A unas tres millas de la pequeña ciudad de Norton, en Missouri, en el
camino que lleva a Maysville, se levanta una vieja casa que fue habitada por
última vez por una familia llamada Harding. Desde
1886 no ha vivido nadie allí, y no es probable que nadie vuelva a hacerlo. El
tiempo y la condena de los que por allí habitan la están convirtiendo en una
ruina bastante pintoresca. Un observador no familiarizado con su historia ni
siquiera la incluiría en la categoría de «casas encantadas»; y sin embargo ésa
es la reputación de que goza en la región que la rodea. Las ventanas no tienen
cristales, y no hay puertas en las entradas. Hay grandes grietas en el tejado
de madera y los tablones son de un color gris pardo por falta de pintura. Pero
estos indefectibles signos de lo sobrenatural están ocultos en parte y
bastante suavizados por el abundante follaje de una enorme parra que recorre
toda la estructura. Esta parra, de una especie que ningún botánico ha conseguido
nombrar, desempeña un papel importante en la historia de la casa.
La familia Harding estaba
formada por Robert
Harding, su esposa Matilda, Miss Julia Went, hermana
de aquélla, y dos niños. Robert Harding era un
hombre callado, de costumbres reservadas, sin amigos en la vecindad y, al
parecer, sin intención de hacerlos. Tenía unos cuarenta años, era comedido y
diligente, y se ganaba la vida con una pequeña granja, actualmente cubierta de
maleza y de zarzamoras. Él y
su cuñada eran bastante criticados por sus vecinos, a quienes les
parecía que andaban demasiado tiempo juntos. El vecindario no era culpable del
todo, porque en aquellos momentos ninguno de los dos refutaba tal observación.
El código moral de los campos de Missouri es rígido y severo.
Mrs. Harding era una mujer amable y de aspecto triste, a
la que le faltaba el pie izquierdo.
Un cierto día de 1884 se supo que había ido a Iowa a visitar
a su madre. Esto era lo que su marido contestaba cuando se le preguntaba, y su
forma de decirlo no suponía ningún estímulo para seguir preguntando. Mrs. Harding nunca
regresó, y dos años más tarde, sin vender la granja o alguna de sus posesiones,
ni nombrar un agente que se encargara de sus intereses o se llevara sus
enseres domésticos, Harding abandonó la casa con el resto de
la familia. Nadie supo dónde había ido; ni a nadie le preocupaba en aquella
época. Naturalmente, todos los objetos móviles de la casa desaparecieron
enseguida y la casa abandonada se convirtió en «encantada» a su manera.
Una tarde estival, cuatro o cinco años después, el
reverendo J. Gruber, de Norton, y un abogado llamado Hyatt se encontraron a caballo
delante de la casa de Harding. Como tenían negocios que
discutir ataron los animales y se dirigieron hacia la casa, en cuyo porche se
sentaron a charlar. Hicieron algún comentario jocoso sobre la misteriosa
reputación de la casa, pero la olvidaron enseguida y se pusieron a hablar de
sus asuntos hasta que se hizo casi de noche. Hacía un calor agobiante y no se
movía una mota de aire.
En ese momento los dos hombres, sorprendidos, se
pusieron en pie de un salto: una larga parra, que cubría la mitad de la fachada
de la casa y cuyas ramas colgaban del borde superior del porche, se agitaba de
un modo que resultaba visible y audible, sacudiendo violentamente el tallo y
todas las hojas.
-Vamos a tener tormenta -comentó Hyatt.
Gruber, sin decir nada, dirigió la atención de Hyatt
hacia el follaje de los árboles cercanos, que no se movían; hasta los débiles
extremos de las ramas que destacaban sobre el cielo claro estaban inmóviles.
Rápidamente, bajaron los escalones que llevaban a lo que había sido una pequeña
pradera de césped y dirigieron la vista hacia arriba, hacia la parra, cuya
total longitud era ahora visible. Seguía agitándose violentamente, pero no
podían comprender la causa de tal trastorno.
-Marchémonos -dijo el pastor.
Y eso hicieron. Olvidaron que habían venido en
direcciones opuestas y se marcharon juntos. Llegaron a Norton, donde
contaron su extraña experiencia a varios amigos discretos. Al día siguiente por
la tarde, más o menos a la misma hora, acompañados por otras dos personas cuyos
nombres no se recuerda, se encontraban de nuevo en el porche de la casa Harding
y
el fenómeno se produjo una vez más: la parra se agitaba violentamente, como
demostró un cuidadoso examen, desde la raíz hasta la punta, y ni siquiera
uniendo sus fuerzas sobre el tronco consiguieron calmarla. Después de estar
observándola durante una hora, se retiraron, no menos inteligentes, según se
cree, que cuando habían llegado.
No hizo falta mucho tiempo para que estos hechos
singulares provocaran la curiosidad de toda la vecindad. De día y de noche,
multitud de personas se congregaban en la casa Harding «buscando
alguna señal». No parece probable que alguien la encontrara, aunque los
testimonios mencionados resultaban tan creíbles que nadie puso en duda la
realidad de las «manifestaciones» de las que ellos daban fe.
Ya fuera por una feliz inspiración o por un afán
destructivo, un día se propuso (nadie parecía saber de quién partió la idea)
arrancar la parra y, tras un caluroso debate, así se hizo. Sólo se encontró la
raíz y, sin embargo, nada podría haber resultado más extraño.
Desde el tronco, que tenía en la superficie un
diámetro de varias pulgadas, la raíz se hundía, sencilla y recta, unos cinco o
seis pies en un terreno suelto y friable; después se dividía y subdividía en
raicillas, fibras y filamentos, entrelazados de un modo extraño. Una vez que se
les hubo sacado cuidadosa-mente del suelo, mostraron una disposición singular.
Sus ramificaciones y plegamientos sobre sí mismas formaban una red compacta,
que recordaba sorprenden-temente en su forma y tamaño a una figura humana. Allí
estaban la cabeza, el tronco y las extremidades; hasta los dedos de los pies y
manos aparecían claramente definidos. Muchos afirmaban ver en la distribución y
disposición de las fibras de la masa globular que formaba la cabeza la
insinuación grotesca de un rostro. La figura era horizontal; las raíces más
pequeñas habían comenzado a unirse a la altura del pecho.
En su parecido con una forma humana, la imagen era
sin embargo imperfecta. A unas diez pulgadas de una de las rodillas, los cilia que
formaban aquella pierna se doblaban bruscamente hacia atrás y hacia dentro
sobre la línea de crecimiento. A la figura le faltaba el pie izquierdo.
No había más que una conclusión, la única posible.
Pero, debido a la emoción subsiguiente, se propusieron tantas formas de
proceder como número de consejeros incapaces había. El asunto fue resuelto por
el sheriff del
condado que, en su condición de custodio legal de la hacienda abandonada,
ordenó que se volviera a colocar la raíz en su sitio y se la cubriera con la
tierra que había sido extraída.
Una posterior investigación sacó a la luz un único
hecho importante y significativo: Mrs. Harding nunca
había visitado a sus parientes de Iowa, ni ellos tenían noticia de que fuera a hacer
tal cosa.
De Robert Harding y del
resto de la familia no se ha vuelto a saber nada. La casa conserva su
reputación funesta, aunque la parra que se volvió a plantar sea un vegetal
metódico y formal, debajo del cual le gustaría sentarse a una persona nerviosa
en una noche tranquila, cuando las chicharras hacen rechinar su revelación
inmemorial y el lejano chotacabras expresa su idea de lo que debería hacerse
con ella.
1.007. Briece (Ambrose)
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