Henry Saylor, que resultó muerto en Covington durante una
discusión con Antonio Finch, fue un reportero del Commercial de Cincinnati. En 1859,
una vivienda deshabitada de la calle Vine, en Cincinnati, se convirtió
en centro de la inquietud local a causa de las extrañas visiones y sonidos que,
según decían, podían observarse en ella por las noches. De acuerdo con el
testimonio de muchos vecinos respetables, dichos fenómenos no concordaban más
que con la hipótesis de que la casa estaba encantada. La multitud podía ver
desde la acera cómo unas extrañas figuras entraban y salían del local. Nadie
sabía decir exactamente en qué lugar del césped, desde el que se dirigían
hacia la puerta principal, aparecían, ni por qué punto desaparecían al salir.
Y, lo que es más, aunque cada espectador por separado estaba completamente
seguro de esos acontecimientos, no había dos que coincidieran. Todos variaban
en sus descripciones de las figuras. Algunos de los más osados elementos de
aquella muchedumbre curiosa se aventuraron varias tardes a situarse en los
escalones de entrada para impedirles el paso o, si no lo conseguían, para
verles mejor. Estos valerosos individuos, según se decía, eran incapaces de
derribar la puerta uniendo sus fuerzas y siempre resultaban arrojados de los
escalones por un impulso invisible, gravemente heridos. Inmediatamente
después, la puerta se abría, al parecer por sí sola, dejando entrar o salir a
algún invitado fantasmal. Aquel local era conocido como la casa Roscoe, en la
que durante algunos años había vivido una familia de tal nombre, cuyos miembros
habían desaparecido uno tras otro, siendo una anciana la última en abandonar la
casa. Las historias sobre acontecimientos horribles y asesinatos sucesivos
habían abundado siempre, pero nunca se había comprobado su autenticidad.
En uno de aquellos días en que la agitación predominaba,
Saylor se presentó en la redacción del Commercial para
recibir instruccio-nes. Se le entregó una nota del directo; que decía lo
siguiente: «Vaya a pasar la noche solo en la casa encantada de la calle Vine y
si ocurre algo interesante redacte dos columnas.» Saylor obedeció a su
superior: no podía permitirse el lujo de perder su puesto en el periódico.
Después de informar a la policía de sus intenciones,
se introdujo en la casa por una ventana trasera antes del anochecer, recorrió
las habitaciones desiertas, sin muebles, cubiertas de polvo y desoladas y,
sentado en el salón sobre un viejo sofá que había llevado arrastrando
desde otra habitación, observó cómo la oscuridad se imponía a medida que
avanzaba la noche. Antes de que todo estuviera a oscuras, en la calle se
congregó, como siempre, una multitud curiosa, silenciosa y expectante, en la
que algún que otro bromista hacía gala de su incredulidad y valentía
profiriendo comentarios desdeñosos o gritos obscenos. Nadie tenía conocimiento
del ambicioso observador del interior. No se atrevía ni a encender un fósforo;
las ventanas sin cortinas habrían revelado su presencia, sometiéndole al
insulto y posiblemente a los golpes. Además, era demasiado concienzudo para
hacer algo que pudiera debilitar sus impresiones o alterar cualquiera de las
condiciones acostumbradas en las que se decía que se producían los hechos.
Había caído la noche, aunque la luz de la calle
iluminaba parte de la habitación en la que se encontraba. Saylor había abierto
todas las puertas del interior, las de arriba y las de abajo, pero las de
fuera estaban cerradas y atrancadas. Unas repentinas exclamaciones de la
muchedumbre le impulsaron a acercarse a una ventana y asomarse. Entonces vio
la figura de un hombre que atravesaba el césped a toda prisa y se dirigía hacia
el edificio. Le vio subir los escalones. Después quedó oculto por un saliente
de la pared. Hubo un ruido, como si abrieran y cerraran la puerta del
recibidor; oyó unas pisadas firmes y rápidas en el pasillo, por las escaleras
y, finalmente, en la habitación sin alfombras que había inmediatamente encima
de su cabeza.
Saylor sacó decididamente su pistola y, tras subir a
tientas por las escaleras, entró en aquella habitación, débilmente iluminada
desde la calle. Allí no había nadie. Entonces oyó pisadas en la habitación de
al lado y entró en ella. Todo estaba oscuro y en silencio. Con el
pie golpeó un objeto que había en el suelo; se arrodilló y lo tocó con la mano.
Era una cabeza humana, de mujer. Tras agarrarla por los cabellos, aquel tipo de
nervios de acero regresó a la habitación de abajo y acercó la cabeza a la
ventana para examinarla atentamente. Mientras se dedicaba a ello, fue consciente
del rápido abrir y cerrar de la puerta de entrada y de las pisadas que se oían
a su alrededor. Al apartar la vista de aquel objeto fantasmal, se encontró
rodeado por una multitud de hombres y mujeres a los que apenas podía ver; la
habitación estaba inundada de ellos. Entonces creyó que la gente había entrado.
-Señoras y caballeros -dijo con serenidad: ustedes
me están viendo en unas circunstancias sospechosas, pero...
En ese momento su voz fue ahogada por unas
carcajadas: unas carcajadas como las que se oyen en los manicomios. Las
personas que se encontraban a su alrededor señalaban al objeto que tenía en la
mano y su alborozo aumentó cuando Saylor lo dejó caer y fue rodando por entre
sus pies. Entonces comenzaron a bailar alrededor de aquella cabeza con gestos
grotescos y actitudes obscenas e indescriptibles. Le dieron patadas enviándola
de un lado a otro de la habitación, y en su afán de golpearla, se empujaban y
derribaban los unos a los otros. Maldecían, gritaban y cantaban fragmentos de
canciones indecentes, mientras la maltratada cabeza iba dando saltos de acá
para allá como si estuviera aterrorizada y quisiera escapar. Finalmente salió
disparada por la puerta hacia el recibidor, seguida por todos los demás, dando
lugar a una precipitación tumultuosa. En aquel momento la puerta se cerró con
un fuerte golpe y Saylor se quedó solo en medio de un silencio sepulcral.
Guardó con cuidado la pistola, que había estado en
sus manos todo el rato, y se dirigió a la ventana para asomarse. La calle
estaba desierta y en silencio. Las luces se habían apagado. Los tejados y las
chimeneas de las casas se recortaban nítidamente en el Este a la luz del
amanecer. Salió de la casa (la puerta cedió con facilidad a su empuje) y se encaminó
hacia la redacción del Comercial. El director estaba todavía en su
despacho, dormido. Saylor le despertó y dijo:
-Vengo de la casa encantada.
El director le miró sin comprender, como si aún
estuviera dormido.
-¡Dios mío! -exclamó, pero ¿eres tú, Saylor?
-Claro, ¿por qué no?
El director no respondió, pero siguió mirándole.
-Pasé la noche allí..., según parece -añadió Saylor.
-Dicen que las cosas estuvieron extraordinariamente
tranquilas ahí fuera -señaló el director jugueteando con un pisapapeles sobre
el que había posado la vista, ¿ocurrió algo?
-Nada en absoluto.
1.007. Briece (Ambrose)
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