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lunes, 6 de enero de 2014

La enfermera

El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorporó de un salto y  corrió solícita a donde la llamaba su deber.
El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía -sosteniendo el  cuerpo  de  él,  ofreciéndole  una  cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores.  Escena  de  familia,  revelación  de  afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen  el  atractivo  físico  y  la  ilusión,  cebo eterno de la naturaleza al mortal... Sin duda pensó  él  algo  semejante  a  esto,  que  se  le ocurriría  a  un  espectador  contemplando  el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.
-¿Cómo  te  sientes  ahora?  -preguntó  ella, arreglando  las  almohadas  a  suaves  golpecitos.
-Mejor... Hace un instante, no podía más...
¿Cuándo  crees  tú  que  Dios  se  compadecerá de mí?
-No  digas  eso,  Federico  -murmuró,  con ahínco, la enfermera.
-¡Bah!  -insistió.  No  te  preocupes.  Lo  he oído con estos oídos. Te lo decía ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me creíais amodorrado. Con modorra se oye... Sí, me alegro.
Juana mía. No me quites la única esperanza.
Mientras más pronto se acabe este infierno...
No, ¡perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado  está  un  ángel...  ¡Ah!  ¡Pues  si  no  fuera por ti!
Muy buena sería Juana, pero lo que es propiamente  cara  de  ángel  no  la  tenía.  En  su rostro  se  advertían,  por  el  contrario,  rasgos de cierta dureza, una crispación de las comisuras de los labios, algo sombrío en las precoces arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico  se enterneció al considerar el estrago de aquella belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.
-Juana...  -balbuceó.  Me  siento  ahora  un poco tranquilo. Sin duda has forzado la dosis del calmante... No te sobresaltes. ¡Si te lo agradecería!  Escucha...  Voy  a  aprovechar  esta hora; tengo que decirte... Prométeme que me escucharás sin alterarte, Juana...
-Federico, no hables; no te fatigues -respondió ella. No pienses más que en tu salud.
Los asuntos, para después, cuando sanes del todo.
-¡Después! -repitió, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga, turbia, se fijó en un punto  imaginario  del  espacio;  lejos,  lejos..., camino del después misterioso hacia donde le arrastraba  implacable  su  destino.  Ahora  -insistió. Ahora o nunca, Juana. No me hará daño, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará bien. ¡Si tú sospechases lo que pesa  en  el  corazón  un  secreto!  ¡Si  supieses cómo abruma eso de callar a todas horas!
-¿Un secreto? -contestó, como un eco, Juana, inmutándose.
-Por favor, querida..., no te alarmes ya, ni te alborotes luego, cuando te confiese... Prométeme que tendrás serenidad. Siéntate ahí; dame la mano. ¿No? ¡Como quieras!...
-¿Ves? Te cansas; déjalo, Federico -porfió Juana, agitada por imperceptible temblor, como si luchase consigo misma.
-Oye... Nadie mejor que yo conoce lo que me perjudica. Estoy cierto de que hasta para morir  más  resignado  necesito  espontanearme, acusarme... Juana, ahora no somos más que un pobre enfermo y la santa que le asiste. El último consuelo te pido; sé indulgente, dime por anticipado que me perdonarás.
-¡Te  perdono...  y  calla,  Federico!  -profirió ella,  sordamente,  en  tono  colérico,  a  pesar suyo.
Él,  realizando  sobrehumano  esfuerzo,  se sentó  en  la  cama,  echando  fuera  el  busto, inclinándose hacia su mujer en un transporte cariñoso y humilde. Era de esos enfermos afinados por el dolor, que dicen y hacen cosas tiernas y desgarradoras y se afanan en excitar los sentimientos de los que los rodean. La emoción profunda de Juana le animó; cruzando las manos con fervorosa súplica, rompió a hablar:
