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lunes, 9 de diciembre de 2013

El hombre de la multitud

¡Qué desgracia no poder estar solo!...

La Bruyére.

Del mismo modo que ha podido decirse, refiriéndose a cierto libro ale­mán: er lasst sich nicht lesen, 'no se deja leer', existen secretos que están fuera de la posibilidad de ser revelados. Hay hombres que fallecen en el silencio de la noche, estremeciéndose entre las manos de espectros que los torturan con sólo sostener fija sobre ellos su implacable mirada; hom­bres que mueren con la desesperación en el alma y un hierro candente en la laringe, a consecuencia del horror de los misterios que no permiten que se los descubra. Algunas veces la conciencia humana soporta un peso de tal enormidad que sólo encuentra remedio en el descanso de la tumba. Así es como la esencia del crimen queda con gran frecuencia en el misterio.
No ha mucho tiempo que, hacia el declinar de una tarde de otoño, me hallaba sentado tras los cristales de la ventana de un café de Londres. Estaba convaleciente de una enfermedad que me había retenido en el lecho algunos meses, y sentía, con el retorno de la salud, ese grato bie­nestar, antítesis de las nieblas del hastío; experimentaba esas felices dis­posiciones en que el espíritu se expansiona, traspasando su potencia ordinaria tan prodigiosamente como la razón potente y sencilla de Leib­nitz se eleva sobre la vaga e indecisa retórica de Gorgias. Respirar con libertad era para mí un goce inefable y de muchos asuntos verdadera­mente penosos sacaba mi fantasía sobreexcitada inmensos raudales de positivos placeres. Todos los objetos me inspiraban una especie de inte­rés reflexivo, pero fecundo en atractivas curiosidades. Con un cigarro en la boca y un periódico en la mano, me había distraído largo rato después de la comida; miraba luego los anuncios, observaba después los grupos de la concurrencia que ocupaban el café y me fijaba en las gentes que tran­sitaban por la calle y que parecían sombras a través de los cristales, empañados por el ambiente exterior.
La calle era una de las arterias principales de la inmensa ciudad, y, por tanto, de las más concurridas. A la caída de la tarde, la concurrencia fue creciendo de un modo extraordinario y, cuando fueron encendidos los faroles del alumbrado público, dos corrientes de personas se encontra­ron, confundiéndose delante de mi vista en un choque continuo. Jamás me había encontrado en situación parecida o, por mejor decir, nunca había tenido conciencia de aquella situación aunque hubiera pasado por ella mil veces, y este tumultuoso océano de humanas cabezas me produ­cía una deliciosa emoción, de agradable novedad. Terminé por no prestar atención alguna a lo que pasaba en el interior del hotel, embebiéndome en la contemplación de la escena que ofrecía la espaciosa calle.
Mis observaciones tomaron entonces un giro abstracto y generaliza­dor, considerando a los transeúntes como masas y no fijándome más que en sus relaciones colectivas. Pronto, sin embargo, entré en detalles, exa­minando con interés minucioso la innumerable variedad de figuras, tra­zas, aires, maneras, rasgos y accidentes.
La mayor parte de los que pasaban tenían un aspecto agradable y parecían preocupados por serios asuntos, no pensando, al parecer, sino en abrirse camino a través de la muchedumbre. Fruncían las cejas y gira­ban los ojos con viveza y, cuando los transeúntes los impelían, tropezan­do con ellos, lejos de dar muestras de impaciencia, solían abotonarse la ropa para ofrecer menos blanco al frecuente choque de importunos, dis­traídos o rateros.
Otros, en el mayor número, denunciaban en sus movimientos cier­ta inquietud, expresando su semblante una singular agitación, hablando entre sí con gesticulaciones vivaces y como si creyesen estar solos, por lo mismo que los rodeaba aquel hirviente remolino de personas. Cuando se sentían detenidos en el camino, cesaban en su monólogo, pero redobla­ban sus gestos, aguardan-do, con sonrisa vaga y forzada, el paso de las personas que les servían de obstáculo. Cuando los empujaban, saluda­ban maquinalmente a los que les impedían paso, pareciendo disculpar sus distracciones en medio de aquel mare magnum.
