No espero ni solicito que
se crea la muy extraña aunque familiar historia que voy a trasladar al papel, y
verdaderamente fuera locura confiar en que se me diese crédito, puesto que mis
sentidos rechazan su propio testimonio. Sin embargo, no estoy loco y
seguramente no sueño, pero mañana he de morir y hoy quiero descargar mi
conciencia. Lo que me propongo desde luego es referir al mundo, clara y
sucintamente, sin comentarios de ningún género, una serie de simples acontecimientos
domésticos, por cuyas consecuencias me he aterrado, martirizado y aniquilado.
A pesar de ello, no trataré de dilucidarlos, pues a mí me inspiraron solamente
horror, por más que a muchas personas les parecerán más
"extravagantes" que terribles.
Tal vez más tarde se
hallará una inteligencia que reduzca mi fantasma a una vulgaridad, algún
espíritu más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío que no vea
en los hechos referidos por mí con terror sino una sucesión ordinaria de causas
y efectos muy naturales.
Desde la infancia me hice
notar por mi docilidad y humanitarios sentimientos, y hasta era tan exquisita
la ternura de mi corazón que acabé por ser juguete de mis compañeros. Mi
aflicción y cariño a los animales no tenía límites y mis padres me habían
permitido conservar muchas especies favoritas, de modo que pasaba el tiempo con
unas y otras y nunca me creía tan feliz como cuando les daba de comer y las
acariciaba. Esta particularidad de mi carácter se desarrolló a medida que iba creciendo
y cuando llegué a ser hombre fue la fuente principal de mis secretos. A los que
se han encariñado con un perro fiel y sagaz no necesito explicarles la
naturaleza e intensidad de los goces que esto pueda reportar. En el amor
desinteresado de un animal, en ese sacrificio de sí mismo, hay algo que va
directamente al corazón de aquel que tuvo con frecuencia ocasiones de apreciar
el valor de la mezquina amistad y la fidelidad "delgadísima del hombre
natural".
Me casé muy pronto y tuve
la dicha de hallar en mi esposa un carácter que simpatizaba con el mío; al
observar mi afición a esos favoritos domésticos no perdió oportunidad de
proporcionarme individuos de la especie que más me agradaba, y así tuvimos
aves, un pez dorado, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y "un
gato".
Este último era en
realidad un animal hermoso y robusto, completamente negro y de maravillosa
sagacidad. Al hablar de su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante
supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular según
la cual se considera a todos los gatos negros como brujos disfrazados. No
quiero decir con esto que mi señora hablara siempre con "forma-lidad"
sobre el asunto y si cito el hecho es simplemente porque me acude en este
momento a la memoria.
Plutón, así se llamaba el
gato, era mi favorito, mi compañero: sólo de mis manos recibía su alimento, y
me seguía por la casa a todas partes con tal insistencia que no sin trabajo le
impedía salir también a la calle en pos de mí.
Nuestra amistad subsistió
así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento, por efecto
del demonio de la intemperancia -y me sonrojo al confesarlo, sufrió una
alteración radicalmente mala. Cada vez más sombrío e irritable y más
indiferente a los sentimientos de los demás, usaba un lenguaje brutal al
hablar con mi esposa y al fin pasé a las violencias personales. Mis pobres
favoritos hubieron de resentirse, naturalmente, del cambio de mi carácter, pues
no contento con descuidarlos los maltraté. En cuanto a Plutón, le guardaba aún
las suficientes consideraciones para no proceder con él del mismo modo, pero no
tenía miramiento alguno con los conejos, el mono y hasta el perro, cuando por
casualidad o por cariño me salían al paso. Mi dolencia me aquejaba cada vez
más, pues ¡qué enfermedad hay comparable con el alcohol!, y al fin el mismo
Plutón, que ya se hacía viejo y comenzaba a ser un poco fastidioso, hubo de
sentir también los efectos de mi maligno carácter.
Cierta noche, al entrar
en casa, completamente ebrio, pues salía de una de mis acostumbradas tascas de
los arrabales, me imaginé que el gato evitaba mi presencia; quise atraparlo
para castigarlo, pero, espantado por mi ademán, me infirió una ligera herida
con los dientes. Enfurecido como un demonio, ya no me reconocí; mi alma
primera pareció huir del cuerpo y en cada fibra de mi ser se infiltró una
malignidad hiperdiabólica, saturada de ginebra; saqué del bolsillo del chaleco
un cortaplumas, lo abrí, tomé al pobre animal por el cuello y deliberadamente
le hice saltar un ojo de la órbita. ¡Me sonrojo, me estremezco al dar cuenta
de esta censurable atrocidad!
