El jardín estaba acicalado como una
hermosa dama
que yaciera voluptuosamente
adormilada
y a los abiertos cielos cerrara los
ojos.
Los campos de azur del cielo se
congregaban
dispuestos en amplio círculo con
las flores de la luz.
Los iris y las redondas chispas de
rocío
que pendían de sus azules hojas
parecían
estrellas titilantes centelleando
en el azul de la tarde.
(GILES FLETCHER)
Desde la cuna a la tumba un viento
de prosperidad impulsó a mi amigo Ellison. Y no uso la palabra prosperidad en
un sentido meramente mundano. La empleo como sinónimo de felicidad. La persona
de quien hablo parecía nacida para ejemplificar las doctrinas de Turgot, Price,
Priestley y Condorcet, para representar en un caso individual lo que se
considerara la quimera de los perfeccionistas. En la breve existencia de
Ellison creo haber visto refutado el dogma de que en la naturaleza misma del
hombre se oculta un principio antagonista de la dicha. Un atento examen de su
carrera me hizo comprender que, en general, la miseria del hombre nace de la
violación de unas pocas y simples leyes de humanidad; que, como especie,
poseemos elementos de contentamiento todavía no aprovechados, y que aun ahora,
en medio de la oscuridad y la locura de todo pensamiento sobre el gran problema
de las condiciones sociales, no es imposible que el hombre, el individuo, en
ciertas circunstancias insólitas y sumamente fortuitas pueda ser feliz.
De opiniones como éstas mi joven
amigo estaba también muy penetrado, y es oportuno señalar que el gozo
ininterrumpido que caracterizó su vida era en gran medida resultado de un
sistema preconcebido. Es evidente que con menos de esa filosofía instintiva,
que en muchos casos tan bien sustituye a la experiencia, Ellison se hubiera
visto precipitado, por el extraordinario éxito de su vida, en el común
torbellino de desdicha que se abre ante los hombres eminentemente dotados. Pero
en modo alguno me propongo escribir un ensayo sobre la felicidad. Las ideas de
mi amigo pueden resumirse en unas pocas palabras. Admitía tan sólo cuatro
principios o, más estrictamente, cuatro condiciones elementales de felicidad.
La principal para él era (¡cosa extraña de decir!) la simple y puramente física
del ejercicio al aire libre. «La salud -decía- que se alcanza por otros medios,
apenas es digna de ese nombre.» Citaba las delicias del cazador de
zorros y señalaba a los cultivadores de la tierra como las únicas gentes que,
en cuanto clase, pueden considerarse más felices que otras. La segunda
condición era el amor de la mujer. La tercera, la más difícil de realizar, era
el desprecio de la ambición. La cuarta era la persecución incesante de un
objeto; y sostenía que, siendo iguales las otras condiciones, la vastedad de la
dicha alcanzable era proporcionada a la espiritualidad de este objeto.
Ellison se destacaba por la
continua profusión de dones que le prodigó la fortuna. En gracia y belleza
personal sobrepasaba a todos los hombres. Poseía uno de esos intelectos para
los cuales la adquisición de conocimientos es menos un trabajo que una
intuición y una necesidad. Su familia era una de las más ilustres del imperio.
Tenía por esposa a la más encantadora y abnegada de las mujeres. Sus posesiones
siempre habían sido vastas; pero, al llegar a la mayoría de edad, el destino lo
favoreció con uno de esos extraordinarios caprichos que conmueven a todo el
mundo social en el que concurren, y rara vez dejan de modificar radicalmente la
constitución moral de aquellos que son su objeto.
Parece que, unos cien años antes de
que Mr. Ellison llegara a la mayoría de edad, había muerto, en una remota
provincia, un tal Mr. Seabright Ellison. Este caballero había amasado una
principesca fortuna y, falto de parientes inmediatos, tuvo la ocurrencia de
dejar que su riqueza se acumulara durante un siglo después de su muerte.
Dispuso minuciosa y sagazmente las varias maneras de invertir el dinero, y legó
la masa total al pariente más cercano que llevara el nombre Ellison y estuviera
vivo transcurridos esos cien años. Muchos intentos se habían hecho para anular
el singular legado; fracasaron por su carácter ex post facto; pero el
hecho despertó la atención de un Gobierno celoso y, por fin, se promulgó un
decreto que prohibía toda acumulación semejante. Este decreto, sin embargo, no
impidió al joven Ellison entrar en posesión, en su vigésimo primer aniversario,
como heredero de su antepasado Seabright, de una fortuna de cuatrocientos
cincuenta millones de dólares[1].
