Aunque los historiadores
apenas le nombran, Higinio fue de los mas íntimos amigos de Alejandro magno. No
se menciona a Higinio, tal vez porque no tuvo la trágica muerte de Filotas, de
Parmenión y de aquel Clitos a quien Alejandro amaba entrañablemente, y a quien,
así y todo, en una orgía, atravesó de parte a parte, y, sin embargo (si no
mienten documentos descubiertos por el erudito Julios Tiefenlehrer), Higinio
gozó de tanta privanza con el conquistador de Persia, como demostrarán los
hechos que voy a referir, apoyándome, por supuesto, en la respetabilísima
autoridad del sabio alemán antes citado.
Compañero de infancia de
Alejandro, Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y se bañaron en Pela,
en los estanques del jardín de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones de
Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría la gustaron, así puede decirse,
en un mismo plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar del amor, cuando
deshojaron la primer guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa de la
gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto con sello más hondo el batirse juntos en
la memorable jornada de Queronea, en la cual quedó toda Grecia por Filipo,
padre de Alejandro. Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve años
entonces, mandaron el ala izquierda del ejército, y destruyeron por completo la
famosa «legión sagrada» de los tebanos. La noche que siguió a tan magnífica
victoria, Higinio pudo haber conseguido el generalato; Alejandro se lo:
brindaba, con hartos elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún de sangre,
sudor y polvo, respondió dulcemente a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:
-No acepto el generalato
porque, habiéndome portado bien hoy, tal recompensa y tan alta dignidad me
obligarían en conciencia a portarme todavía mejor en otras ocasiones que
sobreviniesen, y no puedo comprometerme a amanecer cada día con más valor y más
fortuna. Además, de las enseñanzas de nuestro maestro Aristóteles saco yo en
limpio que el hombre, habitualmente, debe vivir en paz y no en guerra. Queda
demostrado que no soy ningún medroso. El que ha combatido a tu lado en Queronea
ya tiene derecho a plantar un laurel en el sagrado bosque de Marte. Déjame de
batallas y dame otro puesto cerca de ti, Alejandro, porque te quiero bien y te
serviré fielmente.
Alejandro, cuya sangre
hervía pidiendo luchas y glorias, se conformó mal de su grado a los deseos de
Higinio, y le nombró su gran copero. Era cargo en extremo descansado y de alta
confianza, pues sus funciones consistían en custodiar y servir la copa de oro
reservada al príncipe, a fin de que nadie pudiese depositar en ella ponzoña. El
oficio de Higinio le permitía vivir en constante comunicación con Alejandro, y
cuando éste subió al trono, sucediendo a su padre, asesinado por Pausanias, los
cortesanos aseguraron a Higinio brillante carrera. Poco tardaron en verse
desmentidos tales pronósticos: Higinio continuó presentando, recogiendo y
custodiando la ya regia copa, sin mezclarse en intrigas ni aspirar a otras
grandezas.
Mientras tanto, Alejandro
asombraba al universo con sus campañas y triunfos, y ofrecía a Grecia, en
compensación de la perdida libertad, páginas de luz para la Historia.
Conteniendo a los bárbaros
y sojuzgando el inmenso Imperio de Asia, bien pronto se vió dueño del mundo
Alejandro. Cuando, después de dejar trazado el emplazamiento de Alejandría, y
de entrar vencedor en Babilonia y Ecbatana, el hijo de Filipo se declaró «hijo
de Júpiter» y decretó su propia apoteosis, Higinio -que hacía mucho tiempo no
departía con su rey, limitándose a servirle la copa en silencio- fué despertado
a las altas horas de la noche de orden de Alejandro, que le llamaba a su
cabecera. La recién hecha deidad no podía dormir, y reclamaba cuidados y
consuelos...
Señor -dijo Higinio, celebro
poder hablarte sin testigos, como antaño. Justamente deseaba rogarte que me
consientas dejar tu servicio y retirarme a mi casita del Atica, donde poseo
olivos y colmenas.
-¡Bonita ocasión escoges
para abandonarme! -exclamó, furioso, Alejandro. ¡Por el intento merecías que
te mandase crucificar! ¿Deseas riquezas? Pide cuanto se te antoje... ¿Pero
marcharte? Ni lo sueñes. ¿Y de dónde nace esa manía?
-Ya que lo preguntas
-contestó Higinio-, lo vas a saber. Yo fuí amigo y_servidor de un hombre; pero
ahora parece que ese hombre se ha vuelto Dios. No tengo vocación al sacerdocio.