En estas dos numerosas clases de hombres, aparte lo que acabo de exponer, no encontraba nada más saliente y característico. Sus vestidos entraban en esa clasificación, exactamente definida por el adjetivo decen­te. Parecían, sin duda alguna, caballeros, negociantes, mercade-res; es decir, proveedores, traficantes, los eupátridas griegos, el común del orden social; hombres acomodados, o acomodándose o deseando acomodarse, activa­mente empleados en sus asuntos personales, conducidos bajo su propia responsabilidad. Éstos no excitaban mi atención de un modo particular.
La raza de los dependientes de comercio me presentó sus dos prin­cipales ramas. Reconocí los dependientes del comercio al por menor, de novedades y de artículos de modas efímeras, a quienes la gente, con maléfica intención, denota con el vulgar calificativo de horteras, jóve­nes lechuguinos, presuntuosos en sus ademanes, presumidos en su porte: bota de charol, cabellera rizada y aire de satisfacción de su emperejilada humanidad. A pesar de ese prolijo cuidado del aderezo y acicalamiento de su engreída persona, toda la elegancia de esta parodia de la verdadera distinción alcanza, cuando más, el límite en que un actor cómico puede afectar el augusto decoro del papel regio que en el teatro representa.
En cuanto a la clase de empleados en casas de cambio y banca, no es posible confundirla. Se los reconocía en los vestidos, de mayor solidez que lujo; en sus corbatas y chalecos blancos, en su calzado duradero y en la severidad clásica de su tipo. Casi todos sufrían los efectos de una cal­vicie prematura, completa en algunos, y la oreja derecha de estos traba­jadores ciudadanos, acostumbrada de ordinario al peso de la pluma, había contraído una acentuada desviación. Noté que se quitaban y poní­an el sombrero con ambas manos y que aseguraban sus relojes con cade­nas cortas de oro, de un modelo pasado de moda y nada complicado en su labor. Éstos afectaban respetabilidad, y no cabe afectación más digna, a falta de respetabilidad verdadera y justificada.
Vi también buen número de esos individuos de brillante apariencia, reconociendo a la primera ojeada que pertenecían a la familia de los rateros de alto vuelo, de que están invadidas todas las ciudades populo­sas. Estudié cuidadosamente esta especie de la familia rapaz, extrañán­dome que pudieran pasar por sujetos honrados aun entre los sujetos honrados en realidad. La exageración de sus apariencias, un excesivo aire de franqueza habitual, son causa bastante para denunciarlos a una inteligencia medianamente ejercitada en el conocimiento de las perso­nas y de las cosas, como hoy se suele decir.
Los jugadores de profesión, y no había pocos en aquella baraúnda de gente, se descubrían al primer golpe de vista, por más que usaran los diferentes aspectos exteriores, desde el charlatán jugador de manos, con su chaleco de terciopelo, la corbata chillona, la gruesa cadena de latón dorado y los botones de filigrana, hasta el pillo vestido con tan clerical sencillez que no permite despertar sospechas. Todos, no obstante, se dis­tinguían por su tez ajada y amarillenta, por cierta opacidad vaporosa en su dilatada pupila y lo exangüe de sus labios. Una observación atenta ofrecía a la curiosidad otros dos signos aún más decisivos: el tono bajo y reservado de su conversación y la separación chocante de su dedo pul­gar hasta formar ángulo recto con los otros dedos de la mano derecha. Con frecuencia, en compañía de tales bribones, he observado a ciertos hombres que se diferenciaban de ellos por sus costumbres, pero me con­vencí pronto de que eran aves de idéntica pluma. Se los puede conside­rar como gentes que viven de una misma industria, formando, por decirlo así, dos falanges, la civil y la militar: la primera maniobra con lar­gos cabellos y amable sonrisa; la segunda, con aire despejado y desplan­tes de perdonavidas.