Cuando se supo el monto de la
enorme riqueza heredada, surgieron, por supuesto, muchas conjeturas acerca de
su posible utilización. La magnitud y la inmediata disponibilidad de la suma
deslumbraron a todos los que pensaban en el tópico. Era fácil suponer al
poseedor de cualquier suma apreciable de dinero realizando alguna de las
mil cosas factibles. Con riquezas que sobrepasaran simplemente las de cualquier
ciudadano hubiera sido fácil suponerlo entregado hasta el exceso a las
extravagancias elegantes de su tiempo, o dedicado a la intriga política, o
pretendiendo el poder ministerial, o persiguiendo un título más alto de
nobleza, o formando grandes colecciones de obras maestras, o haciendo de
munífico protector de las letras, las ciencias y las artes, o dotando y
confiriendo su nombre a grandes instituciones de caridad. Pero, por la
inconcebible riqueza en poder real del heredero, esos objetos y todos los
objetos corrientes parecían ofrecer un campo demasiado limitado. Se recurrió a
los números, pero éstos no hicieron más que sembrar la confusión. Se vio que,
aun al tres por ciento, la renta anual de la herencia ascendía a trece millones
quinientos mil dólares, lo cual daba un millón ciento veinticinco mil por mes,
o treinta y seis novecientos ochenta y seis diarios, o mil quinientos cuarenta
y uno por hora, o seis dólares veinte por cada minuto que pasaba. Así, pues, el
sendero habitual de las suposiciones quedaba completamente interrumpido. Los
hombres no sabían qué imaginar. Algunos llegaron a suponer que Ellison se
despojaría de por lo menos la mitad de su fortuna, por ser una opulencia
absolutamente superflua, para enriquecer a toda la multitud de parientes
mediante la división de su sobreabundancia. En efecto, a los más cercanos hizo
entrega de la riqueza verdaderamente insólita que poseía antes de heredar.
No me sorprendió, sin embargo,
advertir que Ellison ya tuviera su opinión formada sobre un punto que había
ocasionado tantas discusiones entre sus amigos. Ni me asombró demasiado la
naturaleza de su decisión. Con respecto a las caridades individuales, había
satisfecho su conciencia. En cuanto a la posibilidad de cualquier mejora
propiamente dicha, operada por el hombre mismo en la condición general de la
humanidad, tenía (lamento decirlo) poca fe. En general, por suerte o por
desgracia, en gran medida se replegaba sobre sí mismo.
Era un poeta, en el sentido más
amplio y más noble de la palabra. Poseía, además, el verdadero carácter, los
augustos propósitos, la suprema majestad y dignidad del sentimiento poético.
Instintivamente ponía en la creación de nuevas formas de belleza la
satisfacción más completa, si no la única, de este sentimiento. Algunas
peculiaridades, ya de su educación temprana, ya de la índole de su intelecto,
habían teñido de lo que se llama materialismo todas sus especulaciones éticas;
y fue esta tendencia, quizá, la que lo llevó a creer que el más ventajoso por
lo menos, si no el único campo legítimo para el ejercicio poético, se hallaba
en la creación de nuevos modos de belleza puramente física. Así es como
no llegó a ser ni músico ni poeta, si usamos este último término en la acepción
corriente. O quizá fuera que había desdeñado serlo simplemente por fidelidad a
su idea de que en el desprecio a la ambición debe hallarse uno de los
principios esenciales de la felicidad sobre la tierra. ¿No parece en verdad
posible que, mientras una elevada forma de genio es necesariamente ambiciosa,
la más elevada se encuentre por encima de la llamada ambición? ¿Y no puede
haber ocurrido así que muchos más grandes que Milton hayan permanecido desdeñosa-mente
«mudos e ignorados»? Creo que el mundo nunca ha visto, ni verá jamás -a menos
que una serie de accidentes inciten a un espíritu de la más noble especie a un
penoso esfuerzo- ese logro pleno, triunfante, en los más ricos dominios del
arte, del cual la naturaleza humana es positivamente capaz.
