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lunes, 9 de diciembre de 2013

El gato negro

No espero ni solicito que se crea la muy extraña aunque familiar historia que voy a trasladar al papel, y verdaderamente fuera locura confiar en que se me diese crédito, puesto que mis sentidos rechazan su propio tes­timonio. Sin embargo, no estoy loco y seguramente no sueño, pero mañana he de morir y hoy quiero descargar mi conciencia. Lo que me propongo desde luego es referir al mundo, clara y sucintamente, sin comentarios de ningún género, una serie de simples acontecimientos domésticos, por cuyas consecuencias me he aterrado, martirizado y ani­quilado. A pesar de ello, no trataré de dilucidarlos, pues a mí me inspi­raron solamente horror, por más que a muchas personas les parecerán más "extravagantes" que terribles.
Tal vez más tarde se hallará una inte­ligencia que reduzca mi fantasma a una vulgaridad, algún espíritu más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío que no vea en los hechos referidos por mí con terror sino una sucesión ordinaria de cau­sas y efectos muy naturales.
Desde la infancia me hice notar por mi docilidad y humanitarios sen­timientos, y hasta era tan exquisita la ternura de mi corazón que acabé por ser juguete de mis compañeros. Mi aflicción y cariño a los animales no tenía límites y mis padres me habían permitido conservar muchas especies favoritas, de modo que pasaba el tiempo con unas y otras y nunca me creía tan feliz como cuando les daba de comer y las acaricia­ba. Esta particularidad de mi carácter se desarrolló a medida que iba cre­ciendo y cuando llegué a ser hombre fue la fuente principal de mis secretos. A los que se han encariñado con un perro fiel y sagaz no nece­sito explicarles la naturaleza e intensidad de los goces que esto pueda reportar. En el amor desinteresado de un animal, en ese sacrificio de sí mismo, hay algo que va directamente al corazón de aquel que tuvo con frecuencia ocasiones de apreciar el valor de la mezquina amistad y la fidelidad "delgadísima del hombre natural".
Me casé muy pronto y tuve la dicha de hallar en mi esposa un carác­ter que simpatizaba con el mío; al observar mi afición a esos favoritos domésticos no perdió oportunidad de proporcionarme individuos de la especie que más me agradaba, y así tuvimos aves, un pez dorado, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y "un gato".
Este último era en realidad un animal hermoso y robusto, completa­mente negro y de maravillosa sagacidad. Al hablar de su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alu­siones a la antigua creencia popular según la cual se considera a todos los gatos negros como brujos disfrazados. No quiero decir con esto que mi señora hablara siempre con "forma-lidad" sobre el asunto y si cito el hecho es simplemente porque me acude en este momento a la memoria.
Plutón, así se llamaba el gato, era mi favorito, mi compañero: sólo de mis manos recibía su alimento, y me seguía por la casa a todas partes con tal insistencia que no sin trabajo le impedía salir también a la calle en pos de mí.
Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento, por efecto del demonio de la intemperan­cia -y me sonrojo al confesarlo, sufrió una alteración radicalmente mala. Cada vez más sombrío e irritable y más indiferente a los senti­mientos de los demás, usaba un lenguaje brutal al hablar con mi esposa y al fin pasé a las violencias personales. Mis pobres favoritos hubieron de resentirse, naturalmente, del cambio de mi carácter, pues no contento con descuidarlos los maltraté. En cuanto a Plutón, le guardaba aún las suficientes consideraciones para no proceder con él del mismo modo, pero no tenía miramiento alguno con los conejos, el mono y hasta el perro, cuando por casualidad o por cariño me salían al paso. Mi dolen­cia me aquejaba cada vez más, pues ¡qué enfermedad hay comparable con el alcohol!, y al fin el mismo Plutón, que ya se hacía viejo y comen­zaba a ser un poco fastidioso, hubo de sentir también los efectos de mi maligno carácter.
Cierta noche, al entrar en casa, completamente ebrio, pues salía de una de mis acostumbradas tascas de los arrabales, me imaginé que el gato evitaba mi presencia; quise atraparlo para castigarlo, pero, espanta­do por mi ademán, me infirió una ligera herida con los dientes. Enfure­cido como un demonio, ya no me reconocí; mi alma primera pareció huir del cuerpo y en cada fibra de mi ser se infiltró una malignidad hiper­diabólica, saturada de ginebra; saqué del bolsillo del chaleco un corta­plumas, lo abrí, tomé al pobre animal por el cuello y deliberadamente le hice saltar un ojo de la órbita. ¡Me sonrojo, me estremezco al dar cuen­ta de esta censurable atrocidad!
