Translate

lunes, 9 de diciembre de 2013

El caso del señor valdemar

Claro está que no pretenderé considerar como sorprendente el hecho de que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado discusio­nes. El milagro hubiera sido que no las hubiese provocado, dadas las cir­cunstancias. Por el deseo de todos los interesados en mantener al público en la ignorancia con respecto a ese asunto, por lo menos durante el pre­sente, o hasta que tuviéramos mayores oportunidades de investigación y por nuestro empeño en llevarla a cabo, se abrió camino en la sociedad una versión falsa y exagerada, causa de muchas tergiversaciones desa­gradables y, naturalmente, de una incre-dulidad casi general.
Es, por lo tanto, necesario que yo exponga los hechos como los entiendo. Ellos son, en resumen, los siguientes:
Durante los últimos tres años, el tema del mesmerismo había capta­do mi interés repetidas veces; hace unos nueve meses, se me ocurrió de pronto que en todos los experimentos realizados hasta entonces existía una laguna considerable e inexplicable: ninguna persona había sido hip­notizada "in articulo mortis". Quedaba por ver, primero, si en tal condi­ción existía en el paciente sensibilidad ante la influencia magnética; segundo, si, existiendo, era disminuida o aumentada por tal condición, y, tercero, hasta qué punto, o durante cuánto tiempo, se podía detener el avance de la muerte por medio de ese proceso. Había otros puntos que aclarar, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, por las importantísimas consecuencias que podía tener.
En busca de alguna persona por medio de la cual pudiese hacer estas experiencias, pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el conocido compila­dor de la Bibliotheca Forensica y autor, bajo el seudónimo de Issachar Marx, de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.
Valdemar, que residió principalmente en Harlem, Nueva York, desde el año 1839, es -o era- notorio por la extrema delgadez de su figura; sus piernas se parecían mucho a las de John Randolph[i]. Otro rasgo que llamaba la atención era la blancura de sus patillas, que contrastaba vio­lentamente con la oscuridad de sus cabellos; éstos eran tan negros que muchas veces se los confundía con una peluca. Era excesivamente ner­vioso, lo que lo hacía un sujeto apropiado para los experimentos hipnó­ticos. En dos o tres ocasiones lo hice dormir sin mayor dificultad, pero me defraudó el hecho de no obtener otros resultados que había espera­do lograr, dada la naturaleza peculiar de mi paciente. Su voluntad no estaba, en ningún momento, completa o positivamente bajo mi gobier­no, y en lo que a clarividencia se refiere, no conseguí con él nada digno de mención. Siempre atribuí mi fracaso en estos puntos a su estado de salud. Algunos meses antes de haber hecho relación con él, sus médicos lo habían declarado tuberculoso. Por cierto que ya tenía por costumbre hablar serenamente de su muerte cercana como de algo que no se puede evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que ya aludí se me ocurrieron por primera vez, era muy natural que pensase en Valdemar. Conocía muy bien su modo de ser para temer algún escrúpulo de su parte y, además, no tenía parien­tes en América que pudiesen intervenir o poner obstáculos. Le hablé con toda franqueza del asunto y, para mi sorpresa, se mostró sumamen­te interesado. Digo para mi sorpresa porque, si bien se había prestado a mis experimentos sin ningún inconveniente, nunca demostró mayor interés en lo que yo hacía. El carácter de su enfermedad permitía calcu­lar exactamente la fecha de su muerte y, así, nos pusimos de acuerdo en que mandaría a buscarme unas veinticuatro horas antes del momento que los médicos habían fijado como el de su fallecimiento.
Hace ahora poco más de siete meses que recibí del mismo Valdemar la siguiente nota:

Estimado P Puede venir ahora mismo. D. y E creen que no pasaré de mañana a medianoche y me parece que han calculado bastante bien. VAL­DEMAR.

