De los tres Reyes de Oriente,
llamados Magos, el más sabidor era el viejo Baltasar. En su palacio, de altas
techumbres sostenidas con vigas de cedro, rodeado de fuertes muros de granito,
y que guardaba escogida tropa, compuesta de mozos de las más nobles familias,
había construido una especie de observatorio, una torre redonda, donde se
encerraba, para consultar despacio las constelaciones y cubrir de enigmáticas
rayas y letras de un desconocido alfabeto los pergaminos que le traían en
abundancia, bien flexibles y curtidos, en lindos rollos, y las tablillas
plaqueadas de cera que, surcadas por el estilete, iban alineándose alrededor de
la cámara, en estantes de maderas preciosas.
El anciano rey no estaba engreído
de su ciencia. En aquellos azules espacios que escrutaban sus ojos ansiaba
adivinar leyes misteriosas, no sospechadas armonías de la creación; pero no lo
conseguía. El ansia de conocer, de rasgar los velos en que envuelve sus
operaciones la potencia creadora, le absorbía tanto, que descuidaba su reino.
Un sobrino, ambicioso y activo, iba captándose las simpatías del pueblo y de la
nobleza militar, y si no desposeía a su tío, era porque le consideraba
entregado a inofensivas manías e incapaz de estorbar en nada.
En cambio, el rey Gaspar, sin
ocuparse del cielo, consagraba sus artes mágicas al dominio y conquista de la
tierra. Cuando al frente de sus aguerridas tropas entraba en país enemigo, iba
prevenido de augurios y horóscopos. Todos creían que Gaspar estaba dotado del
don de adivinación y se comunicaba directamente con el poder oculto que
concede, al azar de la lucha, la victoria, y le seguían sin miedo, con
fanatismo. Al verle, recio y resuelto, en la madurez de su edad, rigiendo su
generoso bridón, sonriendo lleno de confianza entre las nubes de dardos y los
remolinos de la batalla furiosa, repetían que un encanto le hacía invulnerable.
Y, en efecto, jamás fue herido el Mago Rey: haciendo proezas de valor en todos
los combates, ni flecha ni piedra logró alcanzarle, ni tajo de espada pudo
rasguñar sus vestiduras. Pretendieron los romanos sojuzgar la tierra que Gaspar
regía, y fueron rechazadas las veteranas legiones, maltrechas y rotas. Cuando
el Procónsul que las mandaba refirió al Senado que el rey sabía de magia y no
era posible vencerle, se rieron del que venía dominado por supersticiones
orientales y daba crédito a consejas ridículas. Y, entre tanto, Gaspar, no
satisfecho, se consumía en el afán de mayores conquistas, de llegar hasta Roma,
de entrar en la ciudad y ponerle fuego y apoderarse del universal poder.
El tercer Mago, Melchor, reinaba
sobre los etíopes, pueblo el más antiguo del mundo. Era joven; no pasaría de
los veinticinco años, y su corazón y sus sentidos ardían con llamaradas de
incendio. A pesar de su negra piel, su cuerpo era una estatua de bronce
bruñido, esbelta, musculosa y elegante de formas. Rico en polvo de oro, perlas,
plumas de avestruz y gomas olorosas, los trajinantes y caravaneros que le
compraban estas mercancías inestimables, solían traerle en cambio esclavas
blanca de diversos países. Temblorosas, tristes o resignadas, entraban en el
palacio, que les tenía dispuesto Melchor, las hijas del Cáucaso, de perfecta
belleza y rasgados ojos; las griegas, diestras en hacer versos y recitarlos al
son de la lira; las persas, que huelen a rosa; las gaditanas, que saben de
danzas voluptuosas; las fenicias, envueltas en negros velos; las hebreas, de
nobles facciones, y hasta las romanas altivas, que no pocas veces se daban la
muerte, ahorcándose con un jirón de su túnica, antes que sufrir la esclavitud y
el abrazo del bárbaro rey. Melchor quería que sus cautivas estuviesen rodeadas
de delicias y lujo. El palacio-serrallo era enorme y lo cercaban jardines y
frondas de arbustos y árboles en flor, de hoja perenne, que aromaban el aire.
