-No lo dude
usted -declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la
abierta mano izquierda. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa,
digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por
instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que
ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un
acertijo...
-¡Norberto
Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por
médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al
llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes
disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez
que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma
del otro mundo.
-El mismo efecto
me produjo a mí -repuso el doctor. Difícilmente se hallará demacración
semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y
refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su
cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños
bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la
tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la
muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar
el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida,
ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima
frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus
favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.
Norberto me
alargó la mano, un manojo de huesos cubiertos por una piel pegajosa que ardía y
trasudaba, y mirándome con ansia infinita, me dijo cavernosamente:
-No me deje
usted morir así, doctor. Tengo veintiséis años, y me da frío la idea de
invernar en el cementerio. Es imposible que haya usted agotado todos los
recursos de la ciencia.
¡El ruego me
conmovió, y eso que la práctica nos endurece tanto! Tuve una inspiración; sentí
un chispazo parecido al que debe de percibir el creador, el artista..., y con
los ojos hice seña de que la individua estorbaba.
Le apreté la
mano con energía, y sacando el pomo del consabido licor verde, lo derramé en
sus labios a oleadas.
-Ánimo -le
dije-. Usted va a sanar pronto. Volverá usted a tener vigor en los músculos,
hierro en la sangre, oxígeno en el pulmón; las funciones de su organismo serán
otra vez normales, plácidas y oportunas: el ritmo de la salud hará precipitarse
el torrente vital, rápido y gozoso, de las arterias al corazón, y subiéndolo
luego al cerebro despejado, engendrará en él las claras representaciones del
presente y los dorados sueños del porvenir... Estoy seguro de lo que prometo;
seguro, ¿lo oye?: usted sanará. No debo ocultarle a usted que la ciencia, lo
que se dice la ciencia, ya no me ofrece recurso alguno nuevo ni útil.
Humanamente hablando, no tiene usted cura; pero donde acaba la naturaleza
principia lo sobrenatural y portentoso, que no es sino lo desconocido o
inclasificado... La casualidad me permite ofrecer a usted el misterioso remedio
que le devolverá instantáneamente todo cuanto perdió.
Cualquiera
pensaría que al hablarle así a Norberto iba a mirarme con honda desconfianza,
sospechando una piadosa engañifa. ¡Ah, y qué poco conocería quien tal imaginase
la condición de nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegues late permanente
la credulidad, dispuesta a adoptar forma superior y llamarse fe!
Los ojos de Norberto se animaban; un tinte rosado se difundía por sus pómulos.
Ansioso, incorporado casi, se cogía a mi levita, interrogándome con su actitud.
-Hay -le dije-
una flor que devuelve instantáneamente la salud al que tiene la fortuna de
descubrirla y cortarla por su propia mano. Esta condición precisa, y el no
saberse dónde ni cuándo se produce la tal flor, son causa de que por ahora se
hayan aprovechado de ella poquísimos enfermos. Digo que no se sabe dónde ni
cuándo se produce, porque si bien suele encontrarse en las más altas montañas,
también afirman que brota en la orilla del mar, a poca profundidad, entre las
peñas; pero a veces, en leguas y leguas de costa o de monte, no aparece ni
rastro de la flor. En cambio, tiene la ventaja de que no puede confundirse con
ninguna otra: ¡imagínese usted la alegría del que la ve! Es del tamaño de una
avellana: su forma imita bastante bien la de un corazón; su color, encarnado
vivísimo; el olor, a almendra. No la equivoca usted, no. Pero si va usted
acompañado; si es otro el que la coge..., entonces, amiguito, haga usted cuenta
que perdió malamente el tiempo.