Descendiendo gradualmente en la escala de la clase media, encon­tré temas de meditación más profunda y más sombría. Observé trafican­tes judíos, con ojos de azor hambriento, en oposición con la abyecta humildad de sus pálidos semblantes; mendigos descarados y cínicos, que atropellaban a los pobres vergonzantes, a quienes la desesperación había lanzado, en las sombras de la noche, a implorar la caridad de sus conve­cinos; inválidos llenos de angustiosa fatiga, espectros ambulantes sobre quienes la muerte parecía abatirse como el águila sobre su presa, trope­zando o arrastrándose entre el bullicio, con los ojos en acecho, ansiosos de encontrar un rostro benevolente que les prometiera un consuelo for­tuito; modestas jóvenes que volvían de un trabajo abrumador y de escaso producto, dirigiéndose hacia su triste hogar, bajo la obsesión insultante, cuando no impúdica, de los libertinos y de los antojadizos, a cuyo direc­to contacto no podían substraerse en aquella confusión.
Venían después las mujeres pecadoras de toda clase y de toda edad: las de incontestable hermosura, en todo el esplendor de sus opimas pri­micias, haciendo recordar aquella estatua de Luciano cuyo exterior era de mármol de Paros y llena de inmundicia en el interior; la leprosa, car­gada de harapos infectos, descarada y repugnante; la veterana del vicio, rugosa, pintada, coloreada por el arrebol, llena de joyas y haciendo un alarde imposible de ardor juvenil; la niña de formas indecisas, pero hecha ya a la provocación sensual por ensayos infames y lecciones depravadoras, acosada por el imperioso deseo de ascender en la jerarquía de las sacerdotisas del inmundo Priapo.
Surcaban el mar de la muchedumbre los borrachos en sus especiali­dades indescriptibles: éstos, destrozados, inmundos, desarticulados casi, con la fisonomía embrutecida y vidriosa la mirada; aquéllos, menos de­sarrapados, pero sucios, caminando sin rumbo, rostros rojizos y granu­jientos, labios gruesos y sensuales; otros vestidos con relativa elegancia, pero en un desorden que indica el furor de la bacanal; otros que anda­ban con paso firme y elástico, pero cuyos semblantes cubría una mortal palidez, cuyos ojos aparecían inyectados en funesta combinación por la sangre y la bilis, y que en el reflujo de aquel oleaje humano tenían que asirse con mano temblorosa a los objetos que encontraban a su alcance.
Por lo demás, no faltaban en aquel gentío los pasteleros y droguistas ambulantes; los repartidores de carbón y de leña; los tocadores de orga­nillo y sus compañeros inseparables, los que exhiben marmotas o hacen trabajar a los monos; los vendedores de periódicos; los trovadores del vulgo y los saltimbanquis; artesanos y trabajadores, aniquilados de fatiga después de tantas horas de esclavitud y de faena, y todo esto, lleno de una actividad ruinosa y desorde-nada, que abrumaba el oído con sus dis­cordancias ocasionando una sensación dolorosa a la vista del observador reflexivo.
Al paso que avanzaba la noche, crecía el interés de la escena cauti­vándome con su extraño aspecto, porque no sólo se alteraba el carácter general de la multitud, sino que los resplandores del alumbrado, débiles cuando luchaban con los últimos reflejos del día, parecían cobrar fuerza en la densidad de las sombras y arrojaban destellos vivos y brillantes sobre los objetos situados dentro de su radio luminoso. En la misma proporción, los accidentes notables de aquella multitud, desvaneciéndose con el retiro gradual de la parte sana de la población, cedían su lugar en aquel torbellino espumante a los accidentes más grotescos, que, en un relieve fantástico, acumulaban en grupos vigorosos todas esas infamias que la noche evoca de sus tugurios y hace salir de los profundos antros. Todo allí era negro, aunque brillante, como ese lustroso ébano a que ha comparado la crítica el estilo peculiar de Tertuliano.