Ellison no llegó a ser ni músico ni
poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de la música y
de la poesía. En circunstancias distintas de las que lo rodearon no hubiera
sido imposible que llegase a ser pintor. La escultura, aun siendo por su
naturaleza rigurosa-mente poética, era demasiado limitada en su alcance y en
sus consecuencias para ocupar, en ningún momento, largo tiempo su atención. Y
acabo de mencionar todos los terrenos donde, según los entendidos, puede
explayarse el sentimiento poético. Pero Ellison sostenía que el campo más rico,
el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido
inexplicable-mente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista
como del poeta; sin embargo, mi amigo opinaba que la creación del
jardín-paisaje ofrecía a la Musa
correspondiente la más espléndida de las oportunidades. Allí, en efecto, se
hallaba el más hermoso campo para el despliegue de la imaginación en la interminable
combinación de formas de belleza nueva; pues los elementos que entran en la
combinación son, por su gran superioridad, los más espléndidos que la tierra
puede brindar. En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles
reconocía los esfuerzos más directos y enérgicos de la naturaleza hacia la
belleza física. Y en la dirección o concentración de este esfuerzo -o, más
estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra-
se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando para mayor
beneficio en el cumplimiento, no sólo de su propio destino como poeta, sino de
los augustos propósitos que movieron a Dios cuando insufló en el hombre el
sentimiento poético.
«Su adaptación a los ojos que iban
a contemplarlo en la tierra»; con su explicación de esta frase, Ellison me
ayudó mucho a resolver lo que siempre consideraba yo un enigma: me refiero al
hecho (que nadie, salvo un ignorante, puede discutir) de que no existe en la
naturaleza ninguna combinación decorativa como puede producirla el pintor de
genio. No se encontrarán en la realidad paraísos como los que resplandecen en
las telas de Claude. En el más encantador de los paisajes naturales siempre se
hallará una falta o un exceso, muchos excesos y muchas faltas. Mientras las
partes componentes pueden desafiar, individualmente, la más alta destreza del
artista, la disposición de estas partes siempre será susceptible de mejoramiento.
En una palabra, no hay posición alguna en la amplia superficie del terreno natural
donde un ojo artista, mirando detenidamente, no encuentre motivo de
disgusto en lo que respecta a la llamada «composición» del paisaje. ¡Y, sin
embargo, cuan ininteligible es esto! En todos los otros dominios hemos
aprendido a considerar justamente a la naturaleza como soberana. En los
detalles nos estremece la idea de competir con ella. ¿Quién tendrá la
presunción de imitar los colores del tulipán, o de mejorar las proporciones del
lirio del valle? La crítica que dice, a propósito de la escultura o el retrato,
que la naturaleza debe ser exaltada o idealizada más que imitada, incurre en un
error. Ninguna combinación pictórica o escultórica de elementos de belleza
humana hace más que acercarse a la belleza viva y palpitante. Sólo en el
paisaje es verdadero el principio del crítico; y, habiéndolo hallado verdadero
en este caso, sólo un apresurado espíritu de generalización pudo llevar a
considerarlo verdadero en todos los dominios del arte, y lo sintió, digo,
verdadero en este caso, pues este sentimiento no es afectación ni quimera. Las
matemáticas no brindan demostraciones más absolutas de las que proporciona al
artista el sentimiento de su arte. No sólo cree, mas sabe positivamente que
estas y aquellas disposiciones de elementos aparente-mente arbitrarias constituyen,
sólo ellas, la verdadera belleza. Sus razones, sin embargo, todavía no han
madurado hasta llegar a la expresión. Queda por hacer un análisis más profundo
del que el mundo ha visto hasta hoy, para lograr una completa investigación y
expresión de esas razones. Sin embargo, lo confirma en sus opiniones
instintivas la voz de todos sus hermanos. Supongamos una «composición»
defectuosa; supongamos que deba hacerse una enmienda en la simple disposición
de la forma; supongamos que esta enmienda se somete al juicio de los artistas
del mundo: todos admitirán su necesidad. Y aún más: para remediar la
composición defectuosa cada miembro aislado de la fraternidad sugerirá idéntica
enmienda.
Repito que sólo en la disposición
del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza física, y que, además,
su posibilidad de mejoramiento en este único punto era un misterio que yo había
sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea
de que la primitiva intención de la naturaleza había sido disponer la
superficie de la tierra de modo de satisfacer en todo punto el sentido humano
de perfección en lo bello, lo sublime o lo pintoresco; pero que esa primitiva
intención había sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos,
trastornos de forma y de color, en cuya corrección o suavizamiento reside el
alma del arte. Sin embargo, debilitaba mucho esta idea su necesidad implícita
de considerar esos trastornos como anormales y desprovistos de toda finalidad.
