El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama
trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a
la alcoba, se incorporó de un salto y
corrió solícita a donde la llamaba su deber.
El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por
las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un
halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía
-sosteniendo el cuerpo de
él, ofreciéndole una
cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores. Escena
de familia, revelación
de afectos sagrados, de los que
persisten cuando desaparecen el atractivo
físico y la
ilusión, cebo eterno de la
naturaleza al mortal... Sin duda pensó
él algo semejante
a esto, que
se le ocurriría a
un espectador contemplando
el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano
descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en
un movimiento de conmovedora gratitud.
-¿Cómo te sientes
ahora? -preguntó ella, arreglando las
almohadas a suaves
golpecitos.
-Mejor... Hace un instante, no podía más...
¿Cuándo crees tú
que Dios se
compadecerá de mí?
-No digas eso,
Federico -murmuró, con ahínco, la enfermera.
-¡Bah! -insistió. No
te preocupes. Lo he
oído con estos oídos. Te lo decía ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me
creíais amodorrado. Con modorra se oye... Sí, me alegro.
Juana mía. No me quites la única esperanza.
Mientras más pronto se acabe este infierno...
No, ¡perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado está
un ángel... ¡Ah!
¡Pues si no
fuera por ti!
Muy buena sería Juana, pero lo que es propiamente cara
de ángel no la tenía.
En su rostro se
advertían, por el
contrario, rasgos de cierta dureza,
una crispación de las comisuras de los labios, algo sombrío en las precoces
arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico se enterneció al considerar el estrago de aquella
belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.
-Juana... -balbuceó. Me
siento ahora un poco tranquilo. Sin duda has forzado la
dosis del calmante... No te sobresaltes. ¡Si te lo agradecería! Escucha...
Voy a aprovechar
esta hora; tengo que decirte... Prométeme que me escucharás sin
alterarte, Juana...
-Federico, no hables; no te fatigues -respondió ella. No pienses más
que en tu salud.
Los asuntos, para después, cuando sanes del todo.
-¡Después! -repitió, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga,
turbia, se fijó en un punto
imaginario del espacio;
lejos, lejos..., camino del
después misterioso hacia donde le arrastraba
implacable su destino.
Ahora -insistió. Ahora o nunca,
Juana. No me hará daño, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará
bien. ¡Si tú sospechases lo que pesa
en el corazón
un secreto! ¡Si
supieses cómo abruma eso de callar a todas horas!
-¿Un secreto? -contestó, como un eco, Juana, inmutándose.
-Por favor, querida..., no te alarmes ya, ni te alborotes luego,
cuando te confiese... Prométeme que tendrás serenidad. Siéntate ahí; dame la
mano. ¿No? ¡Como quieras!...
-¿Ves? Te cansas; déjalo, Federico -porfió Juana, agitada por
imperceptible temblor, como si luchase consigo misma.
-Oye... Nadie mejor que yo conoce lo que me perjudica. Estoy cierto de
que hasta para morir más resignado
necesito espontanearme,
acusarme... Juana, ahora no somos más que un pobre enfermo y la santa que le
asiste. El último consuelo te pido; sé indulgente, dime por anticipado que me
perdonarás.
-¡Te perdono... y
calla, Federico! -profirió ella, sordamente,
en tono colérico,
a pesar suyo.
Él, realizando sobrehumano
esfuerzo, se sentó en
la cama, echando
fuera el busto, inclinándose hacia su mujer en un
transporte cariñoso y humilde. Era de esos enfermos afinados por el dolor, que
dicen y hacen cosas tiernas y desgarradoras y se afanan en excitar los
sentimientos de los que los rodean. La emoción profunda de Juana le animó;
cruzando las manos con fervorosa súplica, rompió a hablar:
-Me perdonas, me
perdonas... Es que no
sabes; es que
crees que se
trata de alguna falta leve. Fue grave; soy muy
culpable, y me atormenta pensar que
te estoy robando
no solo el tiempo y el trabajo que te cuesta cuidarme, sino otra cosa
que vale más... Después que lo
sepas, ¿me querrás
todavía? ¿No me abandonarás,
dejándome que muera como un perro?
Juana se puso
en pie de
un brinco. El temblor nervioso de su cuerpo se acentuaba.
