La expedición
había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y
después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del
recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los
expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños.
Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y
despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque
me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del
fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de
laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras
desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con
parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el
valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica
perspectiva.
Conocía yo la
leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan
sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las
vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si
leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la
historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo,
después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas
paredes, cinco veces seculares:
-Cuando nos
representamos la vida de los señores feudales de aquella época -del siglo
catorce al quince, fecha en que se construyeron estos muros-, creemos
cándidamente que entonces existían como ahora profundas diferencias entre el
modo de vivir de los poderosos y el de los humildes, entre un tendero o un
bolsista de nuestros días y un paleto o un albañil, hay una zanja doblemente
honda de la que separaba al poderoso señor de Diamonde del último de sus
siervos y colonos. Esta torre lo proclamaba a gritos. ¿Qué comodidad, qué
existencia siquiera decorosa permitía su estrecho recinto? Y para que los
situemos en la realidad (la realidad de aquellas épocas que sólo vemos al
través de la poesía), es preciso convenir en que el género de vida que en
Diamonde se llevaba, y no pasiones vehementísimas, que no abundaban entonces ni
ahora abundan, fue el verdadero origen del drama que dio base a la leyenda. Con
afirmar esto, destruiré muchos romanticismos; pero si pudiésemos hoy
reconstruir la existencia de entonces, con documentos y observaciones auténticas,
veríase que el hombre y la mujer han sido iguales siempre...
La esposa de
Payo de Diamonde, la alegre Mafalda, dama portuguesa de las márgenes del Miño,
se consumía de tedio entre estas cuatro paredes. Vestida de la grosera lana que
hilaban y urdían sus siervas; alimentada con pan de maíz, leche y carne asada;
reducida, por toda distracción, a escuchar los cuentos de dos o tres viejas
sabidoras que concurrían a las veladas de la cocina señorial; con el marido
casi siempre ausente, divertido en la caza o en escaramuzas fronterizas, y
cansado y rendido de fatiga al volver, la portuguesita, amiga de jarana y
fiesta, iba perdiendo los colores de su tez trigueña y el brillo de sus ojos
color de castaña madura. En aquel tiempo, como ahora, la mujer que se aburre
está predispuesta a emprenderlo todo, con tal de espantar la mosca tenaz,
negruzca y zumbadora del fastidio.
Un domingo por
la tarde, Payo Diamonde anunció a su mujer que salía a talar ciertos campos y a
quemar dos o tres casas de portugueses, y que entre ambas ocupaciones no
dejaría de cazar lo que saltase. Hasta el sábado por la tarde, Mafalda quedaba
sola. Suspiró, recogió sus haldas y bajó del castillo a la primera explanada de
tierra, a ver alejarse la hueste de su señor. Cuando la última lanza despareció
detrás de la fraga espesa, la castellana, resignada-mente, iba a volverse al
hogar, donde se entregaría al bostezo; pero en el ángulo de la calzada
pedregosa (¿ve usted?: ahí mismo), he aquí que le sale al encuentro un hombre,
una especie de vagabundo, con un pesado fardo a las espaldas. Era joven, alto,
ágil, nervudo, y su hendida barba roja y sus labios sensuales, rientes, daban a
su rostro una expresión provocativa y cruel. Con palabras suplicantes pidió
albergue aquella noche no más en la torre de Diamonde, y ofreció enseñar su
mercancía -telas, pieles, collares, amuletos, aguas y botes de olor-.
Tranquilizada, Mafalda batió palmas ante el anuncio. ¡Qué de tentaciones
gustosas!
En esta cámara,
que era la de Mafalda, cerca de la ventana donde nos sentamos ahora, el
buhonero deslió su fardo y mostró a la dama el tesoro. Traía piezas de seda de
Monforte, pieles curtidas de marta, de Orense, casi tan hermosas y suaves como
las cebellinas, lienzos finísimos de Padrón, encajes labrados por las pálidas
encajeras que esperan a sus esposos a las puertas de las casas, en los
pueblecitos pescadores, Portonovo y Sangenjo. Traía asimismo redomas y frascos
de perfumes, jazmín y algalia, gorguerines de ámbar y sartas de perlas; y la
castellana de Diamonde, ávidamente, lo compró todo, porque su marido había
dejado buen golpe de doblas de oro en el cofre de la cámara nupcial.
El vagabundo,
durante la velada, refirió historias interesantes. Venía de todos los
castillos; de recorrer las Asturias, el reino de León, Zamora y Portugal, y
traía en su repertorio anécdotas, escándalos, sainetes, tragedias, cuentos de
amoríos sorprendidos por él o averiguados en las cocinas de las mansiones
señoriales. Después cantó canciones, decires de trovadores, tañendo una vihuelilla;
y Mafalda, al despedirse para acostarse, mostraba encendidos los vivos colores
de su tez trigueña y el resplandor de sus ojos castaños, como conviene a mujer
moza, de veinticinco a lo sumo, en la flor y lozanía de la edad en que se
anhela gozar y vivir. Y al día siguiente no se partió del castillo el
vagabundo, ni en toda la semana tampoco. Pasábase las horas sentado cerca de
Mafalda, narrando historietas italianas, generalmente lascivas, y, cuando
agotaba su respuesta, enseñaba a las criadas y mezquinas de Diamonde a aderezar
bebidas dulces y manjares sazonados con especias que formaban parte de su
ambulante comercio. Otras veces dirigía el tocado de la castellana, a la cual
explicaba las modas y refinamientos que usaban las damas de la reina en la corte
de Castilla.
Él enredaba
artificiosamente las perlas, a estilo morisco, entre las trenzas de Mafalda, y
él le calzaba los brodequines puntiagudos, última novedad venida a España de la
lejana y elegante corte borgoñona. Y Mafalda, embelesada, sorprendida a cada
hora con un nuevo capricho, con una nueva distracción, no hizo la menor
resistencia cuando una noche el aventurero la atrajo hacia sí, y cubrió de
besos candentes la cara morena, y los párpados sedosos, y la garganta tornátil.
¿Pasión? ¡No! Mafalda no sentía esa soñadora fiebre, acaso más moderna que
medieval. Lo que experimentaba era el transporte del que sacude las telarañas
grises del fastidio, de los vapores tétricos, y entra en una zona de sol, de
alborozo y sorpresa continua de los sentidos golosos... También en fablas y
hechos de amoríos era más ducho el errante mercader que el rudo castellano de
Diamonde, y también supo revelar a Mafalda lo que púdicamente había ignorado...
Naturalmente, al
fin de la semana, Payo Diamonde regresó, cansado y polvoriento, harto de quemar
cosechas ajenas y de matar inocentes alimañas salvajinas. Por limitadas que
fuesen sus facultades de observador, la presencia del juglar-mercader y su
intimidad con Mafalda le saltaron a los ojos. Acaso hubo un delator que se los
abrió de golpe. La torre es demasiado chica para esconder secretos. Pero el
buhonero estaba alerta; y la historia nos enseña que, por entonces, solían ser
estos vagabundos quienes, de corte en corte, llevaban misiones extrañas,
encargos de reyes deseosos de deshacerse de otros monarcas o príncipes, y entre
sus frascos, no todos eran de perfumes...
Una mañana, el
señor de Diamonde amaneció rígido, muerto en su lecho, denegrido y cubierto de
lívidas señales; de este castillo desaparecieron, llevándose las doblas de oro
del arca, Mafalda la portuguesa y el aventurero envenenador...
Y ahí tiene
usted -acabó el maldito arqueólogo, sonriendo como un Maquiavelo burlón- la
prosaica, aunque melodramática verdad de la leyenda de la torre. Las pastoras
dicen que doña Mafalda fue arrebatada por el demonio, que había tomado la
figura de un gallardo doncel, y que el alma de la triste castellana, perdida de
amores, se asoma de noche a esta ventana misma, exhalando ayes muy semejantes
al ululante gemido del viento de la sierra... ¡Ya lo creo! Como que no es el
alma la que imita al viento, sino el mismo viento el que remeda el quejido del
ánima condenada...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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