Lagos tranquilos, surcados por embarcaciones diminutas, ofrecían los placeres
del baño y del paseo, y en las barquillas remaban, en vez de hombres, simios
amaestrados y esclavas de torso rudo, de gruesos labios rientes, forzudas y
solícitas. Porque Melchor sufría de un mal cruel: en su apasionamiento, era
celoso con rabia y recataba a sus mujeres de toda mirada varonil. Hubiese
querido guardarlas dentro de una fortaleza sin que les diese ni el aire, pero
la experiencia le había demostrado que, enclaustradas, enfermaban de consunción
y morían de fiebre, y optó por rodear de altas tapias una extensión enorme y
guardar allí el tesoro que con nadie quería compartir.
En el deleitoso retiro pasaba las
tardes y las noches, revistando a sus hermosas, presenciando sus danzas y
juegos, oyendo sus cánticos, preguntándoles por sus patrias lejanas y sintiendo
un dolor recóndito cuando, al recuerdo, lágrimas involuntarias asomaban a los
magníficos ojos de las concubinas.
A veces, Melchor, con dulzura, las
interrogaba:
-¿No eres feliz, Dircé? ¿No me
quieres, Faustina? ¿Anhelarías otro amor, Guluya?
Y cualquiera que la respuesta
fuese, por tiernas que contestasen las caricias a la pregunta, Melchor quedaba
triste hasta la muerte. Porque comprendía que su piel obscura, sus cabellos
lanosos, no eran gratos, y que las bellas aparentaban una felicidad no sentida.
Cada una de ellas había dejado, en su país, un predilecto: un heleno de perfil
puro, de musculatura firme, bajo tez dorada; un tribuno militar; un patricio
elegante; un pastor de Galilea, de rizos negros; un régulo ibérico que devoraba
el espacio sobre un caballo de la Turdetania. Y Melchor, desesperado de borrar la
memoria de sus invisibles rivales, acudía a la magia para conseguir el bien, a
todos superior, de ser amado. No le bastaba la sumisión mecánica, el
consentimiento de aquellos cuerpos seductores; exigía el alma, con rabiosa
exigencia, no saciada nunca. Y ensayaba filtros y conjuros, encantaciones y
evocaciones, convocando a las hechiceras de Tesalia, que se reúnen a la luz de
la luna, a las pitonisas de Israel, practicando ritos sombríos, adoraciones de
la serpiente y crueles ceremonias de propiciación del mal. Robaba cabellos,
fragmentos de uñas y agua en que se habían lavado sus amadas, y con estos
despojos componía bebedizos de amorosa sugestión. Pero el amor no llegaba;
Melchor no lo sentía vibrar en la humilde obediencia de las hermosas. Y salía
de sus regazos más sediento, más magullado del alma, más melancólico, y se
encerraba, a veces, semanas enteras, sin querer poner los pies en el recinto
del serrallo, hasta que, alentando un poco, volvía a su inútil lucha con lo
imposible, para recaer en la pena y en el despecho. ¡Una sola que le diese
amor! ¡Y a ésa toda su vida!
En una de las crisis de sentimental
desesperanza, pensó Melchor que acaso el viejo rey Baltasar, con su sabiduría,
pudiese darle un remedio. Y, acompañado de séquito fastuoso, con escolta de
camellos cargados de polvo de oro y mirra, emprendió el viaje, llegando en
cuatro jornadas a la capital del viejo Mago. En el camino se había encontrado a
Gaspar, que, al frente de una escogida hueste, se dirigía también a visitar al
anciano rey, para proponerle una alianza. La misma pretensión expuso a Melchor.
¿Por qué no se unían los Monarcas de Oriente y caían sobre Roma, que se
declaraba señora de las demás naciones y las sometía a vasallaje y tributo?
Melchor encontraba acertado el propósito de Gaspar, pero ambos convinieron en
remitirse al parecer de Baltasar el Sapientísimo, que leía en los astros, sin
duda, el porvenir.
Acogidos por el viejo con
afabilidad y honor, reuniéronse a la tarde los tres Magos en la terraza del
palacio real, y habiendo comido y bebido hasta saciarse, a la hora en que el
sol se ha puesto y el firmamento es como tendido pabellón de terciopelo turquí,
tachonado de diamantes y gemas, Baltasar, en tono paternal y benigno, dijo a
sus huéspedes y convidados:
-Lo que desea Gaspar es muy
conforme a su grande ánimo, a su valor de león; pero un pobre anciano como yo,
ya no sabe de guerras ni de hazañas. Si queréis, tratad de esa alianza con mi
sobrino, que me ayuda a llevar el peso del Estado. Yo, en esta noche señalada,
quiero hablaros de algo más importante.
-¿Más importante que expugnar a
Roma?
