Al recibir la
cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus manos, sus oídos zumbaron
levemente, sus arterias latieron y veló sus ojos una nube. ¡Había deseado
tanto, soñado tanto con aquella declaración!
Enamorada en
secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y brillantísimo estudiante,
probablemente no supo ocultarlo; la delató su turbación cuando él entraba en la
tertulia, su encendido rubor cuando él la miraba, su silencio preñado de
pensamientos cuando le oía nombrar; y Fausto, que estaba en la edad glotona, la
edad en que se devora amor sin miedo a indigestarse, quiso recoger aquella
florecilla semicampestre, la más perfumada del vergel femenino: un corazón de
veinte años, nutrido de ilusiones en un pueblo de provincia, medio ambiente
excitante, si los hay, para la imaginación y las pasiones.
Los amoríos
entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que ella cantaba con toda
su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como los grandes tenores, en momentos
dados emitía una nota que arrebataba. Águeda se sentía vivir y morir. Su alma,
palacio mágico siempre iluminado para solemne fiesta nupcial, resplandecía y se
abrasaba, y una plenitud inmensa de sentimiento le hacía olvidarse de las
realidades y de cuanto no fuese su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su
carteo, su ventaneo, su idilio, en fin. Sin embargo, las personas delicadas, y
Águeda lo era mucho, no pueden absorberse por completo en el egoísmo; no saben
ser felices sin pagar generosamente la felicidad. Águeda adivinaba en Fausto la
oculta indiferencia; conocía por momentos cierta sequedad de mal agüero; no
ignoraba que a las primeras brisas otoñales el predilecto emigraría a Madrid,
donde sus aptitudes artísticas le prometían fama y triunfos; y en medio de la
mayor exaltación advertía en sí misma repentino decaimiento, la convicción de
lo efímero de su ventura.
-¿Me quieres de
veras, de veras? ¿Te gusto? ¿Soy yo la mujer que más te gusta? Háblame claro,
francamente... Prometo no enfadarme ni afligirme.
Fausto,
sonriente, halagador, galante al pronto, acabó por soltar parte de la verdad en
una aseveración exactísima:
-Guedita: eres
muy mona..., muy guapa, sin adulación... Tienes una tez de leche y rosas, unas
facciones torneadas, unos ojos de terciopelo negro, un talle que se puede
abarcar con un brazalete... Lo único que te desmerece..., así..., un
poquito..., es la pícara dentadura. Es que a no ser por la denta-dura..., chica,
un cuadro de Murillo.
Calló Águeda,
contrita y avergonzada; pero apenas se hubo despedido Fausto, corrió al espejo.
¡Exactísimo! los dientes de Águeda, aunque sanos y blancos, eran salientes,
anchos a guisa de paletas, y su defectuosa colocación imponía a la boca un
gesto empalagoso y bobín. ¿Cómo no había advertido Águeda tan notable falta?
Creía ver ahora por primera vez la fea caja de su dentadura, y un pesar
intenso, cruel la abrumaba... Lágrimas ardientes fluyeron por sus mejillas, y
aquella noche no pegó ojo dando vueltas, entre el ardor de la fiebre a la
triste idea... «Fausto ni me quiere ni puede quererme. ¡Con unos dientes así!»
Desde el
instante en que Águeda se dio cuenta de que en realidad tenía una dentadura mal
encajada y deforme, acabóse su alegría y vinieron a tierra los castillos de
naipes de sus ensueños. Rota la gasa dorada del amor, veía confirmados sus
temores relativos a la frialdad de Fausto; mas como el espíritu no quiere
abandonar sus quimeras, y un corazón enamorado y noble no se aviene a creer que
su mismo exceso de ternura puede engendrar indiferencia, dio en achacar su
desgracia a los dientes malditos. «Con otros dientes, Fausto sería mío quizá».
Y germinó en su mente un extraño y atrevido propósito.
Sólo el que
conozca la vida estrecha y rutinaria de los pueblos pequeños, la alarma que
produce en los hogares modestos la perspectiva de cualquier gasto que no sea de
estricta utilidad, la costumbre de que las muchachas nada resuelvan ni
emprendan, dejándolo todo a la iniciativa de los mayores, comprenderá lo que
empleó Águeda de voluntad, maña y firmeza, hasta conseguir dinero y licencia
para realizar sus planes... Fausto había volado ya a Madrid; el pueblo
dormitaba en su modorra invernal, y Águeda, levantándose cada día con la misma
idea fija, suplicaba, rogaba, imploraba a su madre, a su padrino, a sus
hermanas, sacando a aquélla una pequeña cantidad, a aquél un lucido pico, a
éstas de la alcancía los ahorros..., hasta juntar una suma, con la cual,
llegada la primavera, tomó el camino de la capital de la provincia... Iba
resuelta a arrancarse todos los dientes y ponerse una dentadura ideal,
perfecta.