Los extraños efectos de aquella luz rojiza y vacilante me dieron a examinar los rostros de aquellos individuos, y, aunque la rapidez vertigi­nosa con que aquel mundo de la sombra giraba delante de la ventana me impidiera verificar a mi sabor el examen, me pareció que, gracias a la sin­gular disposición moral en que estaba, podía leer en brevísimo intervalo y de una ojeada fugaz la historia de largos años en la mayor parte de las fisonomías.
Apoyada la frente en la ventana y absorto enteramente en la con­templación de la multitud, se ofreció a mi vista de improviso una cara particular, la de un hombre gastado y decrépito, de sesenta y cinco a setenta años de edad, que, desde luego, llamó mi atención merced a la absoluta singularidad de su expresión.
Jamás había visto nada que se pareciese a aquel rostro ni del modo más remoto.
Recuerdo perfectamente que mi primer pensamiento, al descubrir esta cara, fue que Retzch, al contemplarla como yo, la hubiese preferido a todas las figuras en las cuales ha intentado su genio diabólico repre­sentar el espíritu de las tinieblas. Y como procurase, bajo la impresión de aquel espectáculo, establecer un análisis del sentimiento general que me había inspirado, sentí inundarse confusamente mi alma por las ideas de vasta inteligencia, codicia, circunspección, malicia, sangre fría, maligni­dad, sed de sangre, astucia diabólica, terrores y alborozos, pasiones ardientes y suprema desesperación.
Me reconocí dominado, seducido, cautivado, en fin, por aquel sin­gular personaje.
-¡Qué salvaje historia -dije entre mí- está escrita en ese corazón!
Y entonces me invadió la tentación irresistible de no perder de vista a aquel hombre, con el vehemente afán de averiguar quién era y lo que hacía.
Me puse precipitadamente el abrigo, me calé el sombrero hasta las cejas y, empuñando mi grueso bastón, me lancé a la calle, me metí atre­vidamente en el piélago de la multitud en busca de mi hombre y marché en la dirección que le había visto tomar, porque había desaparecido. Con alguna dificultad logré encontrar sus huellas; lo alcancé, por fortuna, y me consagré a seguirlo, si bien con ciertas precauciones, procurando que no notase mi propósito.
Conseguí, al fin, examinar a gusto su persona. Era de pequeña esta­tura, delgado y débil en apariencia. Sus vestidos estaban sucios y desga­rrados, pero, al pasar por el haz luminoso de los faroles, pude observar que su camisa, manchada y rota, era fina y de hechura irreprochable, y si puedo dar crédito a mis fascinados ojos, entre los pliegues de su capa, al embozarse una vez, percibí los resplandores sucesivos de un diamante en el índice y un puñal en la mano derecha. Estas observaciones exalta­ron mi curiosidad y me decidí a seguir al desconocido por dondequiera que encaminara sus inciertos y vacilantes pasos.
La noche había cerrado por completo; una niebla espesa y húmeda envolvía la capital en su denso manto, resolviéndose en una lluvia pesa­da y continua.
Esta variación de tiempo produjo un efecto raro en la multitud, que, agitada por un movimiento oscilatorio, buscó refugio en la infinidad de paraguas, elevados sobre las cabezas, como burbujas sobre la superficie de aguas removidas. La ondulación, los codazos y los murmullos se hicie­ron sentir más en aquel precipitado tumulto de transeúntes. No me asus­té por la lluvia, porque aún sentía en la sangre una efervescencia febril y la humedad me produjo un frescor voluptuoso. Me até en torno del cuello un pañuelo para evitar un catarro y seguí mi camino detrás del hombre al que espiaba.