Recibí esta nota a la media hora de haber sido escrita y en quince minutos ya estaba yo en la pieza del agonizante. No lo había visto desde hacía diez días y me impresionó el horrible cambio que había sufrido en ese período. Su rostro tenía un tinte plomizo, sus ojos carecían por com­pleto de brillo y estaba tan demacrado que la piel había sido cortada por los pómulos. Expectoraba mucho y su pulso era apenas perceptible. Con­servaba, sin embargo, su poder mental y, hasta cierto punto su fuerza físi­ca, de un modo notable. Hablaba con claridad y tomó todos sus remedios sin ayuda alguna. Cuando entré en la pieza estaba ocupado en escribir algunas notas en su libreta de apuntes. Se hallaba sentado entre almohadas, y los doctores D. y E lo acompañaban.
Después de estrechar la mano de Valdemar, me hice a un lado con esos caballeros y los interrogué minuciosamente sobre el estado del enfermo. Por lo visto, el pulmón izquierdo se encontraba desde hacía dieciocho meses en un estado semióseo o cartilaginoso y, por lo tanto, estaba inutilizado para cualquier propósito vital. El derecho, en su parte superior, estaba parcial, si no completamente, osificado, mientras que la parte inferior no era más que un montón de tubérculos purulentos uni­dos unos con otros. Existían varias perforaciones dilatadas y en cierta región se había producido una adhesión permanente a las costillas. Estas lesiones en el lóbulo derecho eran relativamente nuevas. La osificación había sido muy rápida, pues un mes antes no se veían signos de ella y la adhesión sólo fue observada en los últimos tres días. Además de la tuber­culosis, se sospechaba que el enfermo sufría de un aneurisma en la aorta, pero los síntomas óseos impedían hacer un diagnóstico exacto a este res­pecto. Los dos médicos tenían la opinión de que Valdemar moriría a la medianoche del día siguiente, que era domingo. Mi entrevista tenía lugar a las siete de la tarde del sábado.
Al separarse del lecho del enfermo para conversar conmigo, los doc­tores D. y E le habían hecho una última visita, pero a pedido mío con­sintieron en hacerle otra a las diez de la noche siguiente.
Una vez que se fueron, hablé libremente con Valdemar sobre su pró­xima muerte y, en especial, sobre el experimento propuesto. Se demos­tró deseoso y hasta impaciente por empezarlo en seguida. Lo cuidaban un enfermero y una enfermera, pero yo no me sentía inclinado a iniciar una tarea de ese carácter sin más testigos que esas dos personas, por cualquier accidente imprevisto que pudiera acaecer. Por lo tanto, dejé mi experimento para comenzarlo a eso de las ocho de la noche siguiente, momento en que llegó Theodore L., estudiante de medicina con quien tenía cierta relación. Mi propósito original había sido esperar a los médi­cos, pero me convencieron de que debía proceder de una vez, primero, los urgentes pedidos de Valdemar, y segundo, mi convicción de que no debía perder un momento, pues mi paciente sucumbía a ojos vistas.
Th. L. se prestó gustosamente a tomar nota de todo lo que ocurrie­se. Lo que voy a relatar ha sido resumido o copiado fielmente de sus apuntes. Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, tomando la mano del paciente, le pedí que declarase a L., con tanta claridad como le fuese posible, que él, Valdemar, deseaba que yo hiciese el experimen­to de hipnotizarlo en la condición en que estaba.
Contestó débil pero distintamente:
-Sí, deseo que se me hipnotice. Luego agregó: -Temo que usted haya tardado demasiado.
Mientras así hablaba, comencé a efectuar los movimientos que resultaban más efectivos para hacerlo dormir. Fue evidentemente influi­do por el primer movimiento lateral de mi mano por encima de su fren­te, pero, a pesar de que puse en ejercicio todos mis poderes, no se notó ningún efecto perceptible hasta unos minutos después de las diez, cuan­do llegaron los doctores D. y F, de acuerdo con lo arreglado. Les expli­qué en pocas palabras lo que me proponía y, como no pusieron ningún inconveniente, puesto que el enfermo estaba ya en agonía, procedí sin vacilación, cambiando los movimientos laterales por otros descendentes y dirigiendo mi mirada al ojo derecho del enfermo.