Ellison fue quien sugirió que eran pronósticos de muerte. Lo explicó
así:
-Admitamos que la inmortalidad
terrena del hombre fue la primera intención. Tenemos entonces la primitiva
disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese estado de
bienaventuranza que no existe, pero que fue concebido. Las perturbaciones
fueron los preparativos para su condición mortal imaginada posteriormente.
»Ahora bien -decía mi amigo-, lo
que consideramos una exaltación del paisaje bien puede serlo en verdad, pero
sólo desde un punto de vista moral o humano. Cada cambio en el decorado natural
produciría efectivamente una imperfección en el cuadro, si suponemos el cuadro
visto ampliamente, en conjunto, desde algún punto distante de la superficie
terrestre, aunque no esté fuera de los límites de su atmósfera. Es fácil
comprender que lo que podría mejorar un detalle observado de cerca puede, al
mismo tiempo, perjudicar un efecto observado en general o desde mayor
distancia. Puede haber una clase de seres, alguna vez humanos, pero
ahora invisibles para la humanidad, a quienes desde lejos nuestro desorden
parezca orden, nuestros elementos no pintorescos, pintorescos; en una palabra,
ángeles terrenos para cuya observación, más que para la nuestra, y para cuya
apreciación de la belleza refinada por la muerte quizá haya dispuesto Dios los
amplios jardines-paisajes de los hemisferios.
En el curso de la discusión mi
amigo citó algunos fragmentos de un escritor que trata de la jardinería de
paisaje con supuesta autoridad:
-Hay, hablando con propiedad, sólo
dos tipos de jardinería de paisaje: el natural y el artificial. Uno trata de
recordar la belleza original del campo adaptando sus medios al decorado
circundante, cultivando árboles en armonía con las colinas o la llanura de la
tierra vecina, descubriendo y llevando a la práctica esas delicadas relaciones
de tamaño, proporción y color que, ocultas para el observador común, se revelan
por doquiera al experimentado alumno de la naturaleza. El resultado del estilo
natural en materia de jardinería se ve más bien en la ausencia de todo defecto
e incongruencia, en el predominio de un orden y una armonía saludables, que en
la creación de ninguna maravilla o milagro especial. El estilo artificial tiene
tantas variedades como gustos diferentes a satisfacer. Presenta cierta relación
general con los variados estilos de edificios. Hay las avenidas majestuosas y
los retiros de Versalles, las terrazas italianas y un viejo estilo inglés vario
y mezclado que admite cierta relación con el gótico civil o con la arquitectura
isabelina. Por más que pueda decirse contra los abusos del jardín-paisaje
artificial, una mezcla de puro arte en el marco de un jardín le añade gran
belleza. Ésta es en parte agradable a la vista, por el despliegue de orden y de
intención, y, en parte, moral. Una terraza con una vieja balaustrada cubierta
de musgo evoca de inmediato a la vista las bellas figuras que por allí pasaron
en otros días. La más leve muestra de arte es una evidencia de preocupación e
interés humano.
»Por mis observaciones anteriores -dijo
Ellison- usted comprenderá que rechazo la idea, expresada aquí, de recordar la
belleza original del campo. La belleza original nunca es tan grande como la
creada. Por supuesto, todo depende de la elección de un lugar con
posibilidades. Lo que dice sobre “llevar a la práctica delicadas relaciones de
tamaño, proporción y color” es una de esas simples vaguedades de expresión que
sirven para cubrir la inexactitud del pensamiento. La frase citada puede
significar todo o nada, y en modo alguno sirve de guía. Que el verdadero
resultado del estilo natural en materia de jardinería se vea más bien en la
ausencia de todo defecto o incongruencia que en la creación de ninguna
maravilla o milagro especial, es una proposición más de acuerdo con la ramplona
comprensión del vulgo que con los férvidos sueños del hombre de genio. El
mérito negativo propuesto pertenece a esa crítica cojeante que en las letras ha
elevado a Addison hasta la apoteosis. A decir verdad, mientras esa virtud que
consiste en evitar simplemente el vicio apela de lleno al entendimiento, y de
esta manera puede quedar circunscrita por la regla, la virtud más alta
que flamea en la creación sólo puede ser aprehendida en sus resultados. La
regla se aplica tan sólo a los méritos negativos, a las excelencias que reprimen.
