Érase que se era
un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas
de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio
desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero
roñoso y un anafre comido de orín. El mozo -a quien llamaré Lupercio- cubría
sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas,
entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un
pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir
a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con
alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al
rostro.
Para evitar el
bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer,
cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se
codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y
hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía
el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias.
Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente
columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas
alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al
través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates
presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio,
clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de
aprender, de vivir.
Una noche subió a
su guardilleja más calenturiento que nunca. Encendió mortecina lámpara, abrió
la ventana para que el tabuco se ventilase y, dejando caer la cabeza sobre la
mano, poco tardó en rezumar por entre sus dedos lágrima abrasadora. Alzó la
frente, miró al anafre y se le ocurrió que en él estaba el remedio de cuantos
males hay en el mundo. Estas cosas, lector amigo, de cien veces que se piensen,
dígote en verdad que no se hacen una. Lupercio, que realmente estaba triste,
triste hasta morir, de pronto cogió la pluma, la sepultó en el roñoso tintero,
la paseó sobre un fragmento de papel... y salieron renglones desiguales, los
primeros que había compuesto nunca. Cuando terminó la composición, o lo que
fuese, el mozo vio, a la luz de la mortecina lámpara, posado sobre su tintero,
un insecto extraño, fúlgido, deslumbrador: una mariposa de pedrería.
Su abdomen era de
una perla oriental: de esmeraldas su corselete; sus alas de rubíes y
brillantes, y al remate de sus antenas temblaban, como gotas de rocío, dos
cristalinos solitarios de incomparable pureza. Lo más encantador de la mariposa
es que, siendo de pedrería, estaba viva, pues al tender Lupercio la mano para
cogerla, voló la mariposa y fue a posarse más lejos, a la orilla de la mesa. El
mozo se quedó sobrecogido; si se empeñaba en cogerla, de fijo que la mariposa
huiría por la ventana abierta. Renunciando a perseguir al resplandeciente
insecto, Lupercio se contentó con admirarlo.
La mariposa
tenía, sin duda alguna, luz propia, porque apartada de la escasa de la lámpara,
centelleaba más, proyectando irisados reflejos sobre toda la guardilla. Y es el
caso que, a la claridad emanada de la mariposa, así se transformaba la vivienda
de Lupercio, que no la conocería nadie. Invisibles tapiceros revistieran las
paredes de telas, cuadros, espejos y colgaduras; del techo pendían arañas de
veneciano vidrio y cubría el suelo alfombra turquesca de tres dedos de gordo.
¡Qué metamorfosis! En las Gorgonas de Murano se deshojaban rosas: sobre un
velador árabe tentaban el apetito frutas, dulces y refrescos; blancas melodías
de laúd acariciaban el aire y, abriéndose sutil-mente la puerta, una mujer, digo
mal, una diosa, envuelta en gasas tenues y sin más tocado que las rubias hebras
de febeo cabello, se adelantó, tomó del velador una granada entreabierta,
reventando en granos de púrpura, y se la ofreció a Lupercio con lánguida
sonrisa... Todo este misterio duró hasta que la mariposa, desde el borde de la
ventana, alzó su vuelo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Aunque al volar
la mariposa de pedrería la guardilleja volvió a su prístina y natural fealdad,
miseria y desaliño, desde aquel día Lupercio no pensó en la muerte. Tenía un
interés, una esperanza: que repitiese su visita la encantada bestezuela. Y la
repitió, en efecto, al conjuro de la pluma mojada en tinta y los renglones
desiguales. Volvió la mariposa, y esta vez convirtió la guardilla en jardín
tropical, poblado de naranjos y palmeras, donde vírgenes africanas ofrecían a
Lupercio agua fría en ánforas rojas estriadas de plata y azul. Así que se
habituó a responder al conjuro, la mariposa fue transformando la mansión de
Lupercio, ya en gruta oceánica, con náyades, corales y espumas, ya en bahía
polar que alumbra boreal aurora, ya en patio de la Alhambra , con arrayanes y
fuentes de mármol, donde se leen versículos del Corán; ya en camarín gótico,
dorado como un relicario...
Mientras tanto,
un periódico imprimía los versos de Lupercio -porque versos eran, ya es hora de
confesarlo y, poco a poco, los fue conociendo, estimando y luego admirando el
público. Tras la admiración y el aplauso del público vino la envidia de los
rivales, la curiosidad de los poderosos y la protección de algunos más
inteligentes; con la protección, un poco de bienestar; luego, algo que pudiera
llamarse desahogo y, por último, una serie de felices circunstancias -herencia,
lotería, negocios, la riqueza. Lupercio vivió, amó, gozó, rodó en carruaje al
lado de pulcras damiselas, con trajes de seda de eléctrico roce..., y no
necesito decir que, impulsado por el aura de la fortuna, fue bajando, primero
de su guardilla al piso segundo; después, del segundo al primero, hasta que resolvió
construir para su residencia un lindo palacio, a orillas del mar, en Italia.
Había en él jardines, salones, tapicerías, brocados, alfombras, objetos de
arte; en suma, cuanto pudo soñar Lupercio en la guardilla de los años
juveniles.
Sin embargo, su
mujer, sus hijos, sus amigos, sus criados, le veían cabizbajo, abatido,
deshecho y notaban que, de día en día, se iba agriando su carácter, y
ennegreciéndose su humor, y rebosando en él tedio y hastío. Nadie se explicaba
el cambio, porque nadie sabía que la mariposa de piedras, la maga de la
guardilla, la que también había frecuentado el piso segundo y honrado alguna
que otra vez el principal, no se dignaba apoyar sus patitas de esmalte en el
reborde de las ventanas del palacio, abiertas siempre en verano como en
invierno, para dejarle franca la entrada.
Lupercio se
ponía de pechos en la rica balconada de mármol que dominaba el jardín, y desde
la cual se divisaba la extensión del golfo de Nápoles y se oía el murmurio de
sus aguas, y miraba a las estrellas por si de alguna iba a bajar la mariposa;
pero las estrellas titilaban indiferentes y, de mariposa, ni rastro. Lupercio
abría a centenares botellas de generosos vinos -de aquellos que en la mocedad
le tentaban como un sueño irrealizable, y en el fondo espumoso del cristal no
dormía la mariposa tampoco. Lupercio comía granadas con algunas risueñas
beldades muy aficionadas a la fruta, y tampoco en el seno de púrpura se
ocultaba la mariposa maldita, la de las alas de rubíes...
¿Qué si había
muerto? ¡Para morir estaba ella! Sabe, ¡oh lector!, que las mariposas de
pedrería son inmortales. Sólo que la tunanta no tenía ganas de perder el tiempo
con gente machucha, y andaba transformando en palacio, jardín o edén otro
domicilio modesto, donde un mozo soñador garrapateaba no sé si verso o prosa...
«El Imparcial», 18 de julio de
1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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