Ya el pulso era imperceptible y en su respiración estertórea se pro­ducían a veces intervalos de medio minuto. Este estado duró, sin altera­ciones, un cuarto de hora. Al terminar dicho período, un suspiro natural y muy profundo escapó del pecho del agonizante y cesaron los esterto­res; es decir, se hicieron imperceptibles y los intervalos no se acortaron. Las extremidades del paciente estaban frías como el hielo.
A las once menos cinco percibí señales inequívocas de influencia hipnótica. La mirada vidriosa de los ojos se cambió en esa expresión de intranquila introspección que sólo se ve en algunos casos de sonambu­lismo y que es muy difícil confundir. Con unos cuantos movimientos laterales hice palpitar los párpados, como en un sueño incipiente, y con unos ademanes más los hice cerrar por completo. Pero yo no estaba satis­fecho con esto y continué mis movimientos vigorosamente, con pleno ejercicio de mi voluntad, hasta que llegué a endurecer los miembros del durmiente después de colocarlos en una posición cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos, también, y descansaban sobre el lecho a pequeña distancia de las costillas. La cabeza estaba ape­nas inclinada hacia arriba.
Cuando llegué a este punto ya era medianoche y pedí a los presen­tes que examinasen a Valdemar. Después de algunos experimentos, llega­ron a la conclusión de que se encontraba en perfecto estado hipnótico. El hecho excitaba la curiosidad de ambos médicos. El doctor D. decidió quedarse con el paciente toda la noche y el doctor E se fue, pero pro­metió volver al amanecer. El señor L. y los enfermeros se quedaron.
No molestamos más a Valdemar hasta eso de las tres de la mañana, momento en que me acerqué y lo encontré en la misma posición que tenía cuando se fue el doctor E; el pulso era imperceptible, la respiración muy suave y apenas se notaba, a menos que se aplicase un espejo a los labios; sus ojos estaban naturalmente cerrados y sus extremidades se mantenían tan rígidas y frías como si fueran de mármol. Con todo, su aspecto no era el de un muerto.
Al acercarme a Valdemar hice un esfuerzo para influir su brazo dere­cho y hacer que siguiese el mío, pasándolo suavemente por encima de su persona. En ocasiones anteriores había fracasado un experimento seme­jante con este mismo paciente y pensé que otro tanto me ocurriría entonces, pero, para mi sorpresa, su brazo siguió prontamente, aunque con movimiento débil, la dirección que yo le asignaba con el mío. Deci­dí aventurarme a llevar a cabo una conversación.
-Valdemar -le dije-, ¿está usted dormido?
No contestó, pero noté un cierto temblor en sus labios, lo que me llevó a repetir la pregunta una y otra vez. A la tercera, todo su cuerpo pareció agitarse con un ligero temblor; los párpados se abrieron lo bas­tante como para dejar ver una franja blanca del globo del ojo; sus labios se movieron lentamente y de entre ellos, en un murmullo que casi no se oía, escaparon estas palabras:
-Sí, ahora estoy dormido. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Tomé sus extremidades y las encontré tan rígidas como antes. El brazo derecho seguía obedeciendo la dirección de mi mano. De nuevo interrogué al hipnotizado:
-¿Siente usted dolor en el pecho, Valdemar?
La contestación fue inmediata esta vez, pero se oyó menos que antes:
-No siento dolor. Me estoy muriendo.
Me pareció que no era prudente seguir perturbándolo por el momento y nada más hice o dije hasta que llegó, un poco antes del ama­necer, el doctor E, quien expresó gran sorpresa al encontrar al paciente vivo aún. Después de tomarle el pulso y de aplicar el espejo a sus labios, me pidió que hablase nuevamente al paciente. Así lo hice, diciendo:
-Valdemar, ¿duerme usted todavía?
