I
En una habitación del piso superior de
una vivienda desocupada situada en esa parte de San Francisco que se conoce
con el nombre de North Beach, yacía bajo una sábana el cadáver de un hombre. La
hora estaba próxima a las nueve de la noche; la habitación, apenas iluminada
por una sola vela. Aunque el tiempo era bueno, las dos ventanas estaban
cerradas con las persianas bajadas, contrariando la costumbre de dar mucho aire
a los muertos. El mobiliario se componía tan sólo de tres piezas: un sillón,
una pequeña mesita de lectura sobre la que estaba la vela y una mesa de cocina
alargada sobre la cual estaba el cadáver del hombre. Los tres muebles, lo
mismo que el cadáver, parecían haber sido llevados recientemente, pues un
observador, de haber existido alguno, habría visto que no tenían polvo,
mientras que el resto de la habitación tenía una capa espesa, e incluso había
telarañas en los ángulos de las paredes.
Bajo la sábana podían perfilarse los rasgos del cuerpo, incluso los
del rostro, pues tenían esa definición tan innaturalmente nítida que parece
pertenecer a los rostros de los muertos, aunque en realidad es característica
sólo de aquellos que han sido desgastados por la enfermedad. Por el silencio de
la habitación se podía deducir, correctamente, que no estaba situada en la
parte delantera de la casa ni daba a una calle: en realidad sólo daba a un
promontorio rocoso, pues la parte trasera del edificio se había asentado en
una colina.
Cuando el reloj de una iglesia cercana dio las nueve con una
indolencia que parecía dar a entender tal indiferencia por el paso del tiempo
que uno no podía dejar de preguntarse por qué se tomaba la molestia de dar las
horas, se abrió la única puerta de la habitación y entró por ella un hombre
que se dirigió hacia el cadáver. Al hacerlo, la puerta se cerró, dando la
apariencia de que lo hacía por sí sola; pero se escuchó también un rechinar
metálico, como de una llave que girara con dificultad, y el chasquido de un cerrojo
al encajarse. Después sonaron unos pasos que se alejaban por el pasillo y el
hombre dio toda la impresión de haber quedado allí como un prisionero. Al
dirigirse hacia la mesa, se detuvo un momento para examinar el cadáver; pero
después, con un ligero encogimiento de hombros, fue hacia una de las ventanas y
levantó la persiana. La oscuridad exterior era absoluta, pues los cristales
estaban cubiertos de polvo, pero al limpiarlos pudo ver que la ventana estaba
fortificada con fuertes barras de hierro que la cruzaban a escasos centímetros
del cristal, incrustándose a cada lado en la mampostería. Examinó la otra ventana,
encontrando la misma disposición. No manifestó gran curiosidad por el asunto y
ni siquiera llegó a levantar el marco de la ventana. Si era un prisionero,
parecía bastante dócil. Tras haber completado el examen de la habitación, se
sentó en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con la vela y
empezó a leer.
Era un hombre joven, de no más de treinta años, de tez oscura, bien
afeitado y cabellos castaños. Su rostro era delgado y la nariz alta, con una
frente ancha y una «firmeza» de la barbilla y la mandíbula que se dice denota
resolución en los que la tienen. Los ojos, grises y firmes, no se movían sino
era con un propósito concreto. La mayor parte del tiempo los mantenía fijos en
el libro, aunque ocasionalmente los apartaba para dirigirlos hacia el cadáver
de la mesa, aunque era evidente que no lo hacía con esa fascinación tétrica
que se supone que esas circunstancias podrían ejercer incluso sobre una persona
valiente, ni con esa rebelión consciente contra una influencia contraria que
podría dominar a un tímido. Lo contemplaba como si durante la lectura hubiera
encontrado algo que le recordara la sensación de su entorno. Evidentemente,
este vigilante del muerto estaba desempeñando su cometido con inteligencia y
compostura, tal como le correspondía.
Tras llevar leyendo quizás una media hora, pareció llegar al final de
un capítulo y dejó tranquilamente el libro. Se levantó, alzó del suelo la
mesita de lectura y la trasladó a una esquina de la habitación que estaba
junto a una de las ventanas, cogió la vela y regresó frente a la vacía chimenea
delante de la cual había estado sentado.