Más allá de éstas, el crítico de arte se limita a insinuar. Se nos puede
enseñar a construir un Catón, pero en vano nos dirán cómo concebir un Partenón
o un Infierno.
Hecha la cosa, sin embargo,
cumplida la maravilla, la capacidad de aprehensión se torna universal. Los
sofistas de la escuela negativa que, incapaces de crear, escarnecieron la
creación, son ahora los más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria
condición de principio, ofendía su razón formalista, en la madurez de la realización
nunca deja de arrancar admiración a su instinto de belleza.
»Las observaciones del autor sobre
el estilo artificial -continuó Ellison- son menos objetables. La mezcla de arte
puro en un escenario natural le añade una gran belleza. Esto es justo, como
también lo es la referencia al sentimiento del interés humano. El principio
expresado es incontrovertible, pero puede haber algo más allá. Puede
haber un objeto acorde con el principio, un objeto inalcanzable para los medios
comunes del individuo y que, de ser alcanzado, prestaría al jardín-paisaje un
encanto muy superior al que puede conferir un sentimiento de interés
simplemente humano. Un poeta que tuviera recursos económicos extraordinarios
podría, manteniendo la necesaria idea de arte o de cultura, o, como el autor lo
expresa, de interés, conferir a sus propósitos tanta extensión y al mismo
tiempo tanta novedad en la belleza, que provocaría el sentimiento de
intervención espiritual. Se vería que para lograr semejante resultado asegura
todas las ventajas del interés o del propósito, mientras alivia su obra
de la esperanza o la tecnicidad del arte terreno. En el más árido de los
desiertos, en el marco más salvaje de la pura naturaleza, se manifiesta el arte
de un Creador; pero este arte sólo aparece tras la reflexión; en modo alguno
tiene la fuerza evidente de una sensación. Supongamos ahora que este sentido
del propósito del Todopoderoso descienda un grado, llegue en cierto modo
a una armonía o acuerdo con el sentido del arte humano que constituya un intermediario
entre ambos; imaginemos, por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y limitación
combinadas, cuya belleza, magnificencia y extrañeza reunidas provoquen
la idea de preocupación, de cultura y dirección de parte de seres superiores,
pero análogos a la humanidad; así se mantiene el sentimiento de interés,
mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un intermediario o
naturaleza secundaria, una naturaleza que no es Dios ni una emanación de Dios,
pero que sigue siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de manos de
los ángeles que se ciernen entre el hombre y Dios.
En la consagración de su enorme
riqueza a la realización de visiones como ésta, en el libre ejercicio al aire
libre asegurado por la dirección personal de sus planes, en el incesante
objeto, en el desprecio de la ambición que ese objeto le permitía
verdaderamente sentir, en las fuentes perennes con que lo satisfacía, sin
posibilidad de saciarse, la pasión dominante de su alma, la sed de belleza; y,
por encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer cuya belleza y amor
envolvieron su existencia en la purpúrea atmósfera del paraíso, fue donde
Ellison creyó encontrar, y encontró, la liberación de los comunes
cuidados de la humanidad, con una suma de felicidad positiva mucho mayor de la
que nunca brilló en los arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una
clara idea de las maravillas que mi amigo realizaba. Deseo pintarlas, pero me
descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre los detalles y las
líneas generales. Quizá el mejor partido será unir ambas cosas por sus
extremos.
El primer paso para Ellison
consistía, por supuesto, en la elección de la localidad; y apenas empezaba a
pensar en este punto cuando la exuberante naturaleza de las islas del Pacífico
atrajo su atención. En realidad, había resuelto hacer un viaje a los mares del
Sur, pero una noche de reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un
misántropo -dijo mi amigo-, ese lugar me convendría. El absoluto aislamiento, la
reclusión y la dificultad para entrar y salir serían en ese caso el encanto de
los encantos; pero todavía no soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la
opresión de la soledad. Debe quedarme cierto dominio sobre el alcance y la
duración de mi reposo. Habrá momentos frecuentes en que necesitaré también la
simpatía de los espíritus poéticos hacia lo que he realizado. Buscaré entonces
un lugar no alejado de una ciudad populosa, cuya vecindad, además, me permitirá
ejecutar mejor mis planes.»
En busca de un lugar conveniente
así ubicado, Ellison viajó durante varios años y me fue permitido acompañarlo.
Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él sin vacilación, por
razones que al cabo me convencían de que estaba en lo cierto. Llegamos por fin
a una elevada meseta de maravillosa fertilidad y belleza con una perspectiva
panorámica muy poco menor en extensión a la del Etna y, en opinión de Ellison,
así como en la mía, superior a la afamadísima vista de aquella montaña en todos
los verdaderos elementos de lo pintoresco.
-Me doy cuenta -dijo el viajero,
lanzando un suspiro de profundo deleite después de contemplar extasiado la
escena durante casi una hora-, sé que aquí, en mi situación, el noventa por
ciento de los hombres más exigentes se darían por satisfechos. Este panorama es
verdaderamente magnífico y me regocijaría si no fuera por el exceso de su
magnificencia. El gusto de todos los arquitectos que he conocido los lleva a
construir, por amor a la «vista», en lo alto de las colinas. El error es evidente.
La magnitud en todos sus aspectos, pero especialmente en el de la extensión,
sorprende, excita, y luego fatiga, deprime. Para el paisaje ocasional nada
puede ser mejor; para la vista constante, nada peor. Y en la vista constante la
forma más objetable de magnitud es la extensión; la peor forma de la extensión,
la distancia. Está en pugna con el sentimiento y la sensación de retiro, sentimiento
y sensación que tratamos de satisfacer cuando nos vamos «al campo». Mirando
desde la cima de una montaña no podemos menos de sentirnos ajenos al
mundo. El desconsolado evita las perspectivas lejanas como la peste.
Sólo a fines del cuarto año de
búsqueda encontramos una localidad con la que Ellison se declaró satisfecho. Es
innecesario decir, por supuesto, dónde estaba la localidad. La muerte
reciente de mi amigo, al abrir sus puertas a cierta clase de visitantes, ha
dado a Arnheim una especie de celebridad secreta y privada, si no solemne,
similar en cierto modo, aunque en un grado infinitamente superior, a la que durante
tanto tiempo distinguió a Fonthill.
Habitualmente se llegaba a Arnheim
por el río. El visitante abandonaba la ciudad de mañana temprano. Hasta
mediodía pasaba entre orillas de una belleza tranquila y doméstica, donde
pacían innumerables ovejas cuyos blancos vellones manchaban el verde vivo de
las praderas onduladas. Gradualmente la impresión de cultivo iba tornándose en
otra de vida puramente pastoril. Lentamente ésta terminaba en una sensación de
retiro, y ésta, a su vez, en la conciencia de la soledad. Al acercarse la noche
el canal se angostaba; las orillas eran cada vez más escarpadas, cubiertas de
follaje más rico, más profuso y más sombrío. La transparencia del agua
aumentaba. La corriente daba mil vueltas, de suerte que en ningún momento podía
verse su superficie brillante desde una distancia mayor de un cuarto de milla.
A cada instante el barco parecía prisionero dentro de un círculo encantado,
rodeado de inexpugnables e impenetrables muros de follaje, un techo de satén
azul ultramar y ningún piso; la quilla se balanceaba con admirable
exactitud como sobre la de un barco fantasma que, habiéndose invertido por
algún accidente, flotara en constante compañía de la nave real, con el fin de
sostenerla. El canal se convertía entonces en una garganta, aunque el
término no es exactamente aplicable y lo empleo tan sólo porque no hay en el
lenguaje palabra que represente mejor el rasgo más sorprendente -no el más
característico- del paisaje. El aspecto de garganta sólo se manifestaba en la
altura y el paralelismo de las orillas; pero desaparecía en otros caracteres.
Las paredes del barranco (entre las cuales fluía tranquila el agua clara) se
elevaban hasta una altura de cien y en ocasiones ciento cincuenta pies,
inclinándose tanto una hacia la otra que en gran medida interrumpían el paso de
la luz, mientras arriba los largos musgos como plumas colgando espesos desde
los entrelazados matorrales, daban a todo el abismo un aire de melancolía
fúnebre. Los meandros se multiplicaban y complicaban, y parecían volver a
menudo sobre sí mismos, de modo que el viajero perdía en seguida todo sentido
de orientación. Lo envolvía, además, una exquisita sensación de extrañeza. El
concepto de naturaleza subsistía, pero como si su carácter hubiese sufrido una
modificación; había una misteriosa simetría, una estremecedora uniformidad, una
mágica corrección en sus obras. Ni una rama seca, ni una hoja marchita, ni un
guijarro perdido, ni un sendero en la tierra oscura se percibían en ninguna
parte. El agua cristalina manaba sobre el granito limpio o sobre el musgo
inmaculado con una exactitud de diseño que deleitaba y al mismo tiempo
deslumbraba la vista.