Al recobrar la razón por la mañana, cuando se hubieron desvaneci­do los vapores de mi saturnal de la víspera, experimenté a la vez horror y remordimiento por el crimen de que me había hecho culpable, pero era un sentimiento equívoco y débil que no penetró hasta el alma. Volví a entregarme a los excesos y muy pronto ahogué en el vino el recuerdo de mi mala acción.
Sin embargo el gato curó lentamente; cierto que la órbita del ojo perdido tenía un aspecto espantoso, pero el animal no parecía sufrir ya; iba y venía por la casa según su costumbre, si bien, como debía esperar­se, huía con terror al acercarme yo. Conservaba aún bastante de mi pri­mera bondad para que me afligiera al pronto aquella evidente antipatía de parte de un ser que tanto me había querido antes, y entonces se mani­festó, como para señalar mi caída final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD.
La filosofía no tiene en cuenta ese espíritu; mas, tan cierto como que el alma existe, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de las primeras facultades o sentimientos indi­visibles que imprimen la dirección al carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces consumando un acto necio o vil sólo porque estaba persuadido de que no "debía" cometerlo? ¿Ni tenemos, por ven­tura, una constante inclinación, a pesar de la excelencia de nuestro jui­cio, a violar lo que es la "Ley", simplemente porque comprendemos que es la "Ley"? Ese espíritu de perseverancia, digo, fue lo que me perdió al fin. Ese ardiente e insondable deseo del alma de "martirizarse a sí misma", de violentar su propia naturaleza, de hacer mal sólo por el mal mismo, fue lo que me impulsó a continuar y, por último, a consumar el suplicio a que sometí al inofensivo animal. Cierta mañana deslicé un nudo corredizo alrededor de su cuello, con la mayor sangre fría, y lo col­gué de la rama de un árbol; mis ojos estaban llenos de lágrimas y mi cora­zón de amargos remordimientos, pero ahorqué a Plutón "porque" sabía que me había amado y "porque" estaba persuadido de que jamás me había dado motivo alguno de enojo; lo ahorqué "porque" no se me ocul­taba que al proceder así cometía un pecado, un pecado mortal, que comprometía mi alma hasta el punto de ponerla, si tal cosa estuviese en lo posible, fuera de la misericordia infinita del Dios Muy Misericordioso y Muy Terrible.
En la noche siguiente al día en que cometí ese acto cruel me des­pertó en mi sueño el grito de ¡fuego, fuego! Las cortinas de mi lecho estaban ardiendo; la conflagración se había propagado por toda la casa, y no sin gran dificultad pudimos escapar mi esposa, un criado y yo. La destrucción fue completa; toda mi fortuna se perdió y desde entonces me entregué a la desesperación.
No trato de establecer aquí una relación de causa a efecto entre la atrocidad y el desastre, porque me hago superior a semejante debilidad, pero doy cuenta de una serie de hechos y no quiero omitir un solo esla­bón de la cadena. Al día siguiente del incendio visité las ruinas; las pare­des se habían derrumbado, excepto un tabique interior, poco grueso, situado casi en el centro de la casa y contra el cual se apoyaba la cabe­cera de mi cama; en esta parte, la mampostería se había resistido a la acción del fuego y yo atribuí el hecho a la circunstancia de ser nueva la pared. Delante de aquel tabique se había reunido una multitud conside­rable y varias personas parecían examinar cierta parte con minuciosa y viva atención. Las palabras "¡qué extraño, qué singular!" y otras seme­jantes excitaron mi curiosidad; me acerqué y vi, semejante a un bajo relieve esculpido en la blanca superficie, la figura de un "gato" gigantes­co; la imagen estaba representada con una exactitud verdaderamente maravillosa y el animal tenía una cuerda alrededor del cuello.