Un momento más tarde fue hacia el cuerpo de la mesa, levantó la sábana
y le dio la vuelta desde la cabeza, dejando al descubierto una masa de cabellos
oscuros y un fino paño que le cubría el rostro y bajo el cual los rasgos se
revelaban todavía con mayor definición que antes. Dando sombra a los ojos, al
interponer su mano libre entre éstos y la vela, se quedó mirando a su compañero
inmóvil con una contemplación grave y tranquila. Satisfecho con la inspección,
volvió a cubrir el rostro con la sábana y regresó a la silla, cogió algunas
cerillas que había junto al candelero, las metió en el bolsillo lateral de su
abrigo y se sentó. Levantó luego la vela separándola del candelero y la examinó
críticamente, como si estuviera calculando cuánto tiempo duraría. Apenas medía
cinco centímetros, por lo que al cabo de una hora se encontraría en la
oscuridad. Volvió a ponerla en el candelero y sopló para apagarla.
II
En la consulta de un médico, en Kearny Street había tres hombres
sentados junto a una mesa, bebiendo ponche y fumando. Era ya bastante tarde,
casi la medianoche, y desde luego que el ponche no había faltado. El más
solemne de los tres era el doctor Helberson, que era el anfitrión, pues se encontraban
en sus habitaciones. Tenía unos treinta años; los otros eran más jóvenes,
aunque todos eran médicos.
-El temor supersticioso con que los vivos consideran a los muertos es
hereditario e incurable -decía el doctor Helberson. Uno no tiene por qué
avergonzarse de eso, como tampoco debería hacerlo por el hecho de heredar, por
ejemplo, una incapacidad para las matemáticas o la tendencia a mentir.
Los otros dos se echaron a reír.
-¿No debería un hombre avergonzarse de ser mentiroso? -preguntó el más
joven de los tres, que en realidad era un estudiante de medicina que todavía
no se había graduado.
-Mi querido Harper, yo no he dicho nada semejante. Una cosa es la
tendencia a mentir y otra el hecho de hacerlo.
-¿Pero piensa usted que ese sentimiento supersticioso, ese miedo a
los muertos, tan irracional como nos parece, es universal? -intervino el tercer
hombre. No soy consciente de tenerlo.
-Ah, pero pese a todo está «en su sistema» -contestó Helberson. Sólo
requiere de las condiciones adecuadas -lo que Shakespeare llama «la estación
confederada»- para manifestarse de alguna manera muy desagradable que le abra
los ojos. Aunque desde luego los médicos y los soldados están más liberados
que los demás de ese miedo.
-¡Los médicos y los soldados! ¿Por qué no añadir a los decapitadores
y los verdugos de la horca? Añadamos a todos los grupos de asesinos.
-No, mi querido Mancher; los jurados no permiten que los verdugos
públicos lleguen a adquirir una familiaridad suficiente con la muerte como para
no sentirse en absoluto conmovidos por ella.
El joven Harper, que había ido junto a una mesa de servicio para coger
un nuevo cigarro, volvio a su asiento.
-¿Cuáles consideraría usted que son las condiciones bajo las que
cualquier hombre nacido de mujer llegaría a tener una conciencia insoportable
de compartir a este respecto nuestra debilidad común? -preguntó con un exceso,
quizás, de verbosidad.
-Bien, diría que si un hombre se encontrara una noche entera encerrado
con un cadáver, a solas, en una habitación oscura de una casa vacía, sin
cobertores de cama con los que taparse la cabeza, y pasara por todo ello sin
enloquecer totalmente, podría jactarse entonces de no haber nacido de mujer ni
ser tampoco, como Macduff, un producto de la cesárea.
-Pensé que no terminaría nunca de añadir condiciones -intervino
Harper. Pues conozco a un hombre que no es ni médico ni soldado y que las
aceptaría todas por cualquier apuesta que quisieran ustedes hacer.
-¿De quién se trata?
-Se llama Jarette: aquí es un desconocido; procede de la misma ciudad
que yo, en el estado de Nueva York. Carezco de dinero para apoyarle en la
apuesta, pero él mismo la sostendrá con todo lo que haga falta.
-¿Cómo sabe eso?
-Antes preferiría apostar que comer. Y
en cuanto al miedo... me atrevo a decir que opina que es algún trastorno
cutáneo, o quizás un tipo particular de herejía religiosa.
-¿Qué aspecto tiene? -preguntó Helberson
que, evidentemente, se estaba interesando por el asunto.
-Se parece a Mancher... hasta podría ser
su hermano gemelo.
-Acepto el desafío -respondió de
inmediato Helberson.
-¿Porque se parece a mí? Muy agradecido
por el cumplido -dijo Mancher arrastrando las palabras, pues tenía cada vez
más sueño. ¿Puedo intervenir?