Esta vez transcurrieron unos minutos antes de que contestase, y durante el intervalo, el agonizante parecía reunir sus energías para hablar. Cuando hice mi pregunta por cuarta vez dijo en voz tan baja que casi no se lo oía:
-Sí, todavía estoy dormido o... moribundo.
Los médicos opinaron o, más bien, expresaron su deseo de que no se perturbase a Valdemar para que siguiese en ese estado de aparente tran­quilidad hasta que llegase la muerte, para lo cual, según ellos, faltaban pocos minutos. Por mi parte decidí hablarle una vez más y repetí mi anterior pregunta.
Mientras yo hablaba, el aspecto del sonámbulo sufrió un marcado cambio. Sus ojos dieron vueltas y sus pupilas desaparecieron hacia atrás, su cutis tomó un tinte cadavérico y parecía más bien papel blanco que pergamino, y las manchas héticas que hasta entonces estaban bien defi­nidas en cada mejilla se apagaron al momento. Uso esta expresión por­que lo súbito de su desaparición me recordó la llama del candelero que se extingue por un soplo. Al mismo tiempo, el labio superior se encorvó, separándose de los dientes, que hasta entonces había cubierto por com­pleto, y la mandíbula inferior cayó con un golpe que pudo oírse perfectamente, dejando así la boca tan abierta que se podía ver su lengua hin­chada y oscura. Creo que todos los allí presentes estaban acostumbrados a los horrores del lecho de muerte, pero tan terrible era el aspecto de Valdemar en aquel momento que hubo un movimiento general para ale­jarse de la cama.
Mi narración ha llegado a un punto en que los lectores se niegan ya a seguir creyendo. Sin embargo, es mi obligación continuar.
Ya no había la menor señal de vida en Valdemar y, considerándolo muerto, estábamos decididos a dejarlo a cargo de los enfermeros, cuan­do se observó un impetuoso movimiento vibratorio en la lengua que continuó durante un minuto. Cuando cesó, de entre sus mandíbulas abiertas e in-móviles escapó una voz que sería locura tratar de describir. Existen, ciertamente, dos o tres adjetivos que podrían serle aplicados analizándolo por partes. Podría decir, por ejemplo, que era sonido áspe­ro, cascado, hueco, pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que ningún sonido similar ha llegado alguna vez a oído humano. Tenía dos particularidades, sin embargo, que entonces pensé -y aún lo pien­so- que podían ser consideradas como características de la entonación; es decir, propias para dar una idea de la cualidad sobrenatural de la voz. En primer lugar, parecía que ésta llegaba a nuestros oídos -por lo menos a los míos- desde una gran distancia o de alguna profunda caverna del centro de la Tierra. En segundo lugar, me pareció -y temo que resulte imposible comprenderme- que esa voz me impresionaba el oído como las sustancias gelatinosas o glutinosas impresionan el sentido del tacto.
He hablado de sonido y de voz.
Con esto he querido decir que el sonido tenía un silabeo muy claro.
Valdemar habló naturalmente, contestando la pregunta que le había hecho unos minutos antes. Como se recordará, yo lo había interrogado acerca de si dormía; él respondió:
-Sí... No... He estado durmiendo y ahora... ahora... estoy muerto. Ninguno de los presentes trató de negar, ni siquiera de vencer, el horror que estas pocas palabras llegaron a producir. L., el estudiante, se desmayó. Los enfermeros abandonaron la pieza y fue imposible conven­
cerlos de que volviesen a entrar. En cuanto a mis sentimientos, no pre­tenderé explicárselos al lector. Durante una hora estuvimos ocupados en hacer que L. volviese en sí, en medio del mayor silencio, sin pronunciar una palabra. Una vez que lo conseguimos, nos dedicamos a hacer un examen del estado de Valdemar. Se hallaba como ya lo he descripto anteriormente, con la excepción de que el espejo colocado delante de sus labios no daba evidencia de respiración; tratamos de extraer sangre de un brazo, pero nada conse-guimos. Debo, además, mencionar el hecho de que el brazo ya no obedecía a la dirección que yo le imponía. La única señal de influencia hipnótica notable era el movimiento vibratorio de la lengua, que se manifestaba cuando yo le dirigía una pregunta. Parecía que Valdemar hiciese un gran esfuerzo para contestar, pero carecía de la voluntad suficiente. A las preguntas que le hacía cualquier otra persona que no fuese yo se mostraba completamente insensible, a pesar de que yo trataba de poner a cada uno de los presentes en armonía hipnótica con el paciente. Creo que ya he dicho todo lo necesario para que se com­prenda el estado del hipnotizado en aquel momento. Conseguimos otros enfermeros y a eso de las diez abandonamos la casa en compañía de los dos médicos y de L.