Al recobrar la razón por
la mañana, cuando se hubieron desvanecido los vapores de mi saturnal de la
víspera, experimenté a la vez horror y remordimiento por el crimen de que me
había hecho culpable, pero era un sentimiento equívoco y débil que no penetró
hasta el alma. Volví a entregarme a los excesos y muy pronto ahogué en el vino
el recuerdo de mi mala acción.
Sin embargo el gato curó
lentamente; cierto que la órbita del ojo perdido tenía un aspecto espantoso,
pero el animal no parecía sufrir ya; iba y venía por la casa según su
costumbre, si bien, como debía esperarse, huía con terror al acercarme yo.
Conservaba aún bastante de mi primera bondad para que me afligiera al pronto
aquella evidente antipatía de parte de un ser que tanto me había querido antes,
y entonces se manifestó, como para señalar mi caída final e irrevocable, el
espíritu de la PERVERSIDAD.
La filosofía no tiene en
cuenta ese espíritu; mas, tan cierto como que el alma existe, creo que la
perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de las
primeras facultades o sentimientos indivisibles que imprimen la dirección al
carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces consumando un acto
necio o vil sólo porque estaba persuadido de que no "debía"
cometerlo? ¿Ni tenemos, por ventura, una constante inclinación, a pesar de la
excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es la "Ley",
simplemente porque comprendemos que es la "Ley"? Ese espíritu de
perseverancia, digo, fue lo que me perdió al fin. Ese ardiente e insondable
deseo del alma de "martirizarse a sí misma", de violentar su propia
naturaleza, de hacer mal sólo por el mal mismo, fue lo que me impulsó a
continuar y, por último, a consumar el suplicio a que sometí al inofensivo
animal. Cierta mañana deslicé un nudo corredizo alrededor de su cuello, con la
mayor sangre fría, y lo colgué de la rama de un árbol; mis ojos estaban llenos
de lágrimas y mi corazón de amargos remordimientos, pero ahorqué a Plutón
"porque" sabía que me había amado y "porque" estaba
persuadido de que jamás me había dado motivo alguno de enojo; lo ahorqué
"porque" no se me ocultaba que al proceder así cometía un pecado, un
pecado mortal, que comprometía mi alma hasta el punto de ponerla, si tal cosa
estuviese en lo posible, fuera de la misericordia infinita del Dios Muy
Misericordioso y Muy Terrible.
En la noche siguiente al
día en que cometí ese acto cruel me despertó en mi sueño el grito de ¡fuego,
fuego! Las cortinas de mi lecho estaban ardiendo; la conflagración se había
propagado por toda la casa, y no sin gran dificultad pudimos escapar mi esposa,
un criado y yo. La destrucción fue completa; toda mi fortuna se perdió y desde
entonces me entregué a la desesperación.
No trato de establecer
aquí una relación de causa a efecto entre la atrocidad y el desastre, porque me
hago superior a semejante debilidad, pero doy cuenta de una serie de hechos y
no quiero omitir un solo eslabón de la cadena. Al día siguiente del incendio
visité las ruinas; las paredes se habían derrumbado, excepto un tabique
interior, poco grueso, situado casi en el centro de la casa y contra el cual se
apoyaba la cabecera de mi cama; en esta parte, la mampostería se había
resistido a la acción del fuego y yo atribuí el hecho a la circunstancia de ser
nueva la pared. Delante de aquel tabique se había reunido una multitud considerable
y varias personas parecían examinar cierta parte con minuciosa y viva atención.
Las palabras "¡qué extraño, qué singular!" y otras semejantes
excitaron mi curiosidad; me acerqué y vi, semejante a un bajo relieve esculpido
en la blanca superficie, la figura de un "gato" gigantesco; la
imagen estaba representada con una exactitud verdaderamente maravillosa y el
animal tenía una cuerda alrededor del cuello.
