María del Olvido necesitó, para
entrar en el convento, de austerísima regla, dispensa de edad. Era viuda, y
sólo ofrecía a Dios los últimos años de una vida siempre regalona y feliz, pues
en el mundo sor María se llamaba la excelentísima señora doña Pilar Monteverde,
y poseía cortijos, dehesas, casas y valores.
Al perder a su
marido, al encontrarse casi vieja, doña Pilar empezó a pensar seriamente en el
negocio del alma. Bueno sería haber pasado aquí una existencia cómoda y
deliciosa, siempre que no por eso fuesen a hartarla de tizonazos en el
Purgatorio, o sabe Dios si en sitio harto peor y todavía más caliente... Y con
la conciencia alborotada y el espíritu lleno de inquietud, se avistó con su
confesor y le dijo, sobre poco más o menos:
-De la misma,
pero..., a su edad de usted, y con sus hábitos de bienestar y de lujo,
dificilillo veo que se sujete usted a regla ninguna.
-Precisamente
por mi edad es por lo que deseo entrar en el claustro. Tengo..., cosa de
cincuenta y..., y pico, y he sido tan dichosa, que recelo que he de pagar la
cuenta atrasada en el otro mundo. Con excelente salud, rica, adorada por mi
esposo, considerada por las gentes..., no me ha faltado, como suele decirse,
sino sarna para rascar. Los años que me queden quiero consagrarlos a ganar la
gloria, mucha gloria, una gloria de primera, una sillita cerca de la que ocupen
los santos. ¿Hago mal?
-Mal,
precisamente, no; pero la empresa pide energía y fuerzas..., y pronunciados los
votos, no vale arrepentirse. ¡En fin, tiene usted por delante el tiempo del
noviciado!...
Las dudas y la
frialdad del padre picaron el amor propio de doña Pilar. ¿No la creían a ella
capaz de mortificación, de heroísmo en la penitencia y de puntualidad es la
observancia de la regla? ¡Ya verían, ya verían lo que sabía hacer por conseguir
asiento de preferencia en la gloria! Y doña Pilar, con gran edificación de los
marinedinos, entró nada menos que en las monjas de la Buena Muerte , y trocó
los vestidos de seda y terciopelo por las estameñas y el burel de los pobres
hábitos, y su vivienda elegante y llena de delicados refinamientos, por la
desnuda celda. Las mismas monjas estaban asombra-das de la resolución y
bizarría de la señora, y como porfiasen en que por fuerza tenía que recordar a
cada instante las fruiciones y halagos del mundo, y ella protestase contra tal
supuesto, afirmando que lo había olvidado todo, resolvieron que al profesar
adoptase el nombre de sor María del Olvido, y María del Olvido la llamaron
desde aquel instante. La fecha de la toma del velo se fijó para el Domingo de
Pascua.
Importa saber
que comían de vigilia el año entero las monjas de la Buena Muerte , y este
régimen austerísimo, que con mayor rigor, si cabe, seguían las novicias, no
arredró a doña Pilar. Apencó valerosamente con el bacalao y las sardinas, y
puso gesto seráfico a los garbanzos con espinaca y a las flatulentas lentejas.
Mas llegó la Cuaresma ,
y las monjas de la Buena
Muerte empezaron su redoblado ayuno, sus cuarenta días de
abstinencia, lo más parecida posible a la de Cristo en la montaña. El período
cuadragesimal lo engañaban las pobres reclusas con vegetales y mendrugos de
pan, que adrede dejaban ponerse añejos. Una monja, casi centenaria, era
venerada en el convento porque se sustentaba durante la Cuaresma con puches de
mijo y unos puñados de harina amasada con aceite...
El primer día de
este régimen lo sobrellevó bien la novicia del Olvido. Al segundo notó que el
estómago se le contraía y que se le desvanecía la cabeza. Al tercero se sintió
morir, pero no quiso dar su brazo a torcer; bajó al coro, según costumbre, y
mientras sus labios murmuraban las palabras del rezo, extraña alucinación
ofuscaba su vista. Allá en el altar, que se divisaba al través de las rejas con
su alto retablo de talla, creía ver una piscina muy grande, de verdosa agua
marina, dorada por los rayos de sol, y nadando en la piscina o adheridos a sus
paredes, divisó peces y mariscos de los más sabrosos, de los que la golosina
busca y prefiere, de los que en su mesa se servían cada viernes de Cuaresma,
aderezados con exquisitas y picantes salsas. Allí la langosta incitante; la
ostra aperitiva, clara y sabrosa; la almeja recia y vivaz; el lubrigante que
cruje en los dientes de puro terso; la anguila revestida de amarilla grasa; el
salmón rosado y duro como una carne virginal... Allí el percebe tieso y
salobre; el camaroncillo travieso, de dentadas barbas; el besugo carnoso; el
rodaballo, mármol exquisito al paladar; el mejillón, con sus valvas
entreabiertas; el «peón» diminuto, plateado, tan delicioso en tortilla... La
riqueza inagotable del mar Cantábrico, fecundo hervidero de seres, depósito
caudaloso de goces para el aficionado a la buena mesa. Y mientras la del
Olvido, en famélico transporte, mordía silenciosa-mente el hierro de la reja,
una figura rojiza se alzó sobre la piscina, y, andando por los aires, vino a
colocarse frente a la novicia quintañona. En sus cuernecillos de llama, en su
rabo enroscado, en su hálito de fuego, doña Pilar reconoció al propio Satanás.
El enemigo se reía y murmuraba irónico: «¡Olvido, Olvido, a ver si olvidas todo
esto!».
-¿No la previne
de que no iba a resistir esas asperezas de la Buena Muerte ? No hay
cosa tan difícil para los sentidos como «olvidar». Las monjas tienen que tomar
el velo jovencitas.
-Me contentaré
-murmuró doña Pilar suspirando- con un asiento de última fila en el cielo. Fui
ambiciosa, y el diablo me pegó un pellizco para avisarme de que hasta en los
buenos propósitos hay que ser modesto y humilde.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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