Al pronto, ante aquella aparición, pues apenas podía considerarla como otra cosa, mi asombro y mi terror fueron extremos, pero la refle­xión vino al fin en mi auxilio. Recordé haber ahorcado el gato en un jar­dín contiguo a la casa, jardín que fue invadido por la multitud al oírse los gritos de alarma; alguno debió de desatar el animal del árbol para arrojarlo a mi habitación por una ventana abierta, sin duda con el obje­to de despertarme; las otras paredes comprimieron, al caer, la víctima de mi crueldad en la substancia del yeso recientemente aplicado, y la cal de aquel tabique, combinada con las llamas y el amoníaco del cadáver, debió de producir la imagen tal como la veía.
Aunque se tranquilizó así ligeramente mi espíritu, ya que no del todo mi conciencia, en cuanto al hecho sorprendente que acabo de exponer, no por eso dejó de producir en mi ánimo una impresión pro­funda. Durante algunos meses no pude desechar el fantasma del gato y se agitaba en mi alma algo que parecía ser un remordimiento, pero que no lo era. Llegué a deplorar la pérdida del animal y a buscar a mi alre­dedor, en las despreciables tabernas que acostumbraba a frecuentar, otro favorito de la misma especie que se pareciera al difunto.
Cierta noche, hallándome sentado y medio aturdido en una inmun­da tasca, me llamó la atención de pronto un objeto negro, el cual repo­saba en uno de los inmensos toneles de ginebra o de ron que constituían el principal mobiliario de la sala, y como hacía algunos minutos que miraba en aquella dirección, me sorprendió no haber echado de ver antes el citado objeto. Me acerqué y lo toqué con la mano; era un gato negro, muy grande, al menos tanto como Plutón, y se le parecía mucho, excepto en una cosa.
El difunto no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste presentaba una mancha blanca, aunque de forma indecisa, que cubría casi toda la región del pecho.
Apenas lo hube tocado, se puso en pie, produciendo esa especie de ronquido particular que en los gatos indica la satisfacción; se restregó contra mi mano y pareció muy contento con mis caricias. Aquél era el animal que yo buscaba y por lo tanto ofrecí al dueño comprárselo, pero el hombre me dijo que no era suyo ni lo había visto nunca antes.
Seguí acariciándolo y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció inclinado a seguirme; le permití que me acompañara y de vez en cuando me detenía para hacerle una caricia. Cuando llegamos a casa entró como si fuese la suya y al punto se encariñó con mi señora.
En cuanto a mí, muy pronto experimenté una marcada antipatía contra el animal; es decir, lo contrario de lo que yo esperaba; no sé cómo ni por qué fue así, pero la evidente ternura del gato me disgustaba, y casi me producía fatiga. Poco a poco este sentimiento de disgusto y enojo rayó en la amargura del odio; me alejaba siempre del animal, pero una especie de vergüenza y el recuerdo de mi primer acto de crueldad me impedían maltratarlo.
Durante algunas semanas me abstuve de pegar al gato o de cometer una violencia, pero gradual e insensiblemente llegué a mirarlo con inde­cible horror, y rehuía en silencio su odiosa presencia, como el soplo de la peste.
Lo que contribuyó, sin duda, a enconar mi odio contra el gato fue la circunstancia de haber echado de ver, a la mañana siguiente al día en que lo llevé a casa, que, así como a Plutón, le faltaba un ojo. Sólo por esto mi mujer le cobró más cariño, pues, según he dicho ya, poseía en alto grado esa ternura de sentimiento, característica en mí en otra época y fuente de mis recreos más sencillos y puros.
Sin embargo, el afecto del gato hacia mí parecía ir en aumento a medida que mi aversión se redoblaba; seguía mis pasos con una tenaci­dad que difícilmente imaginaría el lector; si me sentaba, se colocaba debajo de la silla o saltaba sobre mí y me prodigaba sus espantosas cari­cias, y si me levantaba para andar, se introducía entre mis piernas, y me exponía a una caída, o bien, clavando sus largas y agudas uñas en la ropa, trepaba hasta mi pecho. En tales instantes, y aunque deseaba matarlo de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen, pero más aún, debo confesarlo de una vez, el verdadero "terror" que el animal me inspiraba.
Y este terror no era seguramente producido por un mal físico, aun­que me costaría mucho definirlo de otro modo. Casi me avergüenzo de confesar que el terror y el horror que el gato me causaba habían ido en aumento por una de las más extrañas quimeras que fuera posible conce­bir. Mi esposa me había llamado más de una vez la atención sobre el carácter de la mancha blanca de que ya he hablado, y que constituía la única diferencia visible entre el nuevo gato y el que yo había muerto. El lector recordará, sin duda, que aquella mancha, aunque grande, era pri­meramente vaga en su forma, pero lentamente, por grados impercepti­bles, que mi razón se esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, adquirió al fin contornos muy bien marcados y llegó a ser la imagen de un objeto que no puedo nombrar sin estremecerme. Esto era lo que me hacía mirar el gato con horror y disgusto y lo que me hubiera impulsado a librarme de él si me hubiese atrevido, porque esa mancha era la imagen de una cosa hedionda, siniestra, la imagen de una HORCA. ¡Oh, lúgubre y terrible máquina, máquina de horror y de crimen, de ago­nía y de muerte!
Y desde aquel instante me consideré más mísero que cuanto pudie­ra serlo toda la humanidad y ya no conocí la felicidad del reposo ni de día ni de noche. Durante el día, el animal no me dejaba un solo momen­to, y por la noche, cuando despertaba de mis sueños, agitados por inde­finible angustia, sentía a cada momento en mi rostro el hálito tibio del gato y su enorme peso; era la encarnación de una pesadilla que en mi im­potencia no podía sacudir, que estaba eternamente incrustada en mi corazón.
Bajo la presión de semejantes tormentos, lo poco bueno que aún quedaba en mí desapareció; todos mis pensamientos fueron malos, los más sombríos y peores que puede haber. La tristeza de mi carácter habi­tual degeneró en odio a todas las cosas y a toda la humanidad, y mi espo­sa, que no se quejaba nunca, sufría ¡ay de mí! las consecuencias de mi martirio, y era la más paciente víctima de las frecuentes e indomables erupciones de la ciega furia que desde entonces me dominó.
Un día me acompañó, con motivo de cierta ocupación doméstica, al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir; el gato me siguió, bajando en pos de mí por la empinada escalera, y como tropezara con él, me faltó poco para caer en tierra. Esto me exasperó hasta la locura, levanté el hacha que llevaba en la mano y, olvidando en mi pueril cólera que hasta entonces me había detenido, asesté al animal un golpe que hubiera sido mortal si lo hubiese alcanzado como yo que­ría; mi esposa detuvo mi brazo, pero esta intervención excitó más aun mi rabia infernal, me desprendí al punto y hundí el hacha en su cráneo. La pobre mujer cayó muerta en el sitio sin proferir una sola queja.
Consumado este horrible asesinato, lo primero que hice fue refle­xionar deliberadamente sobre la manera de ocultar el cadáver, com­prendiendo que no podía sacarlo de la casa, ni de noche ni de día, sin exponerme a que lo vieran los vecinos. Pensé en varios proyectos; por un momento se me ocurrió la idea de cortar el cuerpo en pedazos y des­truirlos con el fuego; después resolví abrir una fosa en el suelo mismo del sótano; luego me pareció mejor arrojarlo en el pozo del patio; me pare­ció más conveniente, sin embargo, encerrarlo en una caja, a guisa de mercancía en la forma acostumbrada, y encargar a un mozo de cordel que lo llevase a un punto cualquiera. Por último adopté un plan que me pareció el mejor de todos: se reducía a emparedar el cadáver allí mismo, como lo hacían con sus víctimas los monjes de la Edad Media.
El sótano tenía muy buenas condiciones para llevar a cabo mi pro­yecto; las paredes, levantadas a la ligera, habían sido cubierta reciente­mente en toda su extensión con una capa de yeso que a causa de la humedad de la atmósfera no se había endurecido, y en una de ellas se veía una saliente formada por una especie de falsa chimenea cuyo hueco se había rellenado. No dudé que me fuera fácil retirar los ladrillos en aquella parte, introducir el cadáver y tapiarlo, de modo que nada pudie­ra infundir sospechas.
No me engañé en mi cálculo: con el auxilio de unas grandes tena­zas quité fácilmente los ladrillos y, después de apoyar el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube dejado toda la mampostería como estaba antes, sin mucha dificultad. Después busqué mortero y arena, con todas las precauciones imaginables; preparé una argamasa que no se pudiera diferenciar de la otra y cubrí cuidadosa­mente los ladrillos con una capa; cuando hube terminado, vi con satis­facción que la obra era perfecta: la pared no presentaba la menor señal de la operación; recogí todos los restos escrupulosamente y apisoné el suelo, por decirlo así. Al mirar triunfalmente a mi alrededor, dije para mis adentros: "Aquí, por lo menos, no se habrá perdido inútilmente mi trabajo."
Mi primera diligencia fue después buscar el gato, causa de aquella terrible desgracia, porque estaba resuelto a matarlo; si lo hubiera encon­trado en aquel momento, nada lo habría salvado, pero el astuto animal, inquieto, sin duda, por mi reciente cólera, parecía resuelto a no presen­tarse. Difícil me sería dar una idea de la profunda sensación de alivio que la ausencia del odiado animal produjo en mi corazón; no se dejó ver en toda la noche y así es como ésta fue la primera que pasé tranquilo desde que el gato estaba en la casa; dormí profundamente, ¡sí, "dormí" con el peso de aquel asesinato sobre el alma!
Transcurrieron el segundo y el tercer día sin que viniese mi verdugo, y una vez más respiré como hombre libre. El monstruo, poseído sin duda de terror, había abandonado la casa para siempre; ya no lo vería jamás, mi felicidad era completa. En cuanto a mi tenebroso crimen, me inquietaba muy poco; cierto que se abrió una información, pero se dio por ter­minada muy pronto, y, aunque se había dado orden de practicar pesqui­sas, naturalmente no se pudo descubrir nada, de modo que consideré segura mi felicidad.
Cuatro días después del asesinato, un destacamento de agentes de policía se presentó de improviso en la casa para proceder a un detenido examen del lugar, pero, confiado yo en lo impenetrable de mi escondite, no experimenté la menor inquietud. Los oficiales me obligaron a que los acompañara en su pesquisa, no dejaron ningún rincón sin registrar y baja­ron al fin por tercera o cuarta vez al sótano. Ni uno solo de mis múscu­los se estremeció; mi corazón latía tranquilamente, como el de un hombre que duerme en la inocencia; recorrí el sótano de un lado a otro con los brazos cruzados sobre el pecho y me paseaba con la mayor indi­ferencia. Satisfecha del todo la policía, se disponía a retirarse, y fue tan grande el júbilo de mi corazón que no pude resistir el vivo deseo de decir al menos una palabra, aunque sólo fuese una, a manera de triunfo, para convencer a aquellos hombres de mi inocencia.
-Caballeros -dije al fin, cuando subían la escalera, me compla­ce mucho haber desvanecido sus sospechas y deseo a todos completa salud, así como un poco más de cortesía. Sea dicho esto de paso, caba­lleros..., he aquí una casa bien construida (en mi insaciable deseo de decir alguna cosa con indiferencia, apenas sabía lo quelablaba); puedo asegurarles que es una casa admirablemente bien construida, esas pare­des son de la más sólida mampostería.
Y al decir esto, permitiéndome una bravata frenética, golpeé con una caña que tenía en la mano precisamente en los ladrillos que oculta­ban el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Ah! ¡Dios me proteja y me libre al menos de las garras del archide­monio! Apenas se hubo apagado el eco de mis golpes en el silencio, una voz me contestó desde el fondo de la tumba; era una queja entrecorta­da al pronto, como el sollozo de un niño, pero que se convirtió al fin en un grito prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal y anti­humano, un alarido que expresaba a la vez el horror y el triunfo y que sólo podía venir del Infierno, sonido espantoso producido a la vez por la garganta de los condenados en medio de sus tormentos y en la de los demonios que se regocijan en sus malditos antros.
Locura fuera tratar de comunicaros mis pensamientos; me pareció desfallecer, vacilé y me apoyé en la pared opuesta. Durante un momen­to, los oficiales permanecieron en la escalera, inmóviles, mudos de terror, y un instante después, diez o doce brazos robustos golpeaban acer­tadamente el muro, que cayó todo entero. El cadáver, ya muy desfigura­do y cubierto de sangre coagulada, se mantenía derecho a la vista de los espectadores; sobre su cabeza, con su boca rojiza dilatada y su ojo único brotando fuego, vi el hediondo gato, cuya astucia me había inducido al crimen y cuya voz reveladora me entregaba al verdugo. ¡Había empare­dado al monstruo en la tumba!

1.011. Poe (Edgar Allan)


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