Al pronto, ante aquella
aparición, pues apenas podía considerarla como otra cosa, mi asombro y mi
terror fueron extremos, pero la reflexión vino al fin en mi auxilio. Recordé
haber ahorcado el gato en un jardín contiguo a la casa, jardín que fue
invadido por la multitud al oírse los gritos de alarma; alguno debió de desatar
el animal del árbol para arrojarlo a mi habitación por una ventana abierta, sin
duda con el objeto de despertarme; las otras paredes comprimieron, al caer, la
víctima de mi crueldad en la substancia del yeso recientemente aplicado, y la
cal de aquel tabique, combinada con las llamas y el amoníaco del cadáver, debió
de producir la imagen tal como la veía.
Aunque se tranquilizó así
ligeramente mi espíritu, ya que no del todo mi conciencia, en cuanto al hecho
sorprendente que acabo de exponer, no por eso dejó de producir en mi ánimo una
impresión profunda. Durante algunos meses no pude desechar el fantasma del
gato y se agitaba en mi alma algo que parecía ser un remordimiento, pero que no
lo era. Llegué a deplorar la pérdida del animal y a buscar a mi alrededor, en
las despreciables tabernas que acostumbraba a frecuentar, otro favorito de la
misma especie que se pareciera al difunto.
Cierta noche, hallándome
sentado y medio aturdido en una inmunda tasca, me llamó la atención de pronto
un objeto negro, el cual reposaba en uno de los inmensos toneles de ginebra o
de ron que constituían el principal mobiliario de la sala, y como hacía algunos
minutos que miraba en aquella dirección, me sorprendió no haber echado de ver
antes el citado objeto. Me acerqué y lo toqué con la mano; era un gato negro,
muy grande, al menos tanto como Plutón, y se le parecía mucho, excepto en una
cosa.
El difunto no tenía un
solo pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste presentaba una mancha
blanca, aunque de forma indecisa, que cubría casi toda la región del pecho.
Apenas lo hube tocado, se
puso en pie, produciendo esa especie de ronquido particular que en los gatos
indica la satisfacción; se restregó contra mi mano y pareció muy contento con
mis caricias. Aquél era el animal que yo buscaba y por lo tanto ofrecí al dueño
comprárselo, pero el hombre me dijo que no era suyo ni lo había visto nunca
antes.
Seguí acariciándolo y,
cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció inclinado a seguirme; le
permití que me acompañara y de vez en cuando me detenía para hacerle una
caricia. Cuando llegamos a casa entró como si fuese la suya y al punto se
encariñó con mi señora.
En cuanto a mí, muy
pronto experimenté una marcada antipatía contra el animal; es decir, lo
contrario de lo que yo esperaba; no sé cómo ni por qué fue así, pero la
evidente ternura del gato me disgustaba, y casi me producía fatiga. Poco a poco
este sentimiento de disgusto y enojo rayó en la amargura del odio; me alejaba
siempre del animal, pero una especie de vergüenza y el recuerdo de mi primer
acto de crueldad me impedían maltratarlo.
Durante algunas semanas
me abstuve de pegar al gato o de cometer una violencia, pero gradual e
insensiblemente llegué a mirarlo con indecible horror, y rehuía en silencio su
odiosa presencia, como el soplo de la peste.
Lo que contribuyó, sin
duda, a enconar mi odio contra el gato fue la circunstancia de haber echado de
ver, a la mañana siguiente al día en que lo llevé a casa, que, así como a
Plutón, le faltaba un ojo. Sólo por esto mi mujer le cobró más cariño, pues,
según he dicho ya, poseía en alto grado esa ternura de sentimiento,
característica en mí en otra época y fuente de mis recreos más sencillos y
puros.
Sin embargo, el afecto
del gato hacia mí parecía ir en aumento a medida que mi aversión se redoblaba;
seguía mis pasos con una tenacidad que difícilmente imaginaría el lector; si
me sentaba, se colocaba debajo de la silla o saltaba sobre mí y me prodigaba
sus espantosas caricias, y si me levantaba para andar, se introducía entre mis
piernas, y me exponía a una caída, o bien, clavando sus largas y agudas uñas en
la ropa, trepaba hasta mi pecho. En tales instantes, y aunque deseaba matarlo
de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen, pero más
aún, debo confesarlo de una vez, el verdadero "terror" que el animal
me inspiraba.
Y este terror no era seguramente
producido por un mal físico, aunque me costaría mucho definirlo de otro modo.