-No contra mí -contestó Helberson. No
quiero ganar su dinero.
-De acuerdo -replicó Mancher. Entonces
yo seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
El resultado de aquella loca
conversación, ya lo hemos visto.
III
La intención del señor Jarette al apagar
su mag ra ración de vela fue la de
conservarla para alguna necesidad imprevista. También pudo pensar, o intuir,
que la oscuridad no sería peor en un momento que en otro, y que si la situación
llegaba a volverse insoportable sería mejor contar con algún medio de alivio o
incluso de liberación. En cualquier caso, era prudente guardar una pequeña
reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar su reloj.
Nada más apagar la vela y dejarla en el
suelo, a su lado, se arrellanó cómodamente en el sillón, se echó hacia atrás y
cerró los ojos esperando dormirse. Pero en esto se decepcionó: jamás en su
vida había sentido menos sueño, por lo que al cabo de unos minutos abandonó el
intento. ¿Qué hacer? No podía pasear a tientas en una oscuridad absoluta con
riesgo de herirse, o de chocar contra la mesa y turbar descortésmente al
muerto. Todos reconocemos el derecho que tienen al descanso, a salvo de todo
lo que sea duro y violento. Jarette consiguió casi hacerse creer a sí mismo que
eran consideraciones de este tipo las que le llevaban a no correr el riesgo de
la colisión y le permitían permanecer inmóvil en el asiento. Mientras pensaba
este tema, creyó
haber oído un débil sonido que procedía de la mesa... no era capaz de
explicarse de qué tipo de sonido se trataba. No volvió la cabeza. ¿De qué iba a
servirle en la oscuridad? Pero escuchó con gran atención: ¿por qué no iba a
hacerlo? Y mientras escuchaba, se fue sintiendo mareado hasta el punto de que
se aferró a los brazos del sillón en busca de apoyo. Percibía por sus oídos un
zumbido extraño; tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar; la ropa
que llevaba puesta le constreñía y oprimía el pecho. Se preguntó por el motivo
de todo aquello; y si serían los síntomas del miedo. Luego, tras una larga y
potente espiración, tuvo la impresión de que el pecho se le hundía, pero con la
gran inspiración con la que rellenó sus pulmones agotados perdió el vértigo y
se dio cuenta de que había estado escuchando con tanta intensidad que había
retenido la respiración casi hasta el punto de ahogarse. Aquella revelación le
resultó vejatoria; se levantó, empujó el sillón con el pie y caminó hasta el
centro de la habitación. Pero no es posible caminar a zancadas en la oscuridad;
empezó a avanzar a tientas, encontró una pared y la siguió hasta un ángulo,
giró, pasó junto a las dos ventanas y en la otra esquina entró en violento
contacto con la mesita de lectura, derribándola. Produjo un estrépito que le
hizo sobresaltarse. Se sintió molesto.
-¿Cómo diablos pude olvidar dónde estaba? -murmuró, y empezó a abrirse
camino a tientas, a lo largo de la tercera pared, hasta la chimenea-. He de
poner las cosas en su sitio -añadió mientras buscaba la vela por el suelo.
Tras recuperarla, la encendió y volvió inmediatamente la mirada hacia
la mesa, donde como es natural nada había cambiado. La mesita de lectura
permaneció en el suelo: se había olvidado de «ponerla en su sitio». Miró por
toda la habitación dispersando las sombras más profundas con el movimiento de
la vela que llevaba en la mano y, cruzándola hasta la puerta, la comprobó
girando el pomo y tirando de él con toda su fuerza. No cedió y aquello pareció
proporcionarle cierta satisfacción; incluso la asegu ró
con mayor firmeza mediante un pestillo que antes no había observado. Regresó
al sillón y miró el reloj, comprobando que eran las nueve y media. Se
sorprendió al darse cuenta de que se había llevado el reloj al oído: no se
había parado. La vela era ahora visiblemente más corta. La volvió a apagar y la
colocó en el suelo a su lado, lo mismo que antes.
El señor Jarette no se encontraba tranquilo; se sentía claramente
inquieto en ese entorno, e insatisfecho consigo mismo por ello.
-¿Qué he de temer? -pensó en voz alta. Esto resulta ridículo; no voy
a comportarme como un estúpido.
Pero el valor no venía por el hecho de que se dijera «voy a ser
valiente», ni por reconocer que la valentía era lo más apropiado para la
ocasión. Cuanto más se condenaba Jarette a sí mismo, más razones se estaba
dando para condenarse; cuanto mayor era el número de variaciones que había intentado
sobre el único tema de que los muertos son inofensivos, más insoportable se
volvía la discordancia de sus emociones.
