perderse de vista: inmovilidad y mutismo fúnebre, y la zarina, emparedada, bajo
sus pieles de marta y armiño, tirita como si la envolviese el velo silencioso
de la muerte.
Pasan meses y meses: viene la
primavera; la negra gleba humea y se esponja bajo el sol de abril; dijérase que
las cortezas crujen y las yemas de los árboles revientan; dijérase que la
estepa ríe y que los pájaros están locos. La zarina deja deslizarse sus abrigos
de rica peletería y se asoma a la ventana. No muy distantes, por el camino
tortuoso, ve cruzar peregrinos que se dirigen a Jerusalén, mujiks que van a sembrar el trigo y
el lino, monjes, cosacos, babas
que llevan a hombros sus pequeñuelos. Y canta sus querellas, con la esperanza
de que alguien la oiga y fije en la ventana una mirada de piedad. Nadie la
escucha, nadie se vuelve, excepto un viejo vagabundo que al crepúsculo pasa
cerca de las tapias del jardín.
-¿Qué tienes, niña? ¿Por qué te han
encerrado? -pregunta el viejo. ¿Has cometido, sin duda, un crimen?
-¡Ay de mí! -responde la
emparedada. No hice nada malo. Cristo lo sabe. Estoy aquí porque el zar me
odia. Sálvame, cristiano ortodoxo.
-Si te odia nuestro padre el zar,
será con razón y justicia.
-Sin razón; por capricho me
aborrece.
-Habla con más cordura, niña. No
podemos comprender al zar ni a Cristo, Zar del Cielo, y ambos tienen siempre
razón. Sufre y calla...
Y el viejo se aleja, despacio, como
si luchase todavía entre un impulso de compasión y el convencimiento de que a
él, pobre mendigo errante, sólo le toca postrarse al oír el nombre del zar. La
emparedada le grita, le llama, dándole nombres de cariño. Una cuerda que el
viejo arrojase a su ventana es la libertad, la salvación. La tarde iba cayendo,
la luna se alzaba encendida y redonda, el vagabundo ya se confundía con el gris
de la sombría estepa, allá en lontananza. Y entonces la zarina, asomándose a la
tercera ventana, de la cual siempre había huido, la que cae al cementerio,
tendió los brazos en transporte de amor hacia los túmulos de césped y las profundidades
de fosa que se adivinan bajo el suelo mil veces removido, relleno de muertos.
La libertad está allí...
Blanco y Negro, núm. 864, 1907 1.005.
Pardo Bazan (Emilia)
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