¿Por qué tardaba
tanto el mozo? Por lo mismo que los otros días -pensaba la Casildona. Allá
estaría en el playazo de Areal, bañándose y ayudando a bañarse a la forastera
de la ropa maja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...! Cosa del demonio
no sería, pero tampoco de ningún santo... Aquel Avelino, esclavo de la
obligación, que no faltaba nunca a sus horas, desde la fiesta del Sacramento
era otro; desde la tarde en que conoció a la forastera, la de la sombrilla
encarnada y los zapatos de moñete, colorados también, la querida del fabricante
Marzoa, según las murmuraciones de Arcal...
El, sí: él,
trabajador era, y humilde, y sufrido. y nunca una palabra más alta a su madre,
y la cabeza gacha, si le reñían; pero ¡de buena casta venía para no gustarle el
pecado! Los recuerdos, como murciélagos, empezaban a revolar torpemente,
sombríos, en el cerebro estrecho de Casildona, bajo el cráneo duro, cubierto de
estropajosa pelambre gris. «¿Qué aventuramos a que sale como su padre,
panderetero, con un cascabel en cada botón del chaleque?» ¡El padre de Avelino!
Aquel señorito de Dordasí, vago de profesión, más bebido que un templo, sin
dejar rapaza a vida, atreviéndose hasta con las casadas, ¡nos defienda San
Roque! Sólo Casildona, la del caserío de Fontecha, le había puesto a ochavo la
sardina... ¡Vaya! Así que vio que la cintura del refajo andaba estrecha, le
soltó al señorito: «¡O te estripo, o las bendiciones del cura, que lo que
naciere, mediante Dios, padre ha de tener!» Y como se sabía que Casildona era
mujer para eso y más que para eso..., el señorito casó con ella. ¿Qué se le
importaba, al cabo? En su degradación de vicioso, con su pequeño patrimonio
hipotecado, comido de deudas y obligas, el hidalgo de Dordasí pasaba la vida en
tabernas, entre gañanes y marineros. Unido a Casilda, ella fue quien trabajó
para mantenerle, hasta que estalló de una borrachera, y para criar y enviar a
la escuela al niño. Mientras ella, la bestia de carga, araba, sallaba y curaba del
ganado, Avelino se instruía... La madre respetaba en el hijo la sangre, el
señorío arrastrado y todo por el suelo. «No nació Avelino para la tierra...» Un
confuso instinto de jerarquía social se alzaba en el espíritu de Casildona.
Avelino trabajaría con el entendimiento, sentado a la sombra, lavadas las
manos. Y así era: colocado le tenía en la oficina de la fábrica de conservas de
don Eladio Marzoa, la mejor de Arcal...
Preocupada,
Casildona arrimó más palitroques a la lumbre, y sacó al corral un cazolón de
bazofia; era preciso que viviesen otra madre y su progenitura: la gallina
pedriscada, que desde la víspera se pavoneaba con un rol de veinticuatro
pollitos.
Un bulto surgió
ante la cancilla del corral: era una rapaza a quien apenas se le veía la faz
morena, tostada, en que relucían los dientes blancos como guijas marinas; en la
cabeza sostenía inmenso cestón de hierba recién segada, olorosa, que se
desbordaba por todos los lados: en la cima del monte de verdura relucía la hoz.
-¡Qué monada!
¡San Antonio los guarde! -anheló, señalando a las veinticuatro bolitas de
plumón verdoso, con ojuelos de cuentas de azabache, que cómicamente apurados
picoteaban a porfía los desperdicios-. ¡Qué rolada de gloria! A las
buenas tardes.
Casildona ayudó
a bajar el cestón, y percibió que ni gota de sudor humedecía la frente de María
Silveria, la hija del carretero, la cual se echó atrás las greñas, salpicadas
de briznas de hierba y florecillas silvestres, y sonrió para congraciarse...
En la voz de la
madre había cierta condescendencia. Era sabedora de los retozos en el molino,
de los acompañamientos a la vuelta de la feria, de los comadreos del caserío;
cosas de rapaces. ¿Quién les da crédito? Su hijo no se peinaba para María
Silveria. Sólo que ahora, cuidados nuevos quitan cuidados antiguos... La férrea
vieja se humanizaba.
-Lo que me
contaron ahora mismo Roberto y su hermano, según pasaban por la vera del prado
de arriba, estando yo a cortar la hierba que usté ve con sus ojos.
Y la rapaza
pegaba manotadas en el cestón, como si la realidad de la hierba segada
autenticase sus noticias.
-No sé de qué se
pasma -intervino María Silveria, con veneno en la voz. Había de suceder, que
no le sabe bien al hombre pagar dinero y a más ser engañado miserablemente.
-Cogiólos en la
maldad, señora... -recalcó la moza, apretando los dientes y con equívoco
resplandor en las castañas pupilas-. Ni se escondían; en la playa se juntaban,
escandalizando. Una poca vergüenza se juntar allí, a bañarse sin ropa... -María
Silveria insistía, encontrando el delito en la falta de ropa y en la caricia
del agua salobre, con indignación de aldeana ruda que no ha bañado jamás su
piel. Y la raída esa, llena de faldas almidonadas, con zapatos colorados, con
medias coloradas también hasta riba... ¡A algunas mujeres era poco las
ahorcar...!
Y como si
hubiese sido una evocación, por la revuelta del sendero asomó una pareja.