Por la tarde fuimos nuevamente a visitar a nuestro paciente, quien se encontraba en las mismas condiciones. Tuvimos algunas discusiones acerca de la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero pronto con­venimos en que el hacerlo no nos reportaría ninguna ventaja. Era evi­dente que hasta entonces la muerte -o lo que generalmente se conoce por la muerte- había sido detenida por el proceso hipnótico. Nos pare­ció a todos que despertar a Valdemar habría equivalido a acelerar su fallecimiento.
Desde ese momento hasta el final de la semana pasada -durante un período de casi siete meses- seguimos visitando diariamente a Valde­mar, acompañados a veces por algunos amigos médicos y de otras profe­siones. Mientras tanto, el hipnotizado seguía en el mismo estado en que lo he descripto. Los enfermeros lo atendían continuamente.
Fue el viernes pasado cuando decidimos, por fin, hacer el experi­mento de despertarlo o de tratar de despertarlo, y ha sido el funesto resultado de esta última experiencia lo que causó tanta discusión en círculos privados; no puedo menos de considerar que gran parte de ella se debió a prejuicios populares injustificables.
Con el propósito de librar a Valdemar de su estado hipnótico, hice los movimientos de costumbre; durante unos instantes no obtuve mayo­res resultados. La primera señal de que volvía a la vida la dio un des­censo parcial del iris del ojo. Observamos, para nuestra sorpresa, que, a medida que la pupila bajaba, de sus párpados le fluía icor.[ii]
Se me indicó que podía tratar de influir el brazo del paciente como lo había hecho antes, pero, al tratar de hacerlo, fracasé. El doctor E expresó su deseo de que yo le dirigiese una pregunta. Así lo hice.
-Valdemar -le dije, ¿podría usted explicarme cuáles son sus sentimientos o sus deseos en este momento?
Al instante volvieron las manchas héticas a sus mejillas; su lengua tembló o, más bien se enroscó violentamente en la boca, a pesar de que sus mandíbulas y labios estaban tan rígidos como antes. Después de unos instantes, contestó con aquella terrible voz que ya he descripto:
-¡Por Dios! ¡Pronto, pronto hágame dormir, o pronto despiérteme! ¡Pronto, pronto! ¡Le digo que estoy muerto!
Por un instante quedé indeciso sin saber qué hacer. En un principio traté de tranquilizar al paciente, pero fracasé por falta completa de voluntad y volví sobre mis pasos luchando ansiosamente por despertar­lo. Pronto me di cuenta de que de este modo obtendría el resultado que deseaba -o, por lo menos, eso es lo que me imaginé- y estoy seguro de que todos los allí presentes se hallaban listos para ver despertar al hip­notizado.
Pero es imposible que ningún ser humano haya podido estar prepa­rado para lo que sucedió en realidad.
Al hacer yo los movimientos hipnóticos, entre las exclamaciones de "¡muerto!, ¡muerto!" que emitía la lengua y no los labios del paciente, en el espacio de un minuto o en menos tiempo quizás su cuerpo se enco­gió, se contrajo y se pudrió por completo bajo mis manos. Sobre el lecho, delante de aquellas personas, yacía una masa casi líquida de horrible y detestable podredumbre.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i] John Randolph, estadista norteamericano.
[ii] Humor seroso y acre que arrojan las llagas o los tumores malignos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario