Y pasó al punto a un clima más fresco.
(COWPER)
Keats
sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?[1].
¡Almas innobles! El duque de l’Omelette pereció de un verderón. L’historie
en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!
Una
jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente,
desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La Bellísima , al duque de
l’Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.
Aquella
noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase
lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al
pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.
El
duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus
sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a
los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los
pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable
espanto se difunde en las facciones del duque? «Horreur! -chien! -Baptiste! -l’oiseau! ah, bon Dieu!
cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans
papier!» Seria
superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.
-¡Ja,
ja, ja! -dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.
-¡Je,
je, je! -repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.
-Vamos,
supongo que esto no es en serio -observó de l’Omelette-. He pecado, c’est
vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar
a la práctica tan bárbaras amenazas!
-¿Tan qué?
-dijo su Majestad. ¡Vamos, señor, desnúdese!
-¿Desnudarme?
¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que
yo, duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada y
miembro de la Academia ,
tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás cortados por
Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de manos de Rombêrt, por
no decir nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que me
representaría quitarme los guantes?
-¿Que
quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de
sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente
perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba
Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices
cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe
de chambre es una mortaja de no pequeñas dimensiones.
-¡Caballero
-replicó el duque, no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera
oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto...
au revoir!
Y el
duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio
interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia
se frotó los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar
satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los
alrededores.
El
aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette lo declaró bien
comme il faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah,
qué espantosa altura! No había techo... ciertamente no lo había... Solamente
una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que
la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una
cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se
perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su extremo
inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de
un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue
adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando,
intoxicado de opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda
contra las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave
juramento, decididamente aprobatorio.
Los
ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían
ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su
deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua
aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con
sandalia. De l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a
abrirlos y sorprendió a su satánica majestad... cuando se sonrojaba.
¡Pero
aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las
ha contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¿acaso no pintó la...? ¿Y no se condenó
a causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién,
contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas
obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto
y de pórfido?
Empero,
el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la
magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables
incensarios. C’est vrai
que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está
aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin
cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!
Le
pauvre Duc! No
podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales
melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y
trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y
los alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana!
¿Quién está ahí? ¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como
si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro, si
amèrement!
Mais il
faut agir... vale
decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le
repugna una escena... De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos
floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six
hommes. Por lo tanto, il peut
s’échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a
su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!
Mais il
joue! ¡Feliz idea! Su Gracia
tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó Le Diable, del abate
Gualtier. Allí se dice
que le Diable n’ose pas refuser un jeu d’écarté.
¡Pero
las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desespera-das, es
verdad; empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en
el secreto? ¿No ha leído al Père Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds -dice-je
serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y
aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai à mes
ortolons... que les cartes soient préparées!
Su
Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un
espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su
juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.
Distribuyéronse
las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su
Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al
corazón.
Jugaron.
El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente,
sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.
-C’est
à vous de faire -dijo
su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse en
presentant le Roi.
Su
Majestad pareció apesadumbrado.
Si Alejandro no hubiese sido
Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista,
mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait
point d’objection d’être le Diable.
1.011. Poe (Edgar Allan)
[1] Montfleury. El autor del Parnasse Réformé le
hace decir en el Hades: L’homme donc qui voudrait savoir ce dont je suis
mort, qu’il ne demande pas s’il fût de fièvre ou de podagre ou d’autre chose,
mais qu’il entende que ce fût de «L’Andromache».
No hay comentarios:
Publicar un comentario