Después de recorrer los laberintos
de este canal durante algunas horas, mientras la oscuridad se ahondaba por
momentos, una brusca e inesperada vuelta del barco lo lanzaba de improviso,
como si cayera del cielo, en un estanque circular de gran extensión, comparada
con la anchura de la garganta. Tenía unas doscientas yardas de diámetro y lo
rodeaban por todas partes, salvo la que enfrentaba a la nave al entrar, colinas
iguales en su altura general a las paredes del abismo, aunque de carácter
completamente distinto. Sus flancos subían inclinados desde el borde del agua
en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, y estaban cubiertos desde la base
hasta la cima -sin ningún intervalo perceptible- por un manto de flores
magníficas, donde apenas se veía una hoja verde en un mar de color perfumado y
ondulante. El estanque tenía gran profundidad, pero tan transparente era el
agua que el fondo, como hecho de una espesa capa de guijarros de alabastro
pequeños y redondos, era claramente visible por momentos, es decir cuando la
mirada podía permitirse no ver, en el fondo del cielo invertido, la
reflejada floración de las colinas. No había en éstas ni árboles ni siquiera
arbustos de cualquier tamaño que fuese. Producían en el observador una
impresión de riqueza, de calidez, de color, de quietud, de uniformidad, de
suavidad, de delicadeza, de elegancia, de voluptuosidad y de milagroso
refinamiento de cultura que hacía soñar con una nueva raza de hadas laboriosas,
dotadas de gusto, magníficas y minuciosas; pero cuando el ojo subía por la
pendiente multicolor, desde su brusca unión con el agua hasta su vaga
terminación entre los pliegues de una nube suspendida, resultaba verdaderamente
difícil no pensar en una panorámica catarata de rubíes, zafiros, ópalos y ónix
áureo, precipitándose silenciosa desde el cielo.
El visitante que cae de improviso
en esta bahía desde las tinieblas del barranco queda encantado pero sorprendido
por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto ya bajo el horizonte y
que ahora lo enfrenta, constituyendo el único límite de una perspectiva que de
otro modo sería infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Pero aquí el viajero abandona el
navío que lo llevara tan lejos y desciende a una ligera canoa de marfil ornada,
tanto por dentro como por fuera, de arabescos de un vívido escarlata. La popa y
la proa de este bote se levantan muy por encima del agua en agudas puntas, de
modo que la forma general es la de una luna irregular en cuarto creciente.
Flota en la superficie de la bahía con la gracia altiva de un cisne. Sobre el
piso cubierto de armiño descansa un solo remo liviano, de palo áloe; pero no se
ve ningún remero ni sirviente. Se ruega al huésped que no pierda el ánimo, que
el hado se ocupará de él. El navío más grande desaparece y queda solo en la
canoa que flota aparentemente inmóvil en medio del lago. Mientras medita sobre
el camino a seguir, advierte un suave movimiento en la barca mágica. Ésta gira
lentamente sobre sí misma hasta ponerse de proa al sol. Avanza con una
velocidad suave, pero gradualmente acelerada, mientras los leves rizos del agua
que rompen en los costados de marfil con divinas melodías parecen ofrecer la
única explicación posible de la música suave pero melancólica, cuya origen
invisible en vano busca a su alrededor el perplejo viajero.
La canoa prosigue resueltamente, y
la barrera rocosa del panorama se acerca de modo que sus profundidades pueden
verse con más claridad. A la derecha se eleva una cadena de altas colinas
cubiertas de bosques salvajes y exuberantes. Se observa, sin embargo, que la
exquisita limpieza, caracte-rística del lugar donde la orilla se hunde
en el agua, sigue siendo constante. No hay huella alguna de los habituales
sedimentos fluviales. A la izquierda el carácter del paisaje es más suave y
evidentemente más artificial. Allí la ribera sube desde el agua en una
pendiente muy moderada, formando una amplia pradera de césped de textura
perfectamente parecida al terciopelo y de un verde tan brillante que podría
soportar la comparación con el de la más pura esmeralda. La anchura de esta
meseta varía de diez a trescientas yardas; va desde la orilla del río hasta una
pared de cincuenta pies de alto que se alarga en infinitas curvas pero
siguiendo la dirección general del río, hasta perderse hacia el oeste en la
distancia. Esta pared es de roca uniforme y ha sido formada cortando
perpendicularmente el precipicio escarpado de la orilla sur de la corriente,
pero sin permitir que quedara ninguna huella del trabajo. La piedra tallada
tiene el color de los siglos y está profusamente cubierta y sembrada de
hiedras, madreselvas, eglantinas y clemátides. La uniformidad de las líneas
superior e inferior de la pared es ampliamente compensada por algunos árboles
de gigantesca altura, solos o en grupos pequeños, a lo largo de la meseta y en
el dominio que se extiende detrás del muro, pero muy cerca de éste; de modo que
numerosas ramas (especial-mente de nogal negro) pasan por encima y sumergen en
el agua sus extremos colgantes. Más allá, en el interior del dominio, la visión
es interrumpida por una impenetrable mampara de follaje.
Estas cosas se observan durante la
gradual aproximación de la canoa a lo que he llamado la barrera de la
perspectiva. Pero al acercarnos a ésta su apariencia de abismo se desvanece; se
descubre a la izquierda una nueva salida a la bahía, y en esa dirección se ve
correr la pared que sigue el curso general del río. A través de esta nueva
abertura la vista no puede llegar muy lejos, pues la corriente, acompañada por
la pared, aún dobla hacia la izquierda, hasta que ambas desaparecen entre las
hojas.
El bote, sin embargo, se desliza
mágicamente en el canal sinuoso, y aquí la orilla opuesta a la pared llega a
semejarse a la que estaba frente al muro que había delante. Elevadas colinas,
que alcanzan a veces la altura de montañas, cubiertas de vegetación silvestre y
exuberante, cierran siempre el paisaje.
Navegando suavemente, pero con una
velocidad algo mayor, el viajero, después de breves vueltas, halla su camino
obstruido en apariencia por una gigantesca barrera o, más bien, por una puerta
de oro bruñido, minuciosa-mente tallada y labrada, que refleja los rayos directos
del sol, el cual se hunde ahora con un esplendor que se diría envuelve en
llamas todo el bosque circundante. Esta puerta está metida en la alta pared,
que aquí parece atravesar el río en ángulo recto. Al cabo de unos minutos, sin
embargo, se ve que el cauce principal del río sigue corriendo en una curva
suave y amplia hacia la izquierda, junto a la pared, como antes, mientras una
corriente de considerable volumen, divergiendo de la principal, se abre camino
bajo la puerta con ligeros rizos, y así se sustrae a la vista. La canoa entra
en el canal menor y se acerca a la puerta. Los pesados batientes se abren
lenta, musicalmente. El bote se desliza entre ellos y comienza un rápido
descenso a un vasto anfiteatro circundado de montañas purpúreas, cuyos pies
lava un río resplandeciente en la amplia extensión de su circuito. Al mismo
tiempo todo el paraíso de Arnheim irrumpe ante la vista. Se oye una
arrebatadora melodía; se percibe un extraño, denso perfume dulce; es como un
sueño, en que se mezclan ante los ojos los altos y esbeltos árboles de Oriente,
los arbustos boscosos, las bandadas de pájaros áureos y carmesíes, los lagos
bordeados de lirios, las praderas de violetas, tulipanes, amapolas, jacintos y
nardos, largas e intrincadas cintas de arroyuelos plateados, y surgiendo
confusamente en medio de todo esto la masa de un edificio semigótico,
semiárabe, sosteniéndose como por milagro en el aire, centelleando en el
poniente rojo con sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra
fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos.
1.011. Poe (Edgar Allan)
[1] Un
incidente similar en líneas generales al aquí imaginado se produjo no hace
mucho en Inglaterra. El nombre del afortunado heredero era Thelluson. La
primera vez que vi un caso semejante fue en el Viaje del príncipe
Pückler-Muskau, quien eleva la suma heredada a noventa millones de libras, y
observa justamente que «en la contemplación de una suma tan grande y de los
servicios a los cuales podría aplicarse hay algo semejante a lo sublime». Para
ajustarme a los propósitos de este artículo he seguido el informe del príncipe,
aunque sea groseramente exagerado. El germen y en realidad el comienzo del presente
trabajo fue publicado hace varios años, antes de la aparición del primer número
del admirable Judío Errante, de Sue, que posiblemente fue sugerido por
el relato de Muskau.
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