-Me  perdonas,  me  perdonas...  Es  que  no sabes;  es  que  crees  que  se  trata  de  alguna falta leve. Fue grave; soy muy culpable, y me atormenta  pensar  que  te  estoy  robando  no solo el tiempo y el trabajo que te cuesta cuidarme, sino otra cosa que vale más... Después  que  lo  sepas,  ¿me  querrás  todavía?  ¿No me abandonarás, dejándome que muera como un perro?
Juana  se  puso  en  pie  de  un  brinco.  El temblor nervioso de su cuerpo se acentuaba.
Su voz era ronca, oscura, fúnebre, cuando dijo con aparente irónica frialdad:
-Ahórrate el trabajo de confesar. Estoy tan enterada casi como tú mismo.
El enfermo, sobrecogido, se dejó caer sobre la almohada. Sus pupilas se vidriaron sin humedecerse; era  el llanto seco, por decirlo así, de los organismos agotados.
-¡Estabas enterada!
-Pues ¿qué creías? -repuso ella, lívida, apretando los dientes, apuñalándole con los ojos.
Federico se cubrió el rostro, aterrado. Acababa de desmoronársele dentro lo único que le sostenía. Creía en el amor de su enfermera; alentaba aún, gracias a tal convicción, y he aquí que las inflexiones de la voz, el gesto, la actitud de Juana acababan de arrebatarle, de súbito, esa divina creencia. El odio se había  transparentado  en  ellos  tan  sin  rebozo, tan  impetuoso  en  su  revelación  impensada, que la aguda sensación del peligro -del peligro latente, mal definido, acechador- suprimió en aquel instante la noción del remordimiento y atajó la confesión en la garganta.
-Juana  -suspiró,  ven,  oye...  Mira  que  no hubo nada. ¡Lo que iba a contarte eran unas tonterías!...
Ella se acercó. En los carbones por donde miraba  brillaban  ascuas:  su  ceño  se  fruncía trágicamente; las alas de su nariz palpitaban de furor. Nunca la había visto Federico así, y, sin embargo, era una expresión que se adaptaba bien al carácter de su fisonomía o, mejor dicho, patentizaba su fisonomía verdadera. El terror del enfermo paralizó hasta su lengua.
Por instinto pueril, quiso ocultarse bajo la sábana.
-No te escondas -articuló ella, despreciativamente,  pisoteándole  con  el  acento.  Mira que  si  te  veo  tan  miedoso,  me  reiré  de  ti.
¿Comprendes? Me reiré. ¡Y es lo único que le faltaba a mi venganza para consumarse! ¡Reír! ¡La risa! ¡Oh! ¡Cómo te aborrezco! Ya no callo más...
Federico la miraba extraviado, loco. ¿Tendría pesadilla? ¿Era ya la muerte, la fea muerte, la condenación, el castigo de ultratumba?
¿Era la forma que tomaba, para torturarle, su conciencia de pecador?
-¡Juana!  -tartamudeó.  ¿Estoy  soñando? ¿Venganza? ¿Me aborreces?
Ella se aproximó más; acercó su boca a la cara  de  Federico,  y  como  filtrándole  las  palabras al través de la piel, repitió:
-Te aborrezco. Me creíste oveja. Soy fiera, fiera;  oveja,  no.  Me  ofendiste,  me  vendiste, me ultrajaste, torturaste mi alma, me enloqueciste, me alimentaste con ajenjo y con hiel, ¡y ni aun te tomaste el trabajo de reconocer que mi juventud se marchitaba y se ajaba mi hermosura y se torcía mi alma, antes confiada y generosa! Y cuando te sentiste herido de  muerte,  de  muerte,  sí,  y  pronta;  ¡lo  has acertado!..., entonces me llamaste:
"Juana, a servirme  de  enfermera...  Juana,  a  darme  la poción..."
-¡Y lo hiciste de un modo sublime, Juana! -sollozó él. ¡Y fuiste una mártir a mi cabecera! ¡No lo niegues, querida mía! ¡Perdóname!
Juana soltó la carcajada. Era su reír un acceso  nervioso;  asemejábase  a  una  convulsión, que retorcía sus fibras.
-¡Sí que lo hice! -repitió por fin, dominándose con energía tremenda. ¡Sí que lo hice!
¡Vaya si te di la poción! Cada día te di la poción..., ¡que más daño te hiciese! ¡Aquélla, y no otra! ¡Ah! ¿No lo sospechabas? ¡Tú sí que has sido engañado! ¡Tú, sí! ¡Tú, sí!
Oyéronse  toquecitos  en  la  puerta.  La  voz respetuosa de un criado anunció:
-El señor doctor.
Y  entró  el  joven  médico,  guanteado,  afeitado, afable, preguntando desde el umbral:
-¿Cómo sigue el enfermo? ¿Y la incomparable enfermera? 

"Blanco y Negro", núm... 664, 1903. 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)


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