-¿Cómo? -gritó en voz alta por la angustia de su espíritu. ¡Cómo! ¿Es
que yo, que no tengo la menor sombra de superstición en mi naturaleza, yo, que
no creo en la inmortalidad, yo, que sé (y nunca lo supe con tanta claridad como
ahora) que la otra vida es el sueño de un deseo, voy a perder mi apuesta, mi
honor y el respeto que a mí mismo me tengo, quizás hasta mi razón, porque
algunos antepasados salvajes que habitaban en cuevas y madrigueras concebían la
idea monstruosa de que los muertos caminan por la noche?... Eso...
Clara e inequívocamente, el señor Jarette oyó tras él el sonido ligero
y suave de unos pasos deliberados, regulares y cada vez más cercanos.
IV
Poco antes del amanecer de la mañana siguiente, el doctor Helberson y
su joven amigo Harper avanzaban lentamente en el coupé del doctor por las
calles de North Beach.
-¿Sigue teniendo la confianza de la juventud en el valor o la
imperturbabilidad de su amigo? -preguntó el de más edad. ¿Cree que he perdido
esta apuesta?
-Sé que la ha perdido -contestó el otro con débil énfasis.
-Pues bien, por mi alma que espero que así sea.
Había pronunciado aquello con seriedad, casi solemnemente. Después se
produjo un silencio momentáneo.
-Harper, no me siento totalmente tranquilo con este asunto -volvió a
hablar el doctor, que parecía muy serio bajo las luces cambiantes y débiles
que penetraban en el carruaje cuando pasaban junto a los faroles de la calle-.
Si su amigo no me hubiera irritado con la actitud despreciativa con la que
trató mis dudas acerca de su resistencia, una cualidad puramente física, y con
la fría descortesía de su sugerencia de que el cadáver fuera el de un médico,
no habría seguido con ello. Si sucediera cualquier cosa, estamos arruinados, y
me temo que merecidamente.
-¿Pero qué puede suceder? Aunque el asunto hubiera tomado un giro
grave, lo que no temo en absoluto, Mancher sólo tendría que «resucitar» y
explicar el asunto. Con un «sujeto» auténtico de la sala de disección, o uno de
sus últimos pacientes, la cosa podría ser distinta.
De modo que el doctor Mancher había cumplido su promesa: sirvió de
«cadáver».
El doctor Helberson guardó silencio durante mucho tiempo mientras el
coche, a paso de tortuga, siguió deslizándose por la misma calle que ya había
recorrido en dos o tres ocasiones. Finalmente, rompió el silencio:
-Bien, esperemos que Mancher, si ha tenido que levantarse de entre los
muertos, lo haya hecho
discretamente. Un error en esa dirección podría haber empeorado las cosas, en
lugar de mejorarlas.
-Ciertamente, Jarette le mataría -contestó Harper-. Pero doctor, son
ya las cuatro en punto -añadió mirando su reloj cuando pasaron bajo un farol de
gas.
Un momento después ambos habían bajado del vehículo y se dirigían a
paso vivo hacia la casa que llevaba mucho tiempo desocupada, perteneciente al
doctor, en la que habían encerrado al señor Jarette de acuerdo con los términos
de la loca apuesta. Al acercarse a ella se encontraron con un hombre que
corría.
-¿Por favor, saben dónde puedo encontrar un médico? -gritó deteniendo
repentinamente su carrera.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó Helberson en un tono que no le
comprometía.
-Vaya n a verlo por sí
mismos -contestó el hombre reanudando la carrera.
Echaron a correr. Al llegar a la casa vieron a varias personas que
entraban en ella con prisa y excitación. En algunas de las casas cercanas, a
lo largo del camino, las ventanas estaban abiertas y salían por ellas varias
cabezas. Todas hacían preguntas, aunque sin dirigírselas unos a otros. Algunas
ventanas que tenían las persianas cerradas estaban iluminadas; los que
habitaban en ellas se estaban vistiendo para bajar. Directamente enfrente de
la puerta de la casa que buscaban, un farol arrojaba sobre la escena una luz
amarillenta e insuficiente, que parecía decir que podía revelar mucho más si lo
deseaban. Harper se detuvo junto a la puerta y puso una mano sobre el brazo del
compañero.
