En pocos momentos, alcanzó los
primeros puestos. Allí, los hombres de guardia descansaban en grupos de dos y
de cuatro detrás de los pequeños terraplenes con que habían formado la ligera
depresión de tierra en que yacían, con los fusiles sobresaliendo por encima de
las ramas verdes con que habían cubierto sus pequeñas defensas. El bosque se
extendía sin interrupción frente a ellos, tan solemne y silencioso que sólo un
esfuerzo de la imag inación podía
concebirlo poblado de hombres armados, vigilantes y alertas -un bosque
extraordinario, pleno de posibilidades de lucha. Tras detenerse un momento en
una de las trincheras para informar a los hombres de sus intenciones, Searing
se arrastró sigilosamente con las manos y las rodillas y pronto se perdió de
vista en la densa espesura de la maleza.
-Es lo último de él -dijo uno de
los hombres. Desearía tener su fusil. Esos tipos nos herirán a alguno con él.
Searing continuó arrastrándose,
aprovechando todos los accidentes del terreno y la vegetación para cubrirse
mejor. Sus ojos lo escudriñaban todo y sus oídos tomaban nota de todos los
ruidos. Contenía la respiración Y cuando unas ramas pequeñas crujieron debajo
de sus rodillas, detuvo su avance y se aplastó contra la tierra. Era un trabajo
lento, pero no tedioso; el peligro lo hacía incluso excitante, pero la
excitación no se manifestaba físicamente, Su pulso era tan regular y sus
nervios tan firmes como si estuviera intentando cazar un gorrión.
-Parece mucho tiempo -pensó-. Pero
no puedo haber llegado muy lejos; todavía estoy vivo.
Sonrió a su personal método de
calcular la distancia y prosiguió reptando. Un momento después, se aplastó
bruscamente contra el suelo y se mantuvo inmóvil un rato, minuto tras minuto. A
través de una pequeña abertura entre los arbustos había percibido un pequeño
talud de arcilla amarilla: una de las trincheras enemigas. Tras un poco más de
tiempo, levantó la cabeza cautelosamente, pulgada a pulgada; después levantó el
cuerpo sobre las manos, apoyadas a cada lado sobre el suelo, intentando mirar
el montículo de greda. Un instante después estaba de pie, con el fusil en la
mano, y corría rápidamente hacia delante sin cuidado alguno de ocultarse. Había
interpretado bien las señales, cualesquiera que fuesen; el enemigo había
marchado.
Para asegu rarse
completamente antes de volver atrás para informar de un hecho de tan gran
importancia, Searing siguió avanzando a través de la línea de las abandonadas
trincheras, corriendo de una protección a otra en las partes más claras del
bosque, con los ojos atentos al descubrimiento de posibles rezagados. Llegó hasta
el borde de una plantación, una de aquellas granjas abandonadas y desiertas de
los últimos años de la guerra, invadida por las zarzas, afeada por los cercados
rotos y las desoladas y vacías construcciones que mostraban descarnadas
aberturas en el lugar de las puertas Y ventanas. Después de un escrutinio
penetrante desde el abrigo seguro de un grupo de pinos jóvenes, Searing cruzó
velozmente un campo y una huerta hasta alcanzar una pequeña estructura situada
algo aparte de las otras construcciones de la granja, sobre una suave
elevación. Pensó que aquella situación le ofrecería una, buena panorámica de la
comarca, en la dirección que suponía había tomado el enemigo en su retirada.
Aquella construcción, que originalmente había consistido en una sola habitación
sostenida por cuatro postes de uno o tres metros de altura, era ahora poco más
que un tejado en el suelo se había desplomado y los tirantes y las tablas se
amontonaban en el suelo en desorden, o colgaban del extremo en varios ángulos,
no completamente desprendidos de los puntos que los aguantaban. Los mismo
postes de soporte habían dejado de ser verticales. Parecía que todo el edificio
pudiera desplomarse con sólo tocarlo con un dedo.
Ocultándose entre los escombros de
viguetas y solerías, Searing recorrió con la vista el terreno abierto qué se
extendía entre su punto de observación y una estribación de Kennesaw Mountain,
a ochocientos metros de distancia. Un camino que subía y cruzaba la estribación
estaba atestado de tropas. Los fusiles de la retaguardia del enemigo en
retirada brillaban al sol de la mañana.
Searing había averiguado ya todo lo
que había podido desear saber. Ahora, su deber era retornar a su compañía con
la mayor rapidez posible e informar de su descubrimiento. Pero la columna gris
de los confederados ascendiendo penosa-mente el camino de la montaña era una
tentación singular. Su fusil -un “Springfield” ordinario, pero provisto de una
mira esférica y un gatillo al pelo- enviaría fácilmente, silbando en medio de
la tropa, su onza y cuarto, de plomo. Seguramente eso no afectaría la duración
ni el resultado de la guerra, pero el trabajo del soldado es matar. También es
su costumbre, si es un buen soldado. Searing amartilló su fusil y «enchufó» el
gatillo.
Pero estaba decidido desde el principio
de los tiempos que el soldado Searing no asesinara a nadie aquella luminosa
mañana de verano, y que no fuera él quien anunciara la retirada de los
confederados. Durante innumerables siglos, los acontecimientos se habían ido
imbricando de tal manera a sí mismos en ese mosaico maravilloso, del que
algunas partes, difícilmente discernibles, llamamos historia, que los actos que
ahora el soldado Searing se proponía ejecutar enturbiaban la armonía del
modelo. Unos veinticinco años antes, la Providencia encargada de ejecutar esa tarea según
el diseño prefijado había prevenido aquel infortunio originando el nacimiento
de cierto niño en una aldea situada al pie de los Montes Cárpatos. Le había
criado con todo cuidado, había supervisado su educación, había encaminado sus
intereses hacia la carrera militar y, llegado el momento, le había hecho
oficial de artillería. Pero la concurrencia de un número infinito de
influencias favorables que predominaban sobre otras influencias desfavorables
hizo que aquel oficial de artillería incurriera en una infracción de la
disciplina militar y hubiera de huir de su país natal para evitar el castigo.
Fue enviado a Nueva Orleans -en lugar de a Nueva York, donde un oficial de
reclutamiento le recogió en el muelle. Fue alistado y más tarde ascendido, y
los sucesos se ordenaron de tal modo que ahora comandaba una batería de los
confederados a unos tres kilómetros en línea recta del lugar donde Searing, el
explorador federal, amartillaba su rifle. Nada se había descuidado: en cada etapa
del desarrollo de las vidas de aquellos dos hombres, y en las vidas de sus
contemporáneos y antepasados, y en las vidas de los contemporáneos de sus
antepasados, se había hecho todo lo correcto para llegar al resultado deseado.
Si algo se hubiese omitido en esta vasta concatenación, el soldado Searing
hubiera podido hacer fuego aquella mañana sobre los confederados en retirada y
quizá hubiera fallado. Pero sucedió que a un capitán de artillería confederado,
sin nada mejor que hacer mientras aguardaba su turno para avanzar, se le
ocurrió divertirse apuntando un cañón de campaña oblicuamente hacia su derecha,
hacia lo que tomó por un grupo de soldados federales situados en la cima de una
colina, y hacer fuego. El obús voló mucho más allá de su objetivo.
Jerome Searing echó atrás el
gatillo de su fusil, calculando, con los ojos fijos sobre los distantes
confederados, dónde podría plantar su bala con la mayor esperanza de hacer una
viuda, un huérfano o una madre sin hijo -incluso, quizá, las tres cosas a la vez,
porque, aunque el soldado raso Searing había rechazado repetidas veces el
ascenso, no carecía de cierta ambición. Entonces oyó precipitarse un ruido en
el aire, como el de las alas de un pájaro enorme abatiéndose sobre su presa.
Demasiado rápido para que pudiera percibir su graduación, el ruido aumentó
hasta convertirse en un bramido ronco y temible, al mismo tiempo que el
proyectil que lo producía se abalanzaba sobre él desde el cielo, golpeaba con
ensordecedor impacto uno de los postes que sostenía el montón de vigas encima
de él, lo hacía añicos y derrumbaba con estrépito la descalabrada caseta entre
nubes de polvo cegador.
Cuando J erome
Searing recuperó el conocimiento no supo al principio qué había ocurrido.
Todavía tardó un tiem po en abrir los ojos. Por un momento creyó que había
muerto y había sido enterrado, e intentó recordar algunos fragmentos de los
oficios fúnebres. Imag inó que su
esposa estaba arrodillada sobre su tumba, añadiendo el peso de su cuerpo al de
la tierra que tenía sobre el pecho. Ambos, la viuda y la tierra habían
aplastado el ataúd. A menos de que los niños la convencieran de volver a casa,
no lograría seguir respirando mucho tiempo. Experimentó una sensación de
injusticia. «No puedo hablarle -pensó. Los muertos no tienen voz, y si abro
los ojos se me llenarán de tierra.»
Abrió los ojos. Una gran extensión
de cielo azul por encima de la franja de las copas, de los árboles. En primer
plano, ocultando algunos árboles, había un alto y pardo montículo, de contorno
anguloso, atravesado por una red intrincada e irregular de líneas rectas; todo
a una inconmensurable distancia, una distancia tan inconcebiblemente grande que
le cansaba; cerró los ojos. En el momento en que lo hizo percibió una luz
insoportable. En sus oídos retumbó el ruido del trueno sordo y rítmico de un
mar lejano, rompiendo en sucesivas olas sobre la playa
y, además del ruido, como parte de él o incluso de más lejos de él,
entremezcladas con su incesante murmullo, le llegaron unas palabras: «J erome Searing, estás cogido como una rata en una
trampa... en una trampa, trampa, trampa».
Súbitamente, se hizo un gran
silencio, una profunda oscuridad y una infinita calma, y J erome
Searing, absolutamente consciente de su condición de rata y convencido de que
había caído en una trampa, recordó todo y abrió de nuevo los ojos sin alarma
para reconocer la situación, advertir la fuerza del enemigo y planear su
defensa. Había quedado atrapado casi tumbado, con la espalda fuertemente
apoyada contra una viga. Otro travesaño le cruzaba el pecho y, aunque había
logrado apartarse un poco para que no le oprimiera, el travesaño era
inamovible. Un tirante que formaba ángulo con él le había comprimido el lado
izquierdo contra un montón de maderas inmovilizándole el brazo. Un montón de
cascotes le cubría hasta las rodillas las piernas, algo entreabiertas en el
suelo, y tapaba su limitado horizonte. Tenía la cabeza tan rígidamente sujeta
como fijada por un tomo; podía mover los ojos y la barbilla pero nada más. Sólo
tenía el brazo derecho parcialmente libre. «Tienes que librarnos de esto» le
dijo. Pero no podía sacarlo de debajo de la gruesa viga que le cruzaba el pecho
ni mover el codo más de seis centímetros.
Searing no estaba gravemente herido
ni sufría dolor. Un golpe seco en la cabeza dado por un pedazo del poste
astillado, unido al súbito y terrible impacto nervioso, le habían conmocionado
momentáneamente. Su desvane-cimiento y recuperación, durante la que había
experimentado extrañas fantasías, probablemente no habían, sobrepasado unos
segundos, pues el polvo producido por el derrumbamiento todavía no se había
disipado cuando empezó a entender con claridad la situación.
Con la mano derecha en parte libre
intentó asir la viga que le aprisionaba, no del todo, el pecho. No pudo hacerlo
de ninguna manera. No era capaz de bajar el hombro para empujar con el codo el
borde de la viga que tenía más cerca de las rodillas. Al fracasar en este
movimiento, tampoco podía levantar el antebrazo y la mano para coger la madera.
El tirante que formaba ángulo con la viga por abajo y atrás le impedía
cualquier movimiento en esa dirección y el espacio entre el tirante y su cuerpo
no era ni la mitad de ancho que la largura de su antebrazo. Era evidente, pues,
que no podía pasar la mano ni por encima ni por debajo de la viga; de hecho, no
podía ni siquiera tocarla. Comprendiendo que era imposible, desistió de este
empeño y empezó a pensar en alcanzar parte de los escombros amontonados sobre
las piernas.
Mientras miraba el montón
intentando determinar' las posibilidades que había, le llamó la atención lo que
parecía un brillante aro metálico situado delante de su vista. Al principio le
pareció que rodeaba una sustancia completa-mente negra y que tenía un
centímetro de diámetro. De pronto, comprendió que la parte negra era solamente
una sombra y que el aro era en realidad la boca de su fusil, que sobresalía del
montón de escombros. En seguida se alegró de que fuera eso, si es que podía ser
una alegría. Cerrando primero un ojo y luego otro, podía ver una parte del
caño, hasta el punto en que lo escondían los escombros. Cuando veía el lado
correspondiente a un ojo, éste estaba aparente-mente en el rnismo ángulo que el
lado correspondiente al otro ojo. Sí miraba con el ojo derecho, el arma parecía
dirigida a la izquierda de su cabeza y viceversa. No lograba ver la superficie
superior del caño, pero alcanzaba a distinguir en un breve ángulo la superficie
inferior de la culata. El arma, en realidad, apuntaba exactamente al centro
justo de su frente.
