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lunes, 9 de diciembre de 2013

Visiones de la noche

Tengo la convicción de que el don de los sue­ños es un valioso obsequio literario, pues, si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacida­des y aptitudes, ese don podría mejorarse sensible­mente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realiza­ríamos nuestra más fructífera labor mientras dor­mimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada dis­posición de recuerdos inconexos, una embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resu­rrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autori­dad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capaci­dad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razona­ble. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible descon­cierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es com­pacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuer­do. Si no, intenta imaginar algo que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no tenga cuerpo, miem­bros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos despiertos dirigimos y ordena­mos nuestros pensamientos por medio de la vo­luntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del al­macén de los recuerdos aquello que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos nuestras fan­tasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos ele­mentos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacena­da en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tac­to, e incluso el gusto trabajan para asegurar nues­tro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observadores tan saga­ces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obe­dientes siervos, los escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la poste­ridad, intuyeran que el tiempo y la fatalidad revi­sarían inevitablemente su obra, y por ello la con­formaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal for­ma que lo parezca? No creo que exista un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolera­bilis) que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor- se las ve y se las desea para ex­poner su argumento con el fin de instruir y delei­tar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstan­cias sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me pro­pongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enor­me bosque de árboles antes nunca vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesura­da extensión de aquel lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún ho­rrible hechizo, como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me ob­sesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperan­zas bajo los árboles siguiendo una senda que atra­vesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía recono­cer un depósito de mármol blanco. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto por grandes losas de mármol so­bre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su núme­ro tenía alguna relación clara y portentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus ca­bezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mos­traban un corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin ha­cer el menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afec­taba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a algu­no de mis sentidos o si llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino descono­cido para la ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo el bosque. Parecía la manifestación de un mal gi­gantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Domi­nado probablemente por el pánico cuyo origen debía de ser el malestar propio de una mala circu­lación sanguínea, grité y mi propia voz me des­pertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árbo­les, ni ríos ni colinas, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegeta­ción rala y oscura, una especie de rastrojos, que re­cordaba que la llanura había sido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y volvían a apa­recer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desapa­recer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre som­brío. Me dirigí hacia el oeste, donde un fulgor es­carlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había apren­dido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una mal­dición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y al­menas que se perfilaban contra ese escenario mis­terioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensiones inimaginables. Aquella cons­trucción que iba llenando mi amplio ángulo de vi­sión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura siguió creciendo hasta resultar inabar-cable con la vista. Sus torres eclipsaron completa-mente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz difusa –esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas puertas cedían a mi paso. Mis pisadas reso­naban con el mismo eco que en las mansiones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible soledad, cons­ciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo inequívo­co, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la te­rrible verdad que años más tarde, como un capri­cho extravagante, intenté expresar en verso:

Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.

A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscu­ridad reinante y pasó algún tiempo antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habita­ción, los contornos de una cama a la que me acer­qué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al he­chizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pega­dos a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las costillas sobre­salían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acarto­nado, y sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los pár­pados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clava­ron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Tratad de imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eterni­dad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno[1] que me parece suficientemente raro como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de los sueños es cual­quier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran núme­ro de mis incursiones en el mundo onírico, y su­pongo que muchas de las de los demás, van acom­pañadas de los más felices finales. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, car­gada de un botín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene un carácter doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente despro­porcionado al incidente que lo provoca que, al re­cordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer porque, a través de las neblinas que lle­nan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, des­ciende por el oeste. La hierba que piso está húme­da por el rocío y toda la escena tiene la luz de ple­nilunio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el me­nor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, man­so de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se apro­xima más y me habla con voz humana, con pala­bras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expre­sar. Seguro que a él le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.

1.007. Briece (Ambrose)


[1] Por sugerencia mía, la difunta Flora Mcdonald Shearer puso este relato en forma de soneto en su libro de poemas La leyen­da de Aulus.

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