-Todo está perdido para nosotros, doctor -dijo presa de una agitación
extrema que contrastaba extrañamente con la tranquilidad con la que pronunció
esas palabras-. El juego se ha puesto en nuestra contra. No entremos allí;
prefiero no asomar la cabeza.
-Soy médico y puede que necesiten uno -contestó con calma el doctor
Helberson.
Subieron las escaleras de la casa y se dispusieron a entrar. La
puerta estaba abierta; la farola de la acera de enfrente iluminaba el pasillo.
Estaba lleno de hombres. Algunos habían subido las escaleras hasta el final y,
como no se les permitía entrar, aguardaban mejor suerte. Todos hablaban y
ninguno escuchaba. De pronto se produjo una gran conmoción en el rellano de
arriba; un hombre había salido de una puerta y trataba de abrirse paso entre
los que se esforzaban por retenerle. Llegó abajo por entre la masa de hombres
ociosos y espantados, apartándolos, aplastándolos contra la pared de un lado o
contra la barandilla de la escalera del otro, aferrándolos por la garganta,
golpeándolos salvajemente, lanzándolos escaleras abajo y caminando sobre los
que habían caído. Sus ropas estaban en desorden y no llevaba sombrero. Su
mirada, salvaje e inquieta, contenía algo más aterrador todavía que su fuerza
aparentemente sobrehumana. Su rostro, afeitado, carecía de color, sus cabellos
habían encanecido.
Cuando la masa de gente que había al pie de las escaleras, que
disfrutaban de más libertad de espacio, se apartó para dejarle pasar, Harper
se adelantó.
-¡Jarette! ¡Jarette! -gritó.
El doctor Helberson cogió a Harper por el cuello y le hizo
retroceder.
El hombre les miró al rostro sin que pareciera reconocerlos y salió a
toda prisa por la puerta, bajó los escalones hasta la calle y se perdió. Un
robusto policía que había tenido menos éxito para bajar las escaleras apareció
un momento después e inició la persecución, ayudado por los gritos indicativos
de todas las cabezas que salían por las ventanas, que ahora eran sólo las de
mujeres y niños.
Como la escalera se había vaciado parcialmente, pues la mayor parte
de la gente se había precipitado a la calle para observar la fuga y la persecución,
el doctor Helberson subió al rellano seguido por Harper. En una puerta del
pasillo superior un oficial les impidió el paso.
-Somos médicos -dijo el doctor, y así pudieron entrar.
La habitación estaba llena de hombres, apenas visibles por la
oscuridad, amontonados junto a una mesa. Los recién llegados se acercaron y
miraron por encima de los hombros de los que estaban delante. Sobre la mesa,
con los miembros inferiores cubiertos por una sábana, yacía el cuerpo de un
hombre, bien iluminado por el haz de un ojo de buey que sostenía un policía
situado a los pies. Los demás, salvo los que estaban cerca de la cabeza, y el
propio oficial, se encontraban en la oscuridad. ¡El rostro del cuerpo parecía
amarillo, repulsivo, horrible! Los ojos estaban parcialmente abiertos, mirando
hacia arriba, y la mandíbula caída; rastros de espuma manchaban los labios, la
barbilla y las mejillas. Un hombre alto, evidentemente médico, se inclinaba
sobre el cuerpo introduciendo la mano bajo la parte delantera de la camisa. La
retiró y colocó dos dedos sobre la boca abierta.
-Este hombre lleva muerto unas seis horas. Es un caso para el forense
-dijo.
Sacó una tarjeta del bolsillo, se la entregó al oficial de policía y
se dirigió a la puerta.
-¡Salgan de la habitación... todos! -gritó el oficial, y el cadáver
desapareció como si alguien lo hubiera arrebatado cuando la linterna desvió sus
haces de luz aquí y allá contra los rostros de la multitud. ¡El efecto fue
sorprendente! Los hombres, cegados, confusos y casi aterrados, corrieron
tumultuosamente hacia la puerta, empujándose y tropezando unos con otros en su
huida, como las huestes de la noche ante los rayos de Apolo. El policía
derramó su luz sin piedad e incesantemente sobre la masa que luchaba y
tropezaba. Atrapados en esa corriente, Helberson y Harper fueron barridos
fuera de la habitación y descendieron las escaleras hasta la calle como
impulsados por un torrente.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette le mataría? -exclamó
Harper en cuanto se hubieron alejado de la multitud.
-Creo recordar que lo dijo -contestó el otro sin ninguna emoción
aparente.