-¿Más importante que el amor?
Estas dos exclamaciones no
sorprendieron a Baltasar. Sus ojos de vidente se clavaron en los dos Monarcas y
sonrió con indulgencia.
-Oídme -pronunció-. Hace largos
años que mis pupilas escrutan el espacio y registran los movimientos y giros de
los cuerpos celestes. Inútilmente trato de descubrir qué interés tiene para la
humanidad esa aglomeración de planetas y soles. ¿No os admira que sean tantos,
tan centelleantes, tan remotos, que no se acerquen a nosotros jamás, mirándonos
indiferentes desde la inmensidad fría?
Callaron Gaspar y Melchor, y
prosiguió el Mago:
-Desde hace algún tiempo, sin
embargo, parece que tengo presenti-miento de que el cielo habrá de acercarse a
la tierra. Mis cálculos me permiten afirmar que aparecerá una estrella
desconocida y esa estrella será la única que tendrá piedad de los humanos. He
advertido signos de su aparición. Estamos aquí tres hombres que sufrimos de un
ansia infinita. ¿No es cierto? ¿Por qué no había de ser esta misma noche cuando
se presente la estrella bienhechora?
El alto silencio, que parecía venir
en ondas mudas del desierto cercano; la solemnidad del momento, impresionaron a
los otros dos reyes. Su fantasía se entreabrió, como enorme cáliz de datura
cargado de aroma.
Baltasar continuó, alzando sus dos
manos abiertas como para orar:
-Los que estamos cerca de la muerte
y hemos sido castos toda la vida y hemos permanecido en contacto con las ideas
inmateriales, tenemos a veces revelaciones difíciles de explicar. Yo, en mi
observatorio, he pensado que el mundo sufre, víctima de la injusticia y del
dolor, y tiene que llegar la hora de que el cielo se acuerde de él. No adivino
cómo podrá ser salvado el hombre, y, no obstante, creo firmemente que deberá
serlo y que esta verdad está escrita en letras de lumbre en el cielo mismo. Si
esto se os figura aprensiones de mi cabeza, ya debilitada por los años, no me
las quitéis, porque son mi único consuelo, la recompensa de mi existencia,
dedicada a lo espiritual.
-Padre mío, Baltasar -exclamó el
negro, en quien la fe fue más súbita, y que besaba las manos del sabidor, creo
comprender lo que dices. El mundo está lleno de amargura. Se necesita alguna
esperanza, y los que tenemos dolorido el corazón la buscamos como el ciervo las
fuentes de agua viva.
-Se necesita -declaró Gaspar más
reacio- derrocar a la insolente, a la inicua Roma; libertarnos de su tiranía.
-Hijo Gaspar -imploró el Mago
mayor, cree y verás caer Roma sin necesidad de combates, ni de sangre vertida
en ellos. Cree y espera, que se acerca la hora; en verdad te lo digo.
Y Gaspar, a su vez, cayó postrado
ante el viejo. Éste alzaba los ojos a la bóveda esplendente, toda acribillada
de puntitos de luz. No se oía ni la respiración de los tres Reyes. No corría ni
un soplo de aire.
De pronto, entre las luminarias del
firmamento, una asomó que antes no era visible. Un astro de luz más blanca que
las otras surgía con lentitud, majestuoso, y se acercaba tanto, que semejaba
una luna pequeña. Alumbraba la terraza toda y arrastraba en pos de su globo de
perla una cola de fulgor, larga, magnífica, desarrollada como el extremo del
manto de una Reina austral. Y Baltasar, a su vez, dobló la rodilla y lloró de
gozo.
-¿La veis? -repetía. ¿La veis?
Fue Melchor, el fervoroso, quien primero
pronunció la frase decisiva:
-¡Sigámosla!
Y la siguieron, ignorando adónde
los conducía, seguros de que era a la salvación. Los tres, por el polvoriento y
prolijo desierto de arena, caballeros en sus dromedarios, iban felices,
olvidado Baltasar de la ciencia; Gaspar, de la gloria; Melchor, de la amorosa
locura. Irradiaba en sus ojos algo sobrenatural, y la estrella, precediéndoles
siempre, parecía envolverlos en un triunfo perpetuo. Su claridad, de día,
eclipsaba a la del sol.
Y por haberla seguido, ¿no lo
sabéis? los Magos Reyes, de vuelta a sus reinos, fueron santos...
«Nuevo
Teatro Crítico», núm. 1, 1914
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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