Cuando el soldado Searing advirtió
esta circunstancia y recordó que antes del accidente que le había colocado en
aquella desgraciada situación había amartillado el fusil y dispuesto el gatillo
para disparar con sólo rozarlo, le asaltó una sensación de inquietud. Pero no
fue en absoluto miedo; era un hombre valiente, familiarizado con aquella
posición de los rifles, y también con los cañones. Entonces recordó, casi
divertido, un incidente que le había ocurrido durante el asalto de Missionary
Ridge. Cuando se encaramaba a uno de los parapetos enemigos, donde había visto
que un pesado cañón lanzaba carga tras carga de metralla a los asaltantes, por
un momento pensó que habían retirado el cañón; sólo conseguía ver un aro en la
abertura. Lo comprendió justo a tiempo de saltar a un lado, cuando el cañón
lanzó otro picotazo de acero sobre la cuesta plagada de hombres. Dar la cara a
las armas de fuego es una de las situaciones más habituales en la vida de un
soldado... armas de fuego, además, tras las que resplandece el brillo de unos
ojos hostiles. Para eso está hecho un soldado. Sin embargo, el soldado Searing
no apreciaba ahora del mismo modo la situación, y apartó la vista.
Tras tantear durante un rato,
vagamente, con la mano derecha, hizo un inútil intento de liberar la izquierda.
Después, trató de desasir la cabeza, cuya sujeción le resultaba tanto más
molesta por ignorar qué era lo que la sujetaba. A continuación, intentó liberar
los pies, pero cuando endurecía, a este propósito, los fuertes músculos de las
piernas, reparó en que un movimiento de los escombros que las cubrían podía
provocar la descarga del rifle; no comprendía cómo había resistido el arma,
pero la memoria le ayudó aportándole varios casos similares. Recordaba uno en
particular, en que en un momento de distracción había aporreado a un caballero
con el fusil para saltarle los sesos, sin darse cuenta hasta después de que el
arma que acababa de blandir por el caño estaba amartillada y con el gatillo
puesto, detalle que si hubiera conocido su antagonista le hubiera inducido, sin
duda, a una mayor resistencia. Siempre había sonreído ante este recuerdo de sus
«inmaduros y juveniles» días de soldado, pero ahora no sonrió. Volvió la mirada
otra vez a la boca del fusil y por un instante imag inó
que se había movido; parecía algo más próxima.
Apartó otra vez la vista. Las copas
de los distantes árboles que había fuera de los límites de la plantación la
atrajeron: no había reparado antes en qué ligeros, como plumosos, eran, ni en
qué azul intenso tenía el cielo, incluso entre las ramas de los árboles, que de
algún modo lo hacían palidecer con su verdor; por encima de él, ya aparecía
casi negro. «De día hará un calor insoportable aquí -pensó. Me gustaría saber
en qué dirección estoy mirando.»
A juzgar por las sombras que veía,
decidió que tenía la cara al norte; al menos, no le daría el sol en los ojos, Y
al norte... bueno, era en dirección a su mujer y sus hijos.
-¡Bah! -exclamó en voz alta. ¿Qué
tienen que ver con esto?
Cerró los ojos. «Mientras no pueda
salir, lo mejor será que duerma. Los rebeldes han marchado y seguro que alguno
de los nuestros pasará por aquí a buscar forraje. Me encontrarán.»
Pero no se dormía. Poco a poco
empezó a sentir un dolor en la frente, un dolor sordo, casi imperceptible
primero, pero que aumentaba y se hacía más y más molesto. Al abrir los ojos
desaparecía, pero cuando los cerraba volvía a aparecer.
-¡Al diablo! -exclamó, inútilmente,
y miró de nuevo fijamente el cielo. Escuchó el canto de los pájaros, la extraña
nota metálica de las alondras de, la pradera, que sugería un golpeteo de
vibrantes espadas. Se hundió en las memorias agradables de su infancia; jugaba
con su hermano y su hermana; atravesaba corriendo los campos, chillando para
espantar a las sedentarias alondras; se adentraba en el sombrío bosque alejado
y, con tímidos pasos, seguía el borroso sendero que conducía, a la Peña del Fantasma; se
detenía, por último, con unos estruendosos latidos en el pecho, ante la Cueva del Hombre Muerto e
intentaba penetrar su pasmoso misterio. Por primera vez, se dio cuenta de que
la abertura de la caverna encantada estaba rodeada por un aro de metal.