Caminaron en silencio recorriendo una manzana tras otra. En el
oriente grisáceo se percibían las siluetas de las casas de las colinas. La
conocida carreta de la leche recorría ya las calles; el panadero aparecería
pronto en escena; el vendedor de periódicos ya estaba en ella.
-Me parece, jovencito, que usted y yo últimamente hemos respirado
demasiado los aires de la mañana. No son muy sanos y necesitamos un cambio.
¿Qué le parecería un viaje por Europa?
-¿Cuándo?
-Me da lo mismo. Aunque supongo que las cuatro de esta tarde sería
conveniente.
-Entonces nos encontraremos en el barco -añadió Harper.
V
Siete años más tarde, los dos hombres estaban sentados en un banco de
Madison Square en Nueva York, conversando amistosamente. Otro hombre, que
llevaba observándoles algún tiempo sin ser visto, se acercó a ellos y,
levantando cortésmente su sombrero, que dejó al descubierto un cabello tan
blanco como la nieve, dijo:
-Les ruego que me perdonen, caballeros, pero cuando uno vuelve a la
vida y mata a un hombre, lo mejor es cambiar la ropa con él y a la primera
oportunidad buscar la libertad.
Helberson y Harper intercambiaron miradas significativas;
evidentemente aquello les divertía. Pero el primero miró amablemente a los ojos
del desconocido y contestó.
-Siempre he pensado que ése era el mejor plan. Estoy totalmente de
acuerdo con usted en cuanto a las ventajas...
De pronto se detuvo, se levantó y se quedó blanco de asombro. Se quedó
mirando fijamente al desconocido, con la boca abierta y temblando visiblemente.
-¡Ah! -exclamó el desconocido. Me parece que está usted indispuesto,
doctor. Si no es capaz de tratarse a sí mismo, estoy seguro de que el doctor
Harper podrá hacer algo por usted.
-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper enérgicamente.
El desconocido se acercó más, e inclinándose hacia ellos dijo con un
murmullo de voz:
-A veces digo que mi nombre es Jarette, pero dada nuestra antigua
amistad no me importa decirles que soy el doctor William Mancher.
La revelación hizo que Harper se pusiera en pie de un salto.
-¡Mancher! -gritó.
-¡Dios mío, es cierto! -añadió Helberson.
Así es -añadió el desconocido, sonriendo vagamente-. Sin duda es
cierto.
Vaciló mientras parecía tratar de recordar algo, pero enseguida empezó
a silbar una melodía popular. Por lo visto se había olvidado de la presencia
de los otros dos.
-Mancher, se lo ruego -dijo el mayor de los otros. Díganos lo que
sucedió aquella noche... a Jarette, ya sabe.
-Ah, sí, a Jarette. Resulta extraño que me haya
olvidado de contárselo... lo cuento tanta veces. ¿Saben?, al oírle hablar
consigo mismo me di cuenta de que estaba terriblemente asustado, así que no
pude resistir la tentación de volver a la vida y divertirme un poco con él...
de verdad que no pude evitarlo. Estuvo muy bien, aunque lo cierto es que no
pensé que fuera a tomárselo tan en serio; de verdad que no lo pensé. Y
después... bueno, fue un trabajo duro cambiar de puesto con él, y entonces...
¡maldita sea! ¡Ustedes no me ayudaron a salir de aquello!
Nada podría exceder a la ferocidad con la que fueron pronunciadas
estas últimas palabras.
Ambos hombres retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros?... Pero... ¿por qué? -dijo Helberson tartamudeando, pues
había perdido totalmente el dominio de sí mismo. Nosotros no tuvimos nada que
ver.
-¿No dije que eran ustedes los doctores Hellborn y Sharper?[1]
-preguntó el hombre echándose a reír.
-Mi nombre es Helberson, ciertamente; y este caballero es el señor
Harper -replicó el primero que se había tranquilizado con aquella risa. Pero
ya no somos médicos; somos... bueno, que me ahorquen, anciano: somos jugadores.
Y ésa era la verdad.
-Una profesión muy buena; verdaderamente buena; y dicho sea de paso,
espero que este señor, Sharper, haya
pagado su dinero a Jarette como un apostador honesto. Una profesión muy buena y
honorable -repitió pensativamente, mientras se alejaba con despreocupación. Yo
sigo siendo lo que fui. Soy el jefe médico del Asilo de Bloomingdale; es mi
deber curar al super-intendente.
1.007. Briece (Ambrose)
[1] Les ha
alterado el nombre, pues Hell-born significa «nacido en el infierno», y Sharper
«fullero». (N.
del T.)
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