En el transcurso de media hora, el viejo a quien seguía con tenaci­dad se abrió paso con alguna dificultad, hasta cruzar la gran arteria, y yo procuraba no separarme de su ruta, recelando perder su pista en aquel tumulto. Como no volvía la cabeza, cuidándose únicamente de avanzar, no pudo advertir mi táctica, y continué mi espionaje con creciente ardor, retenido, no obstante, por la prudencia. Pronto se deslizó por una calle transversal, la que, aunque llena de gente presurosa, no era tan molesta para el tránsito como la principal que abandonaba, cansado de luchar contra multiplicados obstá-culos. Aquí se verificó un cambio evidente en mi hombre, tomando un paso más sosegado y casi podría decirse vaci­lante. Cruzó en distintas direcciones la calle, formando fantástico zigzag de una acera a otra, y entre los que iban y los que venían tuve que some­terme a seguirlo estrechamente. Era la tal calle estrecha y larga, y aquel paseo de cerca de una hora me produjo gran cansancio, viendo reducirse la multitud a la cantidad de gente que se nota por lo común en Broadway, cerca del parque, al mediodía; tan grande es la diferencia entre la mul­titud de Londres y la de la ciudad americana más populosa.
Cuando llegamos al final de la calle entramos en una plaza esplén­didamente iluminada por el gas y que rebosaba de exuberante vida. El individuo recuperó el primer aspecto, que tanto me había chocado al verlo. Sumió la barba en el pecho y sus ojos chispearon rutilantes bajo sus contraídas cejas, al escudriñar los objetos que lo rodeaban, pero sin mirar hacia atrás, por suerte mía. Apresuró el paso, pero con regularidad y en gradación calculada, y no fue escasa mi sorpresa al ver que, dando la vuelta a la plaza, volvía atrás, empezando de nuevo su estrambótico paseo como una tarea impuesta. Entonces me vi precisado a ejecutar una serie de hábiles maniobras, para impedir que en uno de aquellos súbitos retrocesos descubriese mi curioso espionaje.
En este extraño paseo empleamos una hora, mucho menos molesta­dos por los transeúntes de lo que habíamos sido al entrar en la plaza, por­que la lluvia iba en aumento, arreciaba el viento y el temporal llevaba a las gentes hacia el amor de los hogares. Haciendo un gesto de impa­ciencia, el errante hombre tomó por una calle oscura y desierta compa­rada con la que habíamos dejado y la recorrió en toda su longitud con una agilidad que nunca habría sospechado en un ser tan caduco, pero una agilidad que me fatigó extraordinariamente, en el empeño por seguirlo de cerca. En pocos instantes desembocamos en un vasto y con­curridísimo bazar. El desconocido parecía estar al corriente de todos los lugares, y allí adoptó nuevamente su marcha primitiva, abriéndose paso sin clase alguna de prisa ni de atropello y sin llamar la atención de los que vendían y compraban en el espacioso estableci-miento.
Pasamos hora y media recorriendo aquel recinto, teniendo que redo­blar mis precauciones a fin de evitar que se diera cuenta de la insistencia de mi curiosidad, que me confundía material-mente con la sombra de su endeble cuerpo.
Yo calzaba zapatos de caucho, que me permitían ir y venir sin pro­ducir ruido que denunciara mis pasos. Mi hombre penetraba sucesiva­mente en todas las tiendas, sin pedir nada y sin preguntar por nadie, posando en las personas y en los efectos una mirada fija, incoherente y sin brillo. Su conducta me extrañaba sobremanera y me afirmaba en la resolución de no separarme de él sin haber conseguido satisfacer por completo la curiosidad que me hacía girar en su órbita como un satélite.
