El islote está
inculto. Hubo un instante en que se le auguraron altos destinos. En su recinto
había de alzarse un palacio, con escalinatas y terrazas que dominasen todo el
panorama de la ría, con parques donde tendiesen las coníferas sus ramas
simétricamente hojosas. Amplios tapices de gayo raigrás cubrirían el suelo,
condecorados con canastillas de lobelias azul turquesa, de aquitanos purpúreos,
encendidos al sol como lagos diminutos de brasa viva. Ante el palacio, claras
músicas harían sonar la diana, anunciando una jornada de alegría y triunfo...
Al correr del
tiempo se esfumó el espejismo señorial y quedó el islote tal cual se recordaba
toda la vida: con su arbolado irregular, sus manchones de retamas y brezos, sus
miríadas de conejos monteses que lo surcaban, pululando por senderillos
agrestes, emboscándose en matorrales espesos y soltando sus deyecciones,
menudas y redondas como píldoras farmacéuticas, que alfombraban el espacio
descubierto. Evacuado el islote de sus moradores cuando se proyectaba el
palacio, todavía se elevaban en la orilla algunas chabolas abandonadas, que
iban quedándose sin techo, cuyas vigas se pudrían lentamente y donde las
golondrinas, cada año, anidaban entre pitíos inquietos y gozosamente nupciales.
En la menos
ruinosa se había refugiado un ser humano. Era una mujer enferma y alejada de
todos. Eso sí, para el sustento no le faltaba nunca. Las gentes de los pueblos
de la ribera, pescadores, labradores, tratantes, sardineras, al cruzar ante el
islote en las embarcaciones, ofrecían el don a la Deixada , que así la
llamaban, perdido totalmente el nombre de pila. Nadie hubiese podido decir
tampoco de qué banda era la
Deixada ; nadie conocía ni los elementos de su
historia. ¿Casada? ¿Viuda? ¿Madre? ¡Bah! Un despojo. Y los marineros, saltando
al rudimento de muelle que daba acceso al islote, depositaban sobre las
desgastadas piedras la dádiva: repollos, mendrugos de brona, berberechos, que
cierran en sus valvas el sabor del mar, frescos peces, cortezas de tocino.
Nunca salía la Deixada
a recoger el «bien de caridad» hasta que la lancha o el bote se perdían de
vista. Permanecía escondida mientras hubiese ojos que la pudiesen mirar, como
un bicho consciente de que repugna, como un criminal cargado con su mal hecho.
En el balneario
de lujo emplazado en la isla próxima se temía vagamente, sin embargo, la
aparición de la Deixada.
¿Quién sabe si un día cualquiera se le ocurría salir de su escondrijo y
presentarse allí, trágica en fuerza de fealdad y de horror, descubriendo el
secreto, bien guardado, de la miseria humana? Con ello vendría el
convencimiento de que es la especie, no un solo individuo, quien se halla
sometida a estas catástrofes del organismo; que somos hermanos ante el sufrimiento...
y que es acaso lo único en que lo somos.
Y sería horrible
que se presentase esta mujer predicando el Evangelio del dolor y de la
corrupción en vida. Verdad es que parecía improbable el caso: no la admitirían
en ninguna embarcación, y a nado no había de pasar... Para que no necesitase
salir de su soledad a implorar socorro, del balneario empezaron a enviarle
cosas buenas, sobras de comida suculenta, manteles viejos y sábanas para hacer
vendas y trapería. Le mandaron hasta aceite y dinero, que no necesitaba.
Hallábase a la
sazón de temporada en el balneario un religioso, joven aún, atacado de
linfatismo. Modesto y retraído, no se le veía ni en el salón, ni donde se
reuniesen para solazarse y entretener sus ocios los demás bañistas. En cambio,
hacía continuas excursiones, y cuando no andaba embarcado, estaba recostado
bajo los pinos, bebiendo aire saturado de resina. Una tarde, yendo a bordo de
la lancha que traía el correo, vio, al cruzar ante el islote, cómo el marinero
colocaba sobre los pedruscos resbaladizos la limosna.
-Una mujer que
vive ahí soliña. Nadie se le puede arrimar. Tiene una enfermedá muy malísima,
que con sólo el mirare se pega. ¡Coitada! Pero no piense; la boena vida se da.
Yo le traigo de la cocina del hotel cosas ricas. Aun hoy, cachos de jamón y
dulces. No traballa, no jala del remo, como hacemos los más. ¡La boena vida,
corcho!
El religioso no
objetó nada. Sin duda, para el marinero las cosas eran así, y se explicaba, por
mil razones, que lo fuesen. Hasta era dueña la Deixada de un
pintoresco islote. Podía pasearse por sus dominios horas enteras, cuando el
rocío de la mañana endiamanta el brezo y sus globitos de papel rosa, cuando la
tarde hace dulce la sombra de los arbustos, donde se envedijan las barbas rojas
de las plantas parásitas.
Nadie le robaría
el bien de la soledad; nadie turbaría su pacífico goce, ni se acercaría a ella
para sorprender el espanto de su figura, en medio de la magia de una Naturaleza
libre y serena, entre el encanto de los atardeceres que tiñen de vívido rubí
las aguas de la ría.
Pensaba el
religioso cuán grato fuera para él vivir de tal modo, lejos de los hombres,
leyendo y meditando. ¿Quién se arriesgaría a visitar a la Deixada ? Una idea
le asaltó. La Deixada
era, seguramente, una leprosa...
Aquella
enfermedad que se pega «sólo con el mirare»; aquel esconderse del mundo, como
si el mostrarse fuese un delito... ¿Qué otra cosa? Y el andrajo humano, no
obstante, tenía un alma. Sabe Dios desde cuánto aquella alma no había gustado
el pan. El cuerpo enfermo se sustentaba con cosas sabrosas, regojos de
banquetes opíparos; el alma debía de tener hambre, sed, desconsuelo, secura de
muerte. La verdadera deixada era el alma... Y el religioso se decidió
después de breve lucha con sus sentidos.
No hubo remedio.
Renegando, meneando la crespa testa bronceada, el marinero obedeció. Y el
religioso saltó al atracadero con agilidad y se metió valerosamente isla
adentro. Soledad absoluta; no se escuchaba ni un rumor; sólo se agitaba el
cruzar asustado de los conejos, el relámpago rubio de alguna mancha de su
pelaje. El religioso avanzó, recorrió las casucas. A la puerta de una de ellas
divisó al cabo un bulto informe, que en rápido movimiento se ocultó dentro de
la vivienda. Al entrar en ella, el religioso estuvo a punto de retroceder. Veía
una forma entrapajada, una cabeza envuelta en vendas pobres, rotas, y, detrás
de las vendas, le miraban unos ojos sin párpados, y asomaba una encarnizada
úlcera, cuya fetidez ya le soliviantaba el corazón.
El religioso, en
vez de irse, se sentó en un tallo y empezó a hablar, lenta y
calurosamente. Venía a ofrecer lo único que poseía. Un alma requería su
auxilio. Allí estaba él para ocuparse de esa alma, que valía más que el pobre
cuerpo roído por la enfermedad. Vestida de luz el alma subiría hacia su patria,
el cielo, cuando el cuerpo se rindiese. Atónita, la mujer escuchaba. Al fin de
la exhortación, murmuró, ronca, vencida:
-No hubo -dijo
después el religioso- confesión más conmovedora. La Deixada , como casi
no tenía voz, contestaba a mi interrogación por signos. Le exigí que perdonase
a los que la «dejaban»... Le costó algún trabajo, porque al lado de la llaga
del padecimiento roía su corazón otra llaga de enojo y cólera contra los
hombres. Lo mismo que no sabía la naturaleza de su otra llaga, no sabía la de
ésta; fue mi interrogatorio lo que se la reveló. Su ira dormía como sierpe
enroscada, y yo la alcé, silbadora, para machacarle la cabeza. Se creía con derecho
a maldecir, y hasta con derecho a pegar su mal, si no temiese ser apedreada.
Sus ojos, secos, me miraban con siniestra furia. ¡Lo que me costó que, al fin,
se humedeciesen!... No fue sólo por medio de la palabra.
Y el religioso
no quiso explicarse más. No habiendo presenciado nadie la entrevista, no hay
por qué creer que hubiese acariciado a su penitente como a una madre. Sería o
no sería... Lo cierto fue que al otro día le llevó la santa comunión.
Aquel invierno
notaron los marineros que la comida para la mujer quedaba en las piedras. Algún
tiempo la disfrutaron los pájaros. Después cesó la limosna. Y la islita fue ya
definitivamente deixada.
«El Imparcial», 6 de mayo 1918.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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