Avelino, alto, esbelto, guapo como una estatua, traía a la mujer cogida por la
cintura, sosteniéndola cariñosamente. El sol se filtraba al través de la
sombrilla abierta y roja de la raída, y descubría la escasa belleza, la
edad, ya casi madura, los afeites, el pelo teñido, ese elemento inexplicable de
locura de amor que hace exclamar: «¡No se comprende!» Quien siguiese las
miradas extáticas del mozo, observaría que allí el señuelo atrayente no era la
cara, sino los pies, elegantes y menudos, que aprisionaban zapatos taconeados
alto, de flexible cuero de Rusia: unos zapatos que a cada movimiento de su
dueña enviaban fragancias perturbadoras. Y a su vez, los ojos fieros de la
madre y de la abandonada celosa se clavaron en los pies insolentes, encarnados,
pequeños, semejantes a dos capullos de amapola sobre el verdor húmedo de la
senda campesina. Ellas, Casildona y María Silveria, estaban descalzas, y sus
pies, deformados, atezados, recios, se confundían con el terruño pardusco de la
corraliza, en cuyo ángulo, al calor del sol, hedía el estercolero. La misma sorpresa
las dejaba inmóviles. La pareja avanzaba, charlando confidencialmente.
Y se
entrometieron, salvando la puerta de la corraliza, medio obstruida por el
cestón de hierba de María Silveria.
Los pollitos,
arracimeados, gentiles en su redondez dorada, vinieron a picar los zapatos
bermejos y la media calada sobre el empeine. La prójima soltó una risa alegre.
La gallina, erizada y furiosa, revoló a proteger a su cría.
Subyugada,
callaba Casildona. En las manos sentía hormigueo; en el corazón, bascas
insufribles. ¡Si aquello no era más que descaro, bendito San Roque! Pálida,
bajo la capa de arrugas y lo curtido de su cutis de yesca, la aldeana hizo un
movimiento como para cerrar el paso a su hijo; pero él, cariñosa y
autoritariamente, niño mimado y hombre un poco más afinado, la desvió.
Espatarraba los
ojos María Silveria. ¿Por qué no le saltaba al pescuezo a tal mujer la señora
Casildona? ¿Por qué consentía semejante infamia? ¡Las madres, las lobas del
querer, las esclavas de los hijos! ¡A que era capaz de servir de rodillas a la
de los zapatos bermejos! Y, en efecto, la vieja se hacía a un lado, abriendo
camino. La pareja desapareció, entrándose en la casa, y guiando Avelino con
solicitud.
Mientras ella
se sentaba, dejando la sombrilla y abanicándose con diminuto japonés, el hijo
arrinconó a la madre, secreteando a su oído:
-No hubo
remedio... Fue una cosa así... Por poco la mata el brutón de don Eladio. Aquí
no vendrá a buscarla... ¡Y si viene!
El gesto
completó la frase; el puño cerrado y los llameantes ojos revelaron claramente
el impulso homicida.
-A mí me echó
de su casa ese bárbaro, que si me descuido le desojo la cara a bofetones... No
se apure madre... Para todo hay remedio. Mañana me voy a Marineda, y allí
colocaciones sobran. Y si faltasen, ¡a América! ¡Aire!
Hablaba febril,
gesteando y balbuceando. La madre tembló. Creía ver al padre en sus últimos
accesos de alcoholismo.
Con manos
trémulas de ira, les sirvió de comer lo poco y humilde que había: el caldo
regional, leche y fruta. La prójima, abanicándose y haciendo mohines, se dejaba
servir por la madre de Avelino. Avelino, a pesar de sus afirmaciones de traer
tanta hambre, apenas probaba bocado. Miraba a su huéspeda fija y
apasionadamente; le hacía plato, fregaba el único vaso de vidrio y corría a la
fuente a llenarlo de agua cristalina para traérselo. Al salir, tropezó en el corral
con María Silveria, en la cual ni había reparado antes. Sentada al lado del
cestón de hierba, dejándolo marchitarse al sol, la rapaza lloraba, tapándose
con su pañuelo de algodón y bajando avergonzada la cabeza.
-¿Qué hago
aquí, qué hago aquí? -contestó ella, levantando súbitamente los ojos
encendidos. Ver cómo pasan los hombres que perdieron la vergüenza de la cara.
Eso es lo que hago aquí, Avelino de azúcar.
Encogiéndose de
hombros, el mozo la desvió con movimiento despreciativo, y siguió en busca de
la fuente, que surtía a tres pasos de allí, entre helechos, bajo una higuera y
un castaño, cuya sombra enfresquecía la corriente pura. María Silveria apretó
el puño y lo tendió hacia su amor antiguo: antiguo, ¡ay!, y presente, que bien
sentía en las entrañas, en la quemadura aquella, de rabia y desesperación, que
el amor aldeano, furioso, vivía y se revolvía como gato montés o tejón salvaje
acosado por cazadores. Regresaba Avelino ya, trayendo rodeado de plantas verdes
para resguardarlo del calor de las manos el vaso de agua helada casi. Y María
Silveria, incorporándose, le insultó otra vez.
-Anda, anda a
servir a la de los zapatos rojos... Que te pise el alma con ellos, a ver si
tienes alma, Avelino de azúcar... ¿Te acuerdas del molino de Pepe Rey? ¿Te
acuerdas lo que parolamos?
-Larga de aquí,
y cálzate esos pies, que das enojo -fue la respuesta de Avelino, al amparar el
vaso por temor de verter el agua.
María Silveria
calló... Sus puños morenos, de trabajadora, se alzaron al cielo, protestando.
El cielo sabía que ella nunca había hecho mal a nadie, y el cielo no debe de
ser amigo de las malvadas que embrujan a los hombres con zapatos colorados,
moñudos. Se inclinó sobre el cestón; cogió de él la hoz de segar, afilada,
reluciente, que manejaba con tanto vigor y destreza, y ocultándolo bajo el
delantal, se metió por la casa adentro, segura de lo que iba a hacer, de la
mala hierba que iba a segar de un golpe.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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