Su voz era ronca, oscura, fúnebre, cuando dijo con aparente irónica
frialdad:
-Ahórrate el trabajo de confesar. Estoy tan enterada casi como tú
mismo.
El enfermo, sobrecogido, se dejó caer sobre la almohada. Sus pupilas
se vidriaron sin humedecerse; era el
llanto seco, por decirlo así, de los organismos agotados.
-¡Estabas enterada!
-Pues ¿qué creías? -repuso ella, lívida, apretando los dientes,
apuñalándole con los ojos.
Federico se cubrió el rostro, aterrado. Acababa de desmoronársele dentro
lo único que le sostenía. Creía en el amor de su enfermera; alentaba aún,
gracias a tal convicción, y he aquí que las inflexiones de la voz, el gesto, la
actitud de Juana acababan de arrebatarle, de súbito, esa divina creencia. El
odio se había transparentado en
ellos tan sin
rebozo, tan impetuoso en
su revelación impensada, que la aguda sensación del peligro
-del peligro latente, mal definido, acechador- suprimió en aquel instante la
noción del remordimiento y atajó la confesión en la garganta.
-Juana -suspiró, ven,
oye... Mira que no
hubo nada. ¡Lo que iba a contarte eran unas tonterías!...
Ella se acercó. En los carbones por donde miraba brillaban
ascuas: su ceño
se fruncía trágicamente; las alas
de su nariz palpitaban de furor. Nunca la había visto Federico así, y, sin
embargo, era una expresión que se adaptaba bien al carácter de su fisonomía o,
mejor dicho, patentizaba su fisonomía verdadera. El terror del enfermo paralizó
hasta su lengua.
Por instinto pueril, quiso ocultarse bajo la sábana.
-No te escondas -articuló ella, despreciativamente, pisoteándole
con el acento.
Mira que si te
veo tan miedoso,
me reiré de ti.
¿Comprendes? Me reiré. ¡Y es lo único que le faltaba a mi venganza
para consumarse! ¡Reír! ¡La risa! ¡Oh! ¡Cómo te aborrezco! Ya no callo más...
Federico la miraba extraviado, loco. ¿Tendría pesadilla? ¿Era ya la
muerte, la fea muerte, la condenación, el castigo de ultratumba?
¿Era la forma que tomaba, para torturarle, su conciencia de pecador?
-¡Juana! -tartamudeó. ¿Estoy
soñando? ¿Venganza? ¿Me aborreces?
Ella se aproximó más; acercó su boca a la cara de
Federico, y como
filtrándole las palabras al través de la piel, repitió:
-Te aborrezco. Me creíste oveja. Soy fiera, fiera; oveja,
no. Me ofendiste,
me vendiste, me ultrajaste,
torturaste mi alma, me enloqueciste, me alimentaste con ajenjo y con hiel, ¡y
ni aun te tomaste el trabajo de reconocer que mi juventud se marchitaba y se
ajaba mi hermosura y se torcía mi alma, antes confiada y generosa! Y cuando te
sentiste herido de muerte, de
muerte, sí, y
pronta; ¡lo has acertado!..., entonces me llamaste:
"Juana, a servirme de enfermera...
Juana, a darme
la poción..."
-¡Y lo hiciste de un modo sublime, Juana! -sollozó él. ¡Y fuiste una
mártir a mi cabecera! ¡No lo niegues, querida mía! ¡Perdóname!
Juana soltó la carcajada. Era su reír un acceso nervioso;
asemejábase a una
convulsión, que retorcía sus fibras.
-¡Sí que lo hice! -repitió por fin, dominándose con energía tremenda.
¡Sí que lo hice!
¡Vaya si te di la poción! Cada día te di la poción..., ¡que más daño
te hiciese! ¡Aquélla, y no otra! ¡Ah! ¿No lo sospechabas? ¡Tú sí que has sido
engañado! ¡Tú, sí! ¡Tú, sí!
Oyéronse toquecitos en
la puerta. La voz
respetuosa de un criado anunció:
-El señor doctor.
Y entró el joven médico,
guanteado, afeitado, afable,
preguntando desde el umbral:
-¿Cómo sigue el enfermo? ¿Y la incomparable enfermera?
"Blanco y Negro", núm... 664, 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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