Águeda era muy
mujer, tímida y medrosa. No se preciaba de heroína y la espantaba el
sufrimiento. Un escalofrío recorrió sus venas, cuando, discutido y convenido
con el dentista el precio de la cruenta operación, se instaló en la silla de
resortes, y encomendándose a Dios, echó la cabeza atrás...
No se conocían
por entonces en España los anestésicos que hoy suelen emplearse para
extracciones dolorosas, y aunque se tuviese noticia de ellos, nadie se atrevía
a usarlos, arrostrando el peligro y el descrédito que originaría el menor
desliz en tal delicada materia. Tenía, pues, Águeda que afrontar el dolor con
los ojos abiertos y el espíritu vigilante, y dominar sus nervios de niña para
que no se sublevasen ante el atroz martirio.
Desviados,
salientes y grandes eran sus dientes todos. Había que desarraigarlos uno por
uno. Águeda, cerrando los ojos, fijó el pensamiento en Fausto. Temblorosa,
yerta de pavor, abrió la boca y sufrió la primera tortura, la segunda, la
tercera... A la cuarta, como se viese cubierta de sangre, cayó con un síncope
mortal.
Volvió, sin
embargo, a la faena al día siguiente, porque los fondos de que disponía estaban
contados y le urgía regresar al pueblo... No resistió más que dos extracciones;
pero al otro día, deseosa de acabar cuanto antes soportó hasta cuatro, bien que
padeciendo una congoja al fin. Pero según disminuían sus fuerzas se exaltaba su
espíritu, y en tres sesiones más quedó su boca limpia como la de un recién
nacido, rasa, sanguinolenta... Apenas cicatrizadas las encías, ajustáronle la
dentadura nueva, menuda, fina, igual, divinamente colocada: dos hileritas de
perlas. Se miró al espejo de la fonda; se sonrió; estaba realmente transformada
con aquellos dientes, sus labios ahora tenían expresión, dulzura, morbidez, una
voluptuosa turgencia y gracias que se comunicaba a toda la fisonomía... Águeda,
en medio de su regocijo, sentía mortal cansancio; apresuróse a volver a su
pueblo, y a los dos días de llegar, violenta fiebre nerviosa ponía en riesgo su
vida.
Salió del
trance; convaleció, y su belleza, refloreciendo con la salud, sorprendió a los
vecinos. Un acaudalado cosechero, que la vio en la feria, la pidió en
matrimonio; pero Águeda ni aún quiso oír hablar de tal proposición, que
apoyaban con ahínco sus padres. Lozana y adornada esperó la vuelta de Fausto
Arrayán, que se apareció muy entrado el verano, lleno de cortesanas esperanzas
y vivos recuerdos de recientes aventuras. No obstante, la hermosura de Águeda
despertó en él memorias frescas aún, y se renovaron con mayor animación por
parte del galán los diálogos y los ventaneos y los paseos y las ternezas.
Águeda le parecía doblemente linda y atractiva que antes, y un fueguecillo
impetuoso empezaba a comunicarse a sus sentidos. Cierto día que, hablando con
uno de sus amigos de la niñez, manifestó la impresión que le causaba la belleza
de Águeda, el amigo respondió:
Atónito, quedó
Fausto. ¿Cómo? ¿Los dientes? ¿Todos, sin faltar uno? ¡Cuánto trastorna la
vanidad femenil! Y soltó una carcajada de humorístico desengaño...
Cuando, años
después, le preguntó alguien por qué había roto tan completamente con aquella
Águeda, que aún permanecía soltera y llevaba trazas de seguir así toda la vida,
Fausto Arrayán, ya célebre, glorioso, dueño del presente y del porvenir,
respondió, después de hacer memoria un instante:
-¿Águeda...?
¡Ah, sí! Ahora recuerdo... ¡Porque no es posible que entusiasme una muchacha
sabiendo que lleva todos los dientes postizos!...
«Blanco y Negro», núm. 385, 1898.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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