Un reloj de sonora campana dejó oír once vibraciones con rítmica solemnidad y ésta fue la señal para que el bazar quedase vacío al poco rato. Uno de los tenderos, al cerrar un muestrario, dio un empellón invo­luntario a mi hombre, en el impulso vigoroso de su faena, y el viejo, estremeciéndose a este contacto, rudo aunque puramente casual, se pre­cipitó a la acera opuesta y, como espoleado por el terror, se introdujo con velocidad increíble en una serie de callejuelas tortuosas y solitarias, a cuyo término llegamos de nuevo a la calle principal de la que habíamos partido juntos y en la que estaba situado el café en que había yo pasado la tarde tan distraído.
La calle no ofrecía ya el mismo aspecto y, aunque alumbrada por el gas, como llovía sin tregua, eran escasos los transeúntes, y los pocos que la atravesaban lo hacían con marcada rapidez.
El incógnito palideció, continuó andando tristemente por aquella avenida, antes tan animada, y después, exhalando un profundo suspiro, se encaminó hacia el Támesis y siguió un laberinto de vías oscuras y poco frecuentadas hasta llegar frente a uno de los principales teatros de la capital. Era el instante preciso de terminar el espectáculo y el público desembocaba en la calle por las diferentes puertas del coliseo. Entonces vi a mi hombre abrir la boca para respirar con fuerza y mezclarse en el bullicio como en su propio elemento, mientras se calmaba por grados la profunda tristeza de su fisonomía. La barba volvió a caer sobre su pecho y apareció tal como lo había observado la vez primera que fijé en él los ojos. Noté que se encaminaba hacia donde afluía con preferencia el público, pero, en suma, me era imposible adivinar los móviles de su sin­gular proceder.
Mientras avanzaba se diseminaba la gente, y al advertir esto, el des­conocido parecía invadido por una emoción afanosa y pródiga en incer­tidumbres. Durante algunos instantes siguió muy de cerca a un grupo de diez o doce personas, pero, poco a poco, y uno a uno, el número fue dis­minuyendo hasta reducirse a tres individuos, que entablaron misteriosa conversación a la entrada de una callejuela estrecha, oscura y de difícil acceso. Mi hombre hizo una pausa y estuvo algunos momentos como sumido en vagas reflexiones; luego, con una marcadísima agitación, se introdujo velozmente por un pasaje estrecho que nos llevó al extremo de la ciudad y a regiones bien opuestas de las que hasta entonces habíamos recorrido.
Nos encontramos en el barrio más infecto de Londres y en donde todo lleva impresa la marca de la deplorable pobreza y del vicio sin arre­pentimiento ni redención posibles. Al accidental fulgor de un sucio reverbero, se distinguían las casas de madera, altas, antiguas, agrietadas, que amenazaban derrumbarse, y en tan extravagantes direcciones que apenas se acertaba a orientarse por su confuso laberinto. El pavimento estaba lleno de hoyos, y las piedras rodaban fuera de sus huecos, sacadas de sus alvéolos por la cizaña, signo de las vías desiertas. El lodo fétido del arroyo impedía el libre curso de las aguas pluviales. La suciedad del piso manchaba las paredes con salpicaduras hediondas y la atmósfera se impregnaba de desolación.
Al avanzar por aquellos sombríos lugares, los ruidos de la vida humana se hicieron cada vez más perceptibles y, al fin, numerosas ban­dadas de hombres, los más infames entre el populacho de la capital, se presentaron a nuestra vista como naturales figuras de aquel siniestro cuadro. El incógnito sintió de nuevo reanimarse su decaído espíritu, como la luz de una lámpara próxima a extinguirse que recibe el aceite que necesita para el alimento de su combustión. Estiró sus miembros y pareció aspirar con el brío y el desenfado característicos de la juventud.
De pronto dimos vuelta en una esquina, y una luz de vivo resplan­dor, que nos deslumbró por su contraste con la oscuridad de aquel sitio, nos permitió reconocer uno de esos templos suburbanos de la intempe­rancia en los que, como a moderno Baal, se sacrifican los hombres depravados al demonio de la ginebra.