Desde que has ascendido a hijo de Júpiter Hamnon, hermano de Apolo, me inspiras
temor y frialdad. El Alejandro que yo amaba no existe. Ha ascendido al Olimpo.
El es inmortal; yo, mortal. No nos entendemos. Por otra parte, la idea que me
he formado de un dios, según la sublime doctrina de Aristóteles...
-¡Dale con Aristóteles!
-interrumpió el conquistador-. ¡Como le atrape, a ése sí que le crucifico! ¡Y
alto, para que todos le vean!
-Crucifica, pero escucha.
Prescindamos de Aristóteles y supongamos que, en efecto, eres dios. Pues si
eres dios, yo no puedo cometer sacrilegio; yo no puedo seguir envenenándote.
-¿Envenenarme tú? -gritó
Alejandro, incorporándose, convulso, sobre su lecho de marfil incrustado de
oro. ¡Ahora comprendo por qué un fuego constante abrasa mis venas; ahora
comprendo por qué no descanso sino en horrible modorra; ahora me explico las
visiones y las pesadillas que de noche me asaltan y empapan mis sienes en sudor
frío! ¡Envenenarme tú! -y con súbito acceso de ternura suspiró-: ¿Y por qué
quieres mi muerte, tú, mi amigo de la niñez, mi hermano de armas en Queronea?
Higinio, conmovido, se
arrojó a los pies de Alejandro, y éste abrió los brazos; los dos amigos juntaron
sus rostros y mezclaron sus cabelleras, y el copero declaró, en tono muy
diverso del de antes:
-Señor, dulce amado mío,
si, te enveneno, es contra mi voluntad y por orden tuya... Esas visiones, esas
torturas de que te quejas, proceden de la doble embriaguez en que vives: estás
ebrio de poder y de vino añejo... Antes sólo me pedías la copa dos o tres veces
en cada comida; desde que el Asia te ha inoculado su molicie y sus vicios; me
duelen las manos de tanto recoger la copa vacía y extendértela colmada... Tu
alma se ha turbado, la demencia te ronda, te habitúas a la crueldad, hieres a
tus reales y morirás joven, sin que nadie necesite pegarte una puñalada, como a
tu padre. No quiero ser cómplice, y me voy.
Alejandro, pensativo,
seguía estrechando el cuello y la cabeza de su amigo contra el pecho.
-Tienes razón, amado
-murmuró, al fin, con sinceridad generosa. Pero el hábito de beber se ha
arraigado en mí, y si no bebo, me caigo a pedazos. ¿Qué haré? Aconséjame.
-No puedo -declaró Higinio-
curarte la borrachera del poder; pero trataré de salvarte de la otra sin que te
prives de tu gusto. Fíate en mí y verás.
En efecto, los días que
siguieron a esta conversación, Alejandro continuó bebiendo copas tan rebosantes
y tantas en número como siempre. No obstante, poco a poco notó con placer gran
mejoría. Gradualmente se despejaba su cabeza, se tranquilizaban sus nervios,
volvía a sus miembros el vigor y la alegría a su espíritu. Vastos planes
maduraban en su cerebro, sobrehumanas empresas bullían en su imaginación heroica.
Pasmado y enajenado, preguntó a Higinio el secreto, sin que éste se prestase a
revelarlo. Pero un cierto Arsotas, juglar persa, adulador y afeminado, que
divertía mucho al rey, le dió la clave del enigma.
-Tu gran copero, ¡oh divino
Alejandro!, echa cada día una gota de cera en el fondo de tu copa. Así,
insensiblemente, reduce su cabida y acorta tus libaciones. Bebes cada día una
gota menos. ¡El osado Higinio se atreve a engañar a su soberano y a cercenar
sus deleites!
Quedó Alejandro
sorprendido; después su sorpresa se convirtió en enojo. ¡Tratarle como a un
chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio así! ¡Ah! No lo consentiría. ¿Qué se
figuraba Higinio? Y una mañana mandó registrar y limpiar la copa, y a la tarde
estableció sus famosos certámenes de intemperancia, apostando a beber con los
más pellejos de su ejército. Higinio entonces desapareció; probablemente se
retiraría al Atica. En cuanto a Alejandro, nadie ignora la ocasión y modo de su
muerte: después de vaciar, con alarde jactancioso, no su propia copa, sino la
enorme llamada de Hércules, cayó redondo, dando un grito. La fiebre que allí
mismo se apoderó de él le arrebató del mundo a los treinta y dos años de edad,
en la plenitud de la vida y de la gloria.
Cuento antiguo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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