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lunes, 9 de diciembre de 2013

Una parra sobre una casa

A unas tres millas de la pequeña ciudad de Norton, en Missouri, en el camino que lleva a Maysville, se levanta una vieja casa que fue habitada por última vez por una familia llamada Harding. Desde 1886 no ha vivido nadie allí, y no es probable que nadie vuelva a hacerlo. El tiempo y la condena de los que por allí habitan la están convirtiendo en una ruina bastante pintoresca. Un observador no familiarizado con su historia ni siquiera la incluiría en la categoría de «casas encanta­das»; y sin embargo ésa es la reputación de que goza en la región que la rodea. Las ventanas no tienen cristales, y no hay puertas en las entradas. Hay grandes grietas en el tejado de madera y los tablones son de un color gris pardo por falta de pintura. Pero estos inde­fectibles signos de lo sobrenatural están ocultos en parte y bastante suavizados por el abundante follaje de una enorme parra que recorre toda la estructura. Esta parra, de una especie que ningún botánico ha conse­guido nombrar, desempeña un papel importante en la historia de la casa.
La familia Harding estaba formada por Robert Harding, su esposa Matilda, Miss Julia Went, herma­na de aquélla, y dos niños. Robert Harding era un hombre callado, de costumbres reservadas, sin amigos en la vecindad y, al parecer, sin intención de hacerlos. Tenía unos cuarenta años, era comedido y diligente, y se ganaba la vida con una pequeña granja, actual­mente cubierta de maleza y de zarzamoras. Él y su cuñada eran bastante criticados por sus vecinos, a quienes les parecía que andaban demasiado tiempo juntos. El vecindario no era culpable del todo, porque en aquellos momentos ninguno de los dos refutaba tal observación. El código moral de los campos de Mis­souri es rígido y severo.
Mrs. Harding era una mujer amable y de aspecto triste, a la que le faltaba el pie izquierdo.
Un cierto día de 1884 se supo que había ido a Iowa a visitar a su madre. Esto era lo que su marido contes­taba cuando se le preguntaba, y su forma de decirlo no suponía ningún estímulo para seguir preguntando. Mrs. Harding nunca regresó, y dos años más tarde, sin vender la granja o alguna de sus posesiones, ni nom­brar un agente que se encargara de sus intereses o se llevara sus enseres domésticos, Harding abandonó la casa con el resto de la familia. Nadie supo dónde había ido; ni a nadie le preocupaba en aquella época. Natu­ralmente, todos los objetos móviles de la casa desapa­recieron enseguida y la casa abandonada se convirtió en «encantada» a su manera.
Una tarde estival, cuatro o cinco años después, el reverendo J. Gruber, de Norton, y un abogado llama­do Hyatt se encontraron a caballo delante de la casa de Harding. Como tenían negocios que discutir ata­ron los animales y se dirigieron hacia la casa, en cuyo porche se sentaron a charlar. Hicieron algún comen­tario jocoso sobre la misteriosa reputación de la casa, pero la olvidaron enseguida y se pusieron a hablar de sus asuntos hasta que se hizo casi de noche. Hacía un calor agobiante y no se movía una mota de aire.
En ese momento los dos hombres, sorprendidos, se pusieron en pie de un salto: una larga parra, que cubría la mitad de la fachada de la casa y cuyas ramas colgaban del borde superior del porche, se agitaba de un modo que resultaba visible y audible, sacudiendo violenta­mente el tallo y todas las hojas.
-Vamos a tener tormenta -comentó Hyatt.
Gruber, sin decir nada, dirigió la atención de Hyatt hacia el follaje de los árboles cercanos, que no se movían; hasta los débiles extremos de las ramas que destacaban sobre el cielo claro estaban inmóviles. Rápidamente, bajaron los escalones que llevaban a lo que había sido una pequeña pradera de césped y dirigieron la vista hacia arriba, hacia la parra, cuya total longitud era ahora visible. Seguía agitándose violentamente, pero no podían comprender la causa de tal trastorno.
-Marchémonos -dijo el pastor.
Y eso hicieron. Olvidaron que habían venido en direcciones opuestas y se marcharon juntos. Llegaron a Norton, donde contaron su extraña experiencia a varios amigos discretos. Al día siguiente por la tarde, más o menos a la misma hora, acompañados por otras dos personas cuyos nombres no se recuerda, se encon­traban de nuevo en el porche de la casa Harding y el fenómeno se produjo una vez más: la parra se agitaba violentamente, como demostró un cuidadoso examen, desde la raíz hasta la punta, y ni siquiera uniendo sus fuerzas sobre el tronco consiguieron calmarla. Después de estar observándola durante una hora, se retiraron, no menos inteligentes, según se cree, que cuando habían llegado.
No hizo falta mucho tiempo para que estos hechos singulares provocaran la curiosidad de toda la vecin­dad. De día y de noche, multitud de personas se congregaban en la casa Harding «buscando alguna señal». No parece probable que alguien la encontrara, aunque los testimonios mencionados resultaban tan creíbles que nadie puso en duda la realidad de las «manifestaciones» de las que ellos daban fe.
Ya fuera por una feliz inspiración o por un afán destructivo, un día se propuso (nadie parecía saber de quién partió la idea) arrancar la parra y, tras un caluroso debate, así se hizo. Sólo se encontró la raíz y, sin embargo, nada podría haber resultado más extraño.
Desde el tronco, que tenía en la superficie un diámetro de varias pulgadas, la raíz se hundía, sen­cilla y recta, unos cinco o seis pies en un terreno suelto y friable; después se dividía y subdividía en raicillas, fibras y filamentos, entrelazados de un modo extraño. Una vez que se les hubo sacado cuidadosa-mente del suelo, mostraron una disposi­ción singular. Sus ramificaciones y plegamientos sobre sí mismas formaban una red compacta, que recordaba sorprenden-temente en su forma y tamaño a una figura humana. Allí estaban la cabeza, el tronco y las extremidades; hasta los dedos de los pies y manos aparecían claramente definidos. Muchos afirmaban ver en la distribución y disposición de las fibras de la masa globular que formaba la cabeza la insinuación grotesca de un rostro. La figura era horizontal; las raíces más pequeñas habían comenzado a unirse a la altura del pecho.
En su parecido con una forma humana, la imagen era sin embargo imperfecta. A unas diez pulgadas de una de las rodillas, los cilia que formaban aquella pierna se doblaban bruscamente hacia atrás y hacia dentro sobre la línea de crecimiento. A la figura le faltaba el pie izquierdo.
No había más que una conclusión, la única posible. Pero, debido a la emoción subsiguiente, se propusie­ron tantas formas de proceder como número de con­sejeros incapaces había. El asunto fue resuelto por el sheriff del condado que, en su condición de custodio legal de la hacienda abandonada, ordenó que se vol­viera a colocar la raíz en su sitio y se la cubriera con la tierra que había sido extraída.
Una posterior investigación sacó a la luz un único hecho importante y significativo: Mrs. Harding nunca había visitado a sus parientes de Iowa, ni ellos tenían noticia de que fuera a hacer tal cosa.
De Robert Harding y del resto de la familia no se ha vuelto a saber nada. La casa conserva su reputación funesta, aunque la parra que se volvió a plantar sea un vegetal metódico y formal, debajo del cual le gustaría sentarse a una persona nerviosa en una noche tranqui­la, cuando las chicharras hacen rechinar su revelación inmemorial y el lejano chotacabras expresa su idea de lo que debería hacerse con ella.

1.007. Briece (Ambrose)

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