Casi me avergüenzo de confesar que el terror y el horror que el gato me causaba
habían ido en aumento por una de las más extrañas quimeras que fuera posible
concebir. Mi esposa me había llamado más de una vez la atención sobre el
carácter de la mancha blanca de que ya he hablado, y que constituía la única
diferencia visible entre el nuevo gato y el que yo había muerto. El lector
recordará, sin duda, que aquella mancha, aunque grande, era primeramente vaga
en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se
esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, adquirió al fin contornos
muy bien marcados y llegó a ser la imagen de un objeto que no puedo nombrar sin
estremecerme. Esto era lo que me hacía mirar el gato con horror y disgusto y lo
que me hubiera impulsado a librarme de él si me hubiese atrevido, porque esa
mancha era la imagen de una cosa hedionda, siniestra, la imagen de una HORCA. ¡Oh,
lúgubre y terrible máquina, máquina de horror y de crimen, de agonía y de
muerte!
Y desde aquel instante me
consideré más mísero que cuanto pudiera serlo toda la humanidad y ya no conocí
la felicidad del reposo ni de día ni de noche. Durante el día, el animal no me
dejaba un solo momento, y por la noche, cuando despertaba de mis sueños,
agitados por indefinible angustia, sentía a cada momento en mi rostro el
hálito tibio del gato y su enorme peso; era la encarnación de una pesadilla que
en mi impotencia no podía sacudir, que estaba eternamente incrustada en mi corazón.
Bajo la presión de
semejantes tormentos, lo poco bueno que aún quedaba en mí desapareció; todos
mis pensamientos fueron malos, los más sombríos y peores que puede haber. La
tristeza de mi carácter habitual degeneró en odio a todas las cosas y a toda
la humanidad, y mi esposa, que no se quejaba nunca, sufría ¡ay de mí! las
consecuencias de mi martirio, y era la más paciente víctima de las frecuentes e
indomables erupciones de la ciega furia que desde entonces me dominó.
Un día me acompañó, con
motivo de cierta ocupación doméstica, al sótano de la vieja casa donde nuestra
pobreza nos obligaba a vivir; el gato me siguió, bajando en pos de mí por la
empinada escalera, y como tropezara con él, me faltó poco para caer en tierra.
Esto me exasperó hasta la locura, levanté el hacha que llevaba en la mano y,
olvidando en mi pueril cólera que hasta entonces me había detenido, asesté al
animal un golpe que hubiera sido mortal si lo hubiese alcanzado como yo quería;
mi esposa detuvo mi brazo, pero esta intervención excitó más aun mi rabia
infernal, me desprendí al punto y hundí el hacha en su cráneo. La pobre mujer
cayó muerta en el sitio sin proferir una sola queja.
Consumado este horrible
asesinato, lo primero que hice fue reflexionar deliberadamente sobre la manera
de ocultar el cadáver, comprendiendo que no podía sacarlo de la casa, ni de
noche ni de día, sin exponerme a que lo vieran los vecinos. Pensé en varios
proyectos; por un momento se me ocurrió la idea de cortar el cuerpo en pedazos
y destruirlos con el fuego; después resolví abrir una fosa en el suelo mismo
del sótano; luego me pareció mejor arrojarlo en el pozo del patio; me pareció
más conveniente, sin embargo, encerrarlo en una caja, a guisa de mercancía en
la forma acostumbrada, y encargar a un mozo de cordel que lo llevase a un punto
cualquiera. Por último adopté un plan que me pareció el mejor de todos: se
reducía a emparedar el cadáver allí mismo, como lo hacían con sus víctimas los
monjes de la Edad Media.
El sótano tenía muy
buenas condiciones para llevar a cabo mi proyecto; las paredes, levantadas a
la ligera, habían sido cubierta recientemente en toda su extensión con una
capa de yeso que a causa de la humedad de la atmósfera no se había endurecido,
y en una de ellas se veía una saliente formada por una especie de falsa
chimenea cuyo hueco se había rellenado. No dudé que me fuera fácil retirar los
ladrillos en aquella parte, introducir el cadáver y tapiarlo, de modo que nada
pudiera infundir sospechas.
No me engañé en mi
cálculo: con el auxilio de unas grandes tenazas quité fácilmente los ladrillos
y, después de apoyar el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta
posición hasta que hube dejado toda la mampostería como estaba antes, sin mucha
dificultad. Después busqué mortero y arena, con todas las precauciones
imaginables; preparé una argamasa que no se pudiera diferenciar de la otra y
cubrí cuidadosamente los ladrillos con una capa; cuando hube terminado, vi con
satisfacción que la obra era perfecta: la pared no presentaba la menor señal
de la operación; recogí todos los restos escrupulosamente y apisoné el suelo,
por decirlo así. Al mirar triunfalmente a mi alrededor, dije para mis adentros:
"Aquí, por lo menos, no se habrá perdido inútilmente mi trabajo."