Amanecía ya, pero un grupo de inmundos borrachos se agolpaba a la puerta de aquel antro de perdición.
Ahogando un grito de alegría frenética, el viejo se abrió paso lenta­mente por los corrillos de bebedores y de repugnantes borrachos, y, radiante la odiosa fisonomía ante aquel espectáculo de desdichas, fue y vino de un lado para otro por aquel trozo de calle como si no lo saciara aquel cuadro de degradación y embrutecimiento. No hubiese dado tre­gua a este convulsivo paseo a través de aquellos des-dichados, si el ruido de cerrar las puertas de aquella caverna maldita no hubiera indicado la hora de poner fin al movimiento de la noche en semejantes estableci­mientos. Lo que vi retratado en la fisonomía de aquel ente excepcional a quien espiaba, sin experimentar cansancio en tanta vuelta y revuelta, fue una emoción más intensa aún que la misma desesperación. No vaci­ló, a pesar de esto, en su carrera; antes bien, con loca energía, volvió atrás de improviso, dirigiéndose con firme decisión al corazón de la populosa capital de Gran Bretaña.
Corrió impávido durante mucho tiempo, y yo siempre sobre su pista, como atraído poderosamente por una fuerza mágica que centuplicaba las mías, resuelto a todo trance a no perder ninguno de sus pasos en esta indagación que absorbía en su interés todas mis facultades, así morales como físicas.
Brilló el sol en un cielo despejado, después de una noche lluviosa, y llegado que hubimos a la calle principal, en que estaba situado el café de donde salí en persecución del diabólico viejo, pude ver que la calle pre­sentaba un aspecto de actividad y continuo movimiento, análogo al que observaba en las primeras horas de la noche precedente, siendo aquél, al parecer, el flujo matutino del reflujo nocturno, en el cuadro de mareas humanas del mar insondable y turbulento del vecindario de Londres.
Allí, en medio de un tumulto creciente por momentos, persistí con empeño obstinado en seguir al incógnito, pero este sombrío y fatal per­sonaje iba, venía, pasaba y repasaba por aquella inmensa calle, pare­ciendo entre-gado como frágil arista a los remolinos de una tromba que girase sobre sí misma con asombrosa rapidez.
Así transcurrió el día y ya se aproximaban las sombras de la noche, y, sintiéndome quebrantado por aquel tráfago, que resentía con intolerables dolores hasta la medula de mis huesos, me detuve frente al hom­bre errante con aire de insolente interpelación, mirándolo ceñudo y decidido a formular dos agresivas preguntas:
-¿Quién eres y qué haces?
Pero aquel ser incansable y fantástico me evitó con un giro raudo, como el arranque del vuelo del halcón, y lo vi mezclarse entre la multi­tud, como la gaviota cuando roza con sus alas las crestas de las olas, en las que la blanca espuma esmalta en sus copos el azul del piélago que sirve de espejo a Dios. No pude, ni quise, seguir mis infructuosas pes­quisas, y entré a descansar de mi loca excursión en el café, de donde había salido dispuesto a buscar la clave de un enigma social sospechado por mi arrebatada fantasía.
-Este viejo -dije para mí- es el genio del crimen tenebroso y pro­fundo. Su afán consiste en no permanecer solo y por eso es el hombre voluntariamente perdido en la multitud. En vano lo hubiera seguido un día y otro para poseer su secreto o conocer sus actos. El arcano es el sello de su destino. Un perverso corazón humano es un libro mil veces más infame y odioso que ese Hortulus animae, de Grünninger, de quien ha dicho Alemania su famoso er lasst sich nicht lesen. Quizá sea una de las mayores misericordias del Ser Supremo que esas almas condenadas sean como aquel libro inmundo, y por eso dispone que no se dejen leer.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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