Entonces, todo se desvaneció y le dejó escrutando el cañón de su fusil, como
antes. Pero mientras que antes parecía cerca, ahora semejaba a una inconcebible
distancia y, por ello, más siniestro. Se puso a gritar y, asustado Por algo que
percibió en su propia voz -el tono del Miedo- se mintió a sí mismo: «Si no
grito, puedo quedarme aquí hasta que me muera».
Ya no hizo más intentos de rehuir
la amenazadora mirada del cañón del fusil. Si giraba los ojos en algún momento,
era para buscar ayuda (aunque no podía ver el terreno que había a cada lado de
la ruina), y se permitía después volver la vista otra vez, como obedeciendo una
imperativa fascinación. Si cerraba los ojos era por agotamiento, y en seguida
los abría, obligado por el punzante dolor en la frente -la profética amenaza de
la bala.
La tensión nerviosa era demasiado
fuerte; la naturaleza venía en su auxilio sumiéndole en intervalos de
inconsciencia. Cuando revivía de uno de estos intervalos percibió un agudo
dolor y un escozor en la mano derecha. Movió los dedos y se los frotó contra la
palma, y notó que estaban húmedos y resbaladizos. No podía,,. verse la mano,
pero conocía aquella sensación: le manaba sangre. En su momento de delirio
había golpeado los cascotes desportillados de las ruinas y se había clavado
varias astillas. Decidió que se enfrentaría a su destino con más virilidad. Era
un soldado raso y vulgar, no tenía,, religión ni filosofía. No podía morir como
un héroe, entre grandi-locuentes y sabias palabras, ni aun en el caso de que
hubiera habido alguien para escucharlas, pero,, podía morir «con ánimo», y eso
iba a hacer. ¡Pero si pudiera saber cuándo iba a sonar el disparo!
Algunas ratas, que probablemente
habían habitado la caseta, se acercaron correteando furtivamente. Una subió a
la pila de cascotes que aprisionaban el rifle; le siguió otra y otra. Searing
las miró al principio con indiferencia y luego con amistoso interés. Pero
después, cuando en su mente extraviada destelló el pensamiento de que podían
rozar el gatillo del fusil, las maldijo y les chilló que se marcharan. «Esto no
es asunto vuestro» les gritó.
Los animales se fueron; volverían
más tarde, a atacarle la cara, a roerle la nariz, a desgarrarle la garganta...
él lo sabía, pero esperaba estar muerto para entonces
Nada podía apartar ahora su vista
del pequeño aro metálico repleto de tinieblas. El dolor en la frente era feroz
y no cesaba. Lo sentía penetrar gradualmente en el cerebro a más y más profundidad,
hasta que detenía su avance la madera que sostenía su cabeza. Aumentaba por
momentos haciéndose intolerable: irracionalmente, empezó a golpear otra vez la
mano herida contra las astillas para contrarrestar con otro sufrimiento aquel
dolor lacerante. Parecía palpitar con lenta y regular recurrencia, cada
pulsación más penetrante que la anterior, y a veces aullaba, creyendo que
sentía el disparo fatal. Ningún pensamiento sobre su hogar, su esposa e hijos,
la patria o la gloria. Todo recuerdo se había desvanecido de la memoria. El
mundo había desaparecido... no quedaba ningún vestigio. Aquí, en esa confusión
de vigas y maderas está, el único universo. Aquí está la inmortalidad del
tiempo... cada dolor una vida perpetua. Cada pulsación una señal de la eternidad.
Jerome Searing, el hombre valeroso,
el enemigo formidable, el fuerte y resuelto guerrero, tenía la palidez de un
fantasma. La mandíbula le colgaba; le sobresalían los ojos; le temblaba cada
músculo; un sudor frío le bañaba todo el cuerpo; aullaba de miedo. No había
enloquecido... estaba aterrado.
Tanteando con la mano derecha,
desgarrada y sangrante, logró alcanzar un pedazo de madera; la empujó hacia
arriba y sintió que cedía. Estaba paralela a su cuerpo. Dobló el codo todo lo
que el estrecho espacio le permitía y logró moverla unos centímetros. Repitió
la maniobra varias veces y la tabla quedó desprendida de los escombros que le
cubrían las piernas. Pudo alzarla entera del suelo. Le invadió la esperanza,
quizá pudiera desplazarla hacia arriba, es decir hacia atrás, lo bastante te
como para alzarla por el extremo y empujar el fusil a un lado; o, si éste
estaba demasiado encajado, colocar la tabla de manera que desviara la bala. Con
este objetivo, corrió la madera hacia atrás centímetro a centímetro sin
atreverse apenas a respirar por temor a que ello hiciera fracasar su intento,
más incapaz que nunca de apartar los ojos del fusil, que podía ahora aprovechar
su menguante oportunidad Algo, al menos, había ganado: en su preocupación por
aquel intento de autodefensa era menos sensible al dolor de su cabeza y había
dejado de gritar. Pero continuaba mortalmente asustado y los dientes le
temblequeaban como castañuelas.
La tabla de madera dejó de moverse
bajo la presión de su mano. Tiró de ella con todas sus fuerzas, cambiando su
dirección todo lo que podía, pero la tabla había encontrado un obstáculo detrás
de él y el extremo de delante estaba todavía demasiado lejos para salir del
montón de escombros y alcanzar el caño del fusil. Llegaba casi, sin embargo, hasta
el guardamonte, que, no cubierto de escombros, podía entrever con el ojo
derecho. Intentó romper la tabla con la mano, pero no tenía apoyo para hacer
palanca. Con el fracaso retornó su terror, diez veces aumentado. La negra
abertura del fusil parecía amenazar con una muerte más repentina e inminente,
como castigo por su rebeldía. El trayecto de la bala a través de su cabeza le
hizo sentir un dolor mayor. Tembló otra vez.
De pronto, recuperó la calma. El
temblor persistía. Apretó los dientes y frunció las cejas. No había agotado las
posibilidades de defensa; en su mente se había formado una nueva idea... otro
plan de batalla. Alzando la punta delantera de la tabla de madera, la empujó
cuidadosamente hacia delante por entre los cascotes que rodeaban el fusil hasta
que tocó el guardamontes. Movió la punta lentamente hasta que notó que lo
traspasaba
Entonces cerró los ojos y apretó
contra el guardamontes con toda su fuerza. No hubo ninguna detonación. El rifle
se había descargado al caerle de la mano cuando el edificio se derrumbó... Pero
cumplió su función.
El teniente Adrian Searing, al
mando del piquete en aquella línea de combate, por la que su hermano J erome había pasado para cumplir su misión, estaba
sentado, con los oídos atentos, en su parapeto tras la línea. No se le escapaba
el menor ruido: el chillido de un pájaro, el raspar de una ardilla, el sonido
del viento entre los pinos... todo lo captaban ansiosamente sus sentidos
agotados. De repente, justo delante de su alineación, escuchó un rumor confuso,
apenas perceptible, semejante al estruendo del hundimiento de un edificio,
transportado en la distancia. El teniente miró mecánicamente su reloj. Las seis
y dieciocho minutos. En aquel momento, un oficial se aproximó a él y le saludó.
-Mi teniente -dijo el oficial, el
coronel le ordena que haga avanzar su alineación y entre en contacto con el
enemigo si lo encuentra. Si no, debe proseguir el avance hasta que se le ordene
el alto., Hay motivos para pensar que el enemigo se ha dado en retirada.
El teniente asintió en silencio; el
otro oficial se retiró. En poco tiempo, los hombres, avisados en voz baja de su
obligación por los oficiales, cargaron sus rifles y comenzaron a avanzar en
formación, con los dientes apretados y el corazón palpitante.
Este piquete de tiradores atravesó
rápidamente la plantación dirigiéndose a la montaña. Pasaron por los dos lados
de la caseta en ruinas sin observar nada. A poca distancia, en la retaguardia,
iba su teniente. Éste miró con curiosidad las ruinas y observó un cadáver semienterrado
entre las maderas y las vigas. Está tan cubierto de polvo que sus ropas son del
gris confederado. Tiene el rostro de un blanco amarillento; las mejillas
hundidas; las sienes sobresalen con unos bordes angulosos dando a la frente una
estrechez lúgubre; el labio superior, levemente alzado, descubre los dientes
blancos, rígidamente apretados. El pelo está enteramente impregnado de sudor y
el rostro, tan húmedo también, como la hierba cubierta de rocío. Desde donde se
encuentra, el oficial no advierte el fusil; en apariencia, el hombre había
muerto por el derrumbamiento del edificio.
-Muerto hace una semana -dijo el
oficial lacónicamente. Siguió su camino, consultando su reloj con aire ausente,
como para verificar su cálculo de la hora. Las seis y cuarenta minutos.
1.007. Briece (Ambrose)
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