Mi primera diligencia fue
después buscar el gato, causa de aquella terrible desgracia, porque estaba
resuelto a matarlo; si lo hubiera encontrado en aquel momento, nada lo habría
salvado, pero el astuto animal, inquieto, sin duda, por mi reciente cólera,
parecía resuelto a no presentarse. Difícil me sería dar una idea de la
profunda sensación de alivio que la ausencia del odiado animal produjo en mi
corazón; no se dejó ver en toda la noche y así es como ésta fue la primera que
pasé tranquilo desde que el gato estaba en la casa; dormí profundamente, ¡sí,
"dormí" con el peso de aquel asesinato sobre el alma!
Transcurrieron el segundo
y el tercer día sin que viniese mi verdugo, y una vez más respiré como hombre
libre. El monstruo, poseído sin duda de terror, había abandonado la casa para
siempre; ya no lo vería jamás, mi felicidad era completa. En cuanto a mi
tenebroso crimen, me inquietaba muy poco; cierto que se abrió una información,
pero se dio por terminada muy pronto, y, aunque se había dado orden de
practicar pesquisas, naturalmente no se pudo descubrir nada, de modo que
consideré segura mi felicidad.
Cuatro días después del
asesinato, un destacamento de agentes de policía se presentó de improviso en la
casa para proceder a un detenido examen del lugar, pero, confiado yo en lo
impenetrable de mi escondite, no experimenté la menor inquietud. Los oficiales
me obligaron a que los acompañara en su pesquisa, no dejaron ningún rincón sin
registrar y bajaron al fin por tercera o cuarta vez al sótano. Ni uno solo de
mis músculos se estremeció; mi corazón latía tranquilamente, como el de un
hombre que duerme en la inocencia; recorrí el sótano de un lado a otro con los
brazos cruzados sobre el pecho y me paseaba con la mayor indiferencia.
Satisfecha del todo la policía, se disponía a retirarse, y fue tan grande el
júbilo de mi corazón que no pude resistir el vivo deseo de decir al menos una
palabra, aunque sólo fuese una, a manera de triunfo, para convencer a aquellos
hombres de mi inocencia.
-Caballeros -dije al fin,
cuando subían la escalera, me complace mucho haber desvanecido sus sospechas y
deseo a todos completa salud, así como un poco más de cortesía. Sea dicho esto
de paso, caballeros..., he aquí una casa bien construida (en mi insaciable
deseo de decir alguna cosa con indiferencia, apenas sabía lo quelablaba); puedo
asegurarles que es una casa admirablemente bien construida, esas paredes son
de la más sólida mampostería.
Y al decir esto,
permitiéndome una bravata frenética, golpeé con una caña que tenía en la mano
precisamente en los ladrillos que ocultaban el cadáver de la esposa de mi
corazón.
¡Ah! ¡Dios me proteja y
me libre al menos de las garras del archidemonio! Apenas se hubo apagado el
eco de mis golpes en el silencio, una voz me contestó desde el fondo de la
tumba; era una queja entrecortada al pronto, como el sollozo de un niño, pero
que se convirtió al fin en un grito prolongado, sonoro y continuo,
completamente anormal y antihumano, un alarido que expresaba a la vez el
horror y el triunfo y que sólo podía venir del Infierno, sonido espantoso
producido a la vez por la garganta de los condenados en medio de sus tormentos
y en la de los demonios que se regocijan en sus malditos antros.
Locura fuera tratar de
comunicaros mis pensamientos; me pareció desfallecer, vacilé y me apoyé en la
pared opuesta. Durante un momento, los oficiales permanecieron en la escalera,
inmóviles, mudos de terror, y un instante después, diez o doce brazos robustos
golpeaban acertadamente el muro, que cayó todo entero. El cadáver, ya muy
desfigurado y cubierto de sangre coagulada, se mantenía derecho a la vista de
los espectadores; sobre su cabeza, con su boca rojiza dilatada y su ojo único
brotando fuego, vi el hediondo gato, cuya astucia me había inducido al crimen y
cuya voz reveladora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en
la tumba!
1.011. Poe (Edgar Allan)
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