No afirmo que
Norberto creyese a pies juntillas lo que yo iba encajándole con imperturbable
seriedad y calor persuasivo. Si he de ser franco, supongo que dudó, y hasta me
tuvo a ratos por un patrañero, un visionario o un socarrón malicioso. Sin
embargo, yo sabía que no habían de caer en saco roto mis palabras, porque a la
larga siempre admitimos lo que nos consuela, y más en la suprema hora en que
nos invade la desesperación y quisiéramos agarrarnos aunque fuese a un hilito
de araña muy sutil. La expresión del rostro de Norberto cambió dos o tres
veces; le vi pasar del escepticismo a la confianza loca, y, por último,
tomándome la mano entre las suyas febriles, exclamó trémulo de afán:
No sé si usted
conoce mi modo de pensar en esto del juramento. Le atribuyo escasísimo valor;
es una fórmula caballeresca, romántica e idealista, que entraña la afirmación
de la inmutabilidad de nuestros sentimientos y convicciones -de que se derivan
nuestros actos, siendo así que la idea y la acción nacen de circunstancias
actuales, vivas y urgentes. No dando valor al juramento, ni moral tampoco se lo
da al perjurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura, calma y
convencimiento de hacer bien; y juré en falso, invocando el nombre de Dios, en
la seguridad de que Dios, que es benigno, también quería que el milagro se
hiciese...
Y empezó a
hacerse desde aquel mismo punto. Norberto, electrizado con la certeza de poder
vivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayuda de nadie fue hasta la puerta,
llamó a su ayuda de cámara y le ordenó preparar inmediatamente maletas y mantas
de camino...
¡Solito! Ya lo creo
que se fue solito Norberto. Desde su partida, todas las mañanas me desperté con
miedo de recibir la esquela orlada de luto. Pasó, sin embargo, año y medio;
encontré a los amigos del enfermo; averigüé que nada se sabía de su paradero,
pero que vivía. Y al cabo de dieciocho meses, una tarde que me disponía a salir
y ya tenía enganchado el coche para la visita diaria, entró como un huracán un
fornido mozo, de traje gris, de hongo avellana, de oscura barba, de rostro
atezado, que me estrujó con ímpetu entre los brazos musculosos y recios.
-¡Soy yo!
-repetía con voz sonora y alegre. ¡Norberto! ¿No me conoce usted? No me
extraña; debo de estar algo variado... ¿Qué le parezco? ¡Cuánto se ha reído
usted de mí! Y lo peor es que ha hecho muy bien, muy bien. Si no es por usted,
no encuentro la flor de la salud. ¿La ve usted? Aquí la traigo.
Abrió un estuche
de cuero de Rusia y vi brillar sobre raso blanco un alfiler de corbata de un
solo rubí, cercado de brillantes, en forma de corazón, que me entregó entre
empujones amistosos y carcajadas.
-La he buscado
primero a orillas del mar. Todos los días registraba las peñas. Al principio me
cansaba tanto, que me daban síncopes largos en que pensé quedarme. Pero me
sostenía la ilusión de descubrir la flor. El aire del mar y el perseverante
ejercicio me prestaron alguna fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio.
Registré bien la costa, peñón por peñón: la flor no la vi. Entonces me interné
en un valle muy rústico y retirado. Me pasaba todo el día agachadito, busca que
te buscarás. Vivía entre aldeanos. Comía pan moreno y bebía leche. A cada paso
me encontraba mejor... ¡Usted adivina lo demás! De allí subí a las montañas
nevadas y fieras, que en otro tiempo me parecían horribles... Trepé a los
picachos, recorría los desfiladeros, evité los aludes, cacé, tuve frío, dormí a
dos mil metros sobre el nivel del mar... Y un día, embriagado por el ambiente
purísimo, sintiendo carnes de acero bajo mil piel de bronce, recuerdo que caí
de rodillas en una meseta, y creí ver entre el musgo nuevo, húmedo y escarchado
por el deshielo, la roja flor.
Norberto volvió
la cara... Al anochecer del día siguiente le vi por casualidad, de lejos;
acompañaba a una mujer, y me pareció que se escurría entre callejuelas, para no
tropezarme. Entonces -me había dejado sus señas- le escribí este lacónico
billetito:
